AQUEL «PAGANDO LO QUE SEA» que añadió don Bigote al final de su petición, disolvió la resistencia del empleado.
—Le instalaré en un compartimiento que me queda libre —dijo embolsándose el soborno con naturalidad, como si aquel dinero le hubiese pertenecido desde la infancia.
—Llevamos «coche-salón», «coche-restaurante», «coche-bar», «coche-merendero» y «coche-café y copa» —se pavoneó el empleado mientras colocaba el equipaje del viajero en la redecilla del departamento.
Y le cerró la puerta. Era la primera vez que don Bigote viajaba en «coche-cama», y se entretuvo curioseando todas sus majaderías: abrió la petaca de luz empotrada en la pared, armó la mesita plegable, y supo que un interruptor bajo el cual se leía «ventilateur», no servía para nada. Hizo la prueba de apretar un timbrecito, y a las dos horas compareció en la puerta el empleado.
—¿Por qué es peligroso asomarse al exterior? —le preguntó para justificar la llamada.
—Porque, al que se descuida, los aldeanos le pegan un ladrillazo en la nuca al pasar por los pueblos.
—¿A qué hora llegaremos a Madrid?
—Depende de donde sople el viento.
—¿Es que este tren se mueve a vela?
—No. Es que la chimenea de la locomotora no tira bien. Cuando las chimeneas están mal hechas, no hay quien haga carrera con ellas.
En el pasillo, mientras mataba algunos kilómetros chupando un caramelo de violeta, trabó conversación con un sujeto flaco y macilento que resultó ser holandés.
—¡Qué curioso! —dijo don Bigote—. Es difícil imaginarse un holandés delgado habiendo en su país tanta vaca y tanto queso. Los españoles siempre nos imaginamos a los holandeses gorditos y con un tulipán en el pelo.
El holandés se llamaba Van Yvienen, y acababa de llegar de Amsterdam.
—Tengo entendido que en Amsterdam hay un mercado en el que, en lugar de salmonetes y repollos, venden diamantes y rubíes —dijo don Bigote.
—De él vengo —replicó el viajero.
Y le explicó que en aquel mercado de piedras preciosas había tenderetes como en otro cualquiera, y que en cada puesto los vendedores voceaban su mercancía a voz en grito: «¡Diamantes bonitos y baratos!» «¿Quién quiere esmeraldas a precios de saldo?» «¡Dése prisa, señora, que se me están acabando las gangas!» «¡Un rubí de regalo al que me compre una docena de diamantes!» «¡Al rico brillante garrapiñado!» «¡Zafiros a cala y a prueba!»…
—Muy pintoresco comentó don Bigote sacándose las carbonillas de los ojos a cucharadas—. ¿Acaso negocia usted piedras preciosas?
—Sí —dijo el holandés—. Soy traficante en piedras de riñón.
Don Bigote creyó no haber oído bien. Pero sí: Van Yvienen volvió a repetírselo.
—Comprendo que le extrañe —aclaró sonriendo—. Las piedras de riñón, aunque son tan preciosas como cualquiera, no tienen ningún prestigio. No están de moda. La gente se ha aficionado a los diamantes, pero no hay ningún motivo para que no se aficione alguna vez a las piedras de riñón. Ahí tiene usted las perlas: con ellas se hacen collares valiosos, pendientes de precio y sortijas. ¿Y qué es la perla?: una enfermedad de la ostra, un quiste que le sale a ese marisco. Tan cochinada es llevar un collar de perlas, como llevarlo de piedras de riñón.
—Pero la perla es bonita —objetó don Bigote.
—Y la piedra de riñón también —dijo el traficante, entrando en su compartimiento y reapareciendo con un gran estuche de piel—. Le mostraré algunos ejemplares para que juzgue.
Dentro del estuche, sobre almohadillas de terciopelo superpuestas, había una verdadera fortuna en piedras de riñón. Van Yvienen las tenía grandes, calcáreas y esponjosas, en delicados tonos de amarillo; otras eran calizas de un blanco purísimo, o suavemente rosadas con incrustaciones negras. Las había de color azulino con forma de dragón, y verde pálido con motas anaranjadas. Eran todas diferentes y a cual más bella. Don Bigote quedó asombrado de sus caprichosas tonalidades y varios contornos.
—Lo mismo que otros abren ostras para buscar perlas, yo me dedico a abrir riñones buscando piedras. Son oficios muy parecidos.
—No será fácil abrir riñones —insistió don Bigote—. La gente pondrá inconvenientes.
—Trabajo asociado con varios cirujanos, como es natural.
—Eso es otra cosa.
El traficante cogió con delicadeza una piedra del tamaño de un huevo, que descansaba en un departamento especial, dentro del estuche.
—Ésta es el «Koo-i-noor» de las piedras de riñón —dijo con voz misteriosa—. La encontré en el riñón de un marajah indio, y no la vendo por menos de cien mil libras esterlinas. Se llama «Sol del Himalaya».
Era una piedra magnífica de formato ovoidal, con reflejos dorados en toda su superficie. Van Yvienen guardó el «Sol del Himalaya», cerciorándose de que nadie les había observado.
—Ahora, lo único que necesito es implantar la moda de las piedras de riñón. En cuanto algunos escotes de damas ilustres luzcan estas nuevas joyas, me haré millonario en un momento. Todo es cuestión de hacer un poco de publicidad —concluyó el traficante cerrando el estuche.
Continuaron charlando de otras cosas, y el holandés preguntó a don Bigote cuál era su profesión. Pero a él le dio vergüenza confesar que pensaba recorrer España predicando la bondad, y mintió con bastante descaro:
—Tengo una tía en Madrid que se ha roto una pierna, y voy a verla.
—Es su punto flaco. Rara es la tía que no se rompe por ese sitio. Yo siempre que tengo una tía, procuro proteger sus piernas con trapos.
—Hace usted bien.
Después de tomar un aperitivo en el «coche-bar», un poco de merluza en el «coche-restaurante» y una taza de tila en el «coche-café y copa», don Bigote regresó a su compartimiento. El empleado había hecho ya su cama y pudo desnudarse dándose coscorrones contra las paredes en cada vaivén. Luego se acostó en la litera de arriba (experiencia nueva para un hombre que siempre había dormido con cuatro patas en el suelo), y cerró los ojos. El «chucu-chucu» del tren era insufrible, pero a fuerza de cansancio cayó en una inconsciencia profunda muy parecida al sueño.
—¡Chucu-chucu-chucu…! —hacía el expreso.
—¡Jjrrr-jjrrr…! —hacía la respiración de don Bigote.
Lo despertó un fuerte olor a tabaco rubio que llenaba la microscópica alcoba rodante.
«¡Qué raro! —pensó—. ¿Cómo es posible que huela a tabaco si yo no he fumado en mi vida?»
Poco a poco fueron disipándose los algodones que el sueño había metido en su cráneo y pudo razonar con cierta lógica.
«Yo no he fumado jamás. Aquí huele a tabaco. Luego en este compartimiento hay otra persona, otra persona que fuma», se dijo, quedando encantado de su silogismo.
Y, cautelosamente, asomó la cabeza para explorar los contornos. Primero vio que la lucecita colocada en la cabecera de la cama inferior estaba encendida. Luego, recorriendo esa litera en toda su extensión, fue viendo a su luz las siguientes cosas: unos pelos rubios, una nariz, un cigarrillo que echaba humo, dos manos sujetando una novela policíaca y el bulto de un cuerpo completo debajo de las mantas. Le molestó no haber oído entrar a su vecino, y ya se disponía a acurrucarse bajo las sábanas para seguir durmiendo cuando el desconocido le dijo:
—Buenas noches.
—Buenas noches —repitió don Bigote. Su propia voz, en contraste con la del ocupante de la otra litera, le sonó profundamente grave.
—Tiene usted un sueño muy pesado —volvió a decir el desconocido en tono dulce y armonioso.
Don Bigote tuvo un sobresalto. ¿Cómo era posible que un viajero tuviese tal vocecilla, atiplada y cristalina? Se restregó los ojos creyendo que soñaba. Pero no. Como si alguien hubiese accionado el interruptor de su inteligencia, comprendió de golpe lo que ocurría.
¡Su vecino era una mujer!
Don Bigote, al darse cuenta, se tapó pudorosamente hasta el pescuezo.
El tren devoraba con gran apetito los negros kilómetros nocturnos.
¡Una mujer! ¿Estaba bien despierto? ¿Podían suceder fuera de Gallinaflaca cosas así? ¿Acaso se había metido en un tren laico, con «coches-camas» mixtos? ¿Quizá se le subieron a la cabeza las mantecadas de Astorga que la Marquesa le regaló en la estación? Cientos de interrogantes se hacían y deshacían en su imaginación como el humo del pitillo de aquella misteriosa fémina.
—Tiene usted un sueño muy pesado —repitió aquella voz de pajarito. Y después, despejando todas las incógnitas de don Bigote, añadió—: Subí al tren hace cuatro estaciones. El empleado del vagón me dijo que en la cama libre de mi departamento había metido a un señor. Me enfurecí, pero no era culpa suya: le advirtieron que en el curso del trayecto subiría un viajero apellidado Troncoso, sin especificarle el sexo. Supuso erróneamente que sería un caballero. Vinimos a despertarle para que desalojara, pero usted dormía como una docena de lirones. Le zarandeó el empleado. Le zarandeé yo. Todo inútil: usted daba media vuelta y seguía roncando. Al verle tan viejecito y tan dormidito, me dio lástima y ordené que le dejaran en paz. Soy una mujer sin prejuicios estúpidos y me acosté en mi litera tranquilamente. Llevo un buen rato leyendo.
—Usted perdone, señorita —balbució don Bigote—. Ahora mismo me marcharé.
—No sea criatura. No me molesta en absoluto. A menos que le moleste yo.
—¡De ninguna manera!
—Pues vuelva a dormirse.
—No podría dormir pensando que hay una mujer debajo de mi cama.
—¡Bah! Peor sería que estuviese encima.
Don Bigote se ruborizó en la penumbra. La desconocida hablaba con desparpajo, como si aquella situación fuese de lo más normal.
—¿Le molesta que lea? —preguntó ella, amablemente.
—Si no lo hace a gritos, no.
—Muy ingenioso. Parece usted un viejo simpático.
—No soy tan viejo como usted cree, señorita —refunfuñó don Bigote molesto.
—Ni yo tan señorita como usted supone —replicó ella, rápida.
Don Bigote tenía de las mujeres un conocimiento muy superficial. Sospechaba que no eran iguales al hombre en un par de cosas fundamentales, y que tratándolas a ellas se obtendrían alicientes distintos que tratando señores de Burgos.
El tren se detuvo. A través de las cortinillas cerradas, se oyeron botas de soldados en el andén y el carraspeo varonil que precede al escupitajo.
—¿Dónde estaremos? —dijo don Bigote.
—Espere a que los vendedores ambulantes pregonen la marranadita típica del lugar, y lo sabrá —le explicó la viajera—. Si dicen «queso», estamos en Cabrales. Si gritan «navajas», en Albacete. Y si dicen «garrapiñadas», en Alcalá de Henares.
—¿Y si no pregonan nada?
—Entonces es que acabamos de llegar a Las Hurdes. No tiene pérdida.
—Parece que dicen «miel».
—Pues estamos en La Alcarria. Me juego el cuello.
—Entiende usted mucho de viajes, señorita.
—Es que tengo muchas horas de sleeping.
El tren, después de cargar algunos reclutas que iban destinados a coger estafilococos en África, se puso otra vez en movimiento. A medida que crecía su insomnio, el diálogo entre las literas 5 y 6 del vagón a Madrid se iba animando. La semioscuridad del compartimiento daba a don Bigote una audacia que a él mismo le asombró.
—Permítame que me presente, señorita: mi nombre es Matías Sarampión, pero los íntimos me llaman don Bigote.
El mío es Dorotea Troncoso, pero los íntimos me llaman Dori.
—Son muy ingeniosos los íntimos, ¿verdad?
Don Bigote dejó caer su brazo derecho y se dieron un apretón de manos muy cordial. La mano de Dori era larga, húmeda, caliente, escurridiza y con ventosas como un pequeño pulpo.
Puesto que no tenían ganas de dormir, encendieron las cuatro bombillas del techo.
—Si le apetece un trago, tengo una botella de whisky a mano —le invitó la señorita Troncoso.
Tres minutos más tarde, don Bigote bebía whisky en un vaso de dientes, sentado a los pies de Dorotea. Mientras charlaban, él estuvo observándola con el rabillo del ojo, y quedó sorprendido de su estupendez. Dori había cumplido tiempo atrás esa edad en que las muchachas pueden hacer lo que les apetezca sin tener jaleos con el Tribunal de Menores. Ostentaba uno de esos bustos firmes y estatuarios que tanto le gustan al autor de este libro, y todos sus zapatos eran del número 35. Era alta y delgada, como su madre, de labios finos y cutis lechoso. Sus ojos parecían lentejas incrustadas en dos bolas de billar, y sus ademanes resultaban felinos hasta decir basta. Era, en resumen, moderadamente enigmática, produciendo la impresión de ser menos histérica que la mayor parte de las mujeres.
—Nací a bordo de un avión de la línea San Petersburgo-Pamplona —le contó ella—. Mi padre fue un espía barbudo y andaba con planos secretos de un país a otro escondiéndolos en su barba. Hasta que el zar Nicolás, sospechando el escondrijo, se la cortó de un sablazo. Cuando mi padre se quedó sin barba, empezamos a pasar apuros. Yo me defendí bien porque mi madre, con muy buen acuerdo, decidió no destetarme hasta que tuviese la edad suficiente para ganar mi pan. Gracias a esta precaución, les salí gratis. Dejé de mamar a los veinte años, en cuanto encontré un empleo de modelo en una gran modista. Al principio me extrañó un poco que la clientela de aquel negocio fuera masculina y que la dueña, pretextando que los vestidos no habían llegado de París, nos hiciera desfilar en su exposición sin vestidos de ninguna clase. Pero pronto me acostumbré. Los caballeros resultaban menos pelmazos que las señoras: hacían su elección con rapidez, y no se preocupaban de vainica más o menos. Más tarde comprendí que fumando en boquillas largas y poniéndome unas plumas en la cabeza, llegaría muy lejos. Y llegué hasta la India en el yatch de un lord inglés que tomaba dos cucharadas de cocaína después de cada comida. Del lord transbordé a un mandarín chino con cara de torta, del que tuve que apearme en marcha para enlazar con el capitán de un barco sueco que hacía escala en Hamburgo. En Hamburgo tomé un fabricante de cañones que me plantó en Berlín, donde cogí por los pelos a un terrateniente húngaro que se dirigía a Montecarlo. Allí repuse fondos, y pedí en el hotel la Guía de Viajeros para continuar el viaje. La única combinación era adherirme a un diplomático belga que salía para Biarritz en la madrugada del día siguiente. Pero el diplomático perdió aquella noche hasta la valija, y me dejó colgada después de meterse un cargador en la sien. Tuve que conformarme con un contrabandista feísimo, que me llevó en un borrico hasta la falda de los Pirineos. Desde allí he tenido que venir por mis propios medios.
—¿Tiene usted algún proyecto para la próxima temporada? —preguntó don Bigote, que había leído miles de veces esa pregunta en las interviús de los periódicos.
—Tengo uno para esta misma noche. Pero no es usted.
El whisky, el pijama lila de la señorita Dori, el olor a tabaco rubio y la pequeñez del cuarto, aguzaron los plácidos sentidos de don Bigote. Abstemio hasta entonces en todos los sentidos, sintió enérgicos deseos de dar una patada a su austeridad.
—Serénese, papi —le aconsejó Dorotea, apartando su mano que reptaba por la colcha—. Cuénteme algo de su vida.
—Soy rico —comenzó él para encandilarla—. Y, además, soy soltero.
—Con esa cara, no me extraña —bromeó ella enseñando un diente de oro al sonreír burlonamente.
—Voy a recorrer España dando conferencias —continuó él sin hacer caso de su interrupción.
Y le contó en líneas generales el programa de su campaña pro bondad.
—¡Ji, ji! ¡Qué chusco, papi!
Éste fue el comentario de Dori Troncoso a la bella tarea que, para salvar a los hombres, se había propuesto don Bigote.
«Es una burra —pensó él—. Pero una burra de rechupete», tuvo que reconocer.
—¿Sabe usted en qué departamento duerme un holandés que trafica en piedras preciosas?
—En el «single» de al lado. Pero sus piedras no son preciosas, sino de riñón.
—Cuando una mujer ha satisfecho todos sus caprichos de diamantes y piedras vulgares, las piedras de riñón son un estímulo exquisito —dijo Dorotea saltando de su litera y echándose un quimono por los hombros.
—¡Quédese conmigo! —suplicó don Bigote.
Pero ella, abriendo la puerta, desapareció en el pasillo.
Celos. Despecho. Acidez estomacal. Rabia. Ramalazos helados en la medula. Tales fueron las sensaciones que experimentó al quedar solo. Hasta que, resumiendo sus dolores, exclamó perplejo:
—Amo.
Próxima el alba, cuando el sol barría las estrellas con su escoba de rayos pajizos (¡olé!), volvió Dori muy satisfecha de su escapada. Don Bigote había permanecido en la misma postura, a los pies de su litera, mesándose con obstinación una guedeja de su bigotazo.
—¡Qué flamencos son los holandeses! —dijo ella sentándose con un suspiro.
—¡Casquivana! —le reprochó don Bigote, rebuscando en el recuerdo de sus viejas lecturas hasta dar con un insulto adecuado al caso.
—No se enfade, papi —bostezaba ella mostrando su lengua de fresa—. Merecía la pena ser un poco amable con ese Van Yvienen. Fíjese en lo que me ha regalado.
Y abriendo su mano derecha, mostró a don Bigote una enorme piedra de riñón que refulgía con las primeras luces matutinas: ¡Era el «Sol del Himalaya»!
—Me haré un broche monísimo —explicó, poniéndosela sobre un pecho para ver el efecto.
¡Terrible mujer, que obtenía sin esfuerzo la reina de las piedras de riñón valorada en cien mil libras esterlinas!
(¡Rabia, castaña!: no pasó nada en todo el viaje entre don Bigote y Dorotea Troncoso. ¡Audacia de novelista, que pone a sus personajes a dos dedos del abismo de la pasión, y evita que ocurra lo que parecía irremediable! Mientras el protagonista arde de amor, una mujer con horas de vuelo lo apaga con el extintor de su indiferencia. ¡Así es la vida! Amor y hielo. Delirio y cinismo. Hambre y hartura.
Otro capítulo será, hijitos. Lo siento).