FLAMENCA

CENO UNA TAPA de mojama en el colmado de don Estanislao Begazgoitia, alias «el nene del pinrel ortopédico». Insinúo a mis amigos flamencos que semejante cena me parece ligera, y me miran con desprecio rayano en el odio. Me explican que los flamencos no comen nunca, y que gracias a eso pueden meterse en sus chaquetitas minúsculas.

Al grito de «¡Er cante, er cante!», y burlándonos de los toros pequeños, corremos a otro colmado, donde me zampo a hurtadillas otra tapa de mojama. Bebemos vinos fragantes y rubios como caldos de gallina. Mis amigos no cesan de dar vivas a la «grasia», sin especificar qué demonios les hace reír tanto. Nos sirven nuevas tandas de vasos delgados. Don Nicolás Iruretagoyena, que desde que vive entre flamencos se hace llamar «el Niño del escalope», entona de pronto un penetrante «jipío». Después del «jipío» de don Nicolás, empiezan a jipar todos los reunidos, por orden alfabético. Al llegar a la «L», todos clavan en mí sus ojos flamencos.

—¿Usted no jipa? —me espeta el tabernero, que jipó de los primeros.

—No, muchas gracias. Soy forastero.

—Pues aquí el que no jipa, no bebe —me advierte un flamenco, con gesto amenazador.

—¡Que jipe! ¡Que jipe!

Cedo a las presiones, y me decido. Jipo mal, pero jipo.

De nuevo, y siempre al grito de «¡Er cante, er cante!» corremos al colmado «El Guadiana tiene ojazos de gitana». Nuevos vasos delgados. Esta vez, por desgracia, ni rastro de mojama. Me presentan en el colmado a doña Bárbara Fuentesaúco, que se hace llamar «la Niña del flequillo saleroso». ¡Cuál no será mi asombro cuando veo que una señora tan mayor empieza a jipar como una criatura! Los flamencos gritan estentóreas frases ofensivas en una lengua suavísima, carente de jotas y de zetas. Comienza a invadirme el típico sopor de las orgías flamencas.

Dan las cuatro de la madrugada en una castañuela que cuelga de una torre. Los reunidos hablan con mucho respeto de las bulerías, como si las bulerías fuesen sus madres.

—Esta tierra del sol es lo malo que tiene —dice «la Niña», con una jaqueca imponente—. En cuanto sales sin sombrilla a la calle, insolación que pescas.

Fuera, en los olivos cubiertos de manzanilla en flor, cantan los toros sus sencillas melodías. En el colmado se jipa de lo lindo. La castañuela de la torre da las seis. Amanece. Todos estamos afónicos de tanto jipar por orden alfabético.

Vuelvo a mi hotel. Los flamencos me aseguran que lo he pasado muy bien.

VASCA

ME REÚNO CON LOS AMIGOS en una sidrería que se llama «Xchiskerrekaitúa», que en vascuence quiere decir «Gómez». Mis amigos son altos, macizos, y cubren sus cabezas con aplastados birretes circulares.

—¿De juerga vamos, o así? —me proponen, tragándose el chacolí que llena sus bocas con un «glu-glú» que agita las nueces en sus cuellos.

—O así —contesto en tono afirmativo.

En absoluto silencio, bebemos el caldo resultante de aplastar manzanas. ¡Curiosa bebida cuyo sabor se asemeja al de un jugo gástrico! El chacolista Xchiskerrekaitúa, que quiere decir Gómez, llena nuestros vasos a intervalos idénticos, abriendo la espita de un enorme barril. Tengo la molesta impresión de que estaremos allí hasta vaciar el barril, pero no digo nada. Nuestras narices enrojecen gradualmente.

—Animados estamos, pues —dice uno de mis amigos, lentamente. Y agarrando su pequeña gorra por el rabito central, la hace girar entre sus dedos.

Grandes risotadas celebran este rasgo de arrollador ingenio. Es el principio de la simpática juerga vasca. De pronto, en medio del silencio, uno de los juerguistas lanza un alarido largo y profundo. Significa que ha llegado el momento de las canciones. Todos los presentes nos agrupamos en orden de orfeón y aclaramos nuestras voces con carraspeos previos.

—¡Bacalao! —cantan los que tienen garganta de barítono.

—¡Pil pil! ¡Pil pil! —coreamos los tenorinos y contraltos.

—¡Merluza! —vuelven a gritar los primeros.

—¡Frita! ¡Frita! —replicamos con broncos sonidos.

¡Ejemplares tonadas, en las que ensalzamos las nobles virtudes de los peces! De los peces pasamos a las bilbainitas, y de las bilbainitas a los hornos de gran estatura. «Siéntate a la puerta de la sidrería —dice un antiguo proverbio vasco—, y oirás cantar a un orfeón». No se equivoca. Enronquecemos paulatinamente, aprovechando las pausas para salir a la calle y humedecer nuestras frentes sudorosas con el refrescante sirimiri. Una vez refrescados, corremos al interior del local para entonar coplas a la anguila, al cangrejo y al gamberro, sin olvidar nuevas alusiones a las bilbainitas y a los hornos de gran estatura.

La sirena de un remolcador da las tres de la madrugada. Nuestras voces, cada vez más roncas, se extinguen y atiplan. No obstante, antes de separarnos, sacamos fuerzas de flaqueza y cantamos con las venas del cuello abultadas por el esfuerzo:

—¡Bacalao y merluza! ¡Pil pil y frita!

Y nos arrastramos por las calles hacia nuestras casas, mientras en el cielo una estrella lucha con el sirimiri para guiñarnos su ojito de oro.

BÁVARA

ACUDO AL ATARDECER a la Cervecería Cosmopolita y me siento a la mesa de un grupo de bávaros. El camarero arrastra penosamente grandes jarros con penachos blancos, que bebemos manchándonos el bigote de cómicas espumas.

—… y entonces Otto dijo: «Regálame una bicicleta» —concluye uno de los reunidos, que comenzó a contar el tradicional chiste a las tres de la tarde.

Reina un silencio sepulcral, interrumpido tan sólo por el hervor de los cerebros, que trabajan a la máxima presión para captar el ingenio del chistecito.

—¿Por qué una bicicleta precisamente? —pregunta un profesor de la Turingia, que ha clasificado en un papel todas las frases del chiste para analizar su gracia.

—Quizá se tratara de una bicicleta especial —apunta un berlinés menudito.

Nuevo silencio. La risa ahogada en el fondo de la cerveza ingerida, pugna por aflorar a los labios de los contertulios.

—Encuentro que la respuesta de Otto es lógica, y responde a su deseo de satisfacer la necesidad práctica de viajar utilizando un medio menos lento que las piernas —analiza un bávaro, cuyo cuello tiene el mismo perímetro que su cintura.

Pasan tres horas de profunda meditación, animada tan sólo por el trasiego incesante de cerveza, que no cesa de entrar por nuestras bocas. En una mesa vecina de la Cervecería Cosmopolita, unos suizos de fuertes pulmones se embadurnan la cara con manteca y brindan con vasos de leche.

—¡Aj! ¡Uf! ¡Op! —dicen los bávaros, exteriorizando el contento que les produce la juerga mediante estos monosílabos.

A las dos de la madrugada, el profesor de la Turingia esboza una sonrisa.

—¿Por qué se ríe usted? —le preguntan todos, asombrados.

—No lo sé todavía, pero presiento que estoy a punto de exteriorizar el regocijo que me produjo el chiste de la bicicleta.

—Usted siempre ha sido un espíritu ágil, profesor —adula el berlinés menudito.

Como no tengo costumbre de beber en tales cantidades, noto que empieza, a salírseme la cerveza por un oído. Por fortuna, el chorrito de líquido que me brota es pequeño y logro disimularlo ladeándome el sombrero sobre la oreja.

Varios contertulios empiezan a sonreír también, indicando que están a punto de comprender el chiste de Otto. Contengo la respiración, aterrado.

Y a las cuatro y diez de la mañana, cuando el cielo se tiñe por Oriente con el rosa del alba, el profesor de la Turingia prorrumpe en una risa de trueno. Inmediatamente, con intervalos de segundos, toda la reunión estalla en carcajadas que hacen temblar los cimientos del local.

—«¡Regálame una bicicleta!» ¡Qué gracioso! —ríen, con los ojos enturbiados por las lágrimas de regocijo. Y se propinan tan mortales cachetes en los muslos, que están a punto de quebrar sus piernas.

—¡Aj! ¡Uf! ¡Op! ¡Qué chispeante! —claman, zarandeados por la fuerte cosquilla del chiste que acaban de entender. Y encargan nuevos barriles de amargura rubia para apagar el incendio de su risa devastadora.

A las seis de la mañana, los camareros nos arrastran hasta la puerta. Una vez fuera, y aprovechando la pendiente de la calle, nos dirigimos a nuestras casas rodando como cilíndricos y blandos tonelillos.

CAMPESTRE

NO HEMOS PARADO de andar desde que amaneció. Mis amigos, con grandes jorobas de vituallas, canturrean aires populares que les enseñaron sus mamás. Cada uno de nosotros lleva en el morral una tortilla como una rueda de molino. A cada momento mis compañeros se detienen, señalando con un dedo a lo lejos y gritan:

—¡Qué paisajes! ¡Qué verdes!

Miro hacia allí y sólo veo un monte con unos árboles, una vaca o dos, y un hilillo de agua que corre por la falda.

—¡Qué hermosura! —dicen ellos. Y respiran con mucha fuerza. Por lo visto, los paisajes también se ven con la nariz.

—No vea usted tantos paisajes seguidos, que se le van a indigestar los ojos —me aconseja un compañero experto.

Lo malo del campo es que puede uno andar por él todo el tiempo que quiera, sin llegar a ninguna parte.

—¿Qué pasa? —pregunto, al ver que mis amigos se detienen.

—Don Eloy tiene avería en su pierna ortopédica —me explican.

Y don Eloy se desenrosca la pierna averiada, abre su morral y saca de él una pierna ortopédica de repuesto.

—En marcha —grita don Eloy, después de ajustársela al muslo con una llave inglesa.

¿Hasta cuándo? El sol pica de lo lindo y los morrales parecen de hierro.

—¡Qué paisaje! —digo yo cuando quiero descansar, parándome y mirando hacia cualquier sitio—. ¡Qué verdes!

Y mis amigos, que en el fondo están deseando descansar aunque no lo confiesen, se paran también comentando:

—Tiene usted razón. ¡Qué nubes! ¡Qué regatos!

A las dos de la tarde tenemos que hacer verdaderos esfuerzos para mantener la lengua dentro de la boca. Jadeamos como perros, pero con más dignidad.

—¿Qué pasa ahora? —pregunto, viendo que la caravana se detiene.

—Avería en la pierna de don Eloy —me explican.

—Y lo malo es que sólo traía una pierna ortopédica de repuesto —observa uno.

—Tendrá que poner un parche. ¿Ha traído parches?

Don Eloy, afortunadamente, ha traído parches.

—Es que ahora las piernas ortopédicas las hacen de cualquier manera —se disculpa don Eloy, mientras la desmonta de su muslo con la llave inglesa—. Como no hay goma…

—Tengo entendido que, para conseguir una pierna de repuesto, hay que entregar la vieja —dice otro.

—Pero las que fabrican ahora son de caucho sintético, y no se puede andar con ellas a más de siete kilómetros por hora —explica don Eloy, que sabe de piernas ortopédicas más que nadie—. Yo tenía antes una «Michelin» estupenda. ¡Menuda pierna! Con decirles a ustedes que la recauchuté más de diez veces…

Don Eloy repara su pierna con parches porosos y seguimos andando. Hay que buscar un sitio para devorar las aceitosas tortillas.

—Aquí hay moscas.

—Y aquí hace sol.

—Y aquí hay hormigas.

—Y aquí hay libélulas.

—Y aquí hay pinchos…

Por fin encontramos un sitio que lo reúne todo: hace sol y abundan las moscas, las libélulas y los pinchos. Nos desplomamos en el suelo, inertes. Alguien saca una tortilla que pringa a dos leguas a la redonda.

—La tortilla cuando está así de calentita y pringosita, es muy buena para curar la torticolis —dice uno de mis compañeros, aplicándosela al pescuezo como una cataplasma.

Como a todos nos duele algún músculo después de la caminata, nos aplicamos las tortillas como emplastos en las zonas doloridas. Bebemos sorbos de agua caliente en las cantimploras forradas de piel. La única bebida fresca es el café con leche que traía don Eloy en un termo, para que no se le enfriara.

—Yo traje un poco de merluza —dice uno de mis amigos—, pero se me escapó nadando cuando cruzamos aquel riachuelo. Como estaba tan fresca…

—¡Qué bondadosos y sencillos son los animales del campo! —dice otro, acariciando con un palito la cabeza de una mosca.

Sesteamos por turno a la sombra de un arbusto con seis hojas.

—¡Qué maravilla de paisaje! —digo yo, mirando hacia cualquier parte.

—¡Qué verdes! —dice otro.

—¡Qué moscas! ¡Qué pinchos! ¡Qué demonios! —grita don Eloy, harto de tanta majadería.

Y todos le miramos dándole la razón. Pero no decimos nada, para no deshacer el encanto de la simpática juerga campestre.

MARÍTIMA

VESTIDOS CON LA BREVE ROPA de remojo marítimo, corremos hacia las olas mis amigos y yo.

—¡Ahohé, ahohé! —gritamos abombando el pecho y con brincos cangurinos.

El agua, como de costumbre, está helada. Nuestras respiraciones se entrecortan. A medida que avanzamos sentimos la frialdad del líquido, como si nos fueran cortando en rodajas de abajo arriba. ¡Neptuno, Neptuno!: ¿por qué nos torturas?

Por fin conseguimos entrar en el mar hasta la barbilla.

—Y ahora, ¿qué? —pregunto a mis amigos, que entienden de mar más que yo.

—¡Movamos piernas y brazos rítmicamente, al compás de la flotación! —me ordenan.

Flotamos a capricho. A veces nos lanzamos a nadar hacia un punto con mucho brío, pero en seguida nos invade el desaliento al ver que no llegamos a ningún objetivo. Pongo la boca a ras de agua, y soplo formando un gracioso surtidor. Golpeo la superficie del mar con la mano plana, y el agua hace «¡plac!». ¡Curioso fenómeno acuático! Hago gargarismos con un buche de agua provocando la risa de mis compañeros, y, excitado por mi éxito, doy papirotazos a las olas. Mis amigos, con los pelos empapados y lacios, se tumban como muertos con los vientres al sol. Por hacer algo, me zambullo hasta el fondo y vuelvo a la superficie con un puñado de arena. ¡Interesante ejercicio! Tiro el puñado de arena a un amigo, que me increpa con dureza. Nos miramos unos a otros con odio, deseando salir de aquella bobada lo antes posible. Pero todos hemos recorrido cientos de leguas para remojarnos en el mar, y no nos damos por vencidos.

—En el mar se flota mejor que en las piscinas —dice uno para consolarse.

—Es que el agua salada es más densa —añade otro.

—¡No me digas! —se asombra un ignorante.

Nuevos chapuzones a coger puñados de arena. ¿Con qué fin? Lo ignoré siempre. Cruza una bandada de peces haciéndonos cosquillas en los muslos.

Nos agarramos a una maroma. Vamos nadando hasta una barca, y volvemos a la orilla con una sensación de tristeza que nos oprime la glotis.

—¡Una ola! ¡Una ola! —gritamos en el colmo de la excitación, como si en lugar de una ola acabáramos de ver un cachalote.

La ola se acerca a nosotros echando espumarajos por la frente. Volvemos a zambullirnos dentro de ella, y los remolinos nos revuelcan en las arenas del fondo.

—En las piscinas se flota peor que en el mar —dice uno para iniciar otra vez la conversación.

—Es que el agua dulce es menos densa.

—¡No me digas! —se asombra el ignorante.

Han pasado dos horas. Salimos del mar tumefactos, pero simulando una gran sonrisa de felicidad. Temo que no hayamos conseguido engañar a nadie, pues las gentes nativas nos miran con compasión.

Por hoy ha terminado la juerga marítima. Mañana entablaremos nuestro segundo «round» con el mar.