Traca final

LITERATURA ABSTRACTA

ENVUELTO POR COMPLETO en un trapo purpúreo, por no decir simplemente colorado, un joven se acercó a la muchacha que esperaba sentada en el arrecife. Era una bellísima joven de buena familia: pertenecía a la familia de los cefalópodos.

—¡Tío Enrique! —gritó la muchacha, palideciendo de horror.

Pero el joven se quitó su lujoso trapo, dejando al descubierto su primorosa cabeza de niño, dos brazos muy blancos y una hermosa pierna. No es que tuviera dos piernas y le faltara la pareja por alguna amputación, sino que tenía una sola en el centro del tronco, como esos atractivos maniquíes que emplean las modistas. Vestía un jubón de cuero grueso, guanteletes de encaje, una perla incrustada en la barbilla y un gracioso birrete con flecos rematados por estrellas. Sus cabellos eran del color del trigo, cereal muy codiciado para la fabricación del pan.

—No soy tu tío Enrique —confesó—, sino Huberto. El bello Huberto, más conocido por Jacinto.

—¡Huberto! —dijo la muchacha bajando del arrecife y metiéndose en el mar, porción acuática muy codiciada para la cría de peces—. ¡Llévame contigo!

—¡Llevarte conmigo! —suspiró el joven con voz ronca quitándose de los cabellos algunas hojas de vid, planta muy codiciada para la obtención del vino—. ¿Adónde? ¿A las montañas? ¿Al parque zoológico? ¿A la sala de billar?

La muchacha estalló en sollozos, en esos sollozos que causan centenares de víctimas entre las viudas de los sargentos.

—¡Llévame a la ciudad! —suplicó entre sus gimoteos.

Huberto lanzó un alarido que hizo huir a las gaviotas, aves que los peces detestan porque se los comen.

—¡Insensata! —gimió después en un murmullo tan dulce, que hizo regresar a las gaviotas a su punto de partida—. La ciudad mancharía tu candor. No te dejaré abandonar el arrecife de tu infancia.

El joven, que también pertenecía a una distinguida familia —la familia de los crustáceos—, se echó el trapo por los hombros al mismo tiempo que escrutaba el horizonte con unos gemelos de teatro. Pasó junto a ellos una ola coronada de espuma, de esa espuma tan apreciada por los fabricantes de pipa.

—Ciudades no hay más que dos —explicó a la candorosa muchacha—: una se llama Sodoma, y la otra…, la otra…, ¿cómo diablos se llama la otra?

Un pez volador salió de las aguas, se posó en su hombro, y se lo dijo al oído:

—¡Gomorra, bruto!

—Gracias, pez —dijo el joven.

Y el pez volador, piando alegremente, abrió sus alas y voló hasta hundirse en el mar.

—¡Quiero morir! —ululó la muchacha, pálida como la cera, material muy apreciado para la fabricación de velas.

Una sombra de tristeza nubló un ojo de Huberto. Uno sólo, sí, porque la sombra era pequeña y no alcanzaba para nublar los dos.

—Haré lo que deseas —dijo al fin.

Y abriendo un saco de muselina que colgaba de su cinturón, metió en él a la joven. Hecho esto, salvó el brazo de mar que le separaba de la playa, y corrió sobre la arena dorada hacia la ciudad que se adivinaba en la lejanía. El peso del saco era para él como una pluma, elemento que constituye la vestimenta de los patos.

—¿Falta mucho? —dijo ella, sacando su voz entre las mallas de la muselina.

Se vislumbraban las chimeneas del perverso núcleo urbano, cuajado de destilerías, garitos y prostíbulos.

—¿Falta mucho?

—¡Calla! —se enfadó él, pegando un manotazo a la muselina del saco.

Comenzó a oírse la tentadora música de la ciudad: las sirenas de las fábricas cantaban para atraer a los caminantes incautos. La muchacha tuvo un escalofrío, pero el escalofrío se quedó dentro del saco.

—¡Mira la ciudad! —dijo Huberto, deteniéndose en una calle céntrica.

—Si no me sacas del saco, no veré ni torta —imploró la muchacha.

—Está bien, sal —ordenó él.

Y cuando ella salió, no encontraba palabras sencillas para expresar su asombro.

—¡Fenolftaleína! —dijo al fin.

Los ciudadanos, atraídos también por el canto de las sirenas de las fábricas, pasaban junto a ellos apresuradamente. La muchacha palmoteó gozosa.

—¡Me quedo, Huberto! —dijo al joven, mientras se alejaba hasta perderse en un laberinto de callejas.

Y el bello Huberto, más conocido por Jacinto, volvió solo al arrecife.

A la mañana siguiente, los barrenderos encontraron en la calle de la ciudad, junto a una peladura de patata, el candor de una muchacha.

EL COBARDE INTELIGENTE

DON NICOLÁS, al tropezar en el velador que ocupaba el parroquiano corpulento, vertió una taza de café sobre su pantalón.

—¡Ya podía tener más cuidado! —chilló el parroquiano corpulento, secando la mancha con un pañuelo. Y añadió—: ¡Imbécil!

—¡Repita eso! —dijo don Nicolás estirando el cuello, desafiante.

—He dicho «imbécil». ¿Pasa algo?

—¡Pues usted es un mefato! —le insultó don Nicolás, rojo de ira.

—¿Cómo ha dicho? —preguntó desconcertado el parroquiano corpulento, pues jamás había oído esa palabra.

—¡Lo digo y lo repito: mefato!

El parroquiano corpulento, sin saber cómo reaccionar, balbució para ganar tiempo:

—¡Animal!

—¡Ponjarro, meco, chacopo! —disparó don Nicolás en el colmo de la furia—. ¿Me ha oído, pedazo de jaraspo?

El parroquiano corpulento lanzó una mirada a los amigos que le acompañaban, pidiéndoles consejo.

—No puedes pegarle sin saber el significado de sus insultos —le dijeron—. No sería justo.

—¡Estúpido! —volvió a decir el manchado de café, para ver si don Nicolás acababa por decir algún insulto comprensible que le permitiera romperle la cara.

—¡Birrote! —repuso don Nicolás sin achicarse—. Es usted un vulgar camundo, ¿comprende? ¡Quítese de mi vista, sánfito!

El parroquiano corpulento, desarmado, vacilaba. Los clientes del café, que presenciaban la escena desde lejos, se asombraron de que un hombrecillo tan débil como don Nicolás se atreviera a enfrentarse con un gigantón como aquél, dirigiéndole además injurias horribles a juzgar por los gritos que daba.

—Tonto —masculló el gigantón, hecho un lío.

—¡Pues si yo soy tonto, usted es un bitueco!

—¿Bitueco? —repitió el parroquiano corpulento con la boca abierta—. ¿Y qué significa bitueco?

—Yo no tengo la culpa de que sea usted un garrulino, ¡so matraco!

—¿Qué debo hacer? —suplicó el parroquiano a sus amigos, que seguían interesados por la escena.

—Nada —dijo el de más experiencia, encogiéndose de hombros—. No puedes sentirte ofendido por unas palabras cuyo grado insultante no puedes medir.

—¡Atrévase, vamos! —le provocaba don Nicolás, apretando con rabia sus puñitos—. ¡Es usted un porro, un zampénigo y un retroque!

—Cállese, por favor —le rogó el parroquiano corpulento—. Le suplico que se marche.

Don Nicolás sonrió con infinito desprecio. Luego, ante la admiración de toda la clientela, abandonó el café con paso firme. Una vez más, su truco de inventar insultos que no figuran en ningún diccionario le había permitido comportarse como un valiente, sin exponer su cuerpo de cobarde al rudo contacto de un bofetón.

ORGULLO DE PICADOR

TENGO UN AMIGO que es picador. Un picador ya viejo, que apenas pica. Le llaman alguna vez para picar en alguna becerrada benéfica, porque las empresas saben que su vara es tan inofensiva como una vara de nardos. Pero él no quiere retirarse, porque sabe que el retiro significa la soledad. Los picadores, lo mismo que los verdugos, no tienen amigos. Han hecho tanto daño a lo largo de sus vidas, que nadie quiere acompañarlos cuando les llega la hora de la muerte.

Yo sé que este viejo picador no tiene más amigo que yo, y por eso soporto que desahogue conmigo sus confidencias y los recuerdos de su vida.

—Aquí donde me ves —me dice siempre que me ve—, he sido el picador que cosechó más insultos en todos los ruedos de España.

Y al decírmelo, sus ojos centellean de orgullo. Y yo los dejo centellear, porque sé que eso le llena de satisfacción.

—Pero no creas que estos éxitos no me costaron trabajo —continúa—. Tuve que luchar para conseguirlos. Recuerdo que la tarde en que debuté tuve un fracaso rotundo: sólo me llamaron torpe un par de veces. Y el matador que me había contratado me amonestó severamente. Porque los matadores saben que, si el público no desahoga sus ganas de insultar en la suerte de varas, todos esos insultos contenidos van a parar a ellos en las suertes siguientes. Los picadores servimos no sólo para quitar poder al toro, sino para cansar la lengua del espectador.

Mi amigo hace una pausa, para que el párrafo de su historia no resulte tan largo, y continúa:

—Poco a poco, a fuerza de tenacidad, conseguí que mi desprestigio aumentara sensiblemente. En menos de dos años, tiempo «record», logré que el respetable me llamara «bestia», «salvaje» y «animal de bellota».

—Te sentirías satisfecho de tus progresos —le adulo.

—¡Figúrate! «Animal de bellota» es el primer título que recibimos cuando nos acercamos a la consagración definitiva. Viene a ser algo así como un sobresaliente en el examen de ingreso. Al cabo de cinco años más, me llovían insultos atronadores. Fue mi mejor época. ¡Qué éxito inenarrable! Me bastaba con asomar la cabeza dentro del ruedo, para levantar verdaderas tempestades de epítetos: «¡Gorrino!… ¡Matarife!… ¡Asesino!…» Era la gloria. Aquellas palabras me sonaban a música celestial. Tú no sabes lo que es consagrar la vida a desprestigiarse en una profesión y oír que miles de gargantas te confirman que lo has conseguido.

—Debe de ser muy hermoso —reconozco.

—Pero ningún momento tan emocionante como el de la alternativa —prosigue mi amigo, mientras el placer del recuerdo entorna sus párpados—. La alternativa me la dio un espectador del tendido número once, que me llamó «¡Herodes!» ¡Tarde memorable! Recuerdo que toreaba «Chiquito de Arrigorri», y la plaza registraba un llenazo hasta la bandera. Y de pronto, cuando yo salí en mi jaco jerezano para castigar al bicho, se oyó nítidamente el insulto dirigido a mí:

»—¡Herodeeeeees!…

»Era la consagración. Cuando un picador recibe el calificativo de Herodes, puede considerarse el rey de los picadores. A partir de entonces, fui contratado por los mejores toreros: «Lagarto», que fue abuelo de «Lagartijo»; «Cristobalito Colón», que luego se fue a América; «Pingajo de Huelva»…

—¿Cuántos insultos calculas haber recibido desde que picaste a tu primer toro? —le pregunto yo, pues sé que eso le gusta.

—Más de tres millones. Y hasta me han tirado cosas. Recuerdo que una tarde fue tal la indignación que sintió contra mí una aficionada, que me tiró un zapato. Recuerdo también que el zapato me dio en la cabeza, y que el tacón me hizo un boquete de pronóstico reservado…

Entonces, cuando mi amigo cierra los ojos para revivir sus jornadas gloriosas, aprovecho la ocasión para, de puntillas, alejarme de su lado. Y cuando vuelve a abrirlos y descubre mi ausencia, empieza a llamarme a gritos. Pero ya estoy lejos.

FIN DE «LOS PECADOS
PROVINCIALES»

(Empecé a escribir este libro en invierno, cuando los almendros tenían flores de nieve. Y lo he terminado en primavera, cuando los almendros tienen nieves de flores).

1961