EN EL PRIMER ASALTO, vemos el decorado único de esta obra dramática: un cuadrilátero de regulares dimensiones, rodeado de cuerdas gruesas y rústicas. Dentro de este decorado sintético, tan de moda en el teatro moderno, se desarrolla desde el primer instante la tesis de esta tragedia: el odio.
Suena un «gong» y dos padres de familia, por circunstancias que el autor no revela para que no decaiga el interés del argumento, tienen un altercado violentísimo. En una apasionante escena muda, llena de complejos, don Arístides y don Gregorio se acometen furiosamente. La acción transcurre en verano, pues ambos personajes visten un somero pantaloncete y sudan como bestias.
En este primer asalto, el autor ha sabido matizar de tal forma los sentimientos de sus criaturas escénicas, que bastan algunos puñetazos para que el público comprenda la antipatía que separa a los dos protagonistas.
En los asaltos siguientes, peca el autor de excesiva reiteración. La idea de la obra (dos padres de familia que se odian) es muy bella y emocionante, pero adolece de excesiva cortedad. Ni siquiera la intervención periódica de un tercer personaje, que amonesta a ambos contendientes cuando en el ardor de la lucha se propinan golpes excesivamente bajos, logra alargar la brevedad argumental. El peso de la acción descansa en don Arístides y en don Gregorio, que, gracias a su atinada interpretación, dan a sus papeles toda la agilidad que les permiten sus piernas y sus puños.
Y el crítico se pregunta: ¿Por qué el autor no ha metido en el argumento alguna señorita andaluza, enamorada del ingeniero Picavea? ¿Por qué antes de iniciarse cada asalto no aparecen en escena algunos criados de ambos sexos, para poner al público en antecedentes de los motivos que obligan a odiarse a los protagonistas? ¿Por qué ese tercer hombre, que interviene periódicamente en la lucha con intenciones pacificadoras, no va vestido de marqués, o de abuelo de don Arístides, o de hija natural de don Gregorio? Censuramos al autor, que no carece de nervio dramático, su falta de carpintería teatral para urdir acciones secundarias que ayuden a sostener el eje de la tragedia central.
En el sexto asalto vemos que don Arístides, menos vigoroso, empieza a flaquear ante los complejos que le propina el acalorado don Gregorio. Unas escenas sobrias, en las que el diálogo ha sido diestramente sustituido por un recio jadeo, nos muestran que don Arístides está dispuesto a ceder frente a los contundentes razonamientos de su contrincante.
Unos cuantos asaltos más, y el drama llega a la escena cumbre de su desenlace: don Arístides, contra lo que el público esperaba, se refresca el rostro con una esponja. Luego avanza hacia don Gregorio con los ojos llameantes de furor. Sobre la escena, en esos momentos, cae el aliento de la tragedia griega. Don Arístides lanza su puño con brusquedad inusitada contra la barbilla de don Gregorio —¡bello símbolo de lo efímera que es la gloria humana!—, y don Gregorio se desploma fulminado. Esta sorpresa, del más rancio sabor escénico, arranca al público una ovación incontenible.
Y la tesis de la obra surge en toda su pureza: «No está bien que los padres de familia peleen entre sí». ¡Hermosa lección que enseña, a través del odio, las delicias del amor paternal! La obra termina con don Gregorio tendido en el suelo, mientras el tercer personaje, inclinado sobre él, mueve el brazo en un ademán que quiere decir sin lugar a dudas:
—¡Ya te advertí que tuvieras cuidado, hombre!… ¡Ya te advertí que tuvieras cuidado, hombre!… ¡Ya te advertí…!
Este final, con ser emotivo, deja sin resolver muchos aspectos del argumento: ¿Por qué se odian don Arístides y don Gregorio? ¿Eran sus diferencias de carácter atávico, o puramente episódicas? ¿Qué se ventilaba en aquella espeluznante reyerta? ¿El honor de una mujer? ¿Los límites de dos fincas colindantes? ¿La herencia de un hermanastro? ¿El precio de una cabeza de ganado? El misterio que rodea el origen de este odio, resta claridad a la comprensión de esta obra y nos obliga a clasificarla entre las simbólicas, tan al uso en los teatros minoritarios.
De la interpretación, nada podemos decir: sólo nos merece plácemes. Tanto don Arístides como don Gregorio se mostraron como lo que son: dos primeros actores del peso pesado.
La obra fue muy aplaudida al finalizar el décimo asalto, y don Arístides salió a saludar en representación de toda la compañía.
(La puerta principal de un Banco. Es de noche y nadie circula por la calle).
EL LADRÓN INTELIGENTE (saliendo del Banco). —Después de diez años de minuciosos preparativos, he logrado cometer en este Banco un robo perfecto. Estoy contentísimo, pues el golpe me ha valido una bolsa llena de billetes que oculto debajo del gabán, con un total de nueve millones. ¡Premio merecido para mi laborioso proyecto! Porque en la elaboración del plan empleé los mejores años de mi vida. Gracias a mi constancia, todo me ha salido a pedir de boca. No podía ser de otra manera, ya que tenía previstas todas las contingencias. Nada podía fallar, y nada ha fallado. Mi poderosa inteligencia, con perdón, me hizo prever todos los posibles tropiezos para evitarlos: averigüé el emplazamiento de los timbres de alarma, estudiando sus conexiones para desconectarlas en el momento preciso; escribí la biografía de los vigilantes, para conocer sus costumbres, sus horas de relevo, sus platos predilectos y la potencia de sus musculaturas; me aprendí de memoria la combinación de la cámara acorazada, y ensayé durante meses el modo de abrirla en diecisiete segundos… Todos estos detalles, y muchos más, me han permitido apoderarme de esta fuerte suma, que ahora disfrutaré alegremente en la más absoluta impunidad.
EL RATERO VULGAR (apareciendo detrás de una esquina solitaria, y encañonando con una pistola al LADRÓN INTELIGENTE). —¡La bolsa o la vida!
EL LADRÓN INTELIGENTE (palideciendo y entregando al RATERO VULGAR la bolsa con los millones). —¡Maldición! ¡He aquí el único detalle que no tuve en cuenta!
(EL RATERO VULGAR desaparece corriendo con la bolsa, mientras el LADRÓN INTELIGENTE solloza con amargura).
ACTO PRIMERO
(La escena representa el aposento del VIEJO LABRADOR).
VIEJO LABRADOR. —Voy a morir, hija mía. Pero antes de ir a la tumba, quiero que me hagas un juramento.
SUSANA. —Lo haré, padre.
VIEJO LABRADOR. —¡Gracias, gracias! ¡Ahora puedo morir en paz! (Muere).
SUSANA. —Oiga, padre.
VIEJO LABRADOR (abriendo un ojo). —¿Qué quieres ahora, niña?
SUSANA. —No me dijo usted lo que debía jurar.
VIEJO LABRADOR. —Es verdad. ¡Qué cabeza tengo, madre mía! Pues bien: júrame que odiarás siempre al escarabajo de la patata.
SUSANA (más bien horrorizada que otra cosa). —¿Por qué debo odiar al escarabajo de la patata, padre?
VIEJO LABRADOR. —Es una larga y terrible historia. Pero como me acabo de morir hace un momento, no puedo contártela completa. Te haré un resumen: todos nuestros antepasados, honestos labradores del país, odiaron y persiguieron a muerte al escarabajo de la patata. Es un odio transmitido de generación en generación. (Llamando:) ¡Antepasados!
ANTEPASADOS (entran cuatro ANTEPASADOS, con sudarios blancos). —¿Nos llamabas?
VIEJO LABRADOR. —Sí. ¿Verdad que vosotros odiasteis siempre al escarabajo de la patata?
ANTEPASADOS (a coro). —¡¡Siempre!! (Vanse).
VIEJO LABRADOR. —Ya lo has oído, niña. El honor de la familia depende de ti. ¡Jura, insensata!
SUSANA (llorando). —¡Juro que odiaré al escarabajo de la patata!
VIEJO LABRADOR. —¡Muero en paz! (Vuelve a morir).
ACTO SEGUNDO
(La escena representa un campo).
SUSANA. —Estoy en este campo recogiendo mieses olvidadas en los rastrojos, para que mi anciana madre no trabaje como una mula de sol a sol… Pero ¿qué veo? ¡Un guapo enmascarado se acerca a paso gimnástico!
ENMASCARADO (acercándose). —Bella campesina de ojos grandes y pies pequeños, desde hace tiempo la sigo por las campiñas, porque me he enamorado de usted.
SUSANA (aparte). —¡Canastos, tiene labia el condenado! ¡Y parece apuesto a pesar de su disfraz! Veamos quién es. (Levanta una punta de la capa que cubre al ENMASCARADO).
ENMASCARADO (retrocediendo). —¡Las manos quietas, rica! No puedo revelar mi identidad. ¿Me ama usted, sí o no?
SUSANA (facilona). —Pues bien: ¡sí!
ENMASCARADO. —¡Susana! (Aprovechándose, la abraza). Ahora ya puedo decirte la verdad: ¡soy el escarabajo de la patata!
SUSANA (grita). —¡Uf! ¡Nuestro amor es imposible! ¡El juramento! (Cae pesadamente sobre los rastrojos, clavándose un rastrojo en un ojo. El escarabajo de la patata hace mutis).
ACTO TERCERO
(La escena representa la casa de Susana).
ANCIANA LABRADORA (perpleja). —¿Es verdad lo que me has dicho, hija de mis entrañas?
SUSANA. —Sí, madre. Pero no lo sabía. Me lo dijo cuando mi corazón ya le amaba.
ANCIANA LABRADORA (tristona). —Pero ¿tú sabes lo que has hecho enamorándote del escarabajo de la patata? ¡La has pringado, rica!
SUSANA. —Es un escarabajo de bien, madre.
ANCIANA LABRADORA. —¡Es un bicho de cuidado, niña! ¿Olvidaste el odio atávico de nuestras familias? ¡Qué dirán tus antepasados!
ANTEPASADOS (entrando en tropel). —¡Odio eterno para el escarabajo de la patata y todos sus descendientes! ¡Puah! (escupen y vanse).
ANCIANA LABRADORA. —Ya lo has oído, chicuela: como no cumplas tu juramento, los antepasados no estarán tranquilos en sus tumbas y los tendremos aquí a todas horas dando la lata.
SUSANA. —¡Terrible promesa que me impide unirme al escarabajo que amo! (Muere).
ANCIANA LABRADORA (zarandeando a la niña). —Oye, Susana. ¿Has muerto?
SUSANA (abriendo un ojo). —Sí.
ANCIANA LABRADORA. —Así me gusta: las niñas buenas deben respetar sus juramentos, o cascar como está mandado. (Continúa desenvainando unas habas, mientras cae despacio el telón).
(La escena representa un alegre salón de sesiones, adornado con banderas y farolillos. Los delegados visten trajes de colorines y gorros vistosos. El Presidente toca una campana para anunciar el principio de la sesión. El DELEGADO SOVIÉTICO se levanta).
DELEGADO SOVIÉTICO (avanzando hacia la mesa del PRESIDENTE, al compás de las palabras que canturrea). —¡Átomo, ato, matarile-rile-rile! ¡Átomo, ato, matarile-rile-rón!
PRESIDENTE. —¿Qué quiere usted, matarile-rile-rile? ¿Qué quiere usted, matarile-rile-rón?
DELEGADO SOVIÉTICO. —Yo quiero un átomo, matarile-rile-rile. Yo quiero un átomo, matarile-rile-rón.
PRESIDENTE. —¿Lo quiere para la paz, matarile-rile-rile? ¿Lo quiere para la paz, matarile-rile-rón?
DELEGADO SOVIÉTICO. —Eso a usted no le importa, matarile-rile-rile. Eso a usted no le importa, matarile-rile-rón. (Retrocede hasta su asiento y se sienta).
(El DELEGADO NORTEAMERICANO se levanta y avanza también hacia la mesa presidencial cantando:)
DELEGADO NORTEAMERICANO. —¡Yo tengo un átomo, matarile-rile-rile! ¡Yo tengo un átomo, matarile-rile-rón!
PRESIDENTE. —¿Dónde lo guarda usted, matarile-rile-rile? ¿Dónde lo guarda usted, matarile-rile-rón?
DELEGADO NORTEAMERICANO. —En el fondo de una caja, matarile-rile-rile. En el fondo de una caja, matarile-rile-rón.
PRESIDENTE. —¿Dónde están las llaves, matarile-rile-rile? ¿Dónde están las llaves, matarile-rile-rón?
DELEGADO NORTEAMERICANO. —Eso es mucho preguntar, matarile-rile-rile. Eso es mucho preguntar, matarile-rile-rón.
PRESIDENTE. —Pues así no hay quien controle, matarile-rile-rile. Pues así no hay quien controle, matarile-rile-rón.
(El DELEGADO NORTEAMERICANO se sienta. Los DELEGADOS DE LOS PEQUEÑOS PAÍSES avanzan hacia la mesa del PRESIDENTE cantando a coro:)
DELEGADOS DE LOS PEQUEÑOS PAÍSES. —¡Átomo, ato, matarile-rile-rile! ¡Átomo, ato, matarile-rile-rón!
PRESIDENTE. —¿Qué quieren ustedes, matarile-rile-rile? ¿Qué quieren ustedes, matarile-rile-rón?
DELEGADOS DE LOS PEQUEÑOS PAÍSES. —¡Tiren el átomo al mar, matarile-rile-rile! ¡Tiren el átomo al mar, matarile-rile-rón!
DELEGADO SOVIÉTICO (se levanta y canta furioso avanzando hacia la mesa presidencial). —¡No haga caso a esos pelmazos, matarile-rile-rile! ¡No haga caso a esos pelmazos, matarile-rile-rón!
PRESIDENTE. —Hay que oír a todo el mundo, matarile-rile-rile. Hay que oír a todo el mundo, matarile-rile-rón.
DELEGADO SOVIÉTICO. —Pero aquí mandamos dos, matarile-rile-rile. Pero aquí mandamos dos, matarile-rile-rón.
DELEGADO NORTEAMERICANO. —Pero yo soy más potente, matarile-rile-rile. Pero yo soy más potente, matarile-rile-rón.
PRESIDENTE. —Sin llegar a un acuerdo, matarile-rile-rile. Se suspende la sesión, matarile-rile-rón.
CORO DE DELEGADOS (abandonando la sala). —¡Otro día será, matarile-rile-rile! ¡Otro día será, matarile-rile-rón!
PRESIDENTE. —¡Pom-pom!
(La escena representa dos chicas jóvenes y monas, charlando. La PRIMERA es más rubia que la SEGUNDA y la SEGUNDA más chatilla que la PRIMERA. Las frases entre paréntesis no las dicen, pero las piensan).
PRIMERA. —¡Qué alegría encontrarte, monina! (¡Vaya pesadez! Por esta pelmaza llegaré tarde al cine).
SEGUNDA. —¡Dichosos los ojos! Hace un siglo que no nos veíamos, hija. (Mentira cochina: ayer te vi, pero me hice la distraída para no saludarte).
PRIMERA. —Sigues tan guapa como siempre. Por ti no pasan los años, porque sabes maquillarte muy bien. (Anda, chúpate ésa).
SEGUNDA. —También tú te arreglas de maravilla. ¡Hay que ver lo bien que te sienta la ropa del año pasado con algunos arregladitos! (Vuelve por otra. Porque esa falda es teñida, no cabe duda. Se le notan los churretes del tinte).
PRIMERA. —¿Sales todavía con Andrés? (¡Ahí le duele! Sé muy bien que la dejó plantada hace dos meses).
SEGUNDA. —Ahora no. Me aburrí de salir con él. Y como él tenía que preparar unas oposiciones, acordamos dejar de vernos una temporada. (Esta víbora sabe algo. ¿Quién habrá ido con el chisme? Potola Gálvez, seguro. ¡Semejante birria!)
PRIMERA. —Oí decir que fue Andrés quien te dejó. Pero no hice caso, claro. Se dicen tantas cosas… (¡Toma! No creas que me chupo el dedo).
SEGUNDA. —¿Y dónde vas este verano, rica? Yo me marcho a San Sebastián en julio. (¡Rabia! Tú, en cambio, no pasarás de un pueblecito serrano).
PRIMERA. —No tengo nada decidido. A lo mejor pasamos las vacaciones en la finca de mis tíos. (A mí no me achicas. Siempre es mejor una finca que una pensión de mala muerte en San Sebastián).
SEGUNDA. —¿Y qué ha sido de aquel novio que tuviste? (Ahora me toca a mí). Sí, mujer: aquel muchacho feúcho y calvo.
PRIMERA. —¿Roberto? Sigue siendo novio mío, claro. (¡Buena envidia te da! Es un poco calvo, sí, pero para ti lo quisieras).
SEGUNDA. —Chica, perdona. No lo sabía. Desde luego no es tan feo como para asustar. (No lo suelta. ¡La muy interesada! Porque Roberto dicen que es un buen partido).
PRIMERA. —Me tienes que dar tu dirección. (Voy a buscar un pretexto para despedirme). ¿Sigues viviendo en la misma calleja? (Ahora apunto su dirección, y me marcho).
SEGUNDA. —No. Hemos alquilado un hotelito en las afueras. Es más sano. (Calleja, ¿eh? Pues ¿y tú? ¡Buen asco de piso! ¡Todo al patio!)
PRIMERA. —Un día que no tenga nada que hacer te avisaré. (Descuida: siempre estaré ocupadísima).
SEGUNDA. —Muy bien. No tienes más que darme un telefonazo. (Pero tendrás que bajar a la tienda, porque tú no tienes teléfono. Tanto postín, y tienes que llamar desde la tienda).
PRIMERA. —Si quieres, puedes apuntar mi número. Nos han puesto el teléfono hace unos días. (¿Qué te crees? Ya no tengo que llamar desde la tienda, ni tú podrás presumir de teléfono).
SEGUNDA. —¡Qué bien, hija! Así será más cómodo. (Me colé. Resulta que ya tiene teléfono. Ahora no me dejará vivir). Llámame para darme la dirección de tu modista. ¡Cose tan bien!… (Será una modista de portal).
PRIMERA. —Me la recomendó Tulita Montemar. (Tulita es la chica más elegante. Y como tú no la conoces, no puedes comprobar que es mentira. ¡Rabia!) Porque salgo mucho con Tulita Montemar, ¿sabes? (¡Rabia otra vez!)
SEGUNDA. —¿Sí? ¡Pobre Tulita! Creo que todos los Montemar están sin un céntimo. Deben dinero a todo el mundo. (Anda, ponte a presumir de amiguitas).
PRIMERA. —Ya lo sabía. Pero no por eso dejan de ser una familia distinguida. (¿Sin un céntimo? ¡Primera noticia! ¡Pues hay que ver cómo presume Tulita!)
SEGUNDA. —Bueno, monina; pues te dejo, porque tendrás mucho que hacer. (Es mejor cortar por lo sano, o me chafará la tarde).
PRIMERA. —Iba al cine. Si quieres venir… (Si me dice que sí, estoy perdida).
SEGUNDA. —No, gracias. Estoy citada con un chico. (¡Chínchate! Tú, en cambio, solita al cine).
PRIMERA. —Pues adiós, preciosidad. Encantada de verte. (¿Quién será el pazguato que aguante a esta tontaina?)
SEGUNDA. —Hasta otro rato, monina. Te llamaré cualquier día de éstos. (Puedes esperar sentada hasta el día del Juicio).
—A mí me gusta ayudar a los jóvenes que empiezan —dijo el viejo primer actor, en el café, a un actorcillo que le escuchaba embobado—. Y para que vea que es cierto lo que digo, voy a darle una oportunidad.
—Gracias, gracias —dijo el actorcillo, tembloroso de satisfacción—. No sé si debo aceptar…
—Nada, nada. No admito que rechace mi oferta —dijo el viejo primer actor—. Venga ahora mismo conmigo al teatro, y le permitiré que me vea ensayar.
—¡Oh, es usted demasiado generoso!… —agradeció el actorcillo, pagando el café que se había tomado aquella figura consagrada.
Una vez en el teatro, el viejo actor dijo:
—Pida el papel que quiera verme ensayar, y lo ensayaré con mucho gusto. Vamos, no desperdicie esta oportunidad.
—Pues Hamlet —sugirió el actorcillo tímidamente—. Aunque no sé si será demasiado para un principiante como yo…
—Cuando doy una palabra, la cumplo —dijo el viejo primer actor—. ¡Para que luego digan que yo no ayudo a los jóvenes!
Y se puso a ensayar Hamlet, mientras el actorcillo le escuchaba pensando que ya estaba más cerca de la gloria…
(Un bar caro, para gente bien. Sentados en sendos taburetes, PEDRO y MATITA).
PEDRO. —¡Matita mía!…
MATITA. —¡Ay, Perico! ¡Qué finurris eres! Me estás resultando un plan ostra.
PEDRO. —Escucha, Matita. Desde el primer día que te vi…
MATITA. —… me has regalado una petaca que es un sol, y dos cartones de «Chester». Fumo como una cosaca, ya lo sé.
PEDRO. —Lo que quiero decirte es muy serio.
MATITA. —¿Que ya no vas a París? Pues me haces la cusqui, porque yo contaba con el mechero «Dupont». Nené Illescas tiene uno que le trajo su papi, que es un sueño.
PEDRO. —Atiende, Matita: cuando el hombre llega a cierta edad…
MATITA. —… necesita jugar al golf para no ponerse fati. De acuerdo, bambino. ¿Por qué no te haces socio del «Club Ful»? Va lo mejorcito. Pototo Esquivias hace nueve agujeros diarios. Pero no creas que los hace en el suelo con un palito. Es que el golf se cuenta así. Cosas de los ingleses.
PEDRO. —No hablemos de agujeros, Matita.
MATITA. —Por mí, plin, cataplín. ¿Hablamos de polo? Tengo que decir a papi que compre jacas. Es un deporte formi.
PEDRO. —Tampoco hablemos de jacas.
MATITA. —¡Ay, qué tostón de hombre! Pues ¿de qué quieres hablar entonces? ¿De discos? Ayer, por cierto, me trajo de Londres el último «rock» un diplomático. O quizá fue un matemático. Lo que sí puedo asegurar es que no era un acuático, porque bebía whisky como una esponja.
PEDRO. —Yo quisiera que habláramos de nosotros.
MATITA. —¡Vaya plan!
PEDRO. —Es que yo, si no te molesta, me parece que me estoy enamorando de ti.
MATITA. —Pues el enamoramiento se demuestra convidando. Pídeme otro gin-fizz cargadito.
PEDRO. —Si quieres casarte conmigo, tendrás todo lo que te apetezca.
MATITA. —¿Incluso pisci?
PEDRO. —¿Qué es pisci?
MATITA. —¡Piscina, hombre! No seas tontorro… Pero ¿qué te pasa, Pedro? ¿Por qué te vas?… «¡Chao, bambino!…» Ese pobre Pedro está lleno de prejuicios. ¡Menos mal que ha pagado la consumición!…
A LOS NUEVE AÑOS
—Sí, Violeta. Allí está mamá con la tía Matilde. En la segunda fila, al lado del pasillo central. Puedes verlas por una rendija de las cortinas, mientras continúa la fiesta del colegio. Cuando bailaste, pequeña, no las veías. ¡Estabas tan emocionada! Varias veces perdiste el compás. Varias veces también, tropezaste con una tabla del suelo y estuviste a punto de caer. Pero nadie lo notó, porque tus compañeras se equivocaban también y cometían errores. Y aquel público, compuesto de todas vuestras familias, sonreía con benevolencia al ver vuestros traspiés.
—¡Mira, ésa es Violeta! —dijo mamá señalándote y dando un codazo a la tía Matilde.
Hoy, Violeta, has tenido tu primer éxito. Los aplausos familiares, más tiernos que entusiastas, te sonaron a ovación delirante. ¡Lástima que el salón de actos de tu colegio sea tan pequeño! Porque tú sueñas con bailar en un gran teatro ese mismo «Lago de los Cisnes» que hoy bailaste. Y entonces no irán a verte los parientes endomingados de las otras alumnas, sino duques y barones con chistera, y hasta puede que algún príncipe. Aunque reinos y principados van quedando pocos, alguno quedará en esa zona confusa de los Balcanes, ¿no te parece?
Cuando lleguen esas grandes noches, Violeta, te acompañará una orquesta de sesenta profesores. Y no la maestra de Música, que toca tan mal el piano porque tiene sabañones en los dedos. ¡Qué vida maravillosa te espera! Serás la mejor bailarina clásica que pisó las tablas. Harás furor en esos escenarios de Europa que tú imaginas grandes como catedrales e iluminados como palacios. Ya te lo dice tu mamá, que ha sido tu primer crítico:
—Esta niña tiene mucha disposición.
Y a ti te ha bastado este primer pinito escolar para elegirte un nombre ruso. Ruso blanco, claro, que son los que suenan mejor. Porque hoy te han llamado en los programas «la señorita Violeta García», y tú sabes que no podrás ser una famosa bailarina llamándote así. Por eso has pensado en llamarte «Tatiana». Es bonito, y tú lo pasearás por el mundo entero en las puntas de tus pies.
Y bailarás vestida con trajes de gasa finísima, y no con esa birria que tía Matilde confeccionó con los trozos de tul de un viejo mosquitero.
¡Viena! ¡Italia! ¡París!… Tu imaginacioncita de nueve años levanta castillos con muchas almenas y palacios, con muchos espejos. Y ahora soñarás más todavía, porque las manos regordetas de unos cuantos matrimonios burgueses te han dedicado los primeros aplausos. Pero esos matrimonios no saben, Violeta, que el «cisne» que hoy has interpretado, es algo más que una gracia para cerrar amablemente un curso escolar. Ellos no saben que hoy ha debutado «Tatiana», la bailarina que algún día enloquecerá a los duques, a los barones, y hasta puede que a algún príncipe.
A LOS DIECISIETE AÑOS
Es mucha disciplina, ¿verdad, Violeta? Mientras tus amigas salen con chicos y estudian mecanografía, mientras pasean por el parque y ríen en el cine, tú te pasas las horas en esa horrible escuela de baile que dirige Madame. Madame no importa qué, porque estas profesoras se ponen un apellido endiablado que todo el mundo pronuncia mal. Tú, Violeta, te limitas a obedecer a su severa voz de mando:
—Señorita García, esas piernas más estiradas. El busto, erguido… Vamos: uno, dos, uno, dos… No, no: el «pas de cheval» tiene que ser más airoso, señorita. Usted lo hace como si fuera el paso de un caballo percherón… Veamos otra vez: uno, dos, uno, dos…
«Tatiana» no ha llegado todavía, pequeña Violeta, pero se acerca poco a poco. Tú sabes que si Zamora no se ganó en una hora, como suele decirse, tampoco Europa se ganó en unos años. Hay que trabajar de firme, perdiéndose las primaveras en la lóbrega academia de Madame. Ya notas que tus músculos se van domando, que eres más ágil, que los pasos te salen con más soltura.
Por esto resistes sin inmutarte los chaparrones de mamá y tía Matilde. Porque en tu casa, aunque siguen reconociendo que tienes mucha disposición, preferirían que hicieras «algo más útil».
—Pues de pequeña me decíais… —discutes tú.
—De pequeña, era una gracia —dice tía Matilde, que es más sincera porque te quiere menos que mamá—. Pero ahora, haciendo esas monerías tan grandullona…
No te ocultan tampoco que los asuntos en casa no marchan bien. Papá no consiguió el ascenso que esperaba. Y aunque las clases de Madame no son muy caras, tampoco se ha de tirar el dinero por la ventana.
—¿Por qué no buscas alguna oficinita para por las mañanas? —te ha dicho mamá—. Para entretenerte, claro. Y de paso, si ganaras algo…
Pero entonces interviene tía Matilde:
—Y ¿qué puede hacer en una oficina, si no sabe taquigrafía ni mecanografía?
Pero tú sigues creyendo en «Tatiana». Aunque no puedes negar que, en tus sueños, se ha derrumbado la almena de algún castillo y se ha roto el espejo de algún palacio. ¡No te desanimes, Violeta! ¡Viena sigue en el mismo sitio! ¡Y París! ¡Y Roma!… ¡Vamos, mujer, adelante! «Uno, dos, uno, dos… Las piernas estiradas, el busto erguido… Y ese “paso de caballo”, que no sea percherón…»
Los duques y los barones siguen esperándote, con sus chisteras y sus monóculos. Todos tienen algunas canas más que cuando empezaste a soñar con ellos, pero ya sabes que ahora están de moda los galanes maduros. ¿Y no has leído en los periódicos que aún hay príncipes que se casan con actrices?
¡Animo, señorita García!… Si se cae la almena de algún castillo que levantaste en el aire, vuelve a construir otra más alta. Porque los materiales de construcción que se emplean en los sueños son inagotables, y sólo cuestan un poco de ilusión.
A LOS VEINTIDÓS AÑOS
Te molestan los zapatos, ¿verdad, Violeta? Es natural. No son tan finos ni tan flexibles como las zapatillas de baile. Pero ¿qué pintarían unas zapatillas de baile en el escenario del Teatro Frivolín? Serían un anacronismo. Además, cuando hay que bailar cuatro horas casi seguidas —con una en el centro para comer—, hay que usar zapatos duros y resistentes. Pero el sueldo es bueno, y tus compañeras simpáticas.
¡No, no me digas nada! Ya sé que al fin la sensatez de la familia, unida a la cesantía de papá, te obligaron a separarte un poco de «Tatiana». Un sueldo de menos en una casa no se nivela con sueños. Y las cuentas de la luz no se pagan tan fácilmente como los kilovatios de ilusión que iluminan los castillos en el aire. Por eso ingresaste en el cuerpo de baile del Teatro Frivolín, porque es la colocación que más se aproxima a tus aptitudes. Así, al menos, sigues ejercitando tus músculos por si algún día… Pero no. Ya veo que te vas resignando con tu suerte. Ya no te quejas de ser la cuarta señorita de la derecha en ese cuadro que se llama «Las mosquitas del amor». Y quizá tengas razón: el cuadro no será «El lago de los Cisnes», pero el decorado es bonito y los trajes vistosos. Y la música no es de Tchaikovsky, pero el maestro Bermúdez sabe componer unas melodías muy pegadizas.
Este trabajo, si se mira con ojos realistas, es menos cansado que bailar de puntillas. Y el maestro de baile —un marica muy gracioso— no os impone una disciplina tan rígida como Madame. Si alguna chica del conjunto quiere rascarse la espalda en una pirueta, o timarse con un señor de un palco, no pasa nada. Las otras «mosquitas», además, son alegres y siempre están dispuestas a invitarte a un café con leche después de la función.
Es cierto, Violeta, que alguna vez recuerdas aquella lejana fiesta del colegio, cuando te lanzaron al escenario el primer ramillete de aplausos. Es cierto también que no has olvidado la academia de Madame, que tú considerabas el trampolín para saltar a Europa. En estas ocasiones, ya lo sé, una lágrima te estropea ligeramente el rimmel de un ojo. Una lágrima pequeña, seamos sinceros, porque en seguida el traspunte grita «¡El conjunto a escena!», y lo olvidas todo al oír la musiquilla de tu número. Entonces te secas la lágrima con un borde del vestido y corres a ocupar tu puesto en el enjambre de «mosquitas». Y sales al escenario con una sonrisa en los labios; con esa sonrisa que el maestro de baile enseña a todas las coristas, y que sólo se aprende después de oír gritar ochenta veces al empresario:
—¡Sonrían, señoritas! ¡Esto no es un funeral!
Porque él sabe que para ti, Violeta, sí es un funeral: el de tus ilusiones. Pero consuélate, mujer: ¿no ves allí, en la segunda fila del anfiteatro, a mamá y a tía Matilde? También ahora, como antes en el colegio, vienen a verte bailar. Y presumen con sus compañeros de localidad diciendo:
—¿Ven ustedes? Es ella, la cuarta «mosquita» de la derecha…