V
MADRID

—ME HOSPEDARÉ EN EL «HOTEL FRITZ» —dejó caer don Bigote, pensando que el nombre del lujoso establecimiento deslumbraría a Dorotea.

—Buen tonto será usted —repuso ella terminando de ponerse el velito de su sombrero, que cuadriculaba su rostro como un mapa militar dividido en cotas.

Un empleado recorrió el tren tocando un organillo, advirtiendo a los viajeros que se aproximaban a Madrid. Por las ventanillas se veían ya desmontes mondos y lirondos, en los que los hurones humanos habían cavado sus madrigueras. Cruzaron cerca de una charca repleta de niños desnudos, ágiles y flacos como mosquitos.

—¡Ah! —se deleitó un madrileño respirando a pleno pulmón el aire de su ciudad—. ¡Hasta la brisa de nuestra Sierra huele a churros!

La locomotora, sin poder contenerse, se puso a silbar un fragmento de «La Verbena de la Paloma». Cuerdas con ropa tendida de colorines animaban el paisaje suburbiano, haciendo el efecto de colgajos verbeneros. Un aparato de radio ensordecía el barrio de Chamberí con guirnaldas de anuncios.

—Como Madrid no hay nada —comentó el madrileño de antes.

—Gracias a Dios —replicó entre dientes un individuo de otra provincia, poseído de ese sano regionalismo que fortifica el país entero.

El expreso entró bajo la bóveda encristalada de la estación. Nubes de mozos arrebataron su equipaje a los viajeros, muchos de los cuales se resistían pidiendo socorro a gritos. Los andenes estaban cuajados de maridos simulando ataques de alegría al recibir a sus esposas, que volvían del campo con un par de niños más.

Dorotea Troncoso ni se despidió de su compañero. Tres mozos cargaban con sus maletas y desapareció entre la muchedumbre. Una lágrima impregnada de carbonilla rodó por el rostro de don Bigote, dejando en su piel un churrete negruzco.

El «Hotel Fritz» era realmente finolis. Todos sus empleados se peinaban con gomina de violetas y llevaban detrás de las orejas lápices de oro. En el vestíbulo, detrás de un pequeño mostrador, había un poliglota que sabía recitar la Guía de Ferrocarriles en diecinueve idiomas. También hablaba lenguas muertas, por si los fantasmas.

—¿El señor desea una habitación con cama, o sin cama? —preguntó a don Bigote el encargado de la recepción.

—¿Hay mucha diferencia de precio?

—Desde luego. Las habitaciones sin cama sólo cuestan diez pesetas la hora. En cambio, las que tienen cama, pasan de veinticinco.

—Estoy habituado a vivir en cama —dijo don Bigote aprovechando la ocasión para presumir de costumbres refinadas.

—¿El señor desea la habitación con ventana o sin ventana?

—Me es lo mismo, porque no pienso tirarme a la calle.

—¿El señor prefiere la habitación con luz, o con vela?

—Aquilatan ustedes demasiado, caramba.

Por fin le asignaron una habitación con timbre, perchero y sofá, que sólo le costaría treinta pesetas por hora. El elegante empleado le tendió la llave como quien da una limosna a un pobre, y le faltó poco para añadir:

—Dios le ampare, huésped.

Pasó a otro mostrador, donde le dieron un «respirómetro».

—¿Qué es esto? —dijo don Bigote viendo el extraño artilugio.

—Por cada vez que respire dentro del hotel tiene que abonar quince céntimos —le explicaron—. Este aparato sirve para controlar su respiración.

El «respirómetro» consistía en un pequeño taxímetro provisto de un largo tubo de goma. El aparato se llevaba en el bolsillo, y el tubo en la boca. Todos los huéspedes se enchufaban el «respirómetro» al entrar en el hotel, y sólo podían quitárselo al salir de nuevo a la calle. Daban la sensación de pacientes haciéndose el metabolismo en casa del médico. Los huéspedes ricos respiraban en el «respirómetro» sin preocuparse de lo que marcaba; pero los aristócratas de renta escasita recurrían a mil trucos: hacían puentes y trampas en el «respirómetro» para pagar menos a fin de mes, o respiraban más espaciadamente que de costumbre, para que marcara poco.

Don Bigote, entristecido por su fracaso con Dorotea, de la que se había enamorado locamente, se encerró a suspirar en su cuarto. Y por cada suspiro hondo, hasta el sótano de los pulmones, su «respirómetro» daba un saltito de treinta céntimos.

Por la tarde, con la carta que le dieron en Gallinaflaca, se encaminó a visitar al Alcalde de Madrid.

—¿Puede usted indicarme dónde está el Ayuntamiento? —preguntó a un guardia, que dirigía el tráfico con un pito de San Isidro cubierto con flores de papel.

El guardia sacó un mapa de su salacot, deshizo sus cien dobleces, y le puso en camino.

Las calles del centro eran amplias y limpias, con mucha gente de cara agradable que paseaba sin prisa. Sorprendió a don Bigote que todas las casas fuesen Bancos y Sociedades de Seguros, que lucían en las fachadas su capital social con ceros como ruedas de molino.

—¿Dónde se puede tomar una cerveza? —preguntó don Bigote a otro guardia con otro pito de San Isidro.

—Si se da usted un poco de prisa, quizá llegue al Café Arcadia antes que lo compre un Banco para abrir una sucursal.

Don Bigote corrió por la calle de Alcalá hacia el número que le indicara el guardia, llegando a él con la lengua colgando. ¡Demasiado tarde!: el Café Arcadia era ya la sede del Banco Vinícola con Sifón.

El Ayuntamiento, al contrario de lo que don Bigote había supuesto, no era una masa arquitectónica monumental con torretas y guardias, sino un hotelito monísimo en una calle muy tranquila. Tenía dos plantas, un mirador con macetas de palmeras puestas en trípodes y un jardincito en la parte de delante lleno de petunias. En una placa en la verja de entrada se leía: «Ayuntamiento de la Villa», lo mismo que en hotelitos análogos se lee «Villa Pepita» o «Villa Sacramento».

Algo extrañado, don Bigote tiró de un cordón que pendía junto a la puerta, oyéndose dentro y lejos la risa nerviosa de una campanilla. Tardaron en abrirle. Por fin, trotando por el sendero enarenado y secándose las manos en su delantal, apareció una criada.

—Usted perdone —le dijo mientras abría—, pero estaba planchando con almidón, y ya sabe usted que al almidón no se le puede dejar solo.

—Traigo una carta para el señor Alcalde.

—Querrá usted decir para la señora Alcaldesa —dijo la sirvienta.

—No. Para ella no, sino para su marido.

—¡Jesús! ¡Pero si mi señora es viuda desde el año treinta!

Don Bigote puso una cara de perplejo que parecía de tonto.

—Pase usted esto, y diga que espero contestación —dijo entregando el sobre con el escudo de Gallinaflaca.

Atravesando el jardín, la criada le introdujo en la casa, invitándole a que se sentara en una salita próxima al vestíbulo. Los muebles de aquella habitación eran coquetones, en nada parecidos a los que el Estado suele comprar para sus edificios, con un mal gusto de tendero enriquecido. Había sillas con respaldo de peineta, un piano con la partitura de un «galop» abierta en el atril, visillos de organdí con lazos y un almohadón en el suelo con un gato de felpa encima. Las paredes estaban decoradas con fotografías de señoras antiguas, metidas en miriñaques grandes como «taca-tacas» de mimbre forrados en tela. No había ni una mota de polvo, y se adivinaban brazos de interinas forzudas dando restregones a todo aquello desde el alba.

Don Bigote se acomodó en un sofá tapizado en pana color de tren. Todas las butacas tenían rectángulos de encaje en el respaldo que las afeminaba como si llevasen cofia.

Se oyó el pesado taconeo de un corpachón al bajar una escalera, y en la puerta apareció una señora metida en carnes y en años. Llevaba bastón. Era de buena estatura, con caderas de chulapa y cejas enérgicas. Vestía de negro riguroso, y en el desfiladero central que dejaban las montañas de sus senos, llevaba un oso y un madroño fundidos en bronce. Fijándose mejor, don Bigote observó que el bastón de aquella señora tenía un lujoso adorno de borlas, lo mismo que la vara del Alcaide de su pueblo.

—¿Don Matías Sarampión? —dijo con amabilidad tendiéndole medio kilo de mano fresca—. Su carta, que he abierto equivocadamente, no viene dirigida a mí, sino a mi antecesor en la Alcaldía Presidencial. Dimitió hará cosa de seis semanas. Yo soy su sucesora.

—¿Usted?

—Sí. He sido nombrada Alcaldesa de Madrid, para servirle.

—¿Es posible?

La señora curvó las patas de una silla al sentarse, y puso la vara al alcance de su mano.

—Comprendo su sorpresa, porque ustedes los palurdos son muy propensos a asombrarse de cualquier bobería —le explicó—. Afortunadamente, los hombres empiezan a tener sentido común y van rectificando los errores que cometieron en la organización de sus instituciones. Todos los ciudadanos del mundo estaban pagando la estupidez de haber negado a la mujer el único cargo público al que tenía verdadero derecho. No vieron hasta hoy el claro matiz doméstico que tienen las tareas municipales. Los problemas de una ciudad son idénticos a los de cualquier pisito de cincuenta duros. Varía su volumen, pero no su naturaleza. Y así, como la mujer lleva mejor su casa que el marido, es lógico que una alcaldesa lleve mejor su ciudad que un alcalde. El hombre es sucio y desastrado. Carece del fino instinto para el orden y la limpieza que tienen las señoras. El hombre es desordenado, precisamente en aquello que deben cuidar las alcaldías. Al hombre nunca le importa mucho el aseo del suelo que pisa, ni la frescura del pez que come, ni la colocación de un bibelot encima de un mueble. La limpieza de calles, la vigilancia de los mercados, el emplazamiento de estatuas en las plazoletas, son tareas netamente femeninas. Siempre es una mujer la que cuida que todas las cosas estén limpias, ordenadas y en su punto.

—Quizá tenga usted razón.

—Prueba de que la tengo, es que las alcaldesas triunfamos en toda la línea —repuso la señorona—. A estas horas, muchas ciudades del país han destituido a sus alcaldes, poniendo en su lugar alcaldesas hacendosas. Desengáñese, señor Sarampión: para este puesto somos únicas.

Se levantaron.

—Lamento que no haya encontrado aquí al amigo de mi colega gallinaflaquense, pero si en algo puedo serle útil…

Don Bigote esbozó ligeramente su plan de conferencias pro bondad, prometiendo visitar a la alcaldesa con más detenimiento para que apoyara su campaña.

—Encantada, monín. Cuente conmigo —dijo ella maternalmente, dándole a besar su escudo de bronce.

En días sucesivos, don Bigote comprobó el acierto de haber puesto a una mujer al frente de la capital.

¡Qué sencillo era para doña María su Ayuntamiento! Con su mandil y su trapo atado a la nuca, la alcaldesa decretaba limpieza general todos los sábados, para dejar las calles como espejos. Así como un ama de casa no tolera hilitos caídos en las alfombras, la alcaldesa no consentía hojas secas en el césped de los parques. Se podía comer sopas en el reluciente asfalto. Madrid cambió por completo. No había farol sin bombilla, ni tubería tupida. Daba gloria ver la ciudad administrada con un criterio doméstico, que es como siempre debió regirse.

—Oiga, Vicente —ordenaba doña María a su jefe de barrenderos—: Límpieme bien la plaza de Manuel Becerra, que ayer tuvo toros y los aficionados me la echaron a perder con la ceniza de los puros.

—Oiga, Vicente —volvía a decir la alcaldesa, que, como buena mujer hacendosa, no dejaba en paz a sus subalternos—. Si esta tarde le queda un ratito libre, a ver si me limpia los dorados de las estatuas ecuestres con una gamuza. Y compre lija para rascarle el bigote a Castelar.

—Don Eusebio —advertía la alcaldesa a su jefe de guardias urbanos—, diga usted a los niños que no jueguen al fútbol en medio de la calle, que los puede pillar un auto y hacerles pupa.

—¡Vicente! —gritaba de pronto doña María, pasando un dedo por el bordillo de una acera—. Le he dicho muchas veces que las aceras hay que frotarlas con el escobón gordo. ¡Tiene usted el Paseo de Recoletos que da vergüenza! Esa moda de pasar un plumerito para salir del paso, no se la consiento.

—Oiga, Petra —recordaba a su sirvienta—. Tiene usted que telefonear a Obras Públicas para que vengan a poner esos adoquines que faltan en la calle del Sombrerete.

La alcaldesa, vigilando estas minucias como sólo saben hacerlo las mujeres, iba a los mercados para vigilar personalmente si los huevos eran del día y las merluzas olían bien. Y miraba de reojo el marcador de las balanzas, para cerciorarse de que nadie hacía garabos en las pesadas.

—He visto unos tapetones que harían precioso en los asientos de los autobuses —sugería la alcaldesa, enseñando una muestra a sus concejales.

Todos los jueves iban al Ayuntamiento varias alcaldesas amigas de doña María, a tomar el té con ella. Rivalizaban en tener su ciudad respectiva mejor que ninguna.

—Ayer estuve en Cáceres —criticaba la alcaldesa de Badajoz—, y no pueden ustedes figurarse cómo tiene a Cáceres doña Mercedes. ¡Qué facha! Dos dedos de polvo en todas partes. Y unos pavimentos con remiendos así de gordos. Ella le echa la culpa a que su Ayuntamiento recauda poco, pero la verdad es que doña Mercedes es una manirrota.

—Pues anda, que la fuentecita que ha puesto doña Gabriela en Albacete…, ¡es de un cursi…!

—¿Han visto ustedes últimamente a doña Luisa, la de San Sebastián? ¡Menudos humos! Como tiene funicular…

—En cambio, da gusto ir a Bilbao —añadía la de Álava, que era muy amiga suya—. Es mucha alcaldesa la de Bilbao.

—Y muy limpia. Figúrese que la semana pasada despidió a cinco jefes de barrenderos, porque dejaban todas las mondas en los rincones.

—¡Cómo está el servicio público! —resumía doña María echando agua hirviendo en la tetera.

Como el «Hotel Fritz» era tan caro, don Bigote decidió mudarse a una pensión de catorce pesetas. Austero y ahorrativo nato como todos los pueblerinos ricos, devolvió su «respirómetro» (que marcaba quinientas pesetas con cuarenta y cinco céntimos), y se puso a recorrer la ciudad.

Encontró una pensioncita en la calle de Secundino Mastuerzo, esquina a la de Conrado Botarate. Junto al portal de la casa había una fuente en la que veraneaba toda la chiquillería del barrio, y una portera que calceteaba medias estrechas y largas para piernas de palo. La pensión era tan vieja, que tenía en el vestíbulo un calendario con números romanos. La dueña era oriunda de Ciudad Real, pero presumía de vasca para prestigiar su negocio. Las vascas son apreciadas como patronas porque suelen ser limpias y amigas de la buena mesa, virtudes que los huéspedes estiman muchísimo. Se llamaba Herminia y tenía fama de tuerta.

—Le enseñaré la habitación que tengo libre —dijo, abriendo una puerta que daba al pasillo.

A don Bigote le gustó. Se parecía a las alcobas de Gallinaflaca: la cama era enorme, de polígamo, cubierta por una colcha que representaba una plaza de toros con una faena de Joselito en medio. En la pared, frente a la cama, vio un cuadro de «Las lanzas».

—Aunque lo parezca, no es auténtico —dijo doña Herminia, viendo que don Bigote lo examinaba con ojos expertos—. Lo despegué de una caja de galletas, y yo misma le puse ese marco.

—Apenas se nota que es una reproducción —aduló el nuevo huésped, que sabía ser fino.

Las cortinas de la ventana estaban hechas con papel de periódico; pero con tanta habilidad, que parecían de terciopelo. Doña Herminia abrió los cristales de par en par, y una estimulante bocanada de olor a verduras y pescado entró en el cuarto.

—¡Campo y mar! —dijo la dueña, olfateando el aire con delicia. Y añadió cambiando de tono—: El mercado está a dos pasos. Además, tiene vistas a la fuente.

Pronunció esta frase con orgullo, igual que los hoteleros cuando enseñan el mar desde sus ventanas.

—Aquí estará usted como en su propia casa.

—Tampoco hay que exagerar, señora.

—Por lo menos como en casa de su tía.

—Eso no lo niego.

El contraste con el «Hotel Fritz» era demasiado violento; pero don Bigote, sencillo en el fondo, se sentía allí más a sus anchas. Doña Herminia le recordaba a su Adelaida, y estaba seguro de que las dos guisaban igualmente mal. Hombre apegado a esas rutinas solemnes que son las tradiciones, los cambios de ambiente le hacían daño. (A los españoles nos gustaría viajar llevándonos enrollado el terruño completo, como una alfombra, para ponerlo en el suelo de donde vayamos y hacernos la ilusión de que no nos movimos. Y en las grandes ciudades lejanas, con rascacielos y todos los adelantos, vivimos gustosos en una barraca con tal que tenga una pandereta en la pared).

—¡He vuelto a Castilla! —exclamó don Bigote, mientras su patrona añadía un plato de agua al caldo para que comiese su nuevo pupilo.

Y se tumbó satisfecho sobre el Joselito de la colcha, apoyando la cabeza en un tendido de sombra.

Como don Bigote no conocía a nadie en Madrid, procuró hacer amistad con sus compañeros de hospedaje. A la hora de comer llegó el primero a la mesa común, donde se almorzaba bajo la presencia de doña Herminia. Poco a poco fueron llegando.

—¿Cómo sigue usted en su tuertez? —preguntaban a la dueña al ocupar sus puestos.

—No noto ninguna mejoría —se quejaba la buena señora—. El oculista me recomendó que leyese mucho para ejercitar mi ojo de cristal, pero sigo sin ver ni pizca.

Todos sabían que doña Herminia jamás vería con su ojo postizo como con el sano, pero eran humanitarios y procuraban no desanimarla.

Por fin quedaron cubiertas todas las plazas. Los comensales, descontando a la dueña y a don Bigote, eran siete: cinco varones y dos viejas. Los varones, salvo un adolescente gordo y blando, de constitución más bien pescadora que carnosa, eran hombres maduros. Brillos en las articulaciones de sus trajes atestiguaban su condición de empleados estatales y artistas. Las dos viejas, juntas en un extremo de la mesa, comían como monitos, y todos los manjares sonaban entre sus dientes a cacahuete tostado.

En días sucesivos los fue conociendo.

—Ese señor que tamborilea con los dedos en el borde del plato —le explicaba doña Herminia cuando iba a la cocina a picar una patata frita— es académico.

—¿De la Lengua?

—No: de la Oreja.

—Sólo hay Academia de la Lengua, señora —replicó don Bigote.

—La Academia de la Oreja se fundó hace poco tiempo —repuso doña Herminia, meticona en los quehaceres de sus pupilos—. Como había tantísimo «folklore» por ahí suelto, hubo que crear ese organismo para reunirlo todo en un «Diccionario de la Oreja». Y a don Gabriel le nombraron académico. Como se apellida Cantalapiedra…

Una tarde de lluvia le invitó a tomar café en su cuarto el más desaliñado de todos los huéspedes.

—Usted pone el café y yo pongo el molinillo —propuso a don Bigote.

Resultó que era pintor. Tenía en la repisa de su lavabo muchos tubos de óleo y acuarela, pero ninguno de pasta dentífrica. Claro que para un par de dientes verdes que le quedaban a la vuelta de una encía, tampoco la necesitaba.

El molinillo no funcionó y el pintor tuvo que moler los granos con el tacón de su zapato.

—¿Desea usted ver mis cuadros? —propuso a don Bigote, mientras hervía el café en una hoguera de astillas que hizo en el balcón.

Sacó un rollo de telas del armario y se las fue mostrando una por una. Todas eran idénticas, cosa que sorprendió a don Bigote: representaban el retrato de un caballero con una mano en el pecho. Le chocó la excesiva anchura del rostro retratado, en contraste con la distancia pequeñísima que separaba la frente de la perilla. Parecía una de esas carátulas apaisadas que resultan al mirarse en un espejo convexo. Daba risa.

—¿Qué le parece mi obra? —preguntó el pintor.

—Algo monótona, pero graciosa.

—¿Graciosa? —repuso el artista sofocadísimo, dando a entender que aquel elogio le había sentado como un tiro—. ¿Dónde está la gracia?

—La cara de ese retrato es achatada por los Polos y ensanchada por el Ecuador.

—¿En serio la ve usted así? —articuló el pintor tembloroso, mientras brillaba en sus dientes un destello de desesperación.

Y tumbándose en su cama víctima de un coma, se puso a sollozar hasta que logró reponerse.

—¡Soy un Greco al revés! ¡Soy un Greco al revés! —gemía—. ¡En lugar de ver las figuras alargadas, las veo achatadas! ¡Durante cinco años he pintado cientos de veces un «Caballero de la mano en el pecho», tal como yo lo veo, y todo el mundo se ha burlado de mí! Ya no me cabe duda: ¡tengo el defecto óptico opuesto al del Greco!

Don Bigote trató de consolarle con unas almendras que llevaba en el bolsillo.

—Puede estar orgulloso de tener una enfermedad semejante a la del fallecido Dominguito Teotocópuli —le dijo.

—Es inútil: estoy perdido. La elegancia del Greco consiste en ver a todos los individuos con cabezas de pepino. Pero ¿qué puedo esperar yo viéndolas achaparradas y gordas como calabazas? Ser un Greco al revés es lo peor que puede sucederle a un artista.

No probó el café. Estuvo toda la tarde gimoteando como un caimán, y por la noche intentó suicidarse abriéndose una vena. Pero al ver la primera gota de sangre le dieron náuseas, y se puso un esparadrapo a toda velocidad.

En la habitación de don Bigote había una puerta condenada que el armario cubría casi por completo. Durante toda la noche, por sus rendijas, de un dedo de anchura, entraba luz. Se quejó a doña Herminia.

—La luz proviene del cuarto que ocupa el señor Tipitín. Trabaja hasta que amanece. Taparé las rendijas con papel mascado.

Don Gervasio Tipitín se sentaba en el comedor a la derecha de la dueña. La única gracia de su aspecto físico consistía en que daba la sensación de tener la cabeza al revés: su cráneo, puntiagudo y calvo, parecía la barbilla; una gran cicatriz de bordes rosados rasgaba su frente como una boca, y sus ojos, muy bajos, completaban el efecto por tener las pestañas inferiores más largas que las superiores; su barba, corta y corrida hasta las orejas, era igual que una cabellera invertida.

Una mañana, al afeitarse, don Bigote empezó a tararear una canción.

—¿Me llamaba usted? —dijo don Gervasio entrando en su cuarto.

—No, no.

—Me pareció oír que decía «¡Tipitín, tipitín!».

—Lo dije, en efecto, pero sin referirme a su apellido. Siempre que tarareo, empleo la fórmula «tipitín» para sustituir la letra de la canción.

—Mientras seamos vecinos, será mejor que use el sistema «tralalá». Así evitaremos confusiones —le rogó don Gervasio.

—Lo intentaré con mucho gusto, aunque temo que no me será fácil. Cuando uno se acostumbra a tararear con «tipitín», no hay forma de cambiar.

—Pues yo empleo el «tralalá» y me va muy bien —repuso el señor Tipitín—. Se adapta perfectamente a todas las melodías. Tanto en la música clásica como en la frívola, he obtenido resultados excelentes con el «tralalá».

Con voz discreta le hizo algunas demostraciones. Tarareó primero un fragmento de Mozart, pasando después a una mamarrachada en boga.

—Lo que no comprendo es cómo hay gente que tararea con «poropopó» —dijo don Bigote—. Resulta muy ordinario.

Se enfrascaron en una agradable conversación sobre las diferentes clases de tarareos. Sus gustos eran similares. El señor Tipitín tenía una inteligencia minuciosa y una bella voz de pito. Se ganaba la vida como historiador, y le dijo que trabajaba en una versión de la Historia Universal.

—Cuando a usted le apetezca, pase a mi cuarto y le daré algunos tomos de mi pediscrito.

—¿Pediscrito?

—Es una pequeña habilidad que tengo, gracias a la cual trabajo con mayor rapidez. Mientras con las manos ordeno mis notas y consulto volúmenes, tecleo con los pies en mi máquina de escribir. Con los manuscritos se pierde mucho tiempo, y no me sería posible terminar mi Historia Universal en toda la vida.

Se hicieron muy amigos. El señor Tipitín le ofreció enseñarle Madrid.

—Esta tarde iremos al Banco de España.

Fueron dando un paseo después de almorzar hasta la hermosa plaza donde estaba el Banco, y entraron en el edificio después de pagar una peseta en la puerta.

—Nunca se cansa uno de ver esta maravilla —decía el señor Tipitín mientras iban por un gran patio de mármol con una bóveda por sombrero.

Rodeando el recinto había muchas jaulas con barrotes de oro.

—Fíjese en esas jaulas, y podrá comprobar que en cada una de ellas hay un empleado distinto —explicaba don Gervasio entusiasmado—. No hay ni uno solo repetido. ¡Qué riqueza de especies!

Varios grupos de visitantes, guiados por cicerones con vistosos uniformes, recorrían las jaulas leyendo los letreros colocados sobre las ventanillas: «Tesorería», «Cuentas Corrientes», «Valores», «Calderilla», «Hucha de Ahorros». Los niños se pasmaban ante el cajero, magnífico como un león en una jaula más importante.

—Hay mucho niño porque es jueves —hizo notar el historiador a don Bigote—. Y todos los jueves el Banco de España regala cucuruchos de perras gordas calentitas, recién sacadas del horno.

Un mocito lloraba porque su mamá no le había dejado comprar cacahuetes para tirárselos al interventor entre los barrotes de su jaula.

—Una auténtica maravilla —comentó don Bigote cuando salían.

El domingo siguiente se fueron en taxi a merendar al Bache del Notario, situado en una carretera de los alrededores.

—Es un sitio encantador —le dijo don Gervasio cuando el automóvil enfiló la carretera—. El bache está a quince kilómetros de la capital, en una curva, y tiene una profundidad de varios pies.

—¿Por qué se llama «del Notario»?

—Porque en él se mató un notario famoso que viajaba en motocicleta. Para mi gusto es mucho más pintoresco que el Bache de los Diablos, con ser éste infinitamente más conocido.

Y el historiador le fue contando que existían en el país varios centenares de baches célebres, cuya visita se recomendaba a los turistas en los folletos del Automóvil Club. Muchos de ellos tenían casi un siglo de existencia y estaban recubiertos de una bella pátina.

—El Bache del Peñascal, en la provincia de Zamora, es el más antiguo de todos. Con decirle a usted que un arqueólogo encontró en el fondo una quijada celtíbera y dos hachas de sílex…

Don Gervasio tenía una memoria prodigiosa, y le recitó los nombres de todos los baches por orden cronológico: el Bache de la Beata, el del Lagarto, el de las Tinieblas; el Bache Invencible, que ni los automovilistas más célebres del mundo habían conseguido cruzar con las ballestas sanas; el conocido por «la Laguna», que al inundarse con las lluvias otoñales tenía calado de sobra para fondear una lancha ballenera; el de Despeñahombres, el de las Angustias, el de Trampolín…

Junto al Bache del Notario existía un hospital de urgencia para las víctimas que ocasionaba, y dos merenderos para los visitantes. El bache, profundo y agreste, cortaba la carretera en toda su anchura.

Merendaron gaseosa con mojicones y volvieron a Madrid al anochecer. La excursión resultó deliciosa.

El señor Tipitín enseñó a su nuevo amigo algunos tomos, ya terminados, de la Historia Universal que preparaba.

—Le confieso, querido Tipitín, que no acabo de comprender su tarea —le dijo don Bigote—. Puesto que ya existen de la Historia versiones para todos los gustos y tendencias, ¿qué necesidad hay de escribir otra más?

—No pretendo hacer «otra más», como usted dice, sino «la única justa» —empezó don Gervasio dejando de teclear en la máquina con los pulgares de sus pies—. Mi Historia será una obra respetable, porque la escribo imparcialmente y empleando calificativos menos injustos. ¿No se ha quedado usted perplejo al ver la dureza de los epítetos que utilizan los historiadores para enjuiciar a los reyes antiguos y a sus reinados? Menudean los monarcas que fueron crueles, sanguinarios, o, por lo menos, bastante brutos. A cualquier Pedro, Flavio o Turismundo que tuvo un carácter algo vivo o fue poco simpático, se le cuelga un remoquete espantoso que hace pensar en él como en un cernícalo.

Tipitín se enardecía y daba la sensación de que, por su cicatriz frontal en forma de boca, brotaban también palabras para reforzar sus razonamientos.

—Por cada «magnánimo» y cada «bondadoso» —prosiguió—, salen en un siglo quince «crueles», «sádicos», «locos» y «terribles». Pero lea usted con objetividad la vida de cada figura tildada de bárbara, y verá que los truculentos motes de las majestades antiguas son desmesurados en relación con las atrocidades que cometieron. La verdad es que ninguno de aquellos barbudos de aspecto feroz merece ser tratado con tanta severidad.

—Hombre, don Gervasio. ¡Había cada pájaro…! —dijo don Bigote.

—¡Bah! —repuso el historiador—. Pajaritos todo lo más. ¿Que Fulanito Noveno «el Batallador» desencadenó guerras? Sí, cierto. Pero ¡qué guerras de risa! El total de sus contendientes cabría en un campo de fútbol, y las armas empleadas apenas eran dañinas: mandobles con un filo deficiente y lanzas con un pinchito en la punta. ¿Qué bajas podían hacerse con métodos de agresión tan pobres, teniendo en cuenta, además, que cada combatiente iba embutido en un blindaje de dos pulgadas? Reconozcamos que en cualquier escaramuza de una guerra moderna, con «radar» y átomos hechos puré, obtenemos mortandades muy superiores a las conseguidas por aquellos infelices en una batalla completa. Y a ningún jefazo contemporáneo se le conoce por el «alias» de «Batallador».

—En eso tiene usted razón —admitió don Bigote—. Yo imagino las viejas batallas de la Historia con un ruido semejante al de una riña de cocineras que se tirasen las cacerolas a la cabeza. Una riña muy aparatosa, en las que los luchadores se insultan llamándose «tontos de capirote», rompen cacharros y terminan despeinados y con algún chichón.

—Así las veo yo —repuso Tipitín— y por eso dulcifico en mi Historia las definiciones de «escalofriante batalla», «devastadora contienda», «sangrienta guerra» y otras memeces que salpican la época antigua, realmente modestísima en cuanto a cifras de muertos. Pero lo que más indigna es que, para justificar estos «alias» severísimos, la Historia profundiza en la vida privada de cada rey y saca a relucir sus trapitos sucios: Fulanito IV ordenó la ejecución de media docena de enemigos; Menganito II tenía una querida; Perengano VIII celebraba orgías en su palacio… Pequeñeces también. Las penas de muerte que dicta el mundo contemporáneo, unidas a las muertes por asesinato que se efectúan sin que nadie dicte las penas, rebasan con creces en un año las «purgas» decretadas en cinco reinados medievales.

—Conforme. No hemos hecho más que suplir la degollina y el veneno, sistemas lentos y fastidiosos, por el pelotón de máuseres, la silla eléctrica y el pistoletazo.

—En cuanto a las «orgías» —siguió diciendo don Gervasio—, grave pecado en el que incurrieron muchos monarcas, tampoco eran cosa del otro jueves. Reconstruyendo cualquiera de esos censurados festejos palaciegos, no descubrimos nada que no estemos hartos de ver en una comilona vulgar de nuestros días; unos señores comiendo mucho, bebiendo mucho, riéndose mucho y bromeando con unas señoritas rubias muy simpáticas. Es posible que los modales de aquellos tiempos fuesen más llanotes, que los comensales hiciesen con los dedos los honores al asado y que las bromas a las señoritas rubias fuesen menos delicadas. Pero debemos reconocer que hoy se bebe mucho más que bajo el cetro de Perengánez IX, y que, si no se come tanto como en aquellas orgías, no es por falta de apetito.

—Pienso igual que usted. Se nota que la Historia la fueron escribiendo gentes con el criterio pacato y estrecho de la época en que escribían; gentes que consideraban una herejía tomarse un vermut con gambas; gentes mal comidas y peor bebidas, que llamaban «orgía» a un almuerzo de amigos alegres con tres platos, vino y cana al aire.

—En fin —concluyó don Gervasio—: que yo me he propuesto limpiar la Historia Universal de inexactitudes, ya que sus excesos pasados, en contraste con las actuales, son de una ingenuidad encantadora. ¡Pobres hombres los reyes antiguos! Con todas sus espadas y corazas; con todas sus querindongas, Inquisiciones y banquetes; con todas sus barbadas y su corpulencia temible, la verdad es que, comparados con nosotros, ellos fueron menos brutos.

Don Bigote comprendió que tenía en el señor Tipitín un aliado valiosísimo, puesto que sus ideas fundamentales eran idénticas.