RETORNO DEL HOMBRE CÉLEBRE

(En los periódicos)

«EN LAS PRIMERAS HORAS de la mañana entró en el puerto el vapor Amundsen, que regresa de la larga expedición al Polo Norte. Una apretada multitud se había congregado en los muelles, con objeto de dar la bienvenida al doctor Gregersen, eminente hombre de ciencia que mandó el grupo de los intrépidos expedicionarios. Como ya es sabido, el doctor Gregersen permaneció dieciocho meses entre los hielos polares. Los trabajos científicos realizados por él en el transcurso de este viaje, suponen importantísimas aportaciones a todas las ramas del saber humano. ¡El mundo entero festeja con alegría el retorno del eminente investigador! El doctor Gregersen ha logrado alcanzar el punto más septentrional del globo, y sus descubrimientos operarán un profundo cambio en los actuales rumbos y teorías sostenidos hasta hoy por los círculos científicos. La multitud congregada en el muelle escoltó al sabio doctor hasta la puerta de su hogar, prorrumpiendo en incesantes vítores».

(En su casa)

—¡Hola, Jorge! —exclamó la familia saliendo al recibidor.

El doctor Gregersen, emocionado, se despojó de su amplio abrigo de pieles y fue abrazando, por turno, a doña Maria, su mujer; a su hijo mayor y a sus tres benjamines. Luego estrechó con calor las manos de tío Florencio, de tío Armando y de tía Beatriz.

Pasaron a la salita y se acomodaron en las butacas, forradas de azul.

—¡Cómo han crecido los pequeñuelos! —exclamó el doctor, acariciando las cabezas de sus hijitos.

—¡Claro! Como que han pasado dieciocho meses desde que te fuiste… —explicó sabiamente tío Florencio.

—Eusebito ya sabe hablar —dijo su mujer.

A duras penas pudo contener el abnegado hombre de ciencia un raudal de lágrimas felices.

—¿Cómo te ha ido por allí? —preguntó su mujer.

Y el doctor Gregersen, Jorge para sus íntimos, inició una larga disertación sobre los desnudos paisajes polares. Habló de las focas, de los pingüinos, del hielo que era tan blanco como el yeso de las paredes de la salita en que estaban. Mencionó el escorbuto, atroz enfermedad, producida por la falta de vitaminas, que aqueja al hombre en aquellas latitudes…

—¿Y viste a tía Ágata? —interrumpió su mujer, de pronto.

—¿A tía Ágata? —repitió el sabio, perplejo—. No; no la vi.

—Recuerda —dijo doña María— que al marchar te recomendé que la visitaras al pasar por Santander.

Hubo un brevísimo momento de confusión.

—Sí, ahora recuerdo —dijo por fin el doctor, con aire confuso—. Pero es que no pasamos por Santander, ¿sabes?

Y acto seguido se puso a explicar cómo la derrota del Polo Norte no pasa por la bahía santanderina, pues las corrientes ascendentes favorables han de tomarse a muchas millas al oeste de las costas noruegas. Para reforzar su discurso añadió que muchos barcos, al intentar apartarse del camino seguido por anteriores exploradores, sufrieron graves encuentros con inmensos icebergs, que en la primavera descienden hacia el sur, libres, como enormes montañas de cristal…

—¿Qué hiciste entonces con el corte de traje color de naranja que te di para ella? —volvió a interrumpir doña María.

Pero el eminente científico no supo responder. Había olvidado, en efecto, lo que hizo de aquellos tres metros de tela color de naranja. Sin duda, se extraviaron entre el montón de grandes cajas cargadas de provisiones, de armas y utensilios, que llenaban las bodegas del Amundsen.

—Ahora me explico —dijo su mujer— el enfado de tía Ágata. La pobre esperaba el corte de traje para hacerse un vestido primaveral y, como no llegó, tuvo que ponerse ropa oscura en pleno mes de mayo.

Hubo un silencio, un poco violento, que rompió de nuevo doña María.

—¿Y no has traído ningún recuerdito para los pequeños? ¿Algún juguete, quizá?

No. El eminente hombre de ciencia confesó, con dolor y vergüenza, que no pudo hallar ningún comercio donde adquirir algo que alegrase a sus niños. Explicó detalladamente que los hijos de los esquimales, lejos de dedicarse a juegos inocentes como los niños de Europa, se adiestran desde muy jóvenes en el manejo de largos y afilados arpones, que emplean con habilidad en la captura de focas, osos y ballenas.

—Sin embargo —objetó doña María con una encantadora sonrisa—, cuando nuestro vecino don Enrique salió de viaje, trajo a sus nenes unos preciosos juguetes mecánicos y unas cajas de lápices de varios colores.

El eminente sabio aclaró amablemente que el vecino don Enrique, cuando trajo aquellos regalos, había ido a pasar unas vacaciones en Mallorca. Era muy posible que en Mallorca hubiese tiendas de juguetes, ya que Mallorca es una isla habitada desde hace siglos, que cuenta con todos los adelantos de la vida moderna. Esto, sin embargo, no ocurre en el Océano Glacial Ártico, donde las bajísimas temperaturas impiden la prosperidad del comercio y la industria.

Doña María pareció darse por satisfecha; pero, no obstante, dijo, aprovechando una pausa:

—Lo que nos extrañó mucho, Jorge, fue que no telegrafiaras diciendo que habías llegado bien. O, por lo menos, haber puesto una postal. Por lo visto, estabas allí muy divertido y no te acordabas para nada de nosotros.

El admirado hombre de ciencia movió la cabeza con tristeza.

¡Ingratos parajes aquéllos, jamás pisados por el hombre! ¡Si doña María supiera que los esquimales no emplean las comodidades que proporciona el correo! Se trata de gentes primitivas, incultas, que se entienden entre sí por medio de un lenguaje breve y gutural que suena a lamentos o extraños aullidos…

El doctor Gregersen pareció advertir en todos los rostros de su familia un gesto de discreta incredulidad. Y doña María añadió todavía, como colofón:

—En fin: con este Jorge no se puede contar para nada. Luego escribiré a tía Ágata explicándole el extravío de la tela.

Y pasaron en silencio al comedor.

Fuera, en las calles, una inmensa muchedumbre tremolaba gallardetes, lanzando vivas ensordecedores al gran hombre de ciencia.

EL SUICIDA VENGATIVO

«Señor Juez:

»Que no se culpe a nadie de mi muerte. Aunque descubra usted huellas de lucha al borde del acantilado, yo no quiero que sospeche de Nicanor Fernández, de 32 años de edad, con domicilio en la calle Pino, número 17. Si usted averigua que Nicanor Fernández salió esta tarde a pasear conmigo por estos alrededores, y que en varias ocasiones me dio unos empujoncitos bastante significativos cuando bordeábamos este precipicio, no haga caso tampoco.

»Yo le aseguro, señor Juez, que Nicanor Fernández es una bellísima persona, a pesar de que el jueves pasado tuvimos una trifulca espantosa y me amenazó con matarme en la primera ocasión que se le presentara. Como usted comprenderá, no me gustaría que tomara en consideración estas pequeñeces. Para demostrarle el afecto que me inspira Nicanor Fernández, le diré que no me ofendí ni pizca cuando mi novia, con la que estaba a punto de casarme, me rechazó a mí para contraer matrimonio con Nicanor Fernández. Le repito, señor Juez, que aunque Nicanor Fernández suele sufrir arrebatos de cólera durante los cuales es capaz de cualquier barbaridad, tiene en el fondo un corazón de oro. No quisiera que por culpa de esos inocentes empujoncitos que me dio esta tarde al borde del acantilado, se pasara el resto de su vida metido en una cárcel. Yo sólo deseo que viva feliz al lado de la que fue mi novia hasta que le conoció a él.

»Si alguien le dice que Nicanor Fernández me debía algún dinero —según recibo que le envío adjunto— y que quizá le convino deshacerse de mí para cancelar esa deuda, le suplico que no preste oídos a semejante murmuración.

»Advirtiéndole que la colilla que encontrará al lado de esta carta es de la misma marca que los cigarrillos que fuma Nicanor Fernández, le saluda, deseando que no se culpe a nadie de mi muerte,

Arturo Gómez.»

«P. D.—Aunque le será fácil comprobar que la firma de esta carta no se parece en nada a mi firma habitual, le suplico que no piense ni por un momento que pueda tratarse de una falsificación hecha por Nicanor Fernández, cosa nada extraña, puesto que dicho individuo tiene cierta habilidad para esta clase de trabajos».

EL ARTE DE ESCRIBIR NOVELAS ANGLOSAJONAS

(Sinopsis de argumento que puede servir para varias veces)

BUDY, EL PROTAGONISTA, vuelve de una guerra. (Elíjase la más reciente, para que la novela pueda llamarse «de actualidad»). Lleva un bastón en una mano, porque le falta un pedazo de pierna. (Según el dramatismo de la novela, el tamaño del pedazo puede variarse: si es una novela triste, conviene que le falte un pedazo gordo; si es una novela de risa, basta quitarle dos deditos de un pie). Cuando Budy llega a Londres, que allí se llama London, toda la gente tiene que andar a gatas porque no se ve nada con la niebla. (Descripción de la niebla, diciendo que «deja ver las cosas como a través de un cristal esmerilado»). A Budy le ha dado sed el viaje, y se acerca al Támesis a beber un poco de agua. Cuando está bebiendo con toda la cara metida en el Támesis, un gracioso le da un empujón y lo tira dentro. Budy, al darse con la frente en una roca, pierde la memoria. (La memoria es el mayor defecto que puede tener un protagonista. Conviene quitársela de un mamporro en las primeras páginas, y no devolvérsela hasta el final de la novela). Budy queda flotando en el río, hasta que lo pesca una «lady» que pasa en piragua. La «lady», que se llama Eleanor, envuelve a Budy en un papel y se lo lleva al campo de golf que sus padres tienen en Escocia. Al llegar a la casa solariega, de estilo victoriano (fea, vamos), Eleanor le da unas duchas de té frío para ver si Budy se despabila; pero Budy sigue lelo. La «lady», que se va enamorando del simpático piltrafa, le enseña a decir «papá», «mamá», «nene», y todas las cosas que se le olvidaron con la amnesia. (Si en algún momento Budy está a punto de recobrar la memoria, se le hace caer en un agujero de golf para que vuelva a perderla. Cuando un protagonista recobra la memoria demasiado pronto, la novela se queda muy corta y no se puede vender a cuarenta pesetas). Budy hace esfuerzos por saber quién era antes del golpe, pero no hay manera, y el psiquiatra le pega otro coscorrón con un martillo que lleva en un estuche. ¡Budy recobra la memoria! ¡Momento culminante, que conviene escribir con letras mayúsculas! Budy recuerda entonces que era un muchachito distinguido y correcto, con un caballo de carreras y una corona de lord en las camisetas. Al recordar todo esto, se casa con Eleanor y tienen una botella de whisky.

EL AFOR DE GOSULE

(Nota: Con el fin de que pueda visitar a su anciano padre, que se encuentra bastante delicadito, he concedido unas breves vacaciones al corrector de pruebas de este libro. Espero que lo del viejo sea cosa de poca monta, ya que, en ausencia de mi corrector, me veo obligado a publicar esta pequeña novela sin que sus galeradas pasen por el filtro de su esperada corrección. Pido a mis lectores perdonen las ligeras erratas que hayan podido deslizarse en este tierno relato titulado «El amor de Gisela»).

Gisela tenía gama de ser una vampiresa. No obstante, Gesula era bbondadisa, tuapa, de porte eszbelprpr boronifff grap grag prrr vep, de porte esbelto, de alma cándida y morazón nobli. Vivía en una pasa moresta, con dos ventanis a la baile y un mirador con tistos de flobrr questmarífff dddeeferuuu prorporor con tiestos de flores. Gusila tenía un oato negro, un perro de color caneli, y un lore de colorunes que hablaba con viz de ñoni pequeño.

Gosali era muy feloz en su medoste hogar. Pero un difp, poscppp tiagolí feroggg bebohhpríp, un día conoció a Conrido, y a partir de entonces Gesola comenzó a paladear el sabor agrodilcu de esta enaforíp garupppggg derresnépp jjjjipbetrep de esta enamorada.

Canrudi era un jovin de buena presencia, runio, de gran estatoro y muy simpátice. Gesilo y Cenradu salieron (untos varias tardes, fueron al mine, y por fin se hicieron norutrrr fassss viffff goorrbet y bbbiiiimsééíí prf se hicieron novios.

Bien pornto, los padres de Cenroda le dijeron que bidiese la mano de Geseli, a lo cual accedió Conrade.

—¿Quieres madarte conmegu?

—¡Só! —replocá Gasole, con entusiasma.

—¡Afor múo! —exclamó él cogienda sus manos.

Desde aquél dóa, comenzaron a buscar un posi desalquilado. No tardaron en encontrar defecoltides, y poco a poco el noviazgo se prolongó de una manera exasperanto.

—Esto es una latiti, hija —decía Cinrode a Gisalu.

—Ya, ya —replociba ella.

Y por fon, una tarde de infrebaínnn trof tref borolagggg frrr wwwwÑee buuuubbdrop reminog de invierno Conrado se fue a Cáceres, mientras Gelasi abría la espata de gos para suicidorse desesperida. Frimpeeegrr brohskmm fíp…

LÁGRIMAS EN LAS OREJAS

(Nota: Este cuento lo escribí siendo muy niño, cuando me suspendieron quince veces en mis exámenes de Fisiología del bachillerato. Por este motivo, suplico a mis lectores disculpen las pequeñas equivocaciones fisiológicas que cometí, ya que este cuentecillo, salvo esas menudencias, fruto lógico de mi ignorancia, posee óptimos valores literarios).

La condesa apoyó la barbilla en la planta de su pie derecho, y quedó en actitud pensativa mientras entornaba la nariz para mirar a lo lejos. La condesa era una mujer guapa, achaparrada y esbelta. Sus ojos, de color de la grana, armonizaban con sus rasgados pulmones azules. Cubría sus hombros con finos zapatos de tafilete, y su encantadora rodilla, de cabellos ensortijados, hallábase cubierta por un gracioso sombrero de cintas y tules. En su oreja derecha estrujaba una carta nerviosamente.

¡Aquella carta! Varias veces la leyó con sus dientes inquietos, y sus orejas se llenaron de lágrimas. ¡Cuántos recuerdos había resucitado en su espinazo! El duque de Guisando, nacido Manolo, había vuelto de la India después de una ausencia que duró veinte años. La acongojada condesa, con un nudo en el brazo, evocó aquellos felices días cuando conoció al duque. Entonces, el joven Guisando era apuesto: tenía un gracioso piececito encima de la boca, y cubría sus bigotes con altas botas de húsar. La mirada de su nariz era viva y penetrante, y sus pestañas caían en bucles naturales encuadrando su bella paletilla ovalada.

Fue en aquellos dichos días cuando la condesa, enamorada del apuesto galán, le entregó su pimentón. ¡Aquellos días! ¡Aquel duque! ¡Pasión, pasión, prorrompompón! Al rememorar jornadas tan dichosas, la condesa se llevó un diente hasta los ojos, y comenzó a morderlo con sus uñas color perla. Sus orejas tornaron a llenarse de lágrimas, y brotaron sollozos de su columna vertebral. La tristeza de la separación había arruinado sus vidas. Ahora, según decía en su carta, el duque era un anciano de polainas blancas y arrugados cabellos. La condesa, por su parte, se había marchitado: sus dedos ya no eran tan sedosos, ni tan turgentes sus pómulos, ni tan sonrosado su cuero cabelludo.

De pronto, abrióse la puerta del salón y un grito ahogado escapóse de la mandíbula de la condesa.

—¡Guisando! —clamó, cayendo de paletillas en el suelo.

Pero no era Guisando; era el conde, marido de la condesa, que palideció al oír aquel nombre que creía muerto para siempre.

El antebrazo del conde se iluminó con un relámpago de ira.

—¡Infame! —gritó, lanzando espumarajos por garganta, nariz y oídos.

Y empuñando su nudoso bastón de caza, lo dejó caer sobre la rubia rodilla de la condesa. Luego, el conde se puso a llorar como un niño, y sus orejas se llenaron de lágrimas.

«RIN-TIN-PLÍN»
(Novela protagonizada por perro astuto)

—¡HAY FUEGO en el rancho «El Sacacorchos»! —gritó el «sheriff» sacando su caballo del armario—. ¡Corramos!

Mientras ocurría esta escena en la Sheriffería, las llamas sitiaban a los moradores del rancho. De pronto, un grito salió de todos los labios:

—¡Rin-tin-plín!

En efecto: el inteligente perro, vestido con un tosco uniforme de bombero, acababa de llegar a las puertas de la hacienda. En pocos minutos, arrojando con la boca cubos de agua, apagó el incendio.

—¡Gracias! —gritaron los dueños del rancho, regalando a Rin-tin-plín una bolsa de oro. Pero el fiel animal lanzó una mirada con sus expresivos ojos, que quería decir:

—Guárdense su oro, caballeros. ¿No comprenden que yo he dominado el siniestro sin afán de lucro? Vamos, vamos: no me tomen ustedes por un can mercenario.

Dos semanas más tarde, Buck Garson se debatía prisionero en la cueva de los Navajos. Cuando los implacables indios se disponían a cortarle la cabellera, una bondadosa vieja se acercó a Buck.

—¡Rin-tin-plín! —murmuró Garson, reconociendo al inteligente perro debajo del disfraz.

Y el noble y pequeño animal le lanzó una mirada que quería decir:

—En el desfiladero del río Thornton encontrarás un caballo, una calabaza con agua potable, un sombrero de paja y algunas galletas. Huye ahora mismo.

Buck se salvó gracias al abnegado Rin-tin-plín.

Bien pronto las hazañas, del fiel perro recorrieron los ámbitos del Lejano Oeste. Pero los cuatreros no perdían el tiempo. Aprovechando un descuido del hacendado Desty, le robaron mil cabezas de ganado con sus correspondientes cuerpos.

Mientras los cuatreros galopaban con el producto de su robo, un grito unánime salió de todas las cabezas de ganado:

—¡Rin-tin-plín!

En efecto: rudamente vestido de tigre, el artero perro sembró el pánico entre los bandidos. Los cuales huyeron, abandonando su presa.

¡Perro heroico! El banquero Morris tenía aterrorizados a los colonos con sus hipotecas. Todos los ranchos tenían una hipoteca de Morris, y éste los amenazaba con quitarles sus propiedades. Cuando la situación era gravísima, un grito de esperanza asomó a las bocas de los colonos:

—¡Rin-tin-plin!

Efectivamente: el buen perro había llegado a la comarca y, valiéndose de sus dientes, fue arrastrando las hipotecas de los ranchos y tirándolas a un pozo. ¡Morris había sido vencido! ¡Los colonos podían plantar su avena sin temor a las hipotecas!

—¿Cómo podremos agradecerte lo que has hecho por nosotros, Rin-tin-plín? —le preguntaron los granjeros. Y el perro les dirigió una inteligente mirada, en la que se leía esta respuesta:

—Sólo me guía el deseo de hacer el bien, amigos míos. No acepto dádivas ni regalitos. ¡Si supieseis cuánto disfruto viendo a la gente contenta!…

Y desapareció en las Montañas Rocosas.

Pero una tarde, cuando el inocente Jerry iba a ser ahorcado por equivocación, los que se habían reunido para presenciar el espectáculo dejaron escapar un grito:

—¡Rin-tin-plín!

—¿Qué quieres, Rin-tin-plín? —preguntó el juez, dirigiéndose al animal.

Y el perro le lanzó una mirada llena de significado, que quería decir:

—Buenas tardes, señor juez. He venido para evitar que se cometa un error lamentable. Jerry no es el culpable de la muerte del novillo.

—¡Cómo! —exclamó el juez, comprendiendo la mirada de Rin-tin-plín—. ¿No es culpable?

—No —continuaron diciendo los vivaces ojos del perro—. Jerry se hallaba en Tejas la noche en que el novillo fue asesinado en Kansas.

—¡Gracias! —dijo Jerry, bajando de la horca y besando a Rin-tin-plín en los labios.

¡Pero el perro había desaparecido!

Una noche, cuando los bandoleros estaban más contentos, un grito brotó de sus gargantas:

—¡Rin-tin-plín!

Pero no era Rin-tin-plín: era un perro corriente.

—¡Menos mal! —dijeron los tíos, mientras mataban a un colono sin poder contener la risa.

NOVELITA ARISTOCRÁTICA

CHARLÁBAMOS ANIMADAMENTE del mar, cuando apareció el mayordomo con un plato de peces.

—El mar es el espectáculo más bello que existe —dijo el barón de Rodapié—, pero los peces son los animales más desgraciados del mundo.

—¿Por qué? —preguntó el mundano Hip, tomando con una pinza uno de los peces que le ofrecía el mayordomo.

—Porque son los únicos que no pueden disfrutar del cuadro que el mar nos ofrece. Están demasiado cerca de él, como esos aficionados que pretenden ver una obra maestra de la pintura mirándola a una distancia de pocos centímetros.

—¡Paradójico! —gruñó sir Percy, nervioso.

Hubo un susurro seguido de una palmada.

—A la orilla del mar se producen esas prendas veraniegas que se llaman americanas blancas —comenzó de nuevo el barón, balanceando entre sus dedos el cuerpo de un pez que acababa de servirse—. La americana blanca es una prenda oscura, con lunares grisáceos y motas verdosas. Recuerda su color habitual al de los autos de guerra con pintura de camouflage. La americana blanca es una defensa contra el calor y por esta causa suele fabricarse de lana gruesa, sin duda para que el calor no la atraviese.

Hubo una pausa seguida de un papirotazo. El dueño de la casa dijo al mayordomo:

—Oiga, Bates: prepare un poco de agua para mojar estos peces. No pretenderá que nos tomemos los peces secos.

Unos momentos después se abrieron las grandes puertas del comedor y el mayordomo anunció:

—Señores: el agua está corriendo.

Nos dirigimos al comedor y comenzamos a remojar los peces en unos lavafrutas de cristal. El barón de Rodapié, al convencerse de que no había ninguna señora delante, reanudó su charla.

—La mujer es un ser dominante por naturaleza. ¡No quiero pensar lo que sería de los hombres si la mujer, en lugar de haber salido de un hueso pequeño como es una costilla, hubiese sido construida con un fémur, que es nuestro hueso más gordo y poderoso!

Hubo un murmullo seguido de un campanazo. Terminada la colación, nos tumbamos unos momentos en la alfombra del saloncito para reposar la merienda.

—Siempre que nos vamos a dormir —comentó de nuevo el barón—, deberíamos colocar cuatro velitas encendidas en los extremos de nuestra cama. Al fin y al cabo, el sueño es una muerte pequeña.

Hubo un aplauso para el barón de Rodapié, seguido de una patada.

—¡Paradójico! —volvió a decir sir Percy, quitándose el monóculo de la órbita derecha, lo cual era un ademán inútil, puesto que no tenía ojo.

Hubo un silencio seguido de un chasquido.

El mayordomo entró en el saloncito con nuestros abrigos debajo del brazo.

—Hora de cerrar —dijo brevemente.

Todos los reunidos nos pusimos en pie y comenzamos a ponernos las gruesas prendas. El mundano Hip no podía ocultar su cólera.

—Cada día cierran más temprano las recepciones —murmuró—. Cuando está uno más divertido, llega el mayordomo y dice: «Hora de cerrar». Y no hay más remedio que largarse.

—Creo que la recepción del marqués Berry está abierta toda la noche —informó sir Percy—. Y, además, dan vino.

—Vamos pronto, a ver si encontramos mesa —sugerí con timidez.

El barón de Rodapié nos dijo, mientras se colocaba la chistera:

—Los hombres vestidos de etiqueta parecen estufas parlantes. Estufas apagadas y tristes, inservibles desde el invento de la calefacción central.

Hubo un silencio seguido de un mazazo: el barón rodó por el suelo sin sentido, mientras el resto de los invitados nos dirigíamos a la recepción del marqués Berry, que estaba abierta toda la noche.

SÍNTESIS DE UNA NOVELA DE F. DOSTOIEWSKI

—SOY IVÁN PETROVICH —dijo el forzado en un susurro. Pero el látigo del carcelero lo derribó por tierra…

Estaban los mendigos con las cadenas puestas, esperando en la fría estación el tren botijo para Siberia. Iván con el rostro amoratado de latigazos…

… Y la mendiga pidió un socorro a Vladimir. Momentos después, el cuerpo de la harapienta se balanceaba colgando de una cuerda: Vladimir la ahorcó por capricho…

… Los hermanos Teodoroff, implorantes, habían caído en la nieve mientras el mujik blandía el látigo…

—¡Soy Aliocha, «el Talludito»! —dijo el malhechor con la boca entornada. Pero el látigo del carcelero lo derribó por tierra…

… y con un esfuerzo sobrehumano logró arrastrarse sobre el fango de la Perspectiva Tromanoff. Pero las cadenas, que aprisionaban sus tobillos…

Con aquel sucio «kopek» compró un mendrugo de «jlep» negruzco y una camisola de basta urdimbre…

—¡Te ahorcaré por un rublo! —dijo Basilio bebiendo su caña de vodka. Pero el látigo del carcelero lo derribó por tierra…

… Y se vendó la mordedura del látigo con el último jirón de su casaca. Poco puede hacer un paria con un sucio «kopek»…

En el cuarto reinaba la humedad. Natacha tosía con frecuencia, mientras crepitaba el samovar enmohecido: «¡zrip, zrip, zrip!»…

Quería tomar una taza de té. Pero el látigo del carcelero lo derribó por tierra…

Era un tártaro de Vladivostock, instalado en Nijni-Nóvgorod en la hacienda del heredero ahorcado…

—Tendremos que andar unas quince «verstas» para eludir al carcelero —dijo Niutchka pegando el rostro al suelo fangoso…

—¡Te ahorcaré por un sucio «kopek»! —gritó Vladimir, preparando su «knut» de colas cortas. Pero el látigo del carcelero lo derribó por tierra…

Tenía el rostro anguloso y calzaba, a modo de zapatos, dos periódicos ilustrados atados con sucios cordeles. Menos mal que Vladimir se apresuró a ahorcarle…

… Y el hacha de Iván se clavó en la cabeza del fabricante. Poco puede hacer un fabricante con un sucio «kopek».

Pero el látigo del carcelero lo derribó por tierra…

Pero el látigo del carcele…

Pero el lá…

¿MIEDO?

SÍ, NO ME CABE DUDA: alguien ha gritado en el jardín pidiendo socorro. Era una voz angustiosa, de mujer en trance de muerte. Ha sido un grito salvaje capaz de poner los pelos de punta. Mi deber es bajar y enfrentarme con los asesinos. Voy ahora mismo, eso es. Lo haría cualquiera en mi caso. ¿Por qué me detengo? Sí, claro: necesito despejarme del todo. Son las doce y pico de la madrugada y dormía profundamente cuando el grito me despertó. Si bajo al jardín medio dormido, estaré en pésimas condiciones para enfrentarme con los malhechores. ¡Qué grito, caramba! Cada vez que lo recuerdo siento un cosquilleo en la medula. ¿Cuántos individuos serán? ¡Bah! Eso no importa. Cuando alguien pide socorro, hay que acudir sin entrar en detalles.

Aunque si son muchos y van armados… A lo mejor van y ¡zas!: me matan a mí también. ¡Cualquiera diría que tengo miedo! ¡Qué gracioso! No corro ningún peligro: salgo al jardín, defiendo a la persona que ha pedido auxilio, y ¡zas!: me vuelvo a la cama. Bien fácil es. Cuestión de algunos minutos. Claro que el jardín estará tan oscuro… Pero puedo llevar una linterna; en una mano mi pistola y en otra la linterna; y en un momento, ¡zas!, todo liquidado. Lo haré yo solo, eso es: completamente solo. No me vendría mal la ayuda de un par de policías, claro. Quizá se trate de toda una banda, y en tal caso poco podré hacer. Pero no hay tiempo de avisar a la Policía ni a ninguna parte. El grito indicaba que un segundo de retraso podría ser fatal e irremediable para la víctima. Pero ¡si tengo la frente bañada en sudor frío! ¿Seré tonto? Cualquiera, al verme, pensaría que no me atrevo a bajar. ¡Qué estupidez! Pues ¡bueno sería! Nada, nada: salgo un momento y, ¡zas!: los asesinos emprenden la huida. Sencillísimo. Pero ¡si es un juego de niños! Me tiembla el pulso. Será que he dormido poco. Bueno, en marcha: la pistola está cargada y no puedo perder ni un segundo… Claro que también puede ser que no se trate de un asesinato. ¿Por qué había de serlo? Tampoco el grito era tan horripilante. ¡Las mujeres son tan exageradas…! Quién sabe si será un simple robo. A lo mejor, algún raterillo de poca monta que ha querido apoderarse de un bolso. En este caso, el asunto es mucho más fácil: llego yo, y ¡zas! lo detengo. Bien: voy a bajar. Pero bajaré despacio. Bastante hace uno con prestar su ayuda desinteresada. Que no vengan con exigencias, diablo. ¡Estaríamos frescos! Bajaré. Aunque ya me figuro lo que me espera: será alguna histérica que se ha asustado al ver la sombra de un farol… Por otra parte, el grito era un grito corriente y no estoy muy seguro de que pidiera socorro. A lo mejor era el grito de una persona contenta de encontrar a un viejo conocido. Es posible que al bajar interrumpa alguna escena conmovedora… Ahora que lo pienso mejor, creo que nadie pedía socorro. Fue un gritito pequeño. Hay mucha gente que grita en broma. ¡Qué tonto soy! No es que me importe bajar, claro que no; prueba de ello es que ya estaba a punto de hacerlo. Pero no voy a molestarme por una tontería. ¡Estaría bueno! Si cada vez que oímos un grito tuviéramos que bajar a ver qué ocurre… Será mucho mejor que me duerma. Desde luego tengo la conciencia tranquila; porque si de verdad alguien hubiese pedido socorro, hubiera visto los asesinos: bajo en un momento, y ¡zas!: todos detenidos. Pero molestarme por un grito cualquiera…

COMIDA DE CUMPLIDO

DESPUÉS DE UNOS TÍMIDOS elogios dirigidos por el marqués de Bartrala al sabor de unos espárragos, reinó en el comedor un silencio angustioso. Pasados diez minutos, la situación se hizo insostenible. Todos los invitados nos dirigíamos miradas atroces, deseando que alguien iniciase un tema cualquiera para aferrarnos a él como náufragos a una tabla.

Por fortuna, en aquel momento entró en la habitación un sirviente manco. Bartrala, hombre de mundo, no quiso desperdiciar la ocasión.

—Es curioso —dijo—. Nadie ha visto nunca un manco con dos manos.

Volvió el silencio. El Marqués se apresuró a añadir:

—Sin embargo, yo he conocido a un manco con dos manos.

Los comensales continuaron absortos en la contemplación de los platos.

—¿Dice usted que conoció a un manco con dos manos? —preguntó al fin un hombre joven y bastante simpático.

—Sí: se llamaba don Bernabé. ¡Pobre don Bernabé! —siguió diciendo Bartrala rápidamente—. Viéndole con sus dos manos, nadie hubiera dicho: «Este hombre es manco». Y sin embargo…

—Sin embargo, ¿qué? —preguntó una vieja.

—Sin embargo, era manco —concluyó el Marqués, descorazonado.

El silencio se apretó de nuevo sobre nosotros, oprimiéndonos el pecho como una losa.

—¿Y cómo se explica que fuera manco teniendo dos manos? —volvió a preguntar la vieja.

—No se explica de ninguna manera —dijo Bartrala, amoscado—. Era manco, y basta.

Nueva pausa. Se percibían las pisadas discretas de los criados, que mariposeaban en torno a la mesa. Todos disimulábamos el azoramiento que nos producía el silencio, clavando la vista en los platos cubiertos por migajas de tarta. La situación era penosísima. Los nervios del Marqués no pudieron resistir la tentación.

—¡Era manco! —gritó exasperado.

Todos los comensales le miraron sorprendidos.

—La excepción confirma la regla —continuó—. Un hombre puede ser manco, aun teniendo dos manos.

—¿De qué manco están ustedes hablando? —se animó a preguntar el dueño de la casa.

—Es un amigo del señor Marqués —aclaró la vieja.

—¡Un manco con dos manos! Es un fenómeno muy curioso —comentó el anfitrión.

El tema de Bartrala perdió interés y el silencio nos envolvió con sus enormes alas de murciélago. Pero el Marqués no se daba por vencido. Con una tenacidad rayana en el heroísmo, volvió a decir:

—Y no solamente manco, sino cojo. Era completamente cojo, aunque tenía la suerte de tener sus dos piernas tan sanas y fuertes como cualquier atleta.

—¡Asombroso! —murmuró el joven simpático.

—Pero esas cosas, por desgracia, nunca ocurren en nuestro país —se lamentó el anfitrión—. Ese don Bernabé sería oriundo de algún país extranjero.

—¡Oh, no! —se apresuró a decir Bartrala—. Don Bernabé no era oriundo de ninguna parte. Casi estoy por decir que ni siquiera era oriundo.

—Todo el mundo es oriundo, amigo mío —le recordó el joven simpático.

—Hay oriundos y oriundos —se defendió Bartrala—. Sobre todo, la excepción confirma la regla.

—Eso sí.

¡Admirable Marqués! Sus esfuerzos para sostener la conversación tuvieron un óptimo resultado: unos minutos más tarde, el dueño de la casa, tocando un muslo de su vecina, anunció que la comida había terminado.

EL TERREMOTO

EMPEZÓ A PERCIBIRSE un ronco gruñido en las tripas del suelo. Un viento huracanado azotó los árboles de las calles, mientras los habitantes de la ciudad corrían despavoridos hacia sus domicilios.

Pero Mr. James, que en aquel momento acababa de afeitarse, se puso la americana y salió a la calle para dirigirse a su oficina.

El fragor subterráneo alcanzó proporciones ensordecedoras. El pavimento temblaba con violencia.

—¡Terremoto! ¡Terremoto! —gritaban las gentes, alocadas y palidísimas, buscando en vano un refugio.

Mr. James bajó la escalera con tranquilidad, y al salir del portal se puso a caminar con paso reposado.

—Tengo tiempo de sobra —se dijo, consultando su reloj de pulsera—. Hoy firmaré el primero en la hoja de entrada.

El viento sopló con mayor fuerza y resonó un escalofriante estampido. Algunos grandes edificios de construcción moderna, se derrumbaron con estrépito aplastando entre los escombros a sus ocupantes. Sonaban ayes de dolor entre las vigas retorcidas y los montones de ruinas. Equipos improvisados de salvamento trataban de rescatar a los primeros heridos de la catástrofe.

—Me gusta que el jefe vea que soy puntual —pensó míster James, subiéndose el cuello de su impermeable—. Así, a fin de año podré pedir un aumento de sueldo con probabilidades de éxito.

Después de una breve pausa, el huracán estalló de nuevo sumando sus horrores a los ya producidos por el movimiento sísmico. Grandes árboles yacían en las calzadas raíces arriba. Una madre, aun a riesgo de morir aplastada por alguno de los derrumbamientos que no cesaban de producirse, corría de un lado a otro llamando a su hijo. Los postes telegráficos cayeron al suelo, destrozando el tendido de las líneas.

Aquel paseíto matinal hasta la oficina desentumecía las piernas de Mr. James. Le gustaba madrugar para tener tiempo de hacer ese pequeño ejercicio. Los días de mal tiempo no le arredraron nunca.

Todas las calles céntricas ofrecían un aspecto pavoroso: muy pocas calles resistieron la tremenda convulsión terrestre. Los automóviles yacían volcados junto a los bordillos. Se declararon incendios que, avivados por el fuerte viento reinante, se propagaban con rapidez incinerando los despojos de la ciudad doliente.

Y Mr. James llegó a la oficina. No se había equivocado: era el primero. Encabezó con su firma la hoja de entrada, y se sentó ante su mesa con una sonrisa de satisfacción.

Unas horas después, y cuando Mr. James salió de su despacho, situado en un barrio populoso de Liverpool, se enteró por los periódicos del trágico terremoto ocurrido aquel mismo día en la ciudad de Yokohama.

¡CRIMEN Y SORPRESA!

(Extracto de cien novelas policíacas)

—¿ALLO?… ¡Sí, sí! Aquí el inspector Jonson… ¿Cómo? ¿Un muerto?… ¿Calle 42? Bien; voy en el acto.

Dando un salto el inspector se lanzó al suelo y examinó la alfombra de su despacho. Luego descubrió huellas de pasos, colillas y alfileres; practicó diligencias, hizo autopsias y descubrió culpables; por fin, redactó dictámenes con los forenses y salió a la calle.

—¡Calle 42, pronto! —ordenó a su automóvil—. ¡Hay un muerto al que podemos salvar la vida si llegamos a tiempo!

El automóvil corrió velozmente, levantando nubes de polvo. El inspector, desde su asiento, hizo repetidos disparos contra los ciclistas malhechores, y se puso un clavel en los labios para despistar a los sospechosos.

Llegaron, por fin, ante la casa indicada. Un viejo mayordomo salió a recibirles.

—¿Y el cadáver? —preguntó el policía.

—El cadáver del señor le espera en la salita.

—Supongo que no habrán tocado nada.

El mayordomo no respondió y, ocultándose tras una cortina, empezó a espiar todos los movimientos del detective.

El inspector entró en la salita. Sentados en torno al cadáver, los sospechosos esperaban mordiendo pañuelos nerviosamente. El cadáver del señor, tumbado sobre la alfombra, aparecía vestido con un rico batín con dragones bordados en la seda.

Jonson no perdió e] tiempo. Sin dejar reaccionar a los reunidos, cacheó a las jóvenes más guapas; descubrió huellas digitales, cuchillos de monte y cerbatanas hindúes; sobre todo, cerbatanas hindúes. Interrogó a todos sin dejarlos responder, cambió varias veces de corbata, practicó detenciones y descubrió pasadizos secretos. ¡Los sospechosos le miraban sorprendidos! El mayordomo entreabrió la puerta y dijo esta frase enigmática:

—Si lo viera «el Cojo».

¡Pero a Jonson no se le escaparon estas palabras y comenzó a sospechar!

—Veamos —dijo—: Dígame con qué letra empieza el nombre del asesino.

—Con «C».

—¡Caco! —exclamó triunfalmente el detective.

—No.

—¡Coco!

—No.

—Pues entonces, ya lo sé: ¡Cuco!

—No; tampoco.

—Me parece que está usted haciendo trampas, pollito.

Cualquier detective hubiese perdido la fe en sí mismo ante la negativa de los reunidos. Pero Jonson no se dejó amilanar. Sin perder un minuto, lanzó al aire pompas de gas lacrimógeno, bengalas y acusaciones. De pronto se detuvo a escuchar.

—¿Qué significa aquel extraño lamento?

—Son los lobos —respondió un sospechoso dominando el estupor que le producía el raro quejido.

—Bien; sigamos —continuó el inspector, dando pruebas de singular sangre fría—. En vista de que no acierto el nombre del asesino, pagaré una prenda.

Y con un notable gesto de indiferencia, depositó sobre la mesa una manga de camisa.

—Veo, veo —dijo repentinamente.

—¿Qué ve usted?

—Una cosita.

—¿Con qué letrita?

—Con «S».

—¡Silla! —exclamaron todos, extrañados de la claridad de aquella adivinanza.

Pero algo ocurrió en aquel instante. Algo tan horrible, que el mismo inspector sintió que la sangre se le helaba en las venas: ¡la cortina de una ventana se entreabrió, dejando asomar el afilado rostro del mayordomo!

—Si lo viera «el Cojo»… —dijo con voz helada por el misterio.

Las sospechas de Jonson comenzaron a concretarse: ¿Quién era «el Cojo»? ¿Quién mató al cadáver del señor? ¿Pepe o Perico? ¿Lunes o martes?

¡No había tiempo que perder!: con ocho manotazos, el inspector derribó por tierra a los sospechosos; ordenó después que los agentes cercasen la casa; hizo diseños y esposó a los criados. ¡En el piso superior resonó una música armoniosa y queda!

—Es la sobrina del cadáver del señor —explicó el mayordomo.

—¡Subamos! —ordenó el inspector, empuñando su rifle.

La joven quedó sorprendida y trató de negar.

—No. Yo no sé quién es «el Cojo».

—Sólo tratamos de salvarla.

—Confesaré.

—¡Manos arriba!

Fuera resonaron muchas pisadas, como el galopar de una manada de animales.

—¡Son los búfalos! —explicó el mayordomo después de una corta pausa.

El inspector pidió que lo dejaran solo. Encendió su pipa de plata con una antorcha, y siguió cavilando. De pronto la voz del mayordomo se dejó oír por el tubo de una chimenea:

—Si lo viera «el Cojo»…

Dando un salto felino, Jonson salió de la habitación sorprendiendo al mayordomo escuchando en la puerta. Pero ambos quedaron inmóviles al oír un aterrador murmullo que llegaba del jardín.

—¡Son los lobos! —explicó el mayordomo.

¡Era precisamente lo que buscaba Jonson!: de un revés derribó al mayordomo, y extrajo del bolsillo de su casaca un singular silbato.

—Lobos, ¿eh? Búfalos, ¿eh? —exclamó triunfalmente—. ¡Con este silbato imitaba usted el ruido de los animales para aterrorizar a la familia y apoderarse de sus propiedades! No contento con esto, asesinó al señor. Y, para colmo, quería usted desconcertarme mencionando el nombre de un imaginario cojo.

El inspector Jonson envolvió al mayordomo en un papel, y se lo llevó a la Prefectura detenido. La sobrina y los criados fueron puestos en libertad. ¡Había triunfado la justicia!

CARTA DE BORIS KARLOFF A SU NOVIA FIFÍ

«QUERIDÍSIMA FIFÍ:

»Ayer, domingo, dediqué todo el día a descansar. Ya aprieta mucho el calor, querida Fifí, y no apetece el ajetreo. Cuando volví de la oficina me quité la epidermis y los cartílagos, y me fui al laboratorio a tomar una ducha de ácido sulfúrico fresco. ¡Qué alivio, Fifí! Con esta canícula no hay nada como estar en esqueleto todo el día con una bata de amianto. Después de la ducha me preparé un refresco de menta y vitriolo, y me fui al jardín a cortarle un poco la cabeza al jardinero. A eso de las cinco, vinieron a verme los Martínez. Ya conoces a los Martínez: son esos muertos tan simpáticos que nos presentaron el verano pasado. Estuvimos jugando a ponernos inyecciones de veneno, y yo gané doce pesetas. Cuando se marcharon, me quité la bata de amianto, me puse la epidermis y la ropa, y me fui arrastrando cadenas a casa de Carlongo el loco, a ver unos rayos y truenos que acababa de recibir. A las nueve volví a casa y me metí en el catafalco, dejando la ventana entornada para que no entraran vampiros; aquí, si dejas de noche la ventana abierta, te despiertas por la mañana lleno de picaduras de vampiro, y es una lata. Ya he dicho que me instalen en mi alcoba un vampiro de gasa, porque hay veces que no puedo pegar un ojo. Por la mañana me levanté temprano, me lavé la calavera con un metaloide, y me fui a la oficina.

»Sigo un poco malucho de las tibias. Las fricciones de benzoato no me sientan nada bien. Cualquier día de éstos pasaré por la consulta del médico que me las recetó, para estrangularle. Perdona que te escriba con lápiz, pero se me ha terminado la sangre y no quiero dejar de escribirte. Cuéntame tú que tal lo pasas en Cercedilla. Te envía un fuerte calambre tu

Borete».

«P. D.—Pitito, el fantasma, te envía muchos recuerdos. Se ha casado, y ahora vive en unas ruinas muy saladas muy cerca de aquí».

SÍNTESIS DE NOVELA ROSA

EL MARINO ERA UN MUCHACHO bastante tostado por todos los soles. De carácter sencillo y bondadoso, bailaba el tango como una pantera de Sumatra…

… su amiga Fefa le contó la verdad en aquella carta: Sebastián amaba a Tota. Luli, sin embargo, siguió de cháchara con el piloto portugués…

—Vamos, Luli —dijo don Armando—. Es necesario que te cases con el capataz del duque. Su posición social, su Banco de Vizcaya, sus granos de maíz… todo hace suponer que es un importante afectuoso…

¿Amaba Luli al capataz? Allí, sentada en su mula, pensó la muchacha en Teodoro, el ingeniero de la costilla flotante…

… había mala intención en las palabras de doña Carlota cuando dijo, con una sonrisa llena de ironía: «¡Caramba con Pepote!»

… Y corrió al jardín para refrescar sus sienes en la fuente cantarina…

¿Amaba Luli al mayorazgo? Allí, recostada contra la estufa, pensó la muchacha en Popolete, marqués de alta estofa y saneado peculio…

… en la fiesta del «yate» conoció a Pablo Dorlán, el acaudalado traficante en focas, del que tanto hablara la Prensa de Huelva…

No es que el mozo fuera raro, no; pero había en su pierna un no sé qué, que le hacía cojear como un pirata…

… y por temor al escándalo, ocultó los huesos de aceituna en la copa que ganara su tía jugando a la rana en Almendralejo…

… su amiga le contó la verdad en aquella conversación: Demetrio amaba a Truchi. No obstante, Luli siguió paseando con el domador…

—¿Cuándo te casas con el capataz, hija? —gruñó don Armando, bastante malhumorado. La niña nada dijo. Pero tenía los ojos llenos de fulgores…

… había mala intención en las palabras del arquitecto cuando gritó, dirigiéndose a los invitados: «¡Caramba con Pepote!»

… y vieron que Pepote entraba en el comedor llevando del brazo al osado ventrílocuo, que tanto dio que hablar a la Prensa local…

No es que la joven fuese rara, no; pero había en sus ojos un no sé qué, que le daba un aspecto de bizca…

… y confío en que acabes casándote con el capataz —musitó don Armando—. Sabes que estamos agobiados de hipotecas, descuentos, réditos e inflaciones. Sólo la fortuna del capataz podría subsanar…

… pero la muchacha, haciendo un esfuerzo sobrehumano, se comió el bocadillo. Roberto montó en el bote…

… pero el capataz, detrás de la cancela, lo había oído todo. Menos mal que doña Gracia nunca se separaba de su escopeta…

… llegaron de Trujillo con el propósito de pasar el verano en la costa. Con ellos llegó Borrell, mocito de miradas hipnóticas…

… había mala intención en la frase del mayoral cuando exclamó, dirigiéndose a los caballos: «¡Caramba con Pepote!»

… y, claro: acabó casándose con el capataz. La inocente niña no tenía un pelo de tonta…

SÍNTESIS DE NOVELA DE PIRATAS

LOS VIENTOS DEL NOROESTE rizaban el obenque de popa al mismo tiempo que hinchaban las jarcias de cretona…

—¡Siempre pescado! —gruñó el manco arrojando el congrio por estribor. Pero una ráfaga de monzón le quitó la boina.

—¿Latitud? ¿Longitud? ¿Peso neto? ¿Color de los ojos? —preguntó el capitán del barco holandés dirigiéndose al hotentote cautivo…

—¡Tierra! —dijo el viejo marino cogiendo un puñado del suelo y tirándolo por el aire—: ¡Cuánta tierra hay en este país, por Belcebú!…

—¡Siempre pescado! —protestó el moreno Dusty pinchando al tiburón en el trinquete. Pero la pierna de palo de Drummond se hundió en sus vértebras…

—¡Al abordaje! —gritó el manco haciendo de tripas corazón. La fragata irlandesa estaba llena de cocas…

… alguien cometió la imprudencia de descuartizar al cocinero sin darle tiempo a preparar el almuerzo…

—¿Hay algún guapo que se atreva a discutirme la propiedad de esta petaca? —preguntó el forzudo Ismael enseñando su diente de goma…

… la isla adonde arribaron, aparte de sus fábricas, de sus factorías y de sus industrias pesadas, estaba prácticamente desierta…

—¡Siempre pescado! —gruñó el membrudo Jeff mordiendo con asco un lomo de pez-espada. Pero un golpe de mar le rompió el gañote…

… alguien cometió la estupidez de ahogar al niño mucho antes de que hiciera su pipí…

… navegaron con el velamen de repuesto, prescindiendo del juanete, de la eslora y de casi todo el barlovento…

… alguien cometió la impertinencia de romperle la cabeza al viudo para ver lo que tenía dentro…

SÍNTESIS DE NOVELA DE VIAJES

… LLEVABA UN «TORBIN» puesto, especie de funda que los nativos colocan en los brazos de las solteras para protegerlas de la lluvia…

… vieron a un «sombolá», indígena perteneciente a una raza que sólo se alimenta de hierbas, pescado, carne y fruta, ya que su religión les prohíbe comer madera…

—¡Cuidado! —gritó el guía cogiendo del suelo un escarabajo del tamaño de un topo, conocido en aquel país con el nombre de «dragonium gordo», por tener la forma del dragón y por ser suficientemente grueso…

—¿Me quieres? —preguntó ella desmenuzando entre sus dedos un «daika-daika», especie de palo corto que no sirve para nada concreto…

… pero les seguía el corpulento Morhab montando en su «jaiquitor», especie de caballo de tres patas que tiene la cola en forma de abanico…

—Te quiero —dijo él mirando por el ventanal el monte Fenthoe, de origen volcánico, que mide dos mil setecientos metros de altitud…

… y llegaron a la ciudad de Dembat, término municipal de Bombay, cuarenta mil habitantes, fábrica de gas, aserraderos de madera, clima húmedo en invierno y pestilente en verano…

… Y ella cerró sus hermosos «orkais», nombre que los indígenas de la zona fronteriza dan a los órganos de la vista…

—¡Qué tontería! —exclamó él sentándose en su «gangolá», nombre que dan los nativos a las butacas…

CARTA DE CLOTILDE A SU NOVIO

«MANOLO DE MI CORAZÓN:

»Me dices en tu carta, Manolo, que te gustaría mandarme un regalito por el día de mi cumpleaños. ¡Nada de eso, Manolín querido! ¿Cómo voy a consentir que te gastes setecientas ochenta y cinco pesetas en un bolso muy mono, con cierre dorado, que he visto en los Almacenes Frip?

»También me dices en tu carta, Manolo, que te indique algunas cosas que me gustaría tener, para elegir entre ellas un obsequio que quieres hacerme. Pues bien, Manolo: no te lo digo, porque sé que eres muy bueno con tu amorcito, y en el acto irías a la zapatería Marilor para encargarme unos zapatos de piel de cocodrilo del número 35, con el tacón más bien alto, como el modelo que tienen en el escaparate. Nuestro amor es tan grande, Manolo, que yo estaré más contenta si, en lugar de mandarme cualquier chuchería, me escribes una postal diciéndome lo mucho que me quieres. Por eso prefiero no decirte que me gustaría tener un sombrero de fieltro verde, como ese que ha estrenado hace pocos días la novia de Lulio. ¡No y no, Manolo!: me basta con un telegrama en el que me digas que piensas un poquitín en mí. Tu cariño, Manolo, es el mejor regalo que puedes hacerme; mucho mejor que pasarte por la joyería Méndez, que te coge de paso para ir a la oficina, y comprarme unos pendientes de oro con brillantes, que no son demasiado caros para lo que lucen.

»Tienes que ser prudente, Manolo, y dejarte de derrochar el dinero comprándome un juego de pulseras de plata que he visto en la tienda de ese prestamista jorobado que está a dos pasos de tu casa. Me enfadaría mucho, también, si se te ocurriera darme la sorpresa de gastarte 2450 pesetas en un abrigo de piel monísimo, aunque estoy segura de que te harían bastante rebaja porque mamá conoce al peletero que lo vende. Es mejor, Manolo, que no sepas que me chiflan las sortijas con esmeraldas, montadas en platino. ¡Bueno eres tú, Manolo!: bastaría que te lo insinuara para que fueras a la calle del Pino, al número 14, para encargarme una, ya que, bien mirado, resultan verdaderas gangas.

»Ya lo sabes; no te molestes por mí. Me daría un gran disgusto recibir el día de mi cumpleaños un paquete certificado, bien atado con cuerdas para que no se abra, y dentro del paquete una polvera de oro esmaltado, de esas que a mí me enloquecen. Me remordería la conciencia por otra parte, sabiendo que te habías gastado la friolera de 975 pesetas, impuestos incluidos, en un manguito de piel de armiño que he visto en la “Peletería Parisina” y al que no quito ojo desde hace tres meses.

»Dirás que soy una tonta, que al fin y al cabo soy tu novia y que bien puedes regalarme un recuerdito. Dirás todo eso, Manolo, y tendrás bastante razón. Pero yo no soy interesada, y pienso en lo necesario que es ahorrar un poco para el día de mañana, en lugar de malgastar el dinero en un broche precioso con un rubí, que venden en la Plaza del Pavo, número doce.

»Te quiere cada día más tu pequeña

Clotilde».