El teatro

ESTRENO DE UN «MATCH» EN DIEZ ASALTOS

EN EL PRIMER ASALTO, vemos el decorado único de esta obra dramática: un cuadrilátero de regulares dimensiones, rodeado de cuerdas gruesas y rústicas. Dentro de este decorado sintético, tan de moda en el teatro moderno, se desarrolla desde el primer instante la tesis de esta tragedia: el odio.

Suena un «gong» y dos padres de familia, por circunstancias que el autor no revela para que no decaiga el interés del argumento, tienen un altercado violentísimo. En una apasionante escena muda, llena de complejos, don Arístides y don Gregorio se acometen furiosamente. La acción transcurre en verano, pues ambos personajes visten un somero pantaloncete y sudan como bestias.

En este primer asalto, el autor ha sabido matizar de tal forma los sentimientos de sus criaturas escénicas, que bastan algunos puñetazos para que el público comprenda la antipatía que separa a los dos protagonistas.

En los asaltos siguientes, peca el autor de excesiva reiteración. La idea de la obra (dos padres de familia que se odian) es muy bella y emocionante, pero adolece de excesiva cortedad. Ni siquiera la intervención periódica de un tercer personaje, que amonesta a ambos contendientes cuando en el ardor de la lucha se propinan golpes excesivamente bajos, logra alargar la brevedad argumental. El peso de la acción descansa en don Arístides y en don Gregorio, que, gracias a su atinada interpretación, dan a sus papeles toda la agilidad que les permiten sus piernas y sus puños.

Y el crítico se pregunta: ¿Por qué el autor no ha metido en el argumento alguna señorita andaluza, enamorada del ingeniero Picavea? ¿Por qué antes de iniciarse cada asalto no aparecen en escena algunos criados de ambos sexos, para poner al público en antecedentes de los motivos que obligan a odiarse a los protagonistas? ¿Por qué ese tercer hombre, que interviene periódicamente en la lucha con intenciones pacificadoras, no va vestido de marqués, o de abuelo de don Arístides, o de hija natural de don Gregorio? Censuramos al autor, que no carece de nervio dramático, su falta de carpintería teatral para urdir acciones secundarias que ayuden a sostener el eje de la tragedia central.

En el sexto asalto vemos que don Arístides, menos vigoroso, empieza a flaquear ante los complejos que le propina el acalorado don Gregorio. Unas escenas sobrias, en las que el diálogo ha sido diestramente sustituido por un recio jadeo, nos muestran que don Arístides está dispuesto a ceder frente a los contundentes razonamientos de su contrincante.

Unos cuantos asaltos más, y el drama llega a la escena cumbre de su desenlace: don Arístides, contra lo que el público esperaba, se refresca el rostro con una esponja. Luego avanza hacia don Gregorio con los ojos llameantes de furor. Sobre la escena, en esos momentos, cae el aliento de la tragedia griega. Don Arístides lanza su puño con brusquedad inusitada contra la barbilla de don Gregorio —¡bello símbolo de lo efímera que es la gloria humana!—, y don Gregorio se desploma fulminado. Esta sorpresa, del más rancio sabor escénico, arranca al público una ovación incontenible.

Y la tesis de la obra surge en toda su pureza: «No está bien que los padres de familia peleen entre sí». ¡Hermosa lección que enseña, a través del odio, las delicias del amor paternal! La obra termina con don Gregorio tendido en el suelo, mientras el tercer personaje, inclinado sobre él, mueve el brazo en un ademán que quiere decir sin lugar a dudas:

—¡Ya te advertí que tuvieras cuidado, hombre!… ¡Ya te advertí que tuvieras cuidado, hombre!… ¡Ya te advertí…!

Este final, con ser emotivo, deja sin resolver muchos aspectos del argumento: ¿Por qué se odian don Arístides y don Gregorio? ¿Eran sus diferencias de carácter atávico, o puramente episódicas? ¿Qué se ventilaba en aquella espeluznante reyerta? ¿El honor de una mujer? ¿Los límites de dos fincas colindantes? ¿La herencia de un hermanastro? ¿El precio de una cabeza de ganado? El misterio que rodea el origen de este odio, resta claridad a la comprensión de esta obra y nos obliga a clasificarla entre las simbólicas, tan al uso en los teatros minoritarios.

De la interpretación, nada podemos decir: sólo nos merece plácemes. Tanto don Arístides como don Gregorio se mostraron como lo que son: dos primeros actores del peso pesado.

La obra fue muy aplaudida al finalizar el décimo asalto, y don Arístides salió a saludar en representación de toda la compañía.

«EL DETALLE»
Obra de «suspense»

(La puerta principal de un Banco. Es de noche y nadie circula por la calle).

(EL RATERO VULGAR desaparece corriendo con la bolsa, mientras el LADRÓN INTELIGENTE solloza con amargura).

«EL JURAMENTO»
Drama rural

ACTO PRIMERO

(La escena representa el aposento del VIEJO LABRADOR).

ACTO SEGUNDO

(La escena representa un campo).

ACTO TERCERO

(La escena representa la casa de Susana).

«CONTROL ATÓMICO»
Opereta musical

(La escena representa un alegre salón de sesiones, adornado con banderas y farolillos. Los delegados visten trajes de colorines y gorros vistosos. El Presidente toca una campana para anunciar el principio de la sesión. El DELEGADO SOVIÉTICO se levanta).

(El DELEGADO NORTEAMERICANO se levanta y avanza también hacia la mesa presidencial cantando:)

(El DELEGADO NORTEAMERICANO se sienta. Los DELEGADOS DE LOS PEQUEÑOS PAÍSES avanzan hacia la mesa del PRESIDENTE cantando a coro:)

«AMISTAD Y SINCERIDAD»
Comedia moderna

(La escena representa dos chicas jóvenes y monas, charlando. La PRIMERA es más rubia que la SEGUNDA y la SEGUNDA más chatilla que la PRIMERA. Las frases entre paréntesis no las dicen, pero las piensan).

EL VIEJO PRIMER ACTOR

—A mí me gusta ayudar a los jóvenes que empiezan —dijo el viejo primer actor, en el café, a un actorcillo que le escuchaba embobado—. Y para que vea que es cierto lo que digo, voy a darle una oportunidad.

—Gracias, gracias —dijo el actorcillo, tembloroso de satisfacción—. No sé si debo aceptar…

—Nada, nada. No admito que rechace mi oferta —dijo el viejo primer actor—. Venga ahora mismo conmigo al teatro, y le permitiré que me vea ensayar.

—¡Oh, es usted demasiado generoso!… —agradeció el actorcillo, pagando el café que se había tomado aquella figura consagrada.

Una vez en el teatro, el viejo actor dijo:

—Pida el papel que quiera verme ensayar, y lo ensayaré con mucho gusto. Vamos, no desperdicie esta oportunidad.

—Pues Hamlet —sugirió el actorcillo tímidamente—. Aunque no sé si será demasiado para un principiante como yo…

—Cuando doy una palabra, la cumplo —dijo el viejo primer actor—. ¡Para que luego digan que yo no ayudo a los jóvenes!

Y se puso a ensayar Hamlet, mientras el actorcillo le escuchaba pensando que ya estaba más cerca de la gloria…

«CORAZÓN DE PLÁSTICO»
Sainete de costumbres actuales

(Un bar caro, para gente bien. Sentados en sendos taburetes, PEDRO y MATITA).

BIOGRAFÍA DE UNA BAILARINA

A LOS NUEVE AÑOS

—Sí, Violeta. Allí está mamá con la tía Matilde. En la segunda fila, al lado del pasillo central. Puedes verlas por una rendija de las cortinas, mientras continúa la fiesta del colegio. Cuando bailaste, pequeña, no las veías. ¡Estabas tan emocionada! Varias veces perdiste el compás. Varias veces también, tropezaste con una tabla del suelo y estuviste a punto de caer. Pero nadie lo notó, porque tus compañeras se equivocaban también y cometían errores. Y aquel público, compuesto de todas vuestras familias, sonreía con benevolencia al ver vuestros traspiés.

—¡Mira, ésa es Violeta! —dijo mamá señalándote y dando un codazo a la tía Matilde.

Hoy, Violeta, has tenido tu primer éxito. Los aplausos familiares, más tiernos que entusiastas, te sonaron a ovación delirante. ¡Lástima que el salón de actos de tu colegio sea tan pequeño! Porque tú sueñas con bailar en un gran teatro ese mismo «Lago de los Cisnes» que hoy bailaste. Y entonces no irán a verte los parientes endomingados de las otras alumnas, sino duques y barones con chistera, y hasta puede que algún príncipe. Aunque reinos y principados van quedando pocos, alguno quedará en esa zona confusa de los Balcanes, ¿no te parece?

Cuando lleguen esas grandes noches, Violeta, te acompañará una orquesta de sesenta profesores. Y no la maestra de Música, que toca tan mal el piano porque tiene sabañones en los dedos. ¡Qué vida maravillosa te espera! Serás la mejor bailarina clásica que pisó las tablas. Harás furor en esos escenarios de Europa que tú imaginas grandes como catedrales e iluminados como palacios. Ya te lo dice tu mamá, que ha sido tu primer crítico:

—Esta niña tiene mucha disposición.

Y a ti te ha bastado este primer pinito escolar para elegirte un nombre ruso. Ruso blanco, claro, que son los que suenan mejor. Porque hoy te han llamado en los programas «la señorita Violeta García», y tú sabes que no podrás ser una famosa bailarina llamándote así. Por eso has pensado en llamarte «Tatiana». Es bonito, y tú lo pasearás por el mundo entero en las puntas de tus pies.

Y bailarás vestida con trajes de gasa finísima, y no con esa birria que tía Matilde confeccionó con los trozos de tul de un viejo mosquitero.

¡Viena! ¡Italia! ¡París!… Tu imaginacioncita de nueve años levanta castillos con muchas almenas y palacios, con muchos espejos. Y ahora soñarás más todavía, porque las manos regordetas de unos cuantos matrimonios burgueses te han dedicado los primeros aplausos. Pero esos matrimonios no saben, Violeta, que el «cisne» que hoy has interpretado, es algo más que una gracia para cerrar amablemente un curso escolar. Ellos no saben que hoy ha debutado «Tatiana», la bailarina que algún día enloquecerá a los duques, a los barones, y hasta puede que a algún príncipe.

A LOS DIECISIETE AÑOS

Es mucha disciplina, ¿verdad, Violeta? Mientras tus amigas salen con chicos y estudian mecanografía, mientras pasean por el parque y ríen en el cine, tú te pasas las horas en esa horrible escuela de baile que dirige Madame. Madame no importa qué, porque estas profesoras se ponen un apellido endiablado que todo el mundo pronuncia mal. Tú, Violeta, te limitas a obedecer a su severa voz de mando:

—Señorita García, esas piernas más estiradas. El busto, erguido… Vamos: uno, dos, uno, dos… No, no: el «pas de cheval» tiene que ser más airoso, señorita. Usted lo hace como si fuera el paso de un caballo percherón… Veamos otra vez: uno, dos, uno, dos…

«Tatiana» no ha llegado todavía, pequeña Violeta, pero se acerca poco a poco. Tú sabes que si Zamora no se ganó en una hora, como suele decirse, tampoco Europa se ganó en unos años. Hay que trabajar de firme, perdiéndose las primaveras en la lóbrega academia de Madame. Ya notas que tus músculos se van domando, que eres más ágil, que los pasos te salen con más soltura.

Por esto resistes sin inmutarte los chaparrones de mamá y tía Matilde. Porque en tu casa, aunque siguen reconociendo que tienes mucha disposición, preferirían que hicieras «algo más útil».

—Pues de pequeña me decíais… —discutes tú.

—De pequeña, era una gracia —dice tía Matilde, que es más sincera porque te quiere menos que mamá—. Pero ahora, haciendo esas monerías tan grandullona…

No te ocultan tampoco que los asuntos en casa no marchan bien. Papá no consiguió el ascenso que esperaba. Y aunque las clases de Madame no son muy caras, tampoco se ha de tirar el dinero por la ventana.

—¿Por qué no buscas alguna oficinita para por las mañanas? —te ha dicho mamá—. Para entretenerte, claro. Y de paso, si ganaras algo…

Pero entonces interviene tía Matilde:

—Y ¿qué puede hacer en una oficina, si no sabe taquigrafía ni mecanografía?

Pero tú sigues creyendo en «Tatiana». Aunque no puedes negar que, en tus sueños, se ha derrumbado la almena de algún castillo y se ha roto el espejo de algún palacio. ¡No te desanimes, Violeta! ¡Viena sigue en el mismo sitio! ¡Y París! ¡Y Roma!… ¡Vamos, mujer, adelante! «Uno, dos, uno, dos… Las piernas estiradas, el busto erguido… Y ese “paso de caballo”, que no sea percherón…»

Los duques y los barones siguen esperándote, con sus chisteras y sus monóculos. Todos tienen algunas canas más que cuando empezaste a soñar con ellos, pero ya sabes que ahora están de moda los galanes maduros. ¿Y no has leído en los periódicos que aún hay príncipes que se casan con actrices?

¡Animo, señorita García!… Si se cae la almena de algún castillo que levantaste en el aire, vuelve a construir otra más alta. Porque los materiales de construcción que se emplean en los sueños son inagotables, y sólo cuestan un poco de ilusión.

A LOS VEINTIDÓS AÑOS

Te molestan los zapatos, ¿verdad, Violeta? Es natural. No son tan finos ni tan flexibles como las zapatillas de baile. Pero ¿qué pintarían unas zapatillas de baile en el escenario del Teatro Frivolín? Serían un anacronismo. Además, cuando hay que bailar cuatro horas casi seguidas —con una en el centro para comer—, hay que usar zapatos duros y resistentes. Pero el sueldo es bueno, y tus compañeras simpáticas.

¡No, no me digas nada! Ya sé que al fin la sensatez de la familia, unida a la cesantía de papá, te obligaron a separarte un poco de «Tatiana». Un sueldo de menos en una casa no se nivela con sueños. Y las cuentas de la luz no se pagan tan fácilmente como los kilovatios de ilusión que iluminan los castillos en el aire. Por eso ingresaste en el cuerpo de baile del Teatro Frivolín, porque es la colocación que más se aproxima a tus aptitudes. Así, al menos, sigues ejercitando tus músculos por si algún día… Pero no. Ya veo que te vas resignando con tu suerte. Ya no te quejas de ser la cuarta señorita de la derecha en ese cuadro que se llama «Las mosquitas del amor». Y quizá tengas razón: el cuadro no será «El lago de los Cisnes», pero el decorado es bonito y los trajes vistosos. Y la música no es de Tchaikovsky, pero el maestro Bermúdez sabe componer unas melodías muy pegadizas.

Este trabajo, si se mira con ojos realistas, es menos cansado que bailar de puntillas. Y el maestro de baile —un marica muy gracioso— no os impone una disciplina tan rígida como Madame. Si alguna chica del conjunto quiere rascarse la espalda en una pirueta, o timarse con un señor de un palco, no pasa nada. Las otras «mosquitas», además, son alegres y siempre están dispuestas a invitarte a un café con leche después de la función.

Es cierto, Violeta, que alguna vez recuerdas aquella lejana fiesta del colegio, cuando te lanzaron al escenario el primer ramillete de aplausos. Es cierto también que no has olvidado la academia de Madame, que tú considerabas el trampolín para saltar a Europa. En estas ocasiones, ya lo sé, una lágrima te estropea ligeramente el rimmel de un ojo. Una lágrima pequeña, seamos sinceros, porque en seguida el traspunte grita «¡El conjunto a escena!», y lo olvidas todo al oír la musiquilla de tu número. Entonces te secas la lágrima con un borde del vestido y corres a ocupar tu puesto en el enjambre de «mosquitas». Y sales al escenario con una sonrisa en los labios; con esa sonrisa que el maestro de baile enseña a todas las coristas, y que sólo se aprende después de oír gritar ochenta veces al empresario:

—¡Sonrían, señoritas! ¡Esto no es un funeral!

Porque él sabe que para ti, Violeta, sí es un funeral: el de tus ilusiones. Pero consuélate, mujer: ¿no ves allí, en la segunda fila del anfiteatro, a mamá y a tía Matilde? También ahora, como antes en el colegio, vienen a verte bailar. Y presumen con sus compañeros de localidad diciendo:

—¿Ven ustedes? Es ella, la cuarta «mosquita» de la derecha…