I
CASTILLA

«CONDENSADA», la vaca de la Marquesa, iba por el sendero moviendo su gran ubre como una campana con muchos badajos. Anochecía. El sol acababa de marcharse a tostar a los antípodas, dejando a la pobre Castilla con toda la espalda llena de ampollas. Lenguas de viento nocturno lamían el llano, aliviando sus horribles quemaduras.

«Condensada» no era feliz. Holandesa por parte de toro y suiza por su ascendencia materna, se había criado en las montañas santanderinas entre pastos de todos los verdes. Sus primeros litros, allá en los años terneriles, merecieron la distinción de ser condensados por la acreditada marca «¿Quién es el gordinflón de su mamá?» Nunca le faltaron entonces ricas alfalfas y pastos variados, para nutrir su enorme cuerpo de cachalote terrestre.

Hasta que la Marquesa de Gallinaflaca la compró para tomarla en el desayuno. Y «Condensada», en un tren rápido, se dirigió a su nueva residencia.

En el mismo vagón viajaban muchas amas mojadas de las provincias norteñas, que iban a poner anuncios en los periódicos de Madrid ofreciéndose para eso.

—Tenemos que darnos prisita en llegar, no sea que nos sequemos en el camino —decían las amas mojadas muy nerviosas, tapándose bien con sus toquillas para que no les diera el sol en el busto.

A «Condensada» la apearon en la estación de Gallinaflaca, pueblecito situado en el protoplasma de la meseta central, en el que los trenes paraban de tarde en tarde por verdadero churro. La vaca, al echar un vistazo a los campos de los alrededores, comprendió que había caído en una de esas zonas desérticas, donde el único riego que existe son los salivazos de los campesinos. Y así se puso «Condensada» a los pocos meses: con el morro en carne viva, a fuerza de hurgar entre los pedruscos a la caza de una brizna verde.

Realmente, Gallinaflaca ponía los pelos de punta. Todos los automovilistas cruzaban el villorrio como centellas, temerosos de sufrir un pinchazo en medio de tanta desolación. El mejor remedio contra las plagas de langostas, según decían los peritos agrícolas, era dejarlas posarse en aquellas tierras tan poco apetitosas: a la semana, estaba toda la plaga patas arriba.

Pero las langostas, que no son tan tontas como parece, decían que allí se iba a posar su abuela. Y se posaba su abuela, en efecto, pero salía zumbando en cuanto nadie la miraba.

Los únicos que hablaban bien de Gallinaflaca eran los eruditos más prestigiosos del país. Solían publicar muchas columnas diciendo que Gallinaflaca era «la más pura esencia de Castilla» y que había que conservar por todos los medios su «sabor típico». Los eruditos, como es natural, vivían en Madrid cómodamente con menos «sabor típico», pero con cada «frigidaire» y cada cuarto de baño que quitaba el hipo.

Todos los años visitaba Gallinaflaca algún literato especializado en Castilla. La Marquesa le invitaba en seguida a tomar un chorizo con pan en su casa solariega, y a los postres (gachas de tapioca), bajo los efectos de un vinillo casero que preparaba la anfitriona con bellotas machacadas, el escritor decía con voz campanuda:

—¡Cuánto sabor tiene este pueblo castellano, cáscaras!

Y levantándose de un brinco, se asomaba a la ventana. La casa solariega, emplazada en una pequeña altura, ofrecía desde todas sus ventanas perspectivas de tejas rotas y covachas míseras.

—¡Cuánto sabor, córcholis! —recalcaba el literato. Y empezaba a hablar del Cid.

—Pues tampoco el olor es mal ave —hacía notar el Alcalde, que se agregaba al pan con chorizo cuando había literato.

—¡Fíjese en aquel polluelo, que lleva en la boca una lombriz! —señalaba el erudito—. Cosas así sólo se ven en la legendaria Castilla.

—Lo de los pollos no se llama boca, sino pico —corregía el Alcalde, que no tenía un pelo de tonto, porque era calvo de nacimiento.

—Pues yo le llamo boca —insistía el escritor con arrogancia para no reconocer su equivocación evidente. Y ponía en su afirmación, como una maza, su autoridad de aspirante desde niño a la Real Academia.

—¡Qué crimen! —lloraba el hombre de letras poco después, viendo una calleja de Gallinaflaca relativamente limpia y flanqueada por casas que no se caían a pedazos—. ¿Cómo tolera usted, señor Alcalde, que se atente de esta manera contra el sabor local?

—La propaganda americana nos hace mucho daño —explicaba la primera autoridad del lugar acariciándose su papada de pellejo curtido, característica en los viejos de la región—. Estas modas nuevas de frotarse los dientes con una pasta para atontar a los bacilos están desmoralizando a mi municipio. ¡Monsergas! Yo llevo de Alcalde muchos años, y le aseguro que nunca vi un bacilo con mis propios ojos en toda la cabeza del partido.

—Los bacilos no se perciben a simple vista —advertía el médico de Gallinaflaca, invitado perpetuo a los ágapes de la nobla—. Para verlos se necesita telescopio.

—Querrá usted decir microscopio —rectificaba triunfalmente el académico en ciernes, para sacarse la espina de su coladura al decir «boca» por «pico».

Concretando: Gallinaflaca era una de tantas aldeas que siguen respetándose en nuestro país por culpa del dichoso «sabor típico», y que hace tiempo debieron quemarse para levantar otras nuevas. Personalmente, detesto la pobreza de todas las «Gallinaflacas» de la nación. Me crispa los nervios el labrador que por haber conservado en toda su pureza la tontería atávica de sus antepasados, sigue destripando terrones con una tosca birria de origen romano. Me sacan de quicio esas viejas impasibles y tipiquísimas que, a la puerta de sus tabucos, no hacen ni el menor movimiento para espantarse las moscas que se posan en las córneas de sus ojos.

Yo taparía la boca con un esparadrapo al pedante que se atreviese a encontrar «sabor» en cualquier Gallinaflaca: o le castigaría a vivir allí algunos años, para que viese lo que era canela. Bastante siento que una parte de esta novela delgadita tenga que pasar en semejante pueblo, y milagro será que no se me llene la pluma de cascarrias al escribir estos pasajes.

Gallinaflaca, para colmo, gozaba de una subvención anual destinada al sostenimiento de su «sabor». Las ordenanzas municipales más bien eran desordenanzas; prohibían pavimentar, construir rascacielos que desentonaran del «estilo covacha» predominante en el lugarejo y el telégrafo no se instaló jamás para que los postes no estropeasen la belleza de sus panoramas. La subvención se consumía en comprar camiones de basura menuda para cubrir las calles, y en pagar piquetes de piquetas que mantuviesen todo debidamente ruinoso.

Así era la patria de don Bigote.

«Condensada» llegó a su establo, empujó la puerta con un cuerno y fue derecha a tumbarse en su cama de paja.

Anocheció del todo. En el cielo brillaba una luna en cuarto de lo más menguante, pequeña, curva y blanca, como si San Pedro se hubiese cortado la uña de su dedo gordo.

Justo encima del establo, en su habitación, la Marquesa, lo mismo que su vaca, acababa de acostarse en su cama de plumas.

La Marquesa de Gallinaflaca era una mujer que representaba la edad que tenía. Con lo cual iba bien servida, porque pasaba de los setenta. Alta y seca, con un lunar en la cadera derecha que ningún hombre vio jamás —la Marquesa era una célibe de campeonato—, no tenía mal aspecto. Se peinaba con raya; y como había sido pelirroja, sus canas, en lugar de ser blancas como las de todo el mundo, eran de color «beige».

Pero la Marquesa no era una aristócrata corriente, de esas que se diferencian de las mecanógrafas en que tienen la sangre azul. No: la Marquesa tenía la sangre color de salmón, como todo el mundo. Pero tenía, en cambio, la lengua larga. En eso se diferenciaba su rancia estirpe de las estirpes frescas.

Aquella lengua severísima, color de catafalco, era su orgullo. No desperdiciaba ocasión de enseñársela a los forasteros que la visitaban. Por las mañanas sobre todo, pretextando que quería ventilarse los pulmones, dejaba la boca bien abierta para lucirla. Bostezaba continuamente con el mismo fin, y se ofrecía para pegar los sellos en las cartas que escribían sus amistades.

El título de Marquesa, según decían sus enemigas, no era suyo. Contaban que se lo encontró hacía muchos años, entre la arena de la playa de San Sebastián. Una bañista «pura sangre» lo había perdido, y ella se lo apropió. Imposible averiguar lo que había de cierto en este chisme.

La casa solariega de la linajuda gallinaflaquense estaba situada en las afueras del pueblo. Tenía dos pisos: uno arriba, en el que vivía la Marquesa y sus criadas, y otro abajo ocupado por la vaca y los gañanes. Los gañanes no le servían de nada a la Marquesa, porque sus tierras no producían ni un rábano. Pero en los pueblos ya se sabe: o se tiene la casa llena de gañanes, o se hace el ridículo. La categoría de cada cual, que en las ciudades se calcula por el número de automóviles, se mide en el campo por gañanes.

—La Pascasia tiene gañán nuevo —chismorreaban las pueblerinas más encopetadas—. Con éste, ha completado la docena.

—¡Menudo postín se da la Pascasia!

—Claro que muchos gañanes son viejos.

—Eso sí.

La Marquesa, como era la primera dama de la comarca, tenía que sostener una cifra de gañanes superior a cualquier familia. Y como el cacique tenía en su casa catorce, pues ella quince. Y así estaba la casa solariega, que daba verdadera lástima: se barría una vez y los gañanes, a los cinco minutos, lo ponían todo perdido de migas. Pero no se pescan truchas a bragas enjutas.

La Marquesa, que se llamaba Genoveva, era muy bondadosa. Nadie que llamara a su puerta se iba sin un mendrugo de pan y un vasito de vino de bellotas machacadas. Era rica, pero sin avaricia. Era tonta, pero sin exageración. Su fortuna, en lugar de tenerla invertida en valores bancarios, la tenía colocada en calcetines ocultos por diferentes rincones de la casa solariega.

Así era la vecina de don Bigote.

El médico de Gallinaflaca se diferenciaba de los demás médicos del mundo en que no era médico. Diferencia bastante notable, de la que él estaba orgullosísimo. El auténtico doctor del pueblo lo fue su padre, que murió al beberse por equivocación una receta destinada al cacique. Malas lenguas desmentían ese rumor; pero las buenas, que eran de abrigo, se encargaban de confirmarlo siempre que podían.

—¿Quién cubrirá la vacante que deja el doctor Amadeo Camomila? —se preguntaban las autoridades locales, hechas un lío como todas las autoridades cuando tienen que resolver la pega más leve.

Se pensó en el cacique, como de costumbre; porque si no se pensaba en el cacique al haber una vacante, las bofetadas se oían en Lima.

Pero en esta ocasión el cacique rehusó la oferta, porque le acababan de nombrar notario, alguacil y algunas cosillas más, y no quería abusar.

—Anímese y acepte el puesto de médico —le aduló el Alcalde—. Otros más bestias que usted lo han sido.

No hubo forma. Hasta que un concejal dio la solución:

—El doctor Camomila deja un hijo, ¿verdad?

—Sí. Jacinto se llama. Pero no es médico.

—Tampoco lo es el cacique.

—Pero es cacique.

—Pero a Jacinto Camomila, a fuerza de estar con su padre, algo se le habrá pegado del oficio. Aunque sólo sean las etiquetas de los medicamentos…

—Pues es verdad. Este concejal no es tan cretino como pensábamos.

Y se fueron a proponerle el puesto a Camomila hijo. Jacinto recibió a la comisión con una zanahoria en cada mano.

—¿Gustan? —dijo.

—No somos conejos —refunfuñó el Alcalde, que se picaba en seguida.

Jacinto Camomila era igual que su padre, pero más niño. Tenía sus mismos ojos, sus mismos muslos y sus mismos trajes. Aunque era de gran estatura, cuando se ponía en cuclillas no se le notaba.

Aceptó a sustituir a don Amadeo con la mayor naturalidad. No por cinismo, como a primera vista pueda parecer, sino convencido de que «aquello de la Medicina —según su propia frase—, se le daba muy bien».

—Lo que hace falta es que se le dé bien a los enfermos —observó otro concejal, burócrata irónico que tenía muy mala tinta.

Y así fue cómo don Jacinto Camomila se hizo cargo de los dolores locales. Y con un espíritu innovador que hubiese asombrado a los medios científicos de Gallinaflaca si llega a haberlos, introdujo reformas profundas en todas las ramas médicas.

A los enfermos crónicos, cuyas dolencias se resistían al trallazo de sus brebajes, verdaderos «saltaparapetos de la muerte», los castigaba de espaldas a un rincón de su consulta hasta que le prometían volver a estar buenos.

—Así me gusta —decía el nuevo doctor cuando los enfermos le juraban por su madre que se arrepentían de haber estado malos. Y luego, dándoles un caramelo de menta, los dejaba salir a que arasen el campo con sus amiguitos.

Camomila revolucionó también la técnica operatoria al emplear un bisturí de su invención con siete muelles, que se abría como una navaja de Albacete. Sus resultados fueron maravillosos: en cuanto el paciente oía desde la cama de operaciones el chasquido del primer muelle, se echaba a temblar. Y cuando sonaba el número siete, había desaparecido en la lejanía corriendo como un gamo.

—De esta forma me evito matanzas inútiles —se pavoneaba el doctor—. Mi bisturí produce tanto pánico al organismo, que las vísceras se curan del susto. Mi bisturí de siete muelles ha hecho innecesaria la cesárea: en cuanto el crío oye su «tac-tac» espeluznante, nace en un momento, se lava, se peina y se zambulle él solito en su cuna. Claro que, para manejarlo, hace falta ser un cirujano de aspecto chulo.

Otra de las gracias de don Jacinto consistía en poner las inyecciones a caballo, como una especie de Conchito Cintrón: se montaba en su jaca de rejoneador hipodérmico, adornaba la jeringuilla con cintas de colores, y corría al galope hacia la nalga desnuda que espera el pinchazo. Y al llegar a su lado daba un regate, sujetaba con una mano las bridas del animal, y con la otra clavaba limpiamente su rejón salutífero.

Así era el médico del pueblo en que vivía don Bigote.

El cacique era un hombre que se había hecho a sí mismo. Pero al hacerse debió de comprar las piezas en una casquería, porque el conjunto resultó nefasto: su nariz era bubónica, todos sus dedos parecían pulgares, y en su estrechísima frente las ideas tenían que entrar a gatas. Se llamaba don Pío, pero la gente, para abreviar, le llamaba don Julepe.

Don Julepe era hombre de pocas palabras. Despreciaba la dialéctica. Generalmente, su garganta sólo emitía un sordo gruñido, curioso esperanto con el que se comunicaba con el mundo exterior:

—¡Ajum!

Cuando le preguntaban los feligreses de su cacicato cómo iba de su arteriosclerosis, respondía que «ajum, gracias». Y si le decían que cinco de sus ovejas habían muerto de moquillo, comentaba que «ajum, cuerno».

«Ajum» podía decirlo con acento suave, o echando chispas por los ojos; según los casos. Era imprescindible observar la mímica que acompañaba al «ajum» para traducir su significado. Cuando don Julepe estaba de buen humor, su mímica no era peligrosa. Pero cuando se enfurecía llegaba a ser tan expresiva, que en muchos casos hubo que encolar a sus interlocutores la base del cráneo.

—Es que don Julepe acciona mucho al hablar —le disculpaba el Alcalde, que le tenía más miedo que vergüenza.

—Lo malo de su elocuencia es el garrote —explicaba su víctima desangrándose en una palangana que tenía el doctor Camomila para estos casos.

Nadie sabe lo útil que es una mímica así para prosperar en los pueblos: ¿que el tío Onofre no quiere ceder sus tierras? Un buen mimicazo en la mandíbula, y cerrado el trato. ¿Que la tía Molgosa reclama una oveja que entró a pastar en el monte del cacique? Otro golpe de mímica, y a otra cosa, tía Molgosa.

El único que se atrevía a desafiar la elocuencia de don Julepe era Bartolillo, pequeño golfo de quince años. Todos los pueblos de España tienen su correspondiente Bartolillo. Estos Bartolillos, despeinados y sucios, se pasan la juventud haciendo salvajadas que aterrorizan al vecindario: roban fruta de las huertas, atan botes de conservas en los tobillos de los canónigos, envenenan con cianuro los pozos de agua potable, y destrozan los cristales a pedradas. Muy graciosos.

El Bartolillo de Gallinaflaca cumplía fielmente su misión de pincelada selvática en el cuadro local. Realizaba durante la semana las diabluras de los Bartolillos corrientes, y los domingos, para coronar su labor, rompía un cristal de la casa del cacique.

De todas sus jugarretas, la más lucrativa para Bartolillo era las pedradas dominicales a las ventanas del cacique. Lo mismo que los fieles van a los templos para ofrecer «exvotos» a los santos de su devoción, los gallinaflaquenses iban a Bartolillo a dedicar piedras para don Julepe.

—Quiero que le tires esta piedra al cacique el primer domingo de marzo —decía el tío Onofre sacando con gran devoción de una alforja un canto rodado precioso.

Bartolillo sopesaba el proyectil y ponía precio al lanzamiento con arreglo al tamaño de la piedra. Por las pequeñas, que sólo rompían un pedacito de cristal, cobraba cincuenta céntimos. Y por las gordas, que hacían saltar la ventana hecha trizas, hasta cinco pesetas. El golfete guardaba escrupulosamente el secreto profesional, y ningún domingo se supo qué enemigo de don Julepe pagaba aquella mano vengadora. Había cola para aquellas pedradas, tubo de escape para el odio del pueblo hacia don Julepe.

—Lo siento —solía decir Bartolillo—, pero tengo todas las pedradas cubiertas hasta el Sábado de Gloria.

—¡Qué fastidio! Había hecho promesa de tirarle una piedra al cacique el día de San Ambrosio…

Don Julepe no podía ver a Bartolillo en ninguno de los sentidos: porque le odiaba a muerte, y porque Bartolillo tenía buen cuidado de no ponerse ante los ojos del cacique para que le viese.

—¡Ajum! —tronaba don Julepe asomándose a la ventana que el chico acababa de romper—. ¡Mil pares de ajum! —añadía en el colmo de la cólera, disparando los dos cañones de su escopeta contra la figurita de Bartolillo en plena huida.

El cacique había ordenado muchas veces la detención del osado golfo. Pero las piernas de la Justicia de Gallinaflaca —un anciano que hacía de guardia y cartero— eran menos ágiles que las de Bartolillo y nunca se le capturó.

Doña Dulce, la esposa del cacique, era atractiva y coloradota como un cangrejo recién nacido. Los lóbulos de sus orejas, largos y colgantes, parecían coquetones pendientes de solomillo. La «vox pópuli» aseguraba que no tenía un pelo de Dulce y que su vesícula biliar era mayor que un balón de rugby. Su voz era cavernosa, como si en la caverna de su garganta viviese un hombre de Cromañón que hablara por ella.

El cacique la quería mucho porque decía que era difícil encontrar mujeres como Dulce. Y era difícil, afortunadamente.

Así era el matrimonio que gobernaba el pueblo donde nació don Bigote.

También había en Gallinaflaca un pregonero que los días de fiesta recorría las calles tocando el tambor como un niño grande, un farmacéutico con un tímpano perforado, una señorita casadera y dos centenares de vecinos para hacer bulto en las procesiones y rogativas.

Todos los mozos del pueblo, que eran siete, habían probado a la señorita casadera lo mismo que a un melón.

—Es un poco amarga —decían rechazándola.

Y la abandonaban después de probar un pedacito de su honra. La honra de la señorita casadera estaba llena de agujeros, como esos melones que se ofrecen a cala y nadie se queda con ellos.

—Aquí no engañamos a nadie —explicaba la mamá de la señorita cuando surgía algún nuevo pretendiente—. Las mujeres, como los autos, hay que probarlas antes para ver si carburan bien.

Y eso era todo lo que había en Gallinaflaca, pueblecito de Castilla en el que transcurrieron los primeros cuarenta años de la vida de don Bigote.