VI
CONFERENCIA

OTRO DE LOS HUÉSPEDES era un hombre taciturno, que sólo abría la boca para pedir que le alcanzasen el salero.

—No es feliz —explicaba Tipitín—. Su nombre es don Fulano, y se apellida De Tal.

—¿Don Fulano de Tal? —recapacitó don Bigote—. He oído hablar mucho de él.

—Por eso sufre. Siempre que deseamos contar una anécdota peligrosa o un cuento sucio, le ponemos de protagonista. A don Fulano de Tal se le atribuyen las mayores iniquidades. Le pasa lo mismo que a esos payasos famosos, que el vulgo convierte en autores de chistes que jamás salieron de sus labios. Y es una bellísima persona. Le molesta su inmerecida popularidad y se avergüenza de las mentiras que circulan acerca de él.

Un día coincidieron con don Fulano en la escalera y pasearon los tres por el Retiro. Al verlos tan feos, tan solemnes y severos, las niñeras hacían un nudo en el pañuelo por si las moscas. Tipitín estuvo de lo más ingenioso.

—Si yo fuese fisiólogo —dijo—, escribiría una «Crítica del hombre» explicando todos los errores técnicos que se cometieron al diseñarlo. Eso de que no tengamos un ojo en la nuca para ver por detrás, y que exista una zona en la espalda que no podemos rascar con las uñas por muchas contorsiones que hagamos con los brazos, es inadmisible.

—El error de la Naturaleza —coreó don Bigote— ha sido no modificar con el tiempo el primer modelo de ser humano que salió de sus fábricas. Es lo mismo que si la marca Ford, al cabo de los años, continuase lanzando todas las temporadas su primitivo e imperfecto «Modelo T». Los autos, los aparatos de radio, los frigoríficos, las locomotoras y todas las máquinas se perfeccionan periódicamente. Las imperfecciones de los modelos viejos se subsanan en los nuevos, siendo su rendimiento cada día mayor. Pero la Naturaleza ha sido incapaz de modificar los planos de su ejemplar inicial, y continúa produciendo en gran escala generaciones sin ningún perfeccionamiento. No ha podido reforzar los pulmones del hombre, que se pican de tisis; ni dio a sus articulaciones una lubrificación adecuada para librarlo del artritismo; ni puso en su ombligo una mísera bombilla para que le alumbrara de noche; ni redujo su necesidad de dormir cada quince horas, lo cual da una idea de la escasa potencia de su motor.

—El hombre, a estas alturas —concluyó don Fulano de Tal—, debería ser aerodinámico, poderoso y esmaltado en vistosos colores. Le falta ese ojo en la nuca que apuntaba don Gervasio, un brazo supletorio para llevar paquetes y equipajes, y unas aleaciones orgánicas más resistentes para las piezas de su mecanismo.

Filosofaban sin malicia acariciando al pasar, con una sonrisa afable, las cabezas de los niños y los pechos de las nodrizas. Se cruzaron con un mendigo, velludo y sin afeitar, que se cubría malamente con unos cuantos andrajos. Luego resultó que no era un pobre, sino un oso que había escapado de la Casa de Fieras…

—El hombre es malo —dijo don Bigote señalando a un niño que, después de pinchar una rana en su espadita de madera, se la daba a morder a un perro.

Y le contó a don Fulano sus intenciones de predicar la bondad.

—Puedo presentarle a varios empresarios de teatros —ofreció su nuevo amigo—. Quizá le alquilen alguna sala para que pueda dar su primera conferencia.

Hablaron con muchísimos empresarios. Unos eran gruesos y sanguíneos, con grandes sortijas de sello que empleaban para matar los lacres de sus contratos con los artistas. Otros eran amarillos y avaros, y acechaban a la puerta de sus teatros para que no se colase nadie sin pagar. Los había viejecitos, con los bolsillos llenos de comedias noveles que usaban para encender las estufas de sus despachos, y petulantes bigotudos que se consideraban el eje del teatro contemporáneo. Casi todos eran orgullosos como cantantes de la ópera y pedían la luna por el alquiler de las salas. Les extrañaba, además, que don Bigote deseara sus locales para dar una conferencia.

—No sea usted pícaro —le decían para sonsacarle—. Usted lo que quiere es lucir a su amiguita en un espectáculo folklórico.

—¿Yo?

—¡Pues claro! Es la costumbre. Su amiguita cantará flamenco, porque rara es la amiguita que, además de lo otro, no sepa cantar «jondo».

Don Bigote, indignado, salía de los despachos dando bufidos.

Gracias a la influencia de don Fulano de Tal, consiguió al fin que le cediesen el Teatro Parrondo un lunes por la tarde. El Teatro Parrondo, situado en la calle Dionisio Pazguato, era cine. Aunque estaba bien comunicado (los carritos de los traperos pasaban ante su puerta), no tenía mucha aceptación.

—Tenemos un público familiar, que es lo importante en las salas de barriada —le dijo el empresario enseñándole a su tío, único espectador que ocupaba el local en aquel momento.

Por tratarse de un recomendado de don Fulano de Tal le hicieron un precio «de amigo», que es lo peor que le puede ocurrir a uno cuando hace alguna compra.

—Si fuese usted un desconocido, le cobraría cinco mil pesetas menos —le dijo el empresario embolsándose el dinero—. Pero los amigos son para las ocasiones.

Durante la semana que precedió a la primera conferencia de don Bigote, reinaba gran actividad en la pensión de doña Herminia. Tipitín, don Fulano de Tal; el académico de la Oreja y hasta el «Greco al revés», no hablaron de otra cosa.

—Todo lo que se recaude en la venta de localidades —declaró don Bigote en el comedor—, lo entregaré para socorrer a las víctimas de alguna catástrofe.

—¿De cuál?

—De cualquiera. Con tal que sean víctimas, me da igual.

Miraron en los periódicos, pero no vieron ninguna hecatombe que mereciese la pena.

—Es una lástima que nuestro país sea tan seco —se quejó doña Herminia—, porque las inundaciones proporcionan un motivo estupendo para organizar vistosas fiestas a beneficio de los inundados.

—Y los volcanes —suspiró una de las viejecitas que masticaban con ruido de cacahuete—. ¡Si al menos tuviésemos un volcán que echase chispas…!

—Tampoco están mal los ciclones —repuso la otra vieja—. ¡La de comilonas que me habré dado yo en Cuba para socorrer a las víctimas cicloneadas!

—¡Ya está! —gritó don Gervasio, que había seguido buscando en los diarios—. Acabo de encontrar siete huerfanitos recientes que pueden servirnos.

—Son pocos —opinó don Bigote.

—No crea usted que se van a recaudar millones, infeliz. Escuchen: «El traficante de Amsterdam Van Yvienen, que se suicidó hace tres días por causas que se desconocen, deja siete huérfanos en la miseria: cinco seguros, y dos probables».

Don Bigote sintió que se le helaba la lengua. Su sorpresa fue enorme. Sorpresa es poco: más bien perplejidad. Se hizo repetir la noticia, mientras acudían en tropel a su memoria recuerdos de su viaje, Van Yvienen…, el estuche de piedras de riñón… el «Sol del Himalaya»… Dorotea Troncoso… La casquivana Dori que le había desdeñado, pese a lo cual la amaba desde el fondo de su corazón… Volvió a imaginarla como la vio por vez primera, con su masa de cabellos rubios, felina y enigmática, llevándose a los labios un cigarrillo lleno de humo…

—Pero ¿es posible que no supiera el suicidio del traficante? —se asombraba doña Herminia, que jamás se perdía la noticia de un suceso sangriento.

—He hecho promesa de no leer los periódicos.

—Pues en Madrid no se habla de otra cosa.

—El suicidio fue evidente, porque encontraron el cadáver con un escopetazo en los sesos. Y en la habitación sólo estaban él y la escopeta —explicó el infeliz «Greco al revés».

—Se arruinó —hizo notar el académico don Gabriel Cantalapiedra—. O, mejor dicho, le arruinaron.

—¿Qué quiere decir? —saltó don Bigote.

—Ese holandés había invertido toda su fortuna en piedras preciosas, y sólo se ha encontrado el estuche donde las guardaba.

—Y una boquilla muy larga con las iniciales «D. T»..

—Será el anuncio de algún insecticida.

Pero don Bigote adivinó en el acto la procedencia de aquella boquilla. No era tonto. Tuvo un sobresalto. O, mejor dicho, dos: uno fuerte, y otro flojito.

—Yo estoy segura de que la culpable ha sido una mujer —opinó una de las viejas, añadiendo con una sonrisa espeluznante—: Las mujeres somos el demonio.

—¡Qué egoístas son algunos hombres! ¡Mira que suicidarse teniendo cinco hijos seguros y dos probables!

Hubo una pausa mientras masticaban en silencio los músculos de unas chuletas como ancas de peón caminero.

—Señores —dijo don Bigote poniéndose en pie con cierta ceremonia—, lo que se recaude en mi conferencia lo entregaré a los huérfanos de ese malogrado traficante.

—¡Hermoso rasgo! —exclamaron los presentes.

Y tomando sus chuletas por el hueso, las alzaron al unísono para brindar por el éxito de aquella noble empresa.

La verdad es que los hijos de Van Yvienen le importaban siete pepinos a don Bigote. A pepino por barba. Su rasgo respondía, no a la lástima que le inspiraron aquellas criaturas, sino al amor que despertó en él Dorotea Troncoso. Puesto que ella fue la causa de la desgracia que afligía a siete pollitos, quiso mitigar su falta socorriendo a las víctimas que ocasionó su hermosura.

«¡Pérfida! —pensaba rabioso por las noches, solitario en su cama de polígamo—. ¡Por tu culpa se suicida un padre de familia, holandés por añadidura!»

Pero siempre se dormía pensando en Dori dulcemente, enviándole mensajes telepáticos. Deseaba con toda su alma que ella fuese telépata para captarlos.

(Cuando la telepatía se perfeccione, los enamorados que residen en distintos puntos podrán estar en contacto mental permanente. Y las mujeres guapas no podrán pegar un ojo, porque toda la noche estarán recibiendo declaraciones amorosas de sus adoradores. Y Telégrafos tendrá que cerrar porque la gente, en vez de poner telegramas, pondrán desde su cerebro telepatagramas, que no costarán ni un céntimo).

Por iniciativa del señor Tipitín, don Bigote insertó en los diarios algunos recuadros anunciando su plática en el Teatro Parrondo.

—¿Cuánto se ha recaudado ya? —preguntó al empresario tres días antes de la fecha.

—Nada.

—¿Cómo es eso?

—Las localidades están a la venta, pero el público no está a la compra —repuso el empresario con sutil ironía.

—¿Qué explicación puede tener que el público se retraiga de esa manera? —indagó don Bigote.

—Muy sencillo, caballero. La conferencia es el espectáculo más lamentable que se conoce. Creo que si a los delincuentes se les condenase a conferencia perpetua, solicitarían espontáneamente la pena de muerte como mal menor. Las conferencias sólo tienen justificación, y no mucha, cuando el que las pronuncia acaba de llegar del Polo Norte, de las fuentes del Amazonas o de algún otro sitio pintoresco. Se salvan del odio popular aquellos disertadores que narran los incidentes de un viaje, porque a todos nos divierte saber si es cierto que en el Polo hace un frío de aúpa, y si es verdad que los indios del gran río sudamericano son tan brutos como dicen. Pero lo corriente es que un señor sentado en una silla, con una copa de agua por toda decoración, no emocione a nadie. Otra cosa sería si el conferenciante supiese hacer juegos de manos con esa copa, sacando de ella un conejo o un manojo de serpientes después de cubrirla con un pañuelo. El público huye de ustedes con razón. ¿Me permite que le dé un consejo?

—Encantado.

—¿Por qué no contrata unas vicetiples monas y ligeritas de ropa, para que bailen alrededor de usted cantando el estribillo de su conferencia?

—Mi conferencia no tiene estribillo, caballero —protestó don Bigote ofendido.

—Pero puede usted ponérselo. ¿Cuál es el tema de su disertación?

—Recomiendo a la gente que sea buena, para librar al mundo de su ignominia.

—¡Estupendo! Las chicas podrían cantar algo así —dijo iniciando este canturreo:

Sea usted más bueno,

don Nepomuceno,

que el ser picarón

cuesta un fortunón.

—Temo que no ha entendido bien el espíritu de mi conferencia.

—Eso es lo de menos. Lo importante es que el estribillo resulte alegre y pegadizo —continuaba el empresario, entusiasmado con su idea—. Conviene que las niñas vayan vestidas de virtudes teologales, lo cual se consigue con diez centímetros de tisú dorado y una pluma de avestruz en la cabeza. ¡Ya me lo imagino! Usted suelta un parrafito y entonces ellas, coreadas por el público, cantan haciendo guiños:

¡Sea usted más bueno,

don Nepomuceno…!

Don Bigote no esperó a oír el resto de la estúpida tonada, que le producía contracciones viscerales.

—¡Majadero! —fue su comentario al salir del Teatro Parrondo.

Deprimido, se encaminó a la pensión por calles abarrotadas de aficionados a los toros. Al llegar a su cuarto se puso a trabajar en su conferencia, pero sin gran entusiasmo.

«¿De qué servirá que predique la bondad si nadie me escucha? —meditó con amargura—. Por otra parte, los huérfanos de Van Yvienen corren el riesgo de quedarse a dos velas».

—No se preocupe —le consolaba el señor Cantalapiedra—. Los huérfanos, cuanto más depauperados estén, mejor. Un huerfanito bien nutrido pierde toda la gracia.

Al día siguiente recibió en el teatro varias cartas de Gallinaflaca. En un periódico que había llegado al pueblo milagrosamente leyeron el anuncio de la conferencia y se apresuraron a felicitarle.

—«Como hijo de esta noble villa —decía el Alcalde en frases engoladas propias de personajes oficiales—, espero que pondrá usted muy alto el nombre preclaro de este solar señero, prócer, y todas esas cosas».

«Yo no soy muy culta —confesaba la Marquesa con sencillez—, pero me admira que tenga usted las narices suficientes para subirse en una tarima a decir paparruchadas».

El doctor Camomila le decía que se dejara de tonterías y buscase una buena pelandusca para divertirse. Don Julepe le mandó un «¡ajum!» impregnado de burla.

La noche del domingo al lunes don Bigote no pudo dormir. Es natural. A última hora de la tarde había telefoneado al teatro, manifestándole el empresario que continuaba sin venderse ni la más leve butaca.

—¡Es un fracaso apoteósico! —añadió—. Le felicito.

A las cinco de la madrugada, cuando la aurora del lunes ponía polvos rosados en la mejilla del cielo (¡olé!), pasó a la habitación de don Gervasio. El historiador seguía trabajando, y cotejaba sus notas antes de ponerlas en limpio con los pies.

—¿Nervioso? —preguntó a su visitante.

—Decepcionado.

—Siempre estamos a tiempo de suspender el acto. Y que se chinchen los huérfanos.

—¡Eso nunca! Es absolutamente necesario que sean socorridos por mí, porque debo reparar en lo posible la infamia de una persona querida.

Tipitín, encogiéndose de hombros, cambió de conversación mientras continuaba tecleando en su máquina.

—Si yo fuese músico —dijo—, escribiría partituras para máquina de escribir. Es inexplicable que no se haya incorporado la máquina de escribir a las modernas orquestas de «jazz», ya que su «tap-tap-ta» es muy conveniente para marcar el ritmo de esas piezas violentas que contorsionan a los bailarines. He observado, además, que estas máquinas, tanto portátiles como grandullonas, se adaptan muy bien a los tiempos musicales que exige cada escrito. Porque usted sabrá que hay cartas urgentes que se escriben en «andante con motto», y cartas de pésame que es necesario en «allegro ma non troppo».

Y para demostrar su teoría, don Gervasio atacó en su máquina un «pizzicatto» de puntos suspensivos.

El tiempo, empresario infalible, levantó el telón del lunes (¡olé!). Resultó un día bien presentado: muy en su punto la luminotecnia solar, discreta la figuración de nubes y un coro de pájaros en los árboles que le dio un buen revolcón a los niños de la Capilla Sixtina.

Poco después del amanecer, el teléfono de doña Herminia se anticipaba al cántico del primer gallo matutino.

—Al habla el Teatro Parrondo. —Era el empresario.

—¿Cuántas localidades se han vendido? —indagó don Bigote, cuyas ojeras, de no dormir, parecían toboganes.

—¡Todas! —fue la respuesta del auricular—. Hoy, hasta la hora de la conferencia, mi taquilla ostentará la más alta condecoración a que puede aspirar una taquilla: el cartel de «No hay billetes».

¿Risa? ¿Lágrimas? ¿Pelos de punta? ¿Lumbago? Imposible describir las reacciones que experimentó don Bigote al oír la inesperada noticia.

Tipitín, abrazado al académico de la Oreja, canturreaba para festejar el éxito de su amigo, empleando en el tarareo su propio apellido.

—¡Tipitín, tipitín, tipitín!

En efecto: allí estaba el cartelito, balanceándose sobre el cuchitril de la taquillera.

—No lo entiendo, la verdad —comentaba el empresario mientras don Bigote hacía gárgaras en el saloncillo con la clara de un huevo—. Sólo tuve un llenazo tan fulminante cuando contraté a Potola Cúchares. Pero Potola Cúchares era una gitanaza de bandera, y no un señor gordo con rodilleras.

Faltaban tres minutos para las seis y media, pero el público sin aparecer.

—La sala está vacía hasta los topes —informó un acomodador que empleaba mal las frases hechas.

Por un agujero del telón contemplaron las butacas, con sus uniformes de regimiento en día de parada. Ni un gato. Mejor dicho: un gato sí, pero de los pequeños que tienen carita da tigre degenerado.

—Algo ha debido de pasar al público —susurraba don Bigote, preocupado—. A lo mejor se ha torcido un pie y no puede venir.

Dieron las seis y media en el reloj de una torre lejana, cosa que siempre resulta bonita en los libros encuadernados en tela.

Y en aquel mismo momento hizo su entrada triunfal en la sala Dorotea Troncoso. Vestía un distinguido traje de cretona antigua, con apliques de encaje en las mangas. Su talle avispeño, al cimbrearse, hacía crujir las sedas de su ropa interna. Así: ¡ris, ras, ris, ras!…

—¿Qué fila tiene usted? —interrogaron los acomodadores solícitos, rodeando a la recién llegada.

—Todas —contestó ella con majestad, alargándoles un enorme fajo de localidades.

Y al avanzar por el pasillo central del patio de butacas, seguía oyéndose el voluptuoso «ris, ras» de sus sedosos misterios.

—Respetable público —comenzó don Bigote al levantarse el telón.

—Llámame Dori a secas —propuso el público, que de respetable no tenía nada. Y cruzó una pierna con languidez.

El corazón del orador se detuvo unos segundos. Pocos, desde luego, pues cuando el corazón se para mucho tiempo siempre ocurre algo gordo.

No hubo conferencia. Don Bigote, emocionado, bajó al patio de butacas.

—Siéntese —le invitó ella con altanería—. Le decepcionará que haya venido yo sola a escucharle, pero compré todo el teatro cuando leí en la prensa que hablaba usted a beneficio de los huérfanos de Van Yvienen. Es lo menos que podía hacer por un hombre que se saltó por mi culpa gran parte de sus sesos.

—Me había olido la razón de este suicidio —murmuró don Bigote

—No es la primera vez. Contabilizo estas cosas por un procedimiento análogo al de los aviadores: por cada hombre derribado, hago una muesca en el mango de mi paraguas. El pobre holandés es la muesca número cuatro.

—¿Y no siente usted remordimientos?

—A veces noto unos mordisquitos en el estómago, pero me desaparecen con bicarbonato.

—Entonces no son remordimientos, desde luego.

Dorotea hablaba con volubilidad, moviendo los negros peces de sus pupilas en las peceras de sus globos oculares (¡olé!). La oscura sala, de la que se habían retirado los acomodadores al saber que no acudiría nadie más, aumentó la audacia de don Bigote.

—¿Me permite que le coja una mano? —aventuró el conferenciante con voz trémula.

—Si la quiere usted para rascarse la espalda, no. Se me puede romper la uña.

—Sólo aspiro a tenerla entre las mías, como si fuese el jamón de un emparedado de cariño.

—En este caso, bueno —accedió ella—: pero no se olvide de devolvérmela.

No hay soledad comparable a la de un teatro vacío y en penumbra. (Y si la hay, ¡qué le vamos a hacer!) La mano de Dorotea, al tacto, semejaba una rana joven pasada por agua. Tenía pelitos rubios en las falanges de los dedos, y unas lanzas coloradas en la punta que ella llamaba uñas

¡Qué ascensión más deliciosa desde el metacarpo de una mujer hasta su hombro, usando nuestra mano como funicular! ¡Qué parque de atracciones en la cima! La selva encantada de sus cabellos, en la que se pasa la tarde más deliciosamente que merendando en un pinar. De esta selva conviene salir nuca abajo, entre bosquecillos pilosos dorados que flanquean el cuello. Pero la excursión no es completa si no se recorre la húmeda caverna de su boca, con la gran estalactita de la campanilla al fondo. Y las praderas aterciopeladas de sus mejillas donde juegan como niños los labios del amante. Y los graciosos laberintos de sus orejas, donde la voz se pierde y responde un eco de risas. Y desde lo alto de tan agradable mirador, conviene admirar su magistral cordillera torácica compuesta de dos Mont-Blancs idénticos, impecables de blancura, con las cimas empolvoreadas de canela perpetua. ¡Mujer! ¡Maravilloso Igueldo y Tibidabo, donde se ofrecen al ojo atónito del turista los paisajes más sugestivos!

Pero don Bigote no pasó del codo. El funicular de su mano volvió a la estación de partida, pues a Dori le quedaba un brazo libre y sabía manejarlo. Y para colmo, en aquel momento estalló en la sala un alboroto infernal.

—¿Qué ocurre?

—Son los huérfanos del traficante, que vienen a recoger el donativo —dijo el empresario, que los escoltaba.

Siete mocetones en edad militar, de cabezas esféricas y rojizas como los quesos de su país, se plantaron ante don Bigote.

—Yo esperaba unos desvalidos más canijos —comentó el bienhechor.

—Déjese de estupideces y vamos al grano —cortó el primogénito—. Venga la pasta.

El empresario tuvo que entregarles la recaudación a toda prisa. Y los huérfanos, entre grandes risotadas, fueron a gastársela en la taberna de la esquina.

—He aquí un caso típico de ingratitud —sentenció don Bigote—. Como todos los pobres que me dispongo a redimir con mi campaña sean como éstos, voy fresco.

Volvieron a quedar solos en el teatro vacío. Un halo de perfumes excitantes rebozaba a Dorotea, enloqueciendo al austero gallinaflaquense.

—Me gustaría ser una muesca más en el mango de su paraguas —murmuró él—. Hágame alguna concesión. Le advierto que no soy como los demás hombres.

—Eso es lo malo —respondió ella, compasiva.

De nuevo comenzó él su tímida ascensión brazo arriba, y de nuevo tuvo que detenerse a medio camino.

—No se obstine, papi; no congeniaremos nunca, porque no es usted de mi calibre.