11 de noviembre: Hoy, por fin, se han decidido a quitarme las toquillas y capuchas, que no me dejaban ver nada del mundo. Pero el mundo no vale la pena de nacer: consiste en un grupo de adultos corpulentos que me miran haciéndome preguntas tontas: «¿Quién es el chiquirritín de la casa?» «¿Quién te quiere a ti?» Hay un viejecillo, pariente sin duda, que me da papirotazos en la cabeza llamándome «Piripí». ¿Me llamaré «Piripí»? ¡Vaya nomenclatura! Si me llamo esa memez, voy fresco. Todo esto me aburre y me desilusiona mucho, y he acabado por echarme a llorar.
13 de noviembre: Resulta que no me llamo «Piripí», sino «Titín» Tampoco me gusta; más que un nombre, parece un campanillazo. Aunque la verdad es que todavía no estoy seguro de llamarme «Titín», porque a veces me llaman «Tutú», «Nene» y «Potoloto». Es un lío. Siempre termino por echarme a llorar.
15 de noviembre: Aún no he pronunciado ni una sola sílaba. De cuando en cuando lanzo un grito gutural, incoloro, que no compromete a nada. Digo «¡Huá!», o cosa semejante. Esto basta a mi familia para asegurar que soy muy inteligente y que, sin duda, acometeré grandes empresas en la vida. He pasado la noche llorando.
17 de noviembre: Como el vejete siga dándome pellizcos y papirotazos cariñosos, le morderé en un dedo. Sigo diciendo «¡Huá!» y mi familia insiste en querer interpretar mi aullido.
19 de noviembre: Hoy he pronunciado mis primeras sílabas. He dicho: «Babá». ¿Qué querrá decir «babá»? Ni yo mismo lo sé, pero mi parentela asegura que ya he aprendido a hablar. «¡Ha dicho babá!», exclamaron todos muy contentos. Y el vejete, que no escarmienta, me dio un papirotazo tremendo en un carrillo. He llorado de dolor hasta el alba.
26 de noviembre: Toda esta semana la he pasado diciendo «babá». Observo que, a causa de esta palabra, existe un sordo conflicto entre mi padre y mi madre. Ambos discuten sobre lo que trato de decir en mi media lengua.
—Dice «papá» —exclama mi padre.
—Nada de eso: dice claramente «mamá».
—No; ¡«papá»!
—¡«Mamá»!
Están furiosos. De tarde en tarde se acercan a mi cuna para analizar cuidadosamente mi balbuceo. Y lo más gracioso es que ninguno de los dos acierta, porque yo no digo ni «papá» ni «mamá»: digo «babá»; sencillamente «babá».
30 de noviembre: Las hostilidades entre mis padres continúan. El significado de mi palabra misteriosa trae a todos de cabeza. ¿«Papá» o «mamá»? Han acudido unos tíos de provincias para actuar de árbitros en la cuestión. Entretanto, no resisto a la tentación de decir «babá» a cada momento. Para mí todas las cosas se llaman «babá». ¿Una mecedora?: «Babá». ¿Un picaporte?: «Babá». ¿Un sonajero?: «Babá». Es comodísimo. Yo creo que si todo el mundo siguiera mi sistema, resultaría innecesario aprender los millares de palabras que hoy se necesitan para decir que hace buen tiempo, o que va a llover, o que cómo está usted.
10 de diciembre: Esta mañana, y para que aprenda a andar, me han puesto por vez primera los pies en el suelo. He sentido, al pisarlo, la sensación de que tomaba posesión del mundo, abandonando el paraíso flotante de los brazos que me mecieron entre el cielo y la tierra. Y, muerto de miedo, he pasado la noche llorando.
Jueves: Hoy, a la hora del almuerzo, papá me ha preguntado si quería comer postre de manzana. Comprendo que esto no tiene nada de extraordinario; pero me ha parecido ver en sus ojos una mirada rara. Algo trama papá, pues se pasa el día ofreciéndome manzanas y no se separa de sus flechas. Tengo el presentimiento de que las manzanas van a desempeñar un papel importante en mi vida.
Sábado: Cuando estaba más distraído estudiando, papá entró de puntillas en mi habitación y me colocó una manzana encima de la cabeza. Me volví sorprendido y le pregunté:
—¿Qué estás haciendo?
Papá se quedó muy azorado y me dijo que quería darme un susto. Llevaba en la mano su ballesta y un par de flechas…
Lunes: Esta mañana fui al establo para dar de beber a las vacas. De pronto oí un silbido penetrante, y una flecha se clavó en la pared, a dos centímetros escasos de mi nariz. Miré en todas direcciones y pude ver a papá, que trataba de esconderse detrás de un árbol.
—¡Es inútil! —grité—. ¡Te he visto!
—Ha sido una broma —se disculpó.
—Un día cualquiera —le dije yo—, como sigas jugando con esas flechas, me vas a saltar un ojo.
Volví al lado de las vacas, y papá se alejó de allí refunfuñando.
Miércoles: Empiezo a temer que mi padre padezca una enfermedad poco corriente. Le ha entrado la obsesión de disparar flechazos, y se pasa el día en el jardín agujereando con su ballesta las ramas de un manzano. Tiene bastante mala puntería y está dejando el árbol hecho una verdadera lástima. Cuando mamá se asoma a la ventana y le observa, esconde las flechas y se pone a silbar.
Viernes: Voy cogiendo asco a las manzanas. Papá se empeña en que me familiarice con ellas, y me asegura que son sanísimas.
—Tienes que irte acostumbrando a las manzanas, hijo —me dice.
—¿Por qué?
No me lo quiere decir. Hoy le he preguntado el motivo de que se pase la vida tirando flechas al manzano del jardín, y me contestó:
—Cuestión de adiestramiento, pequeño. Simple cuestión de entrenamiento.
Todo esto me alarma y lo encuentro extravagante. Esta respuesta enigmática acentúa mi temor por su estado de salud.
Sábado: Al pasar por el jardín, una flecha se clavó en un arbusto a un palmo de mi brazo derecho. Volví la cabeza con rapidez, pero no pude ver al atacante. A la hora de cenar, conté en la mesa lo sucedido. Nadie hizo comentarios, pero papá enrojeció visiblemente.
Lunes: La cosa se está poniendo bastante seria. No puedo vivir en casa con tranquilidad, pues se agudiza la asombrosa manía de papá. Ayer, con su gracia de las flechitas, me hizo un agujero en la oreja izquierda. Mamá está muy enfadada con él y le ha dicho que no se explica cómo a sus años puede divertirle tirar flechas a su hijo. Nada de esto es normal. Vivo continuamente sobresaltado.
Miércoles: ¡Otro flechazo! Esta vez me ha señalado un carrillo. Papá se disculpa de estos desaguisados insistiendo misteriosamente en que necesita practicar.
Sábado: Esta tarde me propuso papá que jugásemos en el jardín. Yo accedí de bastante mala gana.
—¿Quieres que juguemos al «juego de la manzana»? —me propuso.
—No lo conozco —le dije.
—No es extraño. Se trata de un juego nuevo. Escucha y verás; tú te colocas una manzana en la cabeza, y yo…
Salí corriendo sin dejarle terminar, y me encerré con llave en mi cuarto.
Lunes: Papá estuvo muy amable conmigo. Hoy me dijo varias veces:
—¿Por qué no te pones una manzana en el sombrero? Haría muy bonito.
—Nadie lleva manzanas para adornar el sombrero —refunfuñé.
—Te equivocas, hijo; en la ciudad, todos los muchachos como tú se embellecen la cabeza con manzanas.
No sospecho el final de todo esto, pero tengo la certeza de que no será demasiado agradable.
Lunes: He tenido una bronca imponente con mi hermana Priscila. A ella le gusta mucho beber, y nuestro hígado común paga el pato. Anoche, sin ir más lejos, se bebió una botella de champaña en una fiesta a la que tuve que acompañarla, y esta mañana amanecimos con un malestar bárbaro. No hay nada tan molesto como tener el hígado a medias con otra persona; y si esta persona es borrachina, peor que peor.
Martes: El médico nos ha dicho que debemos cuidar mucho nuestro hígado, pues lo tenemos bastante pocho a causa del alcoholismo de Priscila. Nos ha puesto un plan.
—Pues lo que es yo no pienso seguirlo —me ha dicho Priscila.
—¡Claro que lo seguirás, rica! —me indigné yo.
Nueva bronca. Cuando me peleo con mi hermana, las cosas no marchan bien: a lo mejor quiero sentarme en una butaca y ella, por llevarme la contraria, decide dar un paseíto. Y entonces sobreviene un forcejeo sordo, durante el cual nuestra víscera compartida se estira y encoge como un elástico.
—¡Qué ganas tengo de tener un hígado individual! —suspiro yo en mis noches de insomnio.
Miércoles: Priscila ha bebido de nuevo, esta vez a hurtadillas. Estoy con un reseco de marinero.
Jueves: Voy a hablar con mi abogado para pedir la separación. Priscila es inaguantable. Ella padece de los nervios y, por las noches, se empeña en levantarme para andar por el cuarto.
—No me busques las cosquillas, Priscila —digo yo, furiosísima.
—Si no estuvieses pegada a mi hígado, no te pasarían estas cosas.
—¿Cómo a tu hígado? Eres tú la que estás pegada al mío.
—¡Qué risa, Felisa! El hígado es mío, guapa.
—Sí, sí: es mío y requetemío.
No nos ponemos de acuerdo. Sería mejor que nos rifásemos la víscera de una vez para saber a qué atenernos.
Sábado: Ayer hablé con mi abogado, pero como estaba Priscila delante no pudimos concretar nada. Me dio a entender que, para resolver nuestra separación, debería consultar a un cirujano.
Domingo: —Pues lo siento, chica: no tengo ganas de ir al cine —le dije esta mañana a Priscila.
—¡Claro que irás!
—Te he dicho que no, y basta.
—Ponte el sombrero, y andando.
—¡Vas fresca!
—¡Vaya con la terca esta!
—Ni terca, ni nada.
—Pues tú te lo estás buscando —concluyó Priscila. Y empezó a forcejear para marcharse, mientras yo me agarraba a una mesa para no ir.
—Vas a romperme el hígado tontamente —le advertí.
—Por mí, que se rompa. Para lo que sirve…
—Pues a mí, plin.
A fuerza de estirar, la víscera común empezó a romperse.
—Mira lo que has hecho: estás rompiendo el hígado con tus tonterías.
—Vienes al cine, ¿sí o no?
—No.
Un supremo esfuerzo de Priscila, y ¡zás!: el hígado se rompió del todo. Mi hermana se marchó al cine, y yo no pude contener un suspiro de satisfacción: ¡al fin sola!
Lunes: El arca está bastante adelantada. No es que sea ninguna maravilla, pero para cuarenta días que va a flotar uno… No resulta tan sencillo esto de buscar parejas de animales. Hice una lista de todos los bichos que hay, y he tachado deliberadamente a los más gordos. ¡Buena me iban a poner el arca los diplodocus! Si empieza a llover tanto como dice el boletín meteorológico, la posteridad me agradecerá que se ahoguen esos animalotes que lo aplastan todo.
Martes: Hemos empezado a techar el arca. El problema de los animales está en eso de que tengan que ser parejas. Hoy, por ejemplo, he cogido una tortuga; pero ¡póngase usted ahora a buscar un tortugo! En los animales grandes esto no es tan difícil; pero hay bichos por ahí, de esos pequeños, que no es tan sencillo saber si son niño o niña. En fin: cogeré dos ejemplares al azar, y a ver si hay suertecilla.
Miércoles: Esta mañana empezó a llover. ¡Y el arca sin calafatear todavía! Afortunadamente sólo fue un chubasco. ¡Menudo susto nos hemos llevado!
Jueves: Sem ha traído una pareja de avispas. «Bien podíamos olvidarnos de las avispas y dejar que las parta un rayo», ha dicho el pequeño Jafet. Tiene razón el chico. Lo siento de veras, pero no tenemos más remedio que llevarlas.
Viernes: El arca ya está terminada. Hemos empezado a colocar los animales en sus departamentos. Lo difícil ha sido manejar a los rinocerontes hasta ponerlos en su sitio. Por mi parte, de buena gana dejaría que los rinocerontes se ahogasen también. Ni siquiera son útiles a la agricultura. Si pudiese hacer la vista gorda, sólo metería en el arca conejos, gallinas y quizás algún perro.
Sábado: La verdad es que el arca está preciosa. Ahora, con todos los animales ordenados en sus jaulas, parece otra cosa. Muchas personas se apiñan alrededor, curioseando. ¡Mal saben ellas lo que se les viene encima!
Domingo: Este diablillo de Cam ha tenido una idea. Sugiere que, mientras llega el Diluvio, pongamos en la puerta del arca un cartel que diga «Casa de fieras», y cobremos una moneda por entrar a visitarla. ¡Qué falta de formalidad! Le prohíbo que diga tonterías. ¡A quién se le ocurre, vamos!
Lunes: Ni una nube en el cielo. Los bichos se aburren. Hemos tenido que buscar otro hormigo, porque Sem pisó el que metimos en el arca. He ordenado que guarden la pareja en un alfiletero para que no se pierdan. ¡Buena la haríamos perdiendo las hormigas! ¡Con la cantidad de simpatías que tienen esas mequetrefes!
Martes: Pensándolo bien, la idea de mi hijo Cam no es mala. Al fin y al cabo, mientras no llueve… La gente rodea el arca muy intrigada y es una pena desaprovechar la ocasión. Además, me estoy gastando la hijuela alimentando a los bichitos. El tiempo sigue siendo inmejorable. Supongamos que esta sequía dura un par de semanas: pues eso nos encontramos. Por otra parte, si estos tíos están destinados a ahogarse, ¿qué importa que les saquemos calderilla? No hay ningún mal en ello. ¡Y quién sabe si el dinero de ahora no valdrá después del Diluvio!… Por si acaso, no conviene estar con las manos vacías.
Miércoles: Hemos colocado el cartel de «Casa de fieras» a la entrada del arca. Sem vende las entradas, yo las cobro en la puerta y Jafet vigila para que los visitantes no se lleven algún «renard». Cam, subido en una tarima junto a la puerta, grita con una bocina de cartón: «¡Pasen, señores, pasen! ¡Admiren por una moneda la bonita casa de fieras! ¡Pasen, señores, pasen!» El tiempo continúa siendo despejado.
Jueves: Ayer sacamos quinientas veinte monedas. Ha sido un gran éxito. Los visitantes no cesan de tomar entradas y recorren toda el arca muy complacidos. Dice Jafet que si pudiéramos servir refrescos en el interior, duplicaríamos el negocio. Pero no hay que abusar. Con cobrar la entrada, el asunto ya es bonito. Hoy ha hecho un día delicioso y templado.
Viernes: Ochocientos treinta y dos visitantes. ¡Esto marcha viento en popa! Cam tuvo una idea estupenda, lo reconozco. Hasta de provincias viene la gente a ver nuestro espectáculo.
Sábado: Está un poco nublado, pero la afluencia de público es enorme. Acuden muchos padres con sus niños. Espero que mañana, como es fiesta, tendremos el arca de bote en bote.
Domingo: Hemos pasado un día de no parar. Se formó una cola muy larga en la taquilla. ¡Qué éxito, madre mía! He contado más de tres mil monedas.
Lunes: Amaneció muy nublado. Ha venido poca gente: por la tarde cayeron unas gotas que me clan mala espina.
Martes: Llueve desde el mediodía. Hemos quitado el cartel de la puerta. Se jeringó el negocio.
Miércoles: Está diluviando. ¡Parece que estamos en Galicia! Supongo que los agricultores no se quejarán…
15 de mayo: Después de quitarme el enorme bigudí de alambre, gracias al cual obtengo un cabello rizoso y soñador, me visto con descuidado desaliño: corbata de plastrón color de manteca, anilla de oro en la nariz a la usanza zíngara, y algunas serpentinas enrolladas en un brazo. Antes de salir, espolvoreo mis sienes con ácido bórico, pues la canosidad es clave de mi prestigio entre el mujerío.
Me dirijo a la puesta de largo de la señorita Glip, hija de la acaudalada entidad bancaria «Glip Ltd».. Me reciben en los salones damitas de todos los calibres, las cuales me hacen mil preguntas sobre mi pasado, sobre el amor y sobre los estupefacientes. Hablo con desgana, fijando la vista en la lejanía y dejando caer mis palabras como si fuesen piedras. La señorita de Glip no se separa de mí.
—Cuénteme su pasado, Homobono —me dice mientras bebemos unos vasos de jarabe.
—Este jarabe —digo— me recuerda los jarabes que bebía la princesa Alexandrovna, en Petrogrado. En aquellos tiempos, yo tenía una carroza tirada por un caviar.
—No sabía que existiesen caviares tan grandes.
—El caviar, en la época de la princesa —explico con aire despectivo—, era más grande que un caballo. No era como los caviares de hoy, que caben en una cuchara de las de sopa.
Me atuso el cabello con unos dedos postizos de celuloide, largos e interesantes, y añado:
—¡Pobre princesa! Hace dos años la vi en París trabajando de limpiabotas.
Miento con aplomo, sin dejar de mirar a la lejanía. Las muchachas me rodean, y ríen y lloran sin saber qué hacer. Firmo autógrafos y me dejo cortar trozos de uña que ellas guardan en sus sombreros, como recuerdo. Los invitados masculinos me lanzan miradas como saetas y no cesan de enviarme anónimos con los camareros.
—Homobono —solloza una castaña con los ojos mayores que peceras—, cuénteme su pasado.
—¡Mirta Pops! —exclamo—. ¡La bailarina que se envenenó con veronal en el pequeño teatro de Jamaica! Palidece el mujerío.
—Tiene usted un pasado como un cachalote —me dice una cobriza que se acerca por el salón tintineando los abalorios de su traje.
Sonrío con pena infinita. Algunas mujeres rompen sus noviazgos en mil pedazos, y me ofrecen enlaces ventajosos que yo desdeño con asco.
—¿Por qué mira usted tanto a la lejanía? —me preguntó la señorita Glip.
—En la lejanía —digo en un murmullo— se perdió la goleta «Rosa de Felpa». En ella viajaba Henriette Bergançon, duquesa girondina de la que decían todos los hombres: «¡Vaya hembra!»
Un mayordomo anuncia el fin de la velada. Vuelvo a mi casa fatigado, me quito el ácido bórico de las sienes y me pongo a soñar con una mujercita hacendosa que me fría un picatoste.
12 de septiembre de 1874: A las seis de la mañana me dirijo a las afueras, donde tengo un desafío con el conde de Pitiminí. No conozco a este conde, pero es el autor del epigrama festivo en el cual ponía en solfa mi abolengo. Dicho epigrama motivó este lance. Visto el equipo de los duelos: consiste en amplia faja de color de salmón, barba protectora de acero, y «chistera-botiquín». Es la «chistera-botiquín» utilísimo cubrecabezas para los duelistas, pues en su interior se encuentran vendajes, árnicas, tafetanes y sanguijuelas.
Me acompaña solamente el vizconde Talaverilla, mi padrino, pues mi madrina no ha podido acudir por hallarse en un bautizo.
Llegamos a las tapias del Cementerio Suárez, lugar donde ha de celebrarse el encuentro. El conde de Pitiminí espera.
Decidimos batirnos a sable, para lo cual nos situamos a una distancia de cien metros. Los padrinos hacen sonar sus silbatos, y corremos a encontrarnos tremolando las armas en el aire. Cuando sólo nos separan algunos centímetros, nos miramos con odio y comenzamos a golpearnos los cuerpos con las hojas de plano, para no hacernos demasiadas ronchas.
Al cabo de media hora, no puedo reprimir un grito de rabia:
—¡Te derrotaré, conde de Pitiminí!
—¿Ha dicho usted conde de Pitiminí?
—¡Eso he dicho! —grito con un ojo fuera de su órbita.
—Yo no soy el conde de Pitiminí, marqués de Bertola.
—¿Ha dicho usted marqués de Bertola? —me sorprendo a mi vez—. Yo no soy el marqués de Bertola, rico.
¡Enorme desconcierto! Los padrinos hacen sonar pitos y flautas, parando el duelo mientras todo se pone en claro.
—¿No es usted el marqués de Bertola, al que pisé un zapato en el baile de disfraces celebrado anoche? —me pregunta.
—No, caballero —replico—. Soy el barón de Montemendi.
—¿Dónde está Bertola?
—¿Dónde está Pitiminí?
—Creo que nos hemos equivocado de duelo, papín —dice el presunto conde a su padrino, al que trata con gran confianza.
—Si no es usted Pitiminí, ¿cuál es su nombre?
—Duque de Ferrosti.
—¿Ferrosti? —digo alborozado—. ¿Tanito Ferrosti?
—El mismo.
Nos abrazamos. ¡Los Ferrosti de Florencia son mis tíos! ¡Tanito es primo mío! Cogidos de la mano, después de besarnos las frentes, volvemos a la ciudad. Al doblar un recodo de la tapia del Cementerio Suárez, encontramos dos cuerpos de duelistas todavía calientes.
—¿Muertos? —preguntamos a un labriego.
—Muertos —nos informa.
—¿Sus nombres?
—Miembros de dos ilustres familias: uno es el conde de Pitiminí. El otro, el marqués de Bertola. Se batieron hace unos minutos y han muerto los dos.
Ferrosti y yo volvemos a besarnos en la frente, mientras el goterón de una lágrima pugna por precipitarse carrillo abajo. ¡Henos aquí sanos y salvos, mientras nuestros contrincantes se traspasaron, víctimas del mismo error!
Lunes: Despierto en mi buhardilla. La estufa está fría, y la enciendo con los marcos de mis obras maestras. Toso. Estoy orgulloso de mi tos, pues soy la primera tisis del distrito. Hoy no comeré. Hace unas horas tenía una patata guardada celosamente en un estuche de terciopelo. Era un recuerdo de mi madre. Era una patata de familia. Pero la he regalado a la pobre patizamba de la buhardilla vecina. ¡Así es el corazón bohemio!: tierno, dulce y sin patatas.
Martes: Conozco a la señorita Cotomperlé, que desconoce los placeres de la bohemia. Es ridículamente hacendosa y me ha regalado unas latas de atún. ¡A mí! ¡Ofrecer atún a un artista! He llorado de despecho, pero me he comido el atún para no desairarla.
Miércoles: Continúo tosiendo como un barítono. Muchos vecinos de los pisos bajos, que a pesar de ser burgueses admiran la bohemia, se reúnen ante mi puerta para oírme toser.
—Este bohemio ya es otra cosa —comentaban admirados—. El inquilino anterior tenía una tos de catarrito que daba asco oírla.
—¡Bohemio admirable! ¡Qué tos de pecho! ¡Es el Caruso de los tísicos!
Me esponjo de orgullo al oír sus comentarios. Pinto sin cesar manos descarnadas, esferas y pedazos de maniquí.
Sábado: He merendado en casa de la señorita Cotomperlé. No entiende ni pizca de cubismo, pero hace unos pasteles tan buenos que levantan el estómago. ¿Para qué hablar de surrealismo con esta pobre bestezuela de alma impura? Me entretuve comiendo pasteles. ¡Vicio infecto y degradante de burgueses! Sigo pintando.
Miércoles: Desde que conozco a, la vulgar señorita de Cotomperlé me olvido muchas veces de toser. He de tener cuidado, pues en cuanto el casero sepa que ya no toso, dejará de considerarme bohemio y me subirá la renta de la buhardilla. Jeanette Cotomperlé me ha enviado una cesta de fruta y un pollo. Pintaré con todo ello una naturaleza muerta.
Jueves: No toso. ¡Dorada bohemia, no dejes que te traicione por un puñado de peras y albaricoques! La señorita Jeanette me soborna con vituallas. Tengo que ocultar mi inopinada despensa en la estufa, para que mis amigos no descubran mis pecadillos estomacales.
Lunes: Pero ¿qué se habrá creído Jeanette? ¡Se atreve a ofrecerme un puesto en la mercería de su padre si me caso con ella! ¡Yo mercerito! ¡Qué locura! El sueldo no es ninguna tontería, pero…
Martes: ¿Bohemio o dependiente? ¿Pero es posible que pueda detenerme a pensar en ello? Mi porvenir está en la pintura, ¡qué duda cabe!…
Jueves: Jeanette Cotomperlé no es mala chica. Ahondando en su cáscara materialista, llegan a descubrirse cualidades espirituales muy estimables. Un amigo me ha dicho que su padre es propietario de siete casas y de una finca llena de ciruelos. ¡Como si a mí pudiesen importarme esas cosas!
Viernes: La gente es tonta. ¿Pues no va el padre de Jeanette y me dice que el que se case con su hija se convertirá en propietario de la mercería?
Martes: Jeanette está cada día más mona. Me ha regalado un muslo de cerdo con motivo de mi santo. Me he cortado el pelo; no porque reniegue de mi fiera melena bohemia, sino porque en estos meses de verano da mucho calor. He cambiado mi chalina por una corbata de lunares…
Sábado: Desde que trabajo en la mercería he dado al negocio un nuevo impulso. Gracias a mi iniciativa, vendemos camisetas de algodón, rebecas de punto y calcetines de calidad superior. Mi esposa, Jeanette, cose deliciosos visillos para nuestro cuarto de estar. Esta mañana regañé al dependiente Patinier, por llevar el pelo demasiado largo. Es un pollito sucio que presume de artista. ¿Será ridículo el mozo?
Martes: Hoy cogí de nuevo los pinceles. He pintado un hermoso cartel, para colgarlo en la puerta de la mercería, con esta inscripción: «Cerrado de 1 a 4».
9 de la mañana: Cuando estoy profundamente dormido, mi cama se desarma y caigo al suelo con gran estrépito. Esto me despierta y empiezo a vestirme. Como alguien me ha cambiado la ropa, tengo que ponerme un pantalón gigantesco, una americana minúscula, y unos zapatos de coloso. Así vestido, intento afeitarme con una navaja de cartón, y me enjabono la cara con una escoba. Cuando me dispongo a salir de mi cuarto, la criada entra en el mismo momento y me da con la puerta en la nariz. La nariz se me hincha repentinamente y se me pone muy colorada.
10 de la mañana: Me siento en el comedor a desayunarme. Mi desayuno consiste en un bocadillo de goma que chilla al morderlo. Muerdo varias veces el bocadillo para que chille, me tiro después una taza de café con leche por la cabeza, y salgo al pasillo. Pero al salir tropiezo con la criada, que lleva en las manos una gigantesca pila de platos. Los platos se hacen añicos. Cojo del paragüero una vejiga atada a un palo y salgo a pasear. Cuando me dispongo a bajar la escalera, el primer escalón cede y ruedo aparatosamente hasta el portal.
12 de la mañana: Una vez en la calle, me caigo por todas las bocas de la alcantarilla, que siempre están destapadas cuando yo paso. Tropiezo con los transeúntes, los cuales me propinan bofetadas especialmente sonoras. Al doblar una esquina choco con el repartidor de una pastelería, y la tarta que lleva en su bandeja me cubre la cara de crema.
3 de la tarde: Después de un largo paseo, vuelvo a casa para almorzar. Mi mujer me golpea con un rodillo de amasar, y los golpes en mi cráneo suenan de una manera chistosa. Almuerzo un pollo de trapo que no hay quien lo trinche, me tiro el vino por encima de los brazos, y la criada me encasqueta la sopera en la cabeza. De postre me sirve un melón que no es un melón, sino un globo pintado de melón. Por lo tanto, cuando voy a partirlo estalla, dándome un gran susto.
5 de la tarde: Me encierro en mi cuarto a tocar la concertina y la trompeta. Cuando soplo por la trompeta, sale un chorrito de agua; y cuando toco la concertina, sale del fuelle un conejo. Al final tengo que conformarme con imitar el saxófono con la boca.
8 de la tarde: Vienen a visitarnos unos amigos. Todos se obstinan en explicarme alguna cosa y, cuando no la entiendo, me propinan sonoros bofetones. Descubro de pronto que dentro del sombrero tengo una gallina. Para defenderme de las visitas que me golpean, cojo la trompeta, soplo y sale el consabido chorrito de agua, que les hace huir despavoridos.
10 de la noche: Me acuesto con el cuerpo dolorido, con ánimo de descansar un poco. Pero mi cama se desarma y caigo al suelo con estrépito. ¡Siempre los mismos percances! Realmente, hace falta paciencia para aguantar esta profesión.
16 de agosto: Esta tarde estuve en la estación para despedir a mi amigo Alberto, que se marcha a pasar unos días en el campo.
—¿Quieres que te lleve algún bulto hasta el vagón? —le ofrecí cuando llegamos al andén.
Me lo agradeció mucho, pues no había mozos de cuerda libres. Cogí la más grande de sus maletas y, cuando estuvo sentado en su departamento, charlamos por la ventanilla.
—¡Escríbeme cuando llegues! —le grité agitando el pañuelo al ponerse el tren en marcha.
Después de esto, salí de la estación con el propósito de dar un paseo. Al cabo de unos minutos, empecé a notar un gran peso en la mano derecha.
«Será algún dolor muscular», pensé sin hacer demasiado caso de la molestia. Pero, pasado un cuarto de hora, miré mi mano dolorida, y me convencí de que no se trataba de un dolor muscular: era la maleta de mi amigo Alberto.
17 de agosto: Todos los días vuelvo a casa con seis o siete relojes de bolsillo.
«Pareces un tonto con tantos relojes —me dice mi madre—. Con uno solo te bastaría para saber la hora».
Y tiene razón. No sé quién será el gracioso que se dedica a llenarme la ropa de relojes. Algún raro.
19 de agosto: Hoy, al pagar en el autobús, vi que mi cartera era más grande que de costumbre y que, en un ángulo, tenía las iniciales «F. S».. Este descubrimiento me ha llenado de asombro, pues yo me llamo Vicente Ramos y, por lo tanto, las iniciales no coinciden. Es curioso.
20 de agosto: Ayer por la tarde, después de salir yo del Museo de Historia Natural, los guardianes notaron la falta del esqueleto de un cocodrilo antiguo. Esta mañana, al levantarme, he visto en el pasillo de mi casa un esqueleto igual. Nunca me fijé en ese esqueleto. Sin duda, mi madre lo guardaba en el cuarto de los trastos, y ayer lo sacaría para quitarle el polvo. De todas maneras, la coincidencia no deja de ser graciosa.
21 de agosto: Esta tarde mi amigo Dionisio me enseñó una pluma estilográfica que acababa de comprar. Es toda de oro, y tiene por arriba un redondelito negro. Me pareció muy bonita, y empezamos a hablar de otras cosas.
Por la noche, cuando al acostarme saqué las cosas de mis bolsillos, encontré en uno de ellos una pluma idéntica a la de Dionisio. ¡Lo que son las cosas!
22 de agosto: A la hora del aperitivo me encontré a Dionisio y le enseñé la pluma.
—Mira qué casualidad —le dije—. Tengo una pluma igual a la tuya.
Dionisio no hizo ningún comentario, pero me miró de una manera bastante antipática. Sin duda está enfadado conmigo porque no le llamé por teléfono como habíamos quedado…
23 de agosto: Hoy he estado viendo el Museo de Pintura. Hay cuadros francamente bonitos, y uno se maravilla de que haya gente que pueda pintar cosas tan grandes que parezcan de bulto.
Cuando yo salía, uno de los guardianes me advirtió que llevaba un cuadro debajo del brazo. Le agradecí la advertencia y se lo entregué. Sin duda la pintura estaba todavía fresca y se me pegó a la ropa en un descuido.
20 mayo 1882: Una píldora de la cocaína marca «¿Quiere usted pasear conmigo en tobogán?» me entontece hasta el mediodía. Desmayada en mi tumbona, almuerzo algunos espárragos y poco caldo. Adelgazo a ojos vista. A las cinco de la tarde me visita el príncipe Hollybuly, quien me obsequia con un concierto de gaita escocesa. Le derribo de una mirada tremenda y prendo un cigarrillo egipcio de la marca «Abdull Pataflaca». El príncipe se rehace y me ruega que huyamos a Tahití, donde las noches son sonoras y el pescado muy fresco. Suspiro y caigo en profundo letargo. El príncipe parte en una piragua que le espera al pie de la escalinata.
Fuera, en el parque, suenan algunos disparos. Abro los ojos y pregunto a Baltasar, mi mayordomo, el motivo de ese estrépito.
—Son los suicidas, señora vampiresa.
Una arruga de triste resignación pliega mi boca.
—¿Cuántos? —inquiero secamente.
—Dieciocho adultos y dos huérfanos impúberes, señora vampiresa.
—¿Dos huérfanos? ¿Pelirrojos?
—Más bien endrinos, señora vampiresa.
—Se han suicidado por mí, Baltasar. ¡Porque yo no los amaba!
—Sí, señora vampiresa.
—¡Adiós! —exclamo mirando al jardín—. Adiós, muchacho sentimental con voz de cotorra. Adiós, Teodoro, el de los bucles color de cuero. Adiós, baroncillo que no sabía pronunciar las «erres». Adiós para siempre. Genoveva no os ama, y debéis morir.
Lloro sobre una camelia que arranco de la cabeza del mayordomo. Domino mis nervios y ordeno:
—Baltasar: dame una píldora de morfina marca «Tenga la bondad de parar el despertador».
—Como guste la señora vampiresa.
En un sotabanco paso la noche entre drogas y calmantes.
27 mayo 1882: Por la mañana, la doncella me atavía para el paseo matinal. Mi atuendo, sencillo, consta de las prendas siguientes: saya de aluminio fruncida, casquete de guisantes y pulseras de cuerda. Oculto mi rostro detrás de un cartón grueso con una estrecha ranura para respirar. Dos lacayos me transportan, metida en un saco, hasta el coche. Un transeúnte tiene la desgracia de mirarme un momento, y muere de meningitis galopante. ¡Fortuna, Fortuna! ¿Por qué fuiste tan pródiga en darme encantos?
Arranca el coche y me lleva hasta el parque, donde pasean los componentes de la nobleza.
—¡Es Genoveva, la mujer fatal! ¡Tiene miradas de pedernal! —grita la muchedumbre, lanzándome ramos de flores con una piedra dentro.
Mis tres caballos, vestidos con camisetas rayadas, se adentran en el parque hasta detenerse en un paraje solitario lleno de brezos. Los lacayos me sacan del saco y camino algunas yardas penosamente.
—Silbe, Carolo —ordeno al cochero.
El cochero silba, y surge de la espesura un hombre joven y bonito que viene hacia mí ladrando de gozo.
¡Pobre Guitián de Montpetit, noble acomodado que perdió la razón al conocerme en el sarao de los Anselmi!
—¡Casémonos, Genoveva! —me grita Montpetit con voz histérica.
Lanzo un hondo suspiro y me abanico con una hoja de higuera para disimular mis lágrimas.
—No es posible, «chéri» Guitián. Mi pasado…
—Todos los días me dice usted lo mismo. ¿Qué hay en su pasado que yo no pueda saber?
—En mi pasado hay… ¡tantas cosas, pequeño! —exclamo, acariciando su cabello con mi mano huesuda y enjoyada.
—¡Hable! Yo sabré comprenderla.
¿Me decido? ¿Hablo? ¿Cierro el pico? Esta vez hablaré. ¡Hablaré aunque me cueste la fugaz felicidad de este amor imposible!
—Pues bien, Guitián: en mi pasado hay… una bocina.
—¿Una bocina? —murmura Guitián con voz paragüera—. Me hace usted temblar.
—Sí, Montpetit: una bocina que, al ser apretada con fuerza, dice sencillamente: «¡Mec, mec!» Eso hay en mi pasado.
Llora Montpetit al escuchar la revelación. Grandes lágrimas empapan su cuello de cartulina. ¡Desdicha, Desdicha!: ¿cómo es posible que hagas esas jugarretas a la gente, mujer?
Me hago conducir a mi casa en el coche. Al llegar a ella, me tumbo en la alfombra de antílope. Fuera, en el jardín, suenan algunos estampidos.
—¿Suicidas? —pregunto al mayordomo.
—No, señora vampiresa: cohetes nada más.
—¡Qué birria de ruido! —comento despechada.
15 julio 1882: Entra el mayordomo en mi «boudoir», y me informa:
—Preguntan por la señora vampiresa.
—¿Es hombre o mujer? —interrogo.
—Es cocodrilo, señora vampiresa.
¡Extraña visita! Me echo por los hombros un periódico y bajo al vestíbulo. En efecto: un cocodrilo me espera sentado en un taburete.
—¡Amada mía! —exclama el anfibio rompiendo a llorar.
Reconozco su voz.
—¿Jean de Marilier? —pregunto, palideciendo.
—El mismo que viste y muerde —responde el cocodrilo.
Recuerdo perfectamente la historia de este amor desgraciado: Jean era, de pequeño, un gracioso uruguayo que alegraba el hogar de sus mayores con una zambomba. Años más tarde, cuando yo le conocí, era un adolescente color de azabache, hermoso, con los ojos como carbunclos y la cabeza cubierta por una peluca de paja; tenía el andar de los atletas y la vivacidad de los monos. Una tarde, al verme pasar en un triciclo negro con crespones de luto en el manillar, sufrió su primera peritonitis de amor. Desde entonces no pudo olvidarme. Día y noche paseaba ante mis balcones montado en una mula de su noria paterna, y no cesaba de reiterarme encendidas aleluyas amorosas. ¡Pobre uruguayo! Absorto en mi amor, abandonó bien pronto el estudio de las excrecencias córneas en la frente de los mamíferos, su ocupación predilecta. No podía amarle: entre ambos se interponía mi pasado, y un señor de Baracaldo bastante simpático al que yo hacía carantoñas. Huí, dejándole entregado a sus penas. De esto hace más de sesenta años. Y desde entonces…
—Cuéntame, pequeño Marilier —le digo, tomando su cabeza aplastada entre mis manos.
—¡Cuánto dolor, Genoveva! ¡Cuánta desgracia! ¡Cuánto cuerno! —suspira el anfibio llorando como un niño para que se acerquen los negros y pueda atraparlos de merienda.
Y reanuda su historia conmovedora: cuando yo huí, cayó Jean en un profundo torpor. Quiso olvidarme consagrándose a su trabajo, pero todo fue inútil: odió las excrecencias córneas y se puso a rodar por la pendiente: abandonó a sus padres, a sus bastardos y a sus nueras melosas, y se puso a vagar por los caminos. Un año después perdía a los dados su nacionalidad uruguaya para convertirse en un apátrida con bufanda. Descendiendo gradualmente la escala social, llegó a ser gorila. Iba Jean por la selva repitiendo mi nombre como un susurro. Mísero, degradado y alcohólico, dormía en las cuadras y se alimentaba con alguna cáscara de cacahuete y un par de esporádicas chufas. Después fue caballo, pavipollo, cebú y pingüino, hasta alcanzar el peldaño más ínfimo del reino animal.
—Y aquí me tienes, Genoveva, convertido por tu amor en el más despreciable de los cocodrilos. ¡A esto me ha conducido mi loca pasión!
—¡Marilier! —exclamo con la voz rota.
—¡Huyamos! —me propone.
—Es imposible, Jean —le disuado—. No puedo huir con un cocodrilo.
—En el fondo no soy un cocodrilo, Genoveva —me dice, amoscado.
—Sí, pequeño; pero ¡tan en el fondo!
El pobre cocodrilo coge su corto bastón y se acerca a la puerta.
—Me destrozas el ánimo, Genoveva —dice mientras se aleja arrastrándose por el jardín.
—¡Marilier! —grito despavorida.
Pero ya no me oye. Caigo desmayada mientras todo mi cuerpo se estremece con los sollozos. ¿Por qué soy tan desdichada? ¿Por qué mi belleza es un manantial de torturas? ¿Por qué no hacen ustedes el favor de hablar un poco más bajo? ¿Por qué? ¡Horrible sino de mujer fatal!
26 julio: Acababa de adquirir unos bonitos zapatos de verano, y al salir de la zapatería me senté en un bar para que me los limpiaran bien. Hice una seña al limpiabotas, y el hombre se acomodó a mis pies en un pequeño taburete. Al cabo de un momento, sentí un tironcito en el pantalón.
—El material es muy malo —dijo.
Y volvió a sumergirse en su tarea, sin hacerme caso. Yo le notaba manipular en uno de mis zapatos, y procuré distraerme mirando a la gente.
—Tiene usted los tacones muy gastados —volvió a decir al cabo de un momento—. Será mejor que se los ponga de goma.
Palidecí intensamente.
—Pues yo creo que todavía pueden durar una temporadita —insinué con voz dulcísima.
—¡Imposible! Están gastadísimos —concluyó él de una manera tajante.
Y sacando unos pedazos de neumático, empezó a dar martillazos en mis suelas nuevas. Me entristeció ver aquellos feos tacones en mi calzado flamante, pero no dije nada.
Al cabo de un momento volví a sentir un tironcito.
—Estos zapatos están desteñidos —me informó el limpiabotas—. Si le parece, se los teñiré de negro. Le quedarán preciosos.
Su proposición me horrorizó.
—¿Cree usted que es indispensable? —murmuré—. Si quiere que le diga la verdad, tal como están los encuentro bonitos.
—Estarán mejor teñidos —aseguró el hombre obstinadamente.
—Sin embargo —objeté procurando no contradecirle de un modo abierto—, casi estoy por decirle que los zapatos negros no me gustan demasiado.
—¡Tonterías! —cortó el limpiabotas bastante irritado—. El zapato negro es muy elegante, y tiene la ventaja de ser más oscuro que el zapato blanco.
Este razonamiento me dejó hundido. El limpiabotas, siniestro y tiznado, me lanzó una mirada impaciente mientras añadía:
—¿Quiere usted que se los tiña, sí o no? No voy a estar aquí perdiendo el tiempo.
—Si no hay más solución que ésa —susurré sonriendo—, tíñalos. Pero insisto en que los encuentro bonitos así.
Con un nudo en la garganta, aparté mi vista del limpiabotas, que se disponía a manejar su frasco de tinte.
Pasaron varios minutos angustiosos, durante los cuales dejó de existir el mundo que me rodeaba. Un tercer tironcito me volvió a la realidad.
—Fíjese en lo bien que han quedado. Mejor que nuevos.
Al verlos tuve que hacer un esfuerzo para contener las lágrimas: mis espléndidos zapatos, en los que predominó el blanco, se habían convertido en dos briquetas de carbón. Sonreí débilmente.
—Ahora le pondré plantillas de corcho y cordones nuevos —dijo aquel satán barriobajero con voz decidida.
—Me parece que las plantillas de corcho no van a gustarme —apunté con la mayor prudencia.
—Ya verá usted como las encuentra deliciosas.
Me quitó los zapatos, hizo con ellos cuanto quiso, y me los volvió a poner.
—¿Puedo irme ya? —balbucí.
—Sí. Son veintinueve pesetas y la voluntad.
Le entregué treinta pesetas.
—¡Qué voluntad más pequeña! —rumió jugueteando con una lezna.
Le entregué un duro más, y salí corriendo en dirección a mi casa.
6 febrero 1872: Arrastrándome por debajo de la alfombra, me acerco a la caja de caudales, donde se guardan los planos de la estufa silenciosa. ¡El mayordomo del cónsul me descubre! Por fortuna, puedo cambiar mi documentación con rapidez, y declaro en voz alta que soy marquesa. Una hora más tarde, en la cabaña, me entrega «Equis Pepe» las instrucciones cifradas. ¡Paso la frontera disfrazado de mulo, y amordazo a Fraski, que quiere delatarme al recónsul! Sin salir del subterráneo, me apodero de las bombonas astringentes y las entrego a «Jota Manolo». No pierdo un minuto, y pego el oído a la puerta para escuchar la conversación del agregado. ¡Pero el agregado es una mujer disfrazada de agregado, y la mujer un agregado con busto de cartón! Al saber esto, me apresuro a hacer señales desde la ventana con un candil, para que la barcaza se aleje con los sacos de arroz rellenos de tropas. Sonrío cuando me preguntan si conozco el paradero de miss Clever. ¿Cómo no voy a saberlo, puesto que miss Clever soy yo mismo disfrazado de miss Clever?
8 febrero 1872: Me informa «Efe Pacorro» que hoy, como hace fresco, probarán la estufa silenciosa. Corro a casa del cónsul, y observo por el ojo de buey. ¡Un criado se desatornilla su pierna de palo, y saca de ella unos planos de la estufa! Me disfrazo de jamón ahumado y logro burlar el contraespionaje, que me espera en la esquina con un hongo. ¡Alguien me ha quitado los planos de la estufa! ¡Tuvo que ser aquel mendigo con el que tropecé en el puente! ¡Debo conseguir un visado! Para lograrlo, me arrastro por los salones del cónsul hasta el cofre donde guarda los visados. Cuando me dispongo a abrirlo, el contraespionaje me golpea en la cabeza con un palo. ¡Qué contraespionaje más bruto, mamá! Al calvo no le hará gracia cuando no encuentre las bombonas astringentes.
13 febrero 1872: El contraespionaje se pasa el día fumando un puro a la puerta de la casa abandonada, donde guardo los sacos de arroz rellenos de tropas. ¿Por qué no llegará Herrins con las espoletas monocelulares? Maniato al jamaiquino para que no me delate, pues me reconoció a pesar de mis pestañas postizas. En la recepción de gala logro meter un mensaje de socorro en una croqueta, y la envío con un pato mensajero al dragador que espera en el muelle. Por fortuna, y en un descuido del cónsul, consigo apoderarme de la estufa silenciosa. ¡Corro al puerto vestido de viuda, pero Cuqui ha levantado el vuelo con la chalupa! Aviso por radio que Mr. Klapson es peligroso, pues conoce las claves de las piritas sintéticas. No hay manera de burlar el contraespionaje, que me sigue a todas partes con el cuello de la gabardina subido. Simulo entereza en el concierto del vizconde, pero no ceso de mirar a la ventana esperando la señal de apagar las luces a escupitajos. ¿Qué habrá sido de Graston, el tragasables, que nos prometió los planos de una galleta de bolsillo?
Lunes, noche: Un ruido me despierta y veo desde la cama que alguien intenta forzar el balcón de mi cuarto. Sin duda es un vecino que se ha confundido de piso. Al cabo de algunos momentos, la cerradura del balcón salta y una sombra entra en la alcoba. A la luz de la luna veo que se trata de un hombre con la cara cubierta por un pañuelo. No hablo para no asustarle, y me hago el dormido mientras le observo. Parece que pone cuidado en no hacer ruido. Creo que me ha visto y no quiere despertarme; es un rasgo de delicadeza por su parte. El hombre enciende una pequeña linterna y abre el armario donde guardo mi ropa. Me parece que pierde el tiempo, porque mis trajes no le sirven: es mucho más corpulento que yo, y no hay nada que haga tan feo como llevar ropa estrecha.
Después de revolver en el armario, lo cierra y se pone a buscar en el cajón de mi mesilla de noche. Tropieza con el vaso de agua y lo derriba. El vaso hace ruido al caer, y el hombre se detiene intranquilo. ¡Pobrecillo! Sin duda piensa que me he despertado, y eso le duele. Para tranquilizarle simulo un largo ronquido, y al oírlo reanuda sus minuciosas pesquisas. ¿Habrá perdido alguna cosa en mi habitación? ¿O ha venido a reparar alguna tubería? Es posible que sea el calefactor, que viene a echar un vistazo a los radiadores. Por fin encuentra mi cajita de caudales, que está oculta detrás de un cuadro. Al verla, suspira satisfecho. Menos mal: parece que es eso lo que buscaba. No me explico para qué quiere abrir la caja de caudales con una palanca de metal: todo lo que hay dentro es mío y, salvo mi dinero y mis valores bancarios, no creo que este hombre pueda encontrar algo que le pertenezca. Le veo forcejear con la palanca y parece que se fatiga. De buena gana le diría la combinación de la cajita para ahorrarle este esfuerzo. ¡Es tan fácil! Primero, una vuelta a la derecha hasta marcar el siete. Luego, dos vueltecitas… Pero oigo un ruido bastante fuerte, y la caja se abre. Afortunadamente, la cerradura no es muy firme; siempre pensé que era una tontería poner una caja de caudales de esas que sólo se pueden abrir con sus propias llaves. Llega un caso como éste, y ¿cómo abrirla? Siendo la cerradura débil, basta un buen palanquetazo y uno se ahorra dar vueltecitas a la rueda, que es tan aburrido. Observo que el hombre se guarda en el bolsillo todo el dinero que hay dentro y todos los valores bancarios. ¿Por qué lo hará? A lo mejor se trata de un amigo con buen humor que quiere gastarme una broma. Gálvez es un poco más bajito que él. Al señor Ansúrez le considero incapaz de chufla semejante. Es posible que Inocencio… ¡tiene unas ocurrencias tan divertidas!… Pero Inocencio es más delgado. No sé quién podrá ser.
Después de guardarse todo lo que había en la caja, se acerca otra vez a la mesilla de noche y coge mi reloj de oro. Lo examina junto a la ventana con mucha atención y murmura algo que no puedo entender. Quizás está contrariado porque se le ha hecho un poco tarde. No me extraña que, después de mirarlo, se guarde mi reloj en el bolsillo: habrá olvidado el suyo y no hay nada tan incómodo como andar por ahí sin saber la hora que es. Al tropezar con una silla hace un ruido tan grande, que lanza un grito ahogado y se acerca rápidamente al balcón. Vuelvo a tranquilizarle con otro ronquido simulado, y le veo que coge de la mesa unas chucherías de plata, que guarda también en los bolsillos. Cree que estoy dormido, porque ahora se mueve con mayor soltura y se pone a registrar mi americana, que al acostarme colgué en el respaldo de una silla. Veo que también se guarda mi cartera. ¡Qué hombre más raro! No sé para qué pueden servirle mis documentos. Empieza a intrigarme.
Por fin, de puntillas, vuelve a salir al balcón y salta a la calle. Me quedo solo, enciendo la luz, y veo la caja de caudales vacía, los cajones revueltos… ¡No puedo contener la risa! ¡Qué tonto! ¡Creyó que yo dormía y que no le he visto guardarse todas las cosas! Sea quien sea el bromista, me parece que el chasqueado ha sido él al pensar que yo roncaba de veras…
Miércoles: Me encierro en el despacho para escribir el primer capítulo de mi próxima novela. No hago más que coger la pluma, cuando llega un periodista a hacerme una interviú.
Me pregunta qué pescados me agradan más, cuántos pelos tengo en la cabeza y qué proyectos tengo para lo futuro. Contesto haciendo esfuerzos mentales para resultar ingenioso, y el periodista se marcha.
Vuelvo a coger la pluma, pero llegan por correo los formularios de tres encuestas periodísticas. Escribo las respuestas, mando los sobres a las redacciones, y me dispongo a iniciar el primer capítulo de mi próxima novela.
—Unas señoritas desean autógrafos del señor —me dice la criada.
Firmo los autógrafos exprimiendo mi cerebro al máximo, para no desmerecer a los ojos de mis admiradoras. Vuelvo a mi despacho y leo en un periódico el artículo de un colega que se mete conmigo. En el acto le escribo una carta abierta insultándole a mi vez, y la mando a otro periódico. Algo más tranquilo me dispongo a escribir el primer capítulo de mi próxima novela. ¡Demasiado tarde! Son casi las dos, y tengo que asistir a un banquete en honor de un crítico que me vapulea de viva voz, pero que me elogia en letra impresa.
Al finalizar el banquete, tengo que pronunciar un discursito diciendo que el homenajeado es un hombre culto, serio, guapo, inteligentísimo y muy agudo.
Vuelvo a mi casa a las cinco, dispuesto a comenzar el primer capítulo de mi próxima novela, pero me llaman de la radio urgentemente, pues quieren hacerme unas preguntas ante el micrófono.
De vuelta en mi casa, recibo a un repórter que quiere saber a toda costa si prefiero los toros rubios o morenos. Para salir del paso le digo que, siendo toros, me es lo mismo. Pero él quiere una respuesta concreta. Al fin, para quitármelo de encima declaro que me gustan los toros rubios con pecas en las mejillas. El periodista se va satisfecho.
Anochece. Me dispongo a escribir el primer capítulo de mi próxima novela.
—El señor va a llegar tarde al cocktail de la Embajada turca —me advierte la doncella.
¡Lo había olvidado! Corro al cocktail. Firmo álbumes, programas de concierto, petacas de cuero y puños de camisa. Al salir del cocktail, ceno con rapidez y corro a un teatro donde debo actuar en un fin de fiesta.
Vuelvo a mi casa a las dos de la mañana. Estoy cansadísimo. ¡Ha sido un día de trabajo agotador!
Mañana, sin falta, trataré de empezar el primer capítulo de mi próxima novela.
Lunes: ¡La línea se mantiene! He resistido otra semana de asedio, pero empiezo a sentir los efectos del hambre. Hoy intentaron un asalto contra mi posición, y confieso que estuve a punto de ceder. El ataque fue planeado minuciosamente, con una habilidad satánica. Anoto a continuación los pormenores de esta batalla, que gané poniendo a prueba mi heroísmo.
Cuando entré en el comedor a la hora de almorzar, mi familia estaba desplegada en orden de combate: papá había tomado el mando de las operaciones. Mamá y mis hermanos constituían el grueso del ejército, e incluso acudieron refuerzos: dos tías, una cuñada y tres primos segundos. Decidí ponerme a la defensiva, dada la desigualdad de fuerzas. Sirvieron el primer plato en medio de un silencio que no presagiaba nada bueno. Cuando me llegó el turno de servirme y dije que no comería nada de aquello, mi padre dio la orden de iniciar las hostilidades.
—¡Esta hija no come nada! —declaró, rompiendo el fuego.
—Es que la muy cursi está guardando la línea —dijo mi hermano, atacando por el ala derecha.
—Pues por esas tonterías de no engordar, una chica monísima que yo conocía, murió entre horribles retortijones —intervino mi tía por el ala izquierda.
—Yo conocí a dos hermanas que murieron tuberculosas por lo mismo —apoyó la otra tía, cercándome por completo.
—Cuando se está en la edad de crecer, hay que alimentarse —bombardeó mi madre.
—Pero si yo como lo suficiente, mamá —me defendí—. Con acelgas cocidas y un huevo duro, al organismo le sobran vitaminas.
—Pues acelgas y huevo duro comía la chica de los retortijones —dijo mi tía.
—Y las hermanas que murieron tuberculosas, ídem —reforzó la otra—. ¡Mira que es casualidad!
—¡Se acabaron las tonterías, niña! —tronó mi padre enarbolando un cuchillo como una bayoneta—. ¡Que te frían ahora mismo un buen filete con patatas!
—Pero, papá. Yo te aseguro que… —comencé a decir.
—¡Ni papá, ni pupú! ¡A comer te digo! ¡Te estás quedando en los huesos!
Eso de los huesos no es verdad, porque estoy lejísimos de tener el talle de avispa. Pero comprendí que era inútil convencerlos y que ellos, dado mi apetito, podrían convencerme a mí. Y haciendo un esfuerzo sobrehumano, me levanté de la mesa y corrí a encerrarme en mi cuarto. ¡La línea se mantiene!
Jueves: Ni el mejor estratega organizaría el asedio con tanta perfección. En estos días, la cocinera se supera a sí misma preparando mis platos predilectos. A las horas de comer desfilan por el comedor grandes fuentes de calabacines rellenos, perdices estofadas, croquetas maravillosas… Y pasan cerca de mí, para que yo pueda percibir sus exquisitos tufillos.
—A la señorita no le sirvas —dice mamá a la doncella, señalándome—. Ella toma acelgas cocidas y su huevo duro.
—Y hace bien —apoyan mis hermanos vaciando las fuentes tentadoras—. Estas cosas engordan muchísimo.
Con la boca hecha agua, cerrando a veces los ojos para no sucumbir, mantengo mi línea.
Sábado: He perdido dos kilos y cien gramos. He soñado con faisanes en escabeche que me sacaban la lengua. ¡Resisto cada vez más débilmente! Hoy sirvieron unos escalopes con guisantes, y con mucha habilidad di a entender que no me importaría probar un pedacito pequeño.
—No te lo aconsejo —dijo mamá—. Todo lo frito es malo para el régimen.
Sonreí, como si no me importara. Pero mis nauseabundas acelgas me supieron a rayos.
Martes: Hoy, ante un pavo con trufas que nos regaló tío Enrique, he sucumbido con todos los honores. Mi madre casi lloraba de alegría cuando me rendí y empecé a devorar media pechuga. He perdido la línea, es cierto, pero me he portado como una valiente. Papá me ha comparado con Agustina de Aragón.
Domingo: Decidido a pasarlo bien, endoso el hilarante ropón de las mascaritas. Cubro mi rostro con nariguda careta y acudo a un festejo manejando un pucherote a modo de tambor. Me afano en dar a mi voz modulaciones atipladas, y camino a brincos, venciendo mi innato terror al ridículo. Llego al baile en pleno apogeo. Al entrar en el salón lanzo el agudo «¡Ji, ji!» carnavalesco, y me acerco a otras máscaras a las que formulo esta novedosa pregunta: «Mascarita, ¿me conoces?» Las otras máscaras me desafían a su vez a que yo las reconozca. Encuentro el juego bastante bobalicón, ya que nadie sería capaz de reconocer ni a su propio padre encaretado. No obstante, no seré yo quien modifique el severo reglamento del Carnaval. Sigo diciendo «¿Me reconoces?» durante un par de horas, y ¡qué se le va a hacer! Pronto, detrás de mi careta, comienzo a sentir los síntomas de la clásica asfixia carnavalesca. Pero decidido a divertirme hasta la locura, insisto en mis alocados andares de mascarina.
«¿Me conoces? ¿Me conoces?», nos preguntamos con insospechados atiplados en la voz. Al cabo de tres horas, algunos concurrentes, más débiles, empiezan a quitarse sus caretas. «¿Me conoces ahora?», me preguntan, ya libres del incógnito. Observo sus rostros, y me doy cuenta de que tampoco sin careta conozco a aquella gente. ¡Embarazoso momento! ¿Qué hacer, Dios mío? Personas que no he visto en mi vida, ya sin disfraz, me rodean tratando de averiguar quién soy.
—Por los ojos parece Eusebio López —opina un joven obeso, al que nunca tuve el gusto de ser presentado—. ¿Eres Eusebio López?
Y yo, que me llamo Arturo Ochandarena, replico para ganar tiempo:
—¡Mascarita, mascarita!
—Tiene la voz de Eusebio López, no cabe duda —dice otro desconocido, que presume de astuto—. Eres Eusebio López, ¿verdad?
—¡Mascarita, mascarita! —grazno tenazmente.
Salvo el amigo que me invitó a la fiesta y que a última hora no pudo asistir por ser víctima de agudo catarrazo, no conozco a ninguno de los asistentes.
—Ya puedes quitarte la careta, Eusebio —me dicen alegremente los reunidos—. Nos ha costado trabajo reconocerte, pero al fin lo hemos conseguido.
—¡Mascarita, mascarita! —grito yo, mientras las sienes me laten de angustia.
—Es Eusebio López —dice la gente a los que van llegando—. Se empeña en no quitarse el disfraz.
—¡Hola, Eusebio López! —me saludan unos pollitos familiarmente, dándome palmadas en la espalda—. No te hubiera reconocido, chico. ¡Tienes un disfraz imponente!
Pasan las horas. Soy la única máscara que conserva su careta y su ropón. Pienso en el asombro de todos si confieso que soy un Ochandarena desconocido, y opto por suplantar a Eusebio López.
—¿Qué tal la otra tarde con aquellas chicas, Eusebio? —me preguntan.
—¡Psch! —digo yo, tras mi careta—. No lo pasamos mal.
—¿De qué asignatura se examinó tu hermano, Eusebio?
Tiemblo. Saco fuerzas de flaqueza, pero no muchas.
—De una asignatura más bien fácil —digo, quitándole importancia a la cosa.
En ese momento se abre la puerta y entra un nuevo invitado. La gente le mira sorprendida.
—Pero… ¿eres tú, Eusebio? ¿Cómo es posible?…
Todos clavan en mí miradas inquisidoras. Me rodean cada vez más estrechamente. Ya se acercan varias manos a mi careta…
Caigo desmayado.
Sábado: Duermo sobre una tabla en carne monda y lironda, mientras por mi ventana abierta entra a raudales el salutífero bajo cero. A las cuatro de la mañana, cubos de agua suspendidos del techo se derraman sobre mi cuerpo para despertarme. Salto de la tabla entonando el pasodoble «El pulmón del Hércules castizo», y me despabilo soportando sobre la frente pesados bloques de hielo. Respiro con ritmo, flexiono piernas y vísceras a la moda escandinava, y macero mi musculatura con porras forradas de guata. Mi desayuno es frugal: un gajo de mandarina, la corteza de un limón y un mordisco al hígado de un bacalao. Me proveo, por último, de dos largas tablitas pulimentadas, y me dirijo a las montañas en funiculares pintados de verde.
Al llegar a las cumbres impolutas, beso a la querida nieve en la mejilla y me revuelco en ella para activar mi circulación sanguínea. ¡Cómo triscan mis células al contacto con el sudario estimulante! Oigo cantar a los glóbulos rojos en los túneles de mis arterias, mientras los leucocitos, más bonachones, ríen con sus boquitas pequeñísimas.
Amarro las tablas a mis pies, ululo un poco para vigorizar mi laringe, y corro despendolado laderas abajo. Choco con espesos arbolados de toda índole y mis huesos se parten con sanos chasquidos. Una oreja, helada y dura, se desprende de mi cráneo y cae. ¡Bah! Lo importante es que mis pulmones son grandes y recios como bolsas de cuero. Me revuelco en la nieve con deleite, y oposito a la pulmonía con descaro. Piernas y muñecas se me dislocan en vigorizantes mamporros. Al llegar al final de la pendiente, repto de nuevo hacia las cimas. Nuevo descenso. Caigo en zanjas, de las que me sacan pastores y piquetes de salvamento. Amoratado y contuso, paralizado el esqueleto con férulas y muletas, regreso al tren. ¡Deporte, deporte!: ¡cuánto me fortificas! De mis tablas pulimentadas para deslizarme sobre la nieve sólo quedan dos astillas.
Regreso a la ciudad en trenes infectos, con otros deportistas bastante mutilados. Suenan en los vagones cantatas de los deportistas milagrosamente ilesos unidas a los ayes desgarradores de los dolientes.
Me dirijo a mi casa saltando sobre una tibia, resto de mi pierna derecha. Subo la escalera de dos en dos dejándome tiras de piel en la balaustrada, llamo al timbre con el muñón de un dedo, y me desplomo inerte sobre la tabla que me sirve de camastro.
Antes de apagar la luz, agonizo un rato. ¡Bah! ¡Lo importante es que mis pulmones siguen siendo grandes y recios como bolsas de cuero!
Martes: Me levanto de la charca donde me acuesto de noche para pudrirme lo necesario. Ante un pedazo de espejo me despeino bien, y me estiro los pelos de la barba con unas pinzas para que sean más largos. Abro en mis harapos nuevas desgarraduras con un peine de hierro, y me desayuno con una raspa de pez. Meto acto seguido mi abdomen en una caja de pasas, y me lanzo a la calle.
—Una limosnita —imploro, desdentándome a pedradas para parecer más viejo.
—¿Qué pedazos le faltan a usted? —me preguntan las gentes compasivas para darme una limosna.
—Las dos piernas —explico.
—Es poco —me dicen, moviendo la cabeza con severidad—. Según el «Reglamento del buen corazón», le corresponden veinte céntimos.
—También me faltan las amígdalas —imploro esperanzado.
—¡Bah! Las amígdalas no cuentan. No se paga nada por ellas.
No me resigno. Con tenacidad indómita, en la máquina picacarnes de un amigo carnicero, me depaupero más y más. Me hago cortar un buen pedazo de lengua, con el fin de que mi voz suene más implorante todavía.
—Poco aún —dicen las almas generosas consultando el «Reglamento del buen corazón»—. Tiene usted derecho a treinta céntimos pelados.
Mi temperamento mendicante no desfallece. Hago gárgaras con ácido clorhídrico para destruir mi tráquea, y me dejo atropellar por autobuses, que me tajan por la cintura. Convivo con bacilos del tétanos, y me corto un dedo sí y otro no.
—Va usted progresando, amiguito —me dicen las personas bondadosas—. Según el «Reglamento del buen corazón», le corresponden nada menos que dos realitos.
Tajo va, tajo viene, acumulo destrozos para excitar la compasión. Suprimo todas las vísceras que tengo repetidas, y me defiendo con una de cada. Mi peso ha quedado reducido a una docena de kilos.
—Eso ya es otra cosa —dicen las gentes compasivas al verme—. Ahora tiene usted derecho a setenta y cinco céntimos y un plátano.
—¿Qué tengo que hacer para que cada alma bondadosa me entregue una peseta y un chaleco? —pregunto.
—Vea el «Reglamento» —me aconseja un caritativo entregándome un ejemplar.
Lo estudio febrilmente. Dice así:
«Tabla de limosnas que las personas de buen corazón deben entregar a los desvalidos, con arreglo a sus defectos: Con una sola pierna: 0’10. Sin ninguna pierna: 0’20. A falta de un ojo: 0’25. (La falta de amígdalas y apéndice no merece óbolo). Sin brazos: 0’45. Plus por cada víscera interna que le falte: 0’05…»
¡Al fin podré alcanzar la codiciada limosna de peseta! Corro a situarme en mi puesto, y me salto la tapa de los sesos con un revólver.
—¡Está muerto! —exclaman las almas generosas, conmovidas.
Y después de consultar la tabla del «Reglamento del buen corazón», depositan a mis pies una peseta y se van a sus casas para tejerme un chaleco de lana.
¡Realicé mi sueño dorado! Ya lo dice el refrán: «El mendigo que sea enteco, tendrá peseta y chaleco».
Miércoles: Salgo de mi casa dispuesto a coger el tranvía de las nueve, pues entro en mi oficina a las diez en punto. Como en la parada empieza a lloviznar, cedo mi paraguas a dos ancianas y me cubro con un periódico. Consuelo a otras personas, que también esperan, diciéndoles que la lluvia es útil para el agro y que no hay mal que por bien no venga. Al fin aparece a lo lejos el tranvía, lleno y rebosante de golfos en los topes. Adivino que en tales circunstancias el conductor pasará de largo ante nosotros, y me dispongo a detenerlo heroicamente: de un salto me tumbo encima de la vía haciéndome el muerto.
El tranvía se acerca haciendo sonar su horripilante cencerro de toro metálico. No me muevo. Al fin se detiene con estridente ruido de frenos a dos pulgadas de mi occipital. ¡Gracias a mi heroísmo, mis compañeros de parada montan en el coche a viva fuerza, presionando a la muchedumbre que se apiña en las plataformas! Cuando todos han subido, me levanto del suelo. El tranvía arranca rápidamente, y se aleja mientras el conductor se acuerda de mis padres.
Decido ir a la oficina andando, para que otro ciudadano pueda beneficiarse con la plaza que yo ocuparía si utilizase un medio de transporte. Emprendo el camino con alegre paso gimnástico, silbando églogas al civismo. Un transeúnte me pide fuego; se lo doy, y le invito a que se quede con mi caja de cerillas. El transeúnte corresponde a mi gentileza obsequiándome con un librito de papel de fumar, y yo a mi vez le compenso con una piedra de encendedor. Después de cambiar pequeños regalos, tales como lápices, mechones de cabello, tarjetas y botones, nos separamos despidiéndonos con amplios sombrerazos.
Al ir a cruzar una calle, veo que un ciego se dispone a hacerlo también, y le cojo del brazo para acompañarle. Cuando llego a la otra acera, observo que un nuevo ciego se dispone a cruzar en sentido contrario. Le agarro en seguida del brazo, y retrocedo con él hasta mi punto de partida. Ciego va, ciego viene, cruzo diez veces la calle en distintas direcciones.
Agotado, sucio y jadeante, pero contento, llego a mi oficina a las doce de la mañana. Me riñe el jefe y me condena a copiar diez veces un balance. ¡Gajes de la ejemplaridad!
Miércoles: Me levanto al amanecer y afilo mis dientes con una lima. Me pongo sobre la mandíbula inferior un prominente mentón postizo y aguzo mis uñas con piedra pómez. Me abro el tórax, arranco el corazón sensible que heredé de mi madre, y lo sustituyo por una máquina de calcular. Antes de desayunarme, fundo una sociedad anónima y otra en comandita. Mi desayuno es frugal: un trozo de carne cruda, y unas chupadas de sangre en la yugular de un banquero arruinado por mí.
A las diez en punto embargo a cuarenta familias de menestrales mientras baila en mis labios una sonrisa fría. «Compre», ordeno secamente a mi agente de Bolsa. Como la mañana es espléndida, salgo a dar un paseo por el campo y talo un bosque. Vuelvo a la ciudad arrasando campos y tulipanes con mi auto, y azoto en las nalgas a tres Consejos de Administración. «Venda», ordeno secamente a mi agente de Bolsa.
A mediodía, por capricho, aplasto a un huérfano. No gano nada con ello, pero me divierto. Tengo el sesenta por ciento de las acciones del trust «Los Ahorros de las Ancianas con Toquilla», y mediante una especulación muy divertida las arruino en un quiquiriquí. «Venda», ordeno secamente a mi agente de Bolsa.
Como todavía es temprano para almorzar, aprovecho para denunciar una mina y hundir un barco que aseguré previamente en una fuerte suma. «Compre», ordeno secamente a mi agente de Bolsa. Ejecuto hipotecas y expulso a siete cajeros morenos que se empeñan en besarme las rodillas para hacerme súplicas. «Venda», ordeno secamente a mi agente de Bolsa. Voy y vuelvo en avión, consulto teletipos, y compro por una cantidad irrisoria un cargamento de púas para peines.
Almuerzo caldo en taza y manitas de viuda al horno. Corro a la Bolsa. Enciendo cigarros que trituro entre los dedos y consulto las pizarras. ¡Ventajosa operación la de arruinar a la «Sociedad Modesta Dedicada a la Cría de Siete Conejos»! Organizo fraudes al fisco y constituyo allí mismo un grupo financiero para envasar el sudor del pequeño rentista y venderlo por litros.
A las seis de la tarde, pletórico de desdén, dejo que los hijos de la «Compañía Limpiabotas» se arrastren ateridos por la nieve.
—Una accioncita, por el amor de Dios —me suplican los banqueros, tendiendo hacia mí sus manos gordezuelas cubiertas de sortijas.
—Dios le ampare, banquero —me disculpo, fundando al mismo tiempo la «Liga de goma que sujeta las medias».
Al anochecer controlo el petróleo venezolano. Y aprovechando las tinieblas de la noche, consigo reunir con una palanqueta muchos amortizables al cuatro por ciento.
A las nueve, por capricho, trituro otro huérfano y suelto una risita sarcástica. Recibo cables de Borneo pidiéndome clemencia.
A las once y media vuelvo a mi casa con las manos empapadas en el sudor del pequeño rentista. Me quito el prominente mentón postizo, y me acuesto. Ya en la cama, vuelvo a abrirme el tórax, arranco la máquina de calcular y la sustituyo de nuevo por el corazón sensible que heredé de mi madre. Así, por unas horas, podré tener bellos sueños…
Jueves: Me levanto harta de dormir, y dejo por toda la casa un reguero de horquillas. Doy una broma por teléfono, simulando voz gangosa.
A las doce empiezo a vestirme. Harta de la vida, me pinto la cara aparentando lo que no soy y me ducho con el perfume francés que mamá tiene escondido. Hablo después con un ingeniero que tiene cierto aire con Charles Boyer, y cito a Pepe para que tomemos el aperitivo en un sitio donde cobran las gambas al precio de langostas.
Encuentro en la calle a varias amigas. Al vernos lanzamos alaridos de júbilo, nos besamos en la mejilla cuidando de no mancharnos la cara de colorado, y decimos que las películas que dan son unos tostones. Hablamos de un tal Negrete, y hacernos lo posible por decir que las medias que llevamos son de cristal. Me reúno con Pepe en el bar, y pido al camarero un pequeño almuerzo. Que se chinche Pepe. Hablamos de los cilindros que tienen los automóviles, echamos un pulso y me vuelvo a casa.
Telefoneo a mi amiga Tuti: «Hola, tonta». («¡Ay, chica!») «¿Qué me cuentas?» («¿Qué quieres que te cuente?») «¡Qué cosas se te ocurren, hija!» («Pues anda que a ti…») «¡Ja, ja!» («¿Te ríes con segundas?») «¡Quia!» («Me suena a tomadura».) «Es que dices cada cuchufleta…» («Pues anda que tú…»)
Colgamos al cabo de una hora, con una sensación de hastío recíproco. Fumo cigarrillos para foguearme en este vicio, sin el cual toda señorita parece palurda. Duermo después como una piedra. No sueño nada, porque soñar es cursi.
Lunes: Suena en mi mesilla el tosco y enorme despertador. ¡Las seis ya! Maldigo en mi fuero interno a mis señoritos. Me pregunto por qué querrá la señora que me levante a las seis, puesto que hasta las diez, hora en que se levanta a darme gritos, no tengo nada que hacer. Tomo mi desayuno en un tazón sin asa, empapando pellizcos que arranco a un pan. Paseo luego rozando los muebles con un plumero. Rompo un jarrón que tropieza conmigo, y me entretengo colocando los pedazos en equilibrio.
¡Qué felicidad hasta las diez! La calma de la casa es absoluta. Parece que estoy en el campo de mi pueblo. Sacudo una alfombra por el qué dirán, y guardo las colillas de los ceniceros para mi novio, que fuma rubio. A las diez en punto, un grito me pone la carne de gallina. Despertó la histérica. Resulta que hay que limpiar la plata. Cuando mi señora habla de «la plata», se refiere a todos los objetos de metal niquelado que hay en la casa. Es lo mismo que si a los picaportes y a otras cosas doradas les llamase «el oro». Pero a tanto no se atreve.
Canturreo una canción sin estar segura de que sea como yo la canto. «¡Petra, Petra!» «¿Señora?» «¡Manazas!» Su dedo implacable va detrás de mi trapo, comprobando si olvido alguna mota de polvo.
Recibo una carta de mi pueblo llena de «haigas» y «endenantes». La dejo en mi cuarto en lugar visible, para que la señora pueda leerla sin necesidad de descerrajarme la maleta. Entre canturreos, regañinas y frotes con trapos, paso la mañana. Saco la comida. Al servir cada copa de vino, derramo una gota en el mantel.
Almuerzo en la cocina. Hablo con mi compañera con la boca llena, y las dos bebemos el agua en vasos gordísimos.
A las cinco repaso un calcetín y charlo con uno de tropa. Luego escribo una carta al pueblo, con tinta morada, en pliegos rayados. Anochece. Me asomo a una ventana del patio y hablo a gritos con la del tercero. Es una chica muy simpática, de un pueblo donde hacen queso. Pongo la mesa para la cena colocando los cubiertos al revés. ¿Desidia? ¿Mala intención? No: simple indiferencia. A fuerza de oírlo, llega un momento en que a una no le importa que le llamen «manazas».
Plancho un poco después de cenar, por el qué dirán. A medianoche me retiro a mi cuarto. Echo un vistazo a los tesoros que guardo en mi maleta: un pedazo de cinta, un alfiletero adornado con caracolas, un lápiz pequeño sin punta y un frasco de perfume barato que huele a eso de vaca. Antes de acostarme, me asomo un momento al ventanuco. Allá, en lo alto, por encima de las cuerdas de tender, una estrella me guiña su ojito dorado.
DÍA 1: Llego a las nueve en punto a mi nueva colocación. Me siento en el lugar que me asignan, y no levanto la vista de la máquina. Escribo doce cartas y copio tres balances. —Día 2: Mi jefe se llama don Arturo, y no es tan antipático como yo pensaba. Esta mañana llegué a las nueve en punto. —Día 3: Don Arturo me dice que si tengo alguna duda, no vacile en consultarle. No es mal pájaro este don Arturo. Escribo seis cartas y dos balances. —Día 4: Don Arturo dice que necesita una secretaria particular, y desde hoy trabajaré en su despacho. Escribo cuatro cartas y un balance. —Día 5: Don Arturo dice que tengo un nombre muy bonito. Escribo tres cartas. De los balances se encargará la señorita Longoria, que lleva cuarenta años trabajando en la casa. —Día 6: Llego a la oficina a las nueve y veinte. Don Arturo no me regaña ni pizca, y elogia mi vestido de crespón. Escribo dos cartas. —Día 7: Riquísimos los bombones que me ha regalado don Arturo. Escribo una carta. —Día 8: Monísimas las flores que me manda don Arturo. Escribo media carta. —Día 9: Llego a la oficina a las diez y pico. Don Arturo me dice que no hay ninguna correspondencia. Charlamos un rato. Don Arturo dice unas cosas muy graciosas. —Día 10: Llego a las once y cinco a la oficina. Hay que hacer una carta, pero le digo a don Arturo que se la encargue a la señorita Longoria, que lleva cuarenta años en la casa y tiene más práctica. —Día 11: Me llevo la labor a la oficina, pues quiero terminar este chalequito de punto que mandaré a mi tía. Arturo, muy atento. Como mañana es mi santo, me ha prometido una chuchería. Es un sol. —Día 12: Me he enfadado con Arturín, pues yo me hubiese conformado con una baratija cualquiera. Pero él me compró un solitario como una nuez. Cosas de Arturín. —Día 13: Arturín dice que tiene dos entradas para ver las «varietés». Le digo que no sería decente que le acompañase. Se enfada. Escribo ocho cartas y dos balances. —Día 14: Vuelve a decirme lo de las entradas, y yo insisto en que no iré. Escribo quince cartas y seis balances. ¡Caramba con don Arturo! ¡Vaya un antipático! —Día 15: Llego a la oficina a las nueve y cinco, y como el jefe sigue enfadado por lo de las entradas, me regaña por el retraso. Empiezo a pensar que no puede hacerme ningún daño ver las «varietés». —Día 16: Las «varietés», preciosas. Arturete, muy dicharachero. Escribirá la correspondencia la señorita Longoria.