AQUELLA TARDE, la Marquesa bajó al establo para ordeñar a «Condensada» con sus propias manos.
—No puede una fiarse de las criadas —le dijo a don Bigote, que la sorprendió con las manos en la vaca—. En cuanto una se descuida, le llenan al bicho la ubre de agua.
Pasaron al zaguán de visitas y se sentaron en unos taburetes de paja antigua.
—¡Quédese a tomar el chorizo conmigo! —dijo la Marquesa al oír que en un reloj de sol daban las cinco.
Un gañán de calzón corto entró con una bandeja de lata repujada, en la que se veían dos chorizos y un pan.
—¿Cómo toma usted el chorizo? —dijo la anfitriona haciendo los honores—. ¿Solo o con pan?
—Solo, gracias.
—¿Cuántas cucharaditas de pimienta?
—Una, sin copete.
—¿Y a qué debo tal honor? —indagó la dueña de la casa—. Hace más de un año que no le veía el bigote por aquí.
—He venido a despedirme —explicó el invitado con un suspiro.
—¿Cómo? ¿Se marcha?
—Sí, Marquesa.
—Me deja usted con la boca abierta —dijo la nobla, aprovechando la ocasión para abrirla y mostrar su lengua negra—. Usted es una institución en Gallinaflaca y no puede dejarnos.
Don Bigote mordisqueó una rodaja de embutido y después, balanceándose en las patas traseras de su taburete, dijo:
—Voy a remediar en lo posible la inutilidad de mi vida, que malgasté leyendo periódicos. Este vicio insano sólo me ha servido para convencerme de lo malvados que son los hombres, y he decidido ponerme en contacto con ellos para llevarlos al buen camino.
Y al decir esto, su rostro se iluminó con un radiante esplendor apostólico, mientras bailaba en sus labios una sonrisa beatífica. La Marquesa, convencida de que don Bigote no estaba en sus cabales, cumplía la consigna general de seguirle la corriente.
—¿Y cómo espera conseguirlo? —preguntó amablemente, encendiendo una tagarnina de tabaco bastante egipcio.
Y don Bigote, que a pelmazo sólo le ganaban los oradores profesionales, expuso su teoría:
—Mi método, Marquesa, consiste en volver a divulgar la bondad. Las naciones volverán a ser felices cuando vuelvan a ser buenas. Ni programas políticos, ni equilibrio económico, ni Estados Unidos de Europa, ni chiflos: todos buenos sencillamente, como los niños. La felicidad no es cuestión de lenteja o lechuga más o menos. Pretender que una política coloreada de verde, azul o de rojo nos sirva el bienestar en bandeja, es bastante estúpido. O ponemos algo de nuestra parte, o vamos frescos.
—Habla usted como un oráculo —elogió la Marquesa—. Pero ¿qué piensa usted para hacer propagar su idea?
—Si el sentido del ridículo no estuviese tan arraigado en este país, recorrería la península igual que un «hombre-sándwich», con un cartel en el pecho y otro en la espalda que dijesen: «¡Sed buenos, recontra!» «¡Amad a vuestro prójimo y no seáis cafres!»
—No hay «hombre-sándwich» que aguante ese sistema: a los tres kilómetros de recorrido se lo comerían —observó la Marquesa.
—El mal está —observó don Bigote despellejando otra lonchita de chorizo— en que la bondad individual baja un poco cada día. La mayor parte de los ancianos son bondadosos no por ser ancianos, sino porque pertenecen a generaciones pasadas, que fueron mejores que las de ahora. Nuestros padres eran peores que nuestros abuelos. Vivimos en una época para gentes insensibles y acorchadas. De delicadeza, cero. De generosidad, ni pío. La sensibilidad se toma por sensiblería. La ternura, por ripio. El hombre que se enternece y suelta un lagrimón, ya no parece tan macho. Hay que ir por la vida con una mueca de asco helado en la boca, zancadilleando al que se ponga por delante.
—¡Qué causeur más delicieu es usted! —piropeó la anfitriona con un acento francés que haría dar botes a las cenizas de Víctor Hugo.
—Y a medida que disminuye el número de bondadosos, crece la cifra de pequeños canallitas.
Llegó el señor Camomila, y la Marquesa le hizo los honores y una taza de chocolate.
—El pequeño canallita —continuaba don Bigote haciendo las pausas imprescindibles para pasarse la lengua por los labios en elegante relamida— no suele cometer delitos grandes. Pero ensucia el ambiente general con sus canalladas chiquitas. El pequeño canallita, por ejemplo, es el que propina codazos para atravesar una puerta; el que burla una cola; el que soslaya un saludo cuando lleva prisa; el que llama a un teléfono y cuelga sin excusarse cuando le dicen que ha sufrido un error. Este pequeño malvado contemporáneo no comparecerá jamás ante ningún tribunal, porque sus delitos apenas rozan el artículo de los códigos. Es malo sin llegar a delincuente. Su moral se mueve en la línea que divide a las buenas personas de los sinvergonzones declarados.
Llegó el Alcalde con su vara simbólica, y le dio a la Marquesa unos varazos cariñosos en el lomo.
—Me propongo combatir a la plaga de pequeños canallitas recomendándoles la bondad. No se trata de estar a tono con estos tiempos, sino de dar a estos tiempos un tono más limpio. He aquí mi tarea —concluyó levantando la barbilla y mirando a lo lejos.
—Es una labor demasiado grande para un hombre tan pequeño —le mortificó el doctor.
—El talento no tiene estatura —dijo don Bigote, picado como siempre que aludían a su escasa estatura—. Daré conferencias, hablaré por radio, repartiré folletos… Mi palabra se oirá en todas partes.
—Pues mucho tendrá usted que gritar —opinó el Alcalde.
—Gritaré todo lo que haga falta.
—¿Y no sería mejor que en vez de dilapidar su fortuna en hoteles y viajes la empleara en alguna obra más o menos pía? —objetó la aristócrata—. Hay una porción de lisiados huérfanos a los que una férula les vendría de perillas.
—De nada sirve socorrer a los miembros de la sociedad si la lesión está en la cabeza —sentenció don Bigote—. Cuando los hombres vuelvan a ser buenos, no habrá lisiados, ni huérfanos, ni mendigos, ni ninguna de esas basuras sociales que son fruto de la depravación. Cuando la bondad florezca en todas las tierras, las muchedumbres serán sanas, justas, guapas, y a nadie le faltará una pareja de padre y madre para no hacer el ridículo.
—Siento no tener una oreja a mano para dársela en premio a su sabiduría —se lamentó la Marquesa.
—¿Por dónde piensa usted empezar su campaña? —dijo el Alcalde con curiosidad.
—Por Madrid, naturalmente.
—¡Madrid! —gritó la dueña de la casa con un sobresalto pudibundo como si hubiesen mentado a Sodoma, a Gomorra y al barrio chino de Honolulú.
—¡La Babel moderna! —intervino un sacristán que pasaba por la calle, parándose al oír aquello ante la ventana abierta.
Al pillo de Camomila le brillaron las pupilas imaginando los refinados y crapulosos placeres capitalinos. Como todas las personas que nunca salieron de su villorrio, asociaba el nombre de las grandes ciudades a unas bailarinas con faldas de encaje subidas hasta la barbilla, bailando el frenético «cancán» en un escenario con candilejas de gas.
—¡Madrid! —murmuró el doctor. Añadiendo en un susurro—: ¡La «ville lumière»!
Don Bigote no ocultaba la satisfacción que le produjo el estupor general ante su audaz proyecto.
—Tendré mucho gusto en darle una carta de recomendación para el Alcalde de Madrid. Es un buen amigo mío —le ofreció el de la vara gentilmente—. Hicimos juntos las oposiciones a alcaldías: él sacó el número uno y yo me clasifiqué en último lugar. Le atenderá encantado, y hasta es posible que, en su honor, encienda diez minutos la fuente de la Cibeles.
—Muy agradecido. Esa carta puede serme de gran utilidad.
Se abrió la puerta con estrépito, y apareció en el umbral el corpachón de don Julepe. Todos los reunidos, incluso la Marquesa, se levantaron de sus asientos respetuosamente.
—¡Ajum! —saludó el cacique apartando a Camomila de un empellón y sentándose en el taburete que éste había ocupado.
La anfitriona mandó matar una gallina para obsequiarle, preguntándole entretanto por la salud de su esposa. El visitante, con gestos inteligentes y sabios «ajumes», dio a entender que doña Dulce no le había acompañado porque esperaba un niño. Su mímica fue tan expresiva, que todos los reunidos se pusieron coloradísimos.
—Será un caciquito muy monín —aduló el Alcalde, que no desperdiciaba ocasión de arrimar el ascua a su sardina.
La Marquesa prometió tejerle unas botas de alambre, para que el recién nacido pudiese dar puntapiés a los gañanes sin hacerse pupa en los piececines.
Mientras don Julepe se bebía al coleto la botella de vino de bellotas, le explicaron las intenciones de don Bigote y su futura marcha.
—¡Ajum! ¡Ajum! ¡Ajum! —tronó el cacique. Y se echó a reír con una carcajada de megaterio.
Don Bigote tuvo que hacer un violento esfuerzo para dominar su cólera al oír la burla de aquel bárbaro a su loable propósito. Con una mirada de desprecio y un olímpico encogimiento de hombros, salió del zaguán de la Marquesa dando un portazo. (La verdad es que el portazo no lo dio con demasiada energía, por temor a que don Julepe se molestara demasiado y le diese un golpe de mímica en las narices. No era cosa de comprometer su apostolado a las primeras de cambio, enfrentándose con aquel troglodita).
La fecha que fijó para su marcha se aproximaba, y don Bigote tuvo que poner en orden todos los asuntos. Decidió que Adelaida se quedara en la casa hasta su regreso, limpiando el zaguán, cardando lana y abriendo la puerta cuando apretasen el timbre.
—¿Y si al señorito se lo lleva la trampa? —le preguntó la sirvienta, desconfiada y ruda.
—¿Qué quieres decir?
—Que a lo mejor el señorito se desgracia por esos mundos, y yo me quedo a dos velas en plena inopia.
—No creo que me desgracie tan fácilmente —cortó molesto—. No seas cuerva, mujer.
Como los trenes de viajeros no paraban nunca en la estación de Gallinaflaca, don Bigote preguntó en el Ayuntamiento cómo se las iba a ingeniar para coger el expreso de Madrid.
—Usted no se preocupe: el expreso parará —le tranquilizó el Alcalde, guiñando un ojo de picardía—. Tengo un sistema infalible para estos casos. Las pocas veces que algún personaje del pueblo sale de viaje, lo pongo en práctica.
El método del Alcalde consistía en poner sobre la vía una barricada de grandes troncos. El maquinista, al verla, frenaba en el acto. O no la veía, en cuyo caso frenaba de todas maneras al chocar con el obstáculo. Y mientras iban despejando la vía, al viajero gallinaflaquense le sobraba tiempo para instalarse en un vagón con toda comodidad.
Llegó el día previsto, y don Bigote madrugó para ultimar los detalles postreros. Su equipaje consistía en una maleta de mimbre forrada de hule, un portamantas y un necesaire con todo lo necesaire para un aseo: desde una toalla para dejársela olvidada en el wagon-lit hasta un peinecito de concha para marcar las ondas de su bigote.
—¿Se lleva el señorito su parche poroso de bayeta color de cereza?
—¡No faltaba más!
Adelaida hizo tan bien el equipaje, que don Bigote pensó en la pena que le daría deshacerlo al llegar a su destino: como en todas las maletas bien hechas, las americanas estaban dobladas de una manera especial para que se formasen en ellas esas arrugas que no se quitan ni a martillazos. Las prendas de uso más urgente estaban en el fondo, mientras en la superficie, al alcance de la mano, aparecían todos esos «jerseys» y cazadoras que se llevan «por si acaso refresca».
—Para que abulten menos en la maleta, le he metido las corbatas con el nudo ya hecho —le explicaba Adelaida yendo de un lado para otro con las manos llenas de cuellos duros.
Faltaban pocos minutos para que apareciera el expreso tocando su alegre pito de verbena. En el andén de la estación, esperando a don Bigote para despedirle, se habían reunido las primeras figuras de Gallinaflaca. La Marquesa, con una escolta de gañanes con pamelas de paja y guante blanco, fue la última en llegar. El Alcalde, luciendo su mejor fajín, hacía molinetes con su vara más decorativa. Camomila y don Julepe aparecieron con chistera y alpargatas de charol.
Apartado del grupo, el pregonero tocaba su tambor acompañando a Bartolillo. Porque Bartolillo, como todos los Bartolillos de los pueblos, tenía una flauta que manejaba con maestría.
Quince troncos habían sido apilados sobre la vía para detener el convoy. El jefe de estación con su banderita roja, ensayaba sus actitudes más convincentes para reforzar el argumento de los troncos.
Eran las doce del mediodía, y un sol plúmbeo regalaba tabardillos al que se pusiera debajo. Don Bigote llegó seguido de Adelaida, que actuaba de moza de cuerda. El pregonero y Bartolillo atacaron un pasodoble con tal velocidad, que parecía un paso-triple.
Comenzaron las despedidas.
—Aquí tiene usted la carta para el Alcalde de Madrid —le dijo la primera autoridad entregándole un sobre con el escudo de Gallinaflaca. (Un conejo rampante, sobre campo que, en vez de gules, era de alfalfa).
Uno de los gañanes de la Marquesa se quitó respetuosamente su pamela de paja y le hizo entrega de un envoltorio.
—Son unas mantecadas de Astorga que pertenecen a mi familia desde que se creó el título en el siglo diecisiete —le explicó la aristócrata—. Cómalas en el viaje como recuerdo.
Don Bigote agradeció el obsequio. El cacique le despidió con un «ajum» burlón, y estuvo un buen rato taladrándose una sien con su dedo índice para dar a entender que la cordura del viajero no le inspiraba confianza.
Lejos, empezó a oírse el «chucu-chucu-chucu» del tren, que se aproximaba. El jefe de estación saltó a la vía agitando con frenesí la banderola. Todos los reunidos contuvieron el aliento. Por fin, doblando una curva, apareció la locomotora echando humo por la narizota de su chimenea.
—¡Alto! ¡Alto! —chillaba el jefe de estación señalando a la pila de troncos que interceptaba el paso.
Pero el expreso no aminoraba su marcha. La locomotora aumentaba de tamaño a cada momento, y el «chucu-chucu» crecía en intensidad. Don Julepe, nervioso, se quitó una de las alpargatas de charol y se puso a trotar por el andén a la pata coja. El concierto de tambor y flauta enmudeció.
—¡Alto! ¡Alto!
—¿Y si no para a tiempo? —preguntó don Bigote con la frente bañada en un sudorcillo fresco.
—Si no para, «R. I. P». —dijo el Alcalde con laconismo.
Todo el tren, con su mole de hierros sonoros y alborotados, rodaba vertiginosamente por la recta que los troncos obstruían.
—¡Alto! ¡Alto! —se desgañitó el jefe de estación tremolando su bandera de líder comunista incitando a la huelga.
El expreso dio un grito de horror, y sus ruedas frenadas patinaron sobre la vía más de doscientos metros. Su impulso fue aminorando con rapidez, mientras todos sus ejes lanzaban un estertor de coloso malherido.
Cuando al fin se detuvo frente a la estación de Gallinaflaca, los topes de la locomotora besaban ya la barricada de troncos. Un metro más, y fosfatina. El maquinista, tiznado y pringoso, bajó de su máquina, verde de ira.
—¿Quién ha sido el imbécil que ha puesto eso en la vía? —gritaba desafiante, blandiendo una pala de echar carbón a la caldera.
—Aproveche y suba —aconsejó el Alcalde a don Bigote—. Este maquinista nos ha salido respondón.
—No es para ponerse así, amiguito —dijo la Marquesa arrostrando la pala y el pringue del individuo—. Mis gañanes le dejarán el camino libre en un periquete.
—¡Yo no hablo con usted, cotorra! —chilló el maquinista exaltado.
—No le haga caso, Marquesa —la tranquilizó el doctor viendo que la aristócrata estaba en un tris de propinarle un paraguazo—. Los maquinistas tienen fama de ir siempre buscando camorra.
Por todas las ventanillas del tren salían cabezas buscando la causa de aquella parada que no constaba en ninguna Guía de Ferrocarriles.
—Se habrá roto un buje —dijo ese viajero experto que viaja en primera y de noche se pone zapatillas.
Cinco minutos más tarde, cuando los gañanes despejaron el camino, el expreso de Madrid volvió a ponerse en marcha.
Pero hacía un buen rato que don Bigote, con su maleta de mimbre, su portamantas y su necesaire, estaba instalado en el pasillo de un wagon-lit. Lo último que vio de su patria chica fue a la Marquesa que, en el andén de Gallinaflaca, agitaba su lengua negra en señal de despedida.