—NO LLAME USTED TANTO AL TIMBRE —gruñó la criada de don Bigote abriendo la puerta al cartero—, que se le va a poner el dedo afónico.
—Periódicos para el señor —dijo el funcionario entregando a Adelaida una saca repleta.
La sirvienta se echó la saca al hombro y cerró la puerta de un puntapié.
El primero de cada mes, en el único tren correo que hacía una escala mensual en Gallinaflaca recibía don Bigote toda la prensa publicada en el país durante el mes anterior: desde los grandes diarios madrileños, con sus fotografías borrosas que lo mismo pueden ser el banquete a un ministro que un picnic nocturno de hotentotes, hasta las revistas con portadas con chicas de color de carne.
Adelaida cruzó el zaguán, cosa que se cruza siempre en las novelas que ocurren en los pueblos, y llamó con los nudillos en una puerta de roble macizo.
—¡Adelante! —dijo don Bigote desde el interior.
Y Adelaida adelantó. La habitación era alta de techo y estrecha de caderas. Amplios estantes de roble macizo, repletos de periódicos, cubrían sus paredes hasta la altura de dos hombres puestos uno encima de otro. Tanto las vigas de la techumbre como el entarimado de la suelumbre eran igualmente de roble macizo. Las ventanas, salvo los espacios que ocupaban los cristales, eran también de roble macizo. Y las sillas. Y los rodapiés. Y la mampostería. Los periódicos de los estantes estaban ordenados en riguroso orden alfabético. Porque don Bigote no tenía una biblioteca, sino una hemeroteca.
—¿Qué quieres, Adelaida? —preguntó el dueño de la casa, enfrascado hasta la barbilla en la lectura de un periódico.
—La prensa, acaba de llegar —dijo la sirvienta dejando la saca en el suelo.
—¡La prensa! —repitió don Bigote con voz desconsolada. Y lanzando un breve suspiro, se levantó de un sillón tallado de roble macizo.
Don Bigote se llamaba en realidad Matías Sarampión. Su remoquete lo debía a un bigotazo, mezcla de estilos «foca» y «kaiser», que superpoblaba la pequeña zona carnosa entre su nariz y su labio superior.
Era asombroso que semejante bigote pudiese crecer en aquella comarca habitada por gentes de carnes áridas, sin un mal pelo que les diese un poco de sombra. Mientras los cráneos gallinaflaquenses estaban cubiertos de pelusilla débil con grandes calvas desiertas, el bigote de don Bigote crecía vigoroso trepando sus mejillas como una enredadera.
—Me tiene que dar un esqueje de su bigote, a ver si me lo planto a la sombra de mi nariz y consigo que prenda —pedían a don Bigote sus paisanos de rostros resecos y desnudos.
—Con mucho gusto —decía él arrancándose algunos pelos bigotáceos con raíz y todo.
Pero la transplantación nunca dio resultado: los pelos se secaban y las raíces no prendían.
—Es que usted tiene una carne muy fértil —opinaban los técnicos en cultivos. Sólo así podían explicar aquella mata pilosa fortísima sobre la boca del señor Sarampión.
Don Bigote era pequeño, macizo y de piel terrosa. Desnudo era idéntico a esas huchas regordetas de barro barato, pero sin ranura. Dio la talla en el servicio militar, porque los únicos que no la dan en la recluta española son los liliputienses, los amputados de ambas piernas y los que se tallan sentados. Pero era francamente bajito, con talla y todo.
Nació cuarenta años antes de escribir esta historieta. Su padre, Lucas Sarampión, fue el cacique antecesor de don Julepe. Madre no había tenido porque don Lucas fue toda su vida independiente y le gustaba hacer las cosas solo.
—Cuando se tiene voluntad, no necesita uno la ayuda de nadie —solía decir—. ¿Qué tienen las mujeres que no tenga un hombre con voluntad, vamos a ver?
Y como era el cacique, todo el mundo le daba la razón. Lenguas maldicientes decían que Adelaida había echado una mano en el asunto del nacimiento de don Bigote. Puede que sí. O puede que no, porque rara es la cosa que no puedan hacer los caciques nacionales si se les mete entre ceja y ceja.
El caso es que una mañana apareció el viejo Sarampión con un niño envuelto en un papel, y nadie le pidió explicaciones. En la casilla del Registro Civil donde pone «padre», constaba el nombre de Lucas Sarampión; y en la casilla de «madre», el empleado dibujó un arabesco que no quería decir nada, pero que cubría las apariencias. Se le bautizó con el nombre de Matías y el pequeño fue creciendo hasta hacerse grande.
El padre de don Bigote murió de un tumor del tamaño de una esponja que le fue saliendo debajo de la camiseta. Y como la camiseta no se la quitaba ni a escopetazos, nadie vio el tumor hasta que le amortajaron. No obstante, amortajado y todo, el padre del actual doctor internó reanimarle con unos tragos de pantopón.
—Será muy difícil que reaccione, porque está un poco debilitado —hizo notar el anciano Camomila viendo que por la nariz de don Lucas asomaba ya un gusano.
Matías, que acababa de cumplir los quince años —la edad del cacique bonito—, transfirió el cacicato paterno a don Julepe, que por entonces era ya un matón de rompe y rasga. El joven Sarampión resultó ser un muchacho listo, bondadoso y con una muela más que las que tiene todo el mundo. Como era rico y no tenía mejor cosa que hacer, se hizo alfabeto. El título de alfabeto, en los pueblos de analfabetos, es lo mismo que el título de ingeniero politécnico en una gran ciudad.
Y una vez que supo leer, Matías compró un periódico para matar sus meses de ocio. Cuando acabó aquél compró otro. Y después otro más. Y otro… Hasta que aquella inocente distracción fue convirtiéndose en una verdadera manía. Llegó a gustarle ese olorcillo de papel recién impreso (los periódicos, al contrario que las merluzas, sólo apestan cuando están frescos), y experimentaba cierta voluptuosidad ensuciándose los dedos de cultura al pasar las hojas.
Diez años después, cuando era ya conocido con el nombre de don Bigote, pasaba los días encerrado en casa, leyendo periódicos sin descanso. Mandó construir una espaciosa hemeroteca, y se suscribió a todos los diarios y revistas de la nación. Mensualmente, en tren correo, recibía montañas de ejemplares aprisionados en primorosas fajitas. Y leía toda la noche, sin dar reposo a sus nervios ópticos, hasta que el lechero de Gallinaflaca anunciaba el alba con su penetrante quiquiriquí.
¡Cuántas noches en claro pasó don Bigote leyendo que los asiáticos de tal o cual sitio se hacían tiras la piel en Tfgrrukhigafkwol o Burkmupllgempfhal! Partos quíntuples y conferencias tripartitas, crímenes por amor y eructos gigantescos de volcanes se almacenaban en orden caótico en su despensa cerebral. En aquel rincón apacible y desdeñado por los dibujantes de mapas, donde las únicas noticias que llegaban venían envolviendo la merienda de algún turista, don Bigote estaba enterado de todo. Guerras y gripes, discursos huecos como globos, himnos a la paz después de las guerras y cantos a la guerra después de las paces, llegaban puntualmente a sus ojos.
Don Bigote había adquirido una noción perfecta del panorama mundial, y buena prueba de ello eran los frecuentes ataques de náuseas que sufría.
—Un día a fuerza de leer tanto se le van a reventar los lentes —se escandalizaba Adelaida.
Pero él no hacía caso. Empezaba los periódicos por donde dice «Precio del ejemplar», y lo dejaba al llegar a ese último «Anuncio por palabras» que dice: «Deshago piso con gramola, lámpara, institutriz, niño, chupete y radio».
Su cerebro, duro y sonrosado como la carne de una langosta, sufrió un reblandecimiento progresivo a causa de aquel empacho periodístico. En sus horas de sueño tenía pesadillas tremendas. Soñaba con ancianas arrolladas por ciclistas, con incendios en los mataderos de Chicago y con mapas cuyas líneas fronterizas no se estaban quietas. A veces se incorporaba en su lecho de roble macizo y hacía un discurso a las cuatro paredes abogando por la formación de un Gobierno Mundial Unido con sede en Gallinablanca. A su sirvienta se la llevaban los demonios, pero la volvían a traer.
—A mi señorito le va a dar un tantarantán, porque está muy mochales —diagnosticaba en el mercado cuando iba a comprar un huevo, o una espinaca, o las dos cosas.
—¡Adelaida! —gritaba de pronto don Bigote asomándose a la puerta de la hemeroteca. Y cuando Adelaida acudía corriendo, gritaba—: ¡Ha estallado la guerra mundial!
—¡Qué susto me ha dado el cretino del señorito! —decía la sirvienta tranquilizada—. Creí que se habían quemado las tostadas del desayuno.
Y volvía a cruzar el zaguán camino de su cocina.
Cuando don Bigote cumplió los cuarenta años, los periódicos habían completado su obra destructora: el pobre señor se convenció de que los hombres no eran tan racionales como ellos creían, ni el mundo tan habitable como aseguraban los folletos de los Patronatos turísticos.
—Si hubiese una Fiscalía de Planetas lo mismo que la hay de la Vivienda —llegó a decir en un té con chorizo en casa de la Marquesa—, es seguro que a la Tierra no le hubieran concedido la cédula de habitabilidad.
Como todos los lectores asiduos de periódicos, don Bigote era pedante y creía tener ideas propias. Él trataba de encontrar la luz en el caos de noticias en que se hallaba sumido, y hasta creyó en algún momento haberla encontrado.
Así, poco más o menos, era don Bigote: filósofo y fatuo, soñador y regordete, sin más experiencia del mundo que la aprendida en las columnas de una prensa amarga.
—¡La prensa! —repitió don Bigote con pesadumbre. Añadiendo después secamente—: ¡Quémala!
Adelaida, atónita, se hizo repetir la orden.
—He dicho que quemes todos esos periódicos que acaban de llegar. ¡Quita esa saca de mi vista!
La renuncia de don Bigote a la prensa sólo podía compararse al gesto del alcoholizado que rechaza un vaso de aguardiente, o del cocainómano que desprecia una toma de rica «cocó». De aquí la estupefacción de Adelaida, que seguía sin dar crédito a sus tímpanos.
—Te parece raro, ¿verdad? —adivinó don Bigote—. Después de esperar con ansia durante veintitrés años estos envíos, te asombra que de pronto los deteste.
Y empezó a pasear por la hemeroteca, que tenía la forma de un zaguán, mientras Adelaida le escuchaba con terror por el rabillo de la oreja.
—Después de consumir media vida en estas páginas —continuó don Bigote—, he llegado a la conclusión de que será necesario suprimir los periódicos cuando el hombre, cansado de hacer el bestia, se dedique a ser feliz.
—Como mande el señorito —dijo la criada sin entender ni jota.
—Tú sabes, Adelaida, que la delicia de un paraje campestre es tanto mayor cuantas más dificultades encuentran los diarios para llegar hasta él. Las únicas comunidades que viven en completa felicidad son esos pueblos montañeses de acceso difícil que no albergan en su seno a ningún suscriptor. Este mismo pueblo, con todas sus cascarrias, es un verdadero paraíso. Pero yo he sido tan estúpido que he organizado la manera de convertírmelo en un infierno.
—Como mande el señorito.
—La prensa se va haciendo más dañina a medida que aumenta su rapidez en difundir noticias —prosiguió don Bigote, que sabía ser pelmazo cuando se lo proponía—. Eso de que una familia se desnuque en Australia a las siete quince, y a la media hora nos sirva la prensa el plato de las víctimas todavía calentitas, resulta francamente nauseabundo. Pues ¿y cuando se carboniza un señor en Oklahoma, y hemos de tragarnos a tres columnas la horrenda fritura humana? ¿Y qué decir de ese suplicio tantálico que consiste en informarnos de que los brasileños chapuzaron en el océano cien mil toneladas de café? A diario padece nuestro sistema nervioso el calambre de unos sustos que sin prensa se ahorraría: cuando no es un negro que apareció en el vientre de un cocodrilo, es un cocodrilo el que aparece en el vientre de un negro.
—Como mande el señorito —repitió la criada servilmente, sentándose encima de la saca para aguantar la perorata cómodamente.
—Los periódicos, no sé por qué, se empeñan en que hagamos nuestras todas las desgracias que ocurren en el globo. Tenemos que sufrir y llorar por la muerte del negro devorado y por la familia desnucada. A nuestras tragedias individuales, que no son cucufate de niño, nos obligan a sumar las mundiales. ¡Cuántas mañanitas de sol y optimismo me chafó la lectura de un triple asesinato cometido en el Beluchistán! ¡Qué orgullosas se muestran las agencias informativas cuando nos ponen, delante de la nariz, una buena escabechina a balazos de máuser! Y si en la noticia se incluyen tajaditas de cadáver, miel sobre hojuelas.
—Como mande el señorito.
—¿Puedes explicarme, Adelaida, para qué diablos necesito yo saber que el rey de Pepescania se partió el húmero al tropezar el decimoquinto peldaño de la escalera que conduce a su palacete de caza y pesca? ¿Qué necesidad tenemos de conocer las catástrofes que no pudimos evitar? ¿Por qué no economizarnos berrinches que minan nuestra salud y soliviantan nuestra red nerviosa? ¡Si supieras cómo me arrepiento de haber perdido media vida preocupándome de las desgracias ajenas, sin pensar para nada en mí!…
Reinó en la habitación un severo silencio de roble macizo. Hasta que don Bigote lo rompió con la pedrada de su voz:
—¿Qué te parezco yo, Adelaida? —dijo.
—Feo, señorito —opinó la criada sin poder contenerse.
—No me refiero a eso, estúpida —gruñó don Bigote bastante ofendido, pues a pesar de su pequeñez tenía un elevado concepto de sí mismo—. Hablo desde el punto de vista espiritual.
—Opino que el señorito tiene una vena de neurosis ramificada, pero que todavía puede hacer su apaño —dijo Adelaida con la sinceridad típica de las palurdas viejas.
—¡Neurosis! ¡Locura! Todos los genios que hicieron bien a la Humanidad sufrieron en vida ese despectivo epíteto: Pasteur, Leonardo de Vinci, Newton, Pitágoras, Colón, Laiglesia… La estupidez aparente oculta muchas veces el genio perdurable, rica.
Y tratando de dar arrogancia a su achaparrada figura, don Bigote abandonó la hemeroteca. En sus ojos refulgía la llama de los hombres destinados a realizar empresas sublimes.
—Quema toda la prensa. No dejes ni un periódico vivo —gritó mientras cruzaba el zaguán después de cerrar la puerta.
En fin: que el pobre estaba como una campanita de esas que se cuelgan al cuello del ganado.