La familia

NOTICIA

EL PADRE ENTRÓ en la salita donde se hallaba reunida la familia.

—Acabo de leer una noticia en el periódico… —comenzó a decir.

—¡Pero, hombre! —le interrumpió la madre—. ¿Por qué no te pones la chaqueta de estar en casa?

—Teniendo tan poco cuidado, se estropea en seguida la ropa nueva —corroboró la anciana tía.

—Estaba diciendo que he leído una noticia… —insistió el padre.

—Oye, mamá —saltó el hijo mayor—, todavía no me han cosido el botón del chaleco.

—Me alegro de que me lo recuerdes. Dile a tu hermana que me traiga una aguja enhebrada en hilo marrón.

—Yo quería decir… —insinuó el padre.

—¿Querías decir algo?

—Sí. Acabo de leer una noticia en el periódico…

—¿En el periódico de hoy? —preguntó la hija menor, levantándose.

—Sí; en el de hoy.

—Déjamelo un momento, papá. Precisamente lo buscaba para ver la cartelera de espectáculos. La tía y yo queremos ir al cine.

—¡Nadie me deja decir nada! —gritó furioso el padre.

—¿Por qué dices eso? —le miró la madre, asombrada—. Di lo que quieras.

—Papá… —saltó el hijo mayor.

—¿Qué quieres tú ahora?

—Hoy me encontré al señor Domínguez.

—¿Y qué te dijo? —preguntó interesado el padre. Pero luego se enfureció—. ¿Y a mí qué me importa el señor Domínguez? ¡Siempre que intento abrir la boca, me cortáis con alguna interrupción!

—Coincidencia —explicó la hija mayor—. A veces se quiere decir una cosa, pero en ese momento se le ocurre a otra persona una idea, y la dice. Eso se llama coincidencia.

—¡Eso se llama narices! —gruñó entre dientes el padre.

—Y eso que acabas de decir —le amonestó la madre— no se llama coincidencia, sino impertinencia.

—Otras veces —continuó la hija mayor—, ocurre que dos personas se ponen a hablar, y dicen exactamente las mismas palabras.

—Transmisión del pensamiento —aclaró la anciana tía.

—¿Y a mí qué me importa la transmisión del pensamiento? —gritó el padre, empezando a perder la paciencia.

—Nadie ha dicho que te importe la transmisión del pensamiento. Pero no me negarás que es un fenómeno curioso.

—El hipnotismo también es un fenómeno, ¿verdad, mamá?

—Sí, hijo.

—¿Y la catalepsia?

—Eso pregúntaselo a tu padre.

—¡No me preguntéis más tonterías, y dejadme hablar!

—Parece mentira, hombre —le reprochó la madre—. Di lo que quieras como todos los demás, y déjanos tranquilos.

—Pues iba a decir que he leído una noticia en el periódico…

—¿La de la subida de los alquileres? —le interrumpió la anciana tía.

—Pues sí —dijo el padre.

—Ya la sabemos —dijo la madre—. Se la contó a tu hijo el señor Domínguez, cuando se encontraron en la calle. ¿Era eso lo que querías decirnos?

—Me parecía importante —balbució el padre, un poco confuso—. Como suben los alquileres un quince por ciento…

—Un diez —rectificó el hijo mayor—. El señor Domínguez me explicó que el cinco por ciento restante lo abona el Estado en concepto de plus de carestía de vida… ¿Me escuchas, papá?

Pero cuando el hijo mayor hizo esta última pregunta, el padre ya había salido de la salita dando un portazo.

CHISTE

EL PADRE ENTRÓ en el salón donde la familia se hallaba reunida, y dijo acomodándose en una butaca:

—Os voy a contar un chiste que he oído en la oficina. Resulta que…

—¡Cuidado, hombre! —le advirtió la madre—. No apoyes la cabeza en la tapicería. Te he dicho mil veces que pongas un periódico debajo para no ensuciar la seda.

—La seda es muy delicada —apoyó la anciana tía.

—Está bien, no apoyaré la cabeza —prometió el padre, incorporándose—. Estaba contando un chiste que oí en la oficina…

—Ahora que hablas de chistes —dijo el hijo mayor—. Yo también sé uno de un señor que sale bajo la lluvia sin paraguas.

—A eso se le llama distracción —explicó la anciana tía—. Hay mucha gente que se olvida las cosas.

—Pero lo que yo iba a contar no tiene nada que ver con los paraguas. Es un chiste que oí en la oficina, y…

—Cada día se trabaja menos en las oficinas —comentó la madre.

—Pereza —puntualizó la hija mayor.

—Pues el chiste decía…

—Papá.

—¿Qué dices tú ahora, mocoso? —se impacientó el padre.

—No te enfades —le reprochó la madre—. Es natural que los niños, cuando no saben una cosa, se la pregunten a su padre.

—¡Pero podría esperar a que contara el chiste, caramba!

—¿De qué chiste habla tu padre? —preguntó la anciana tía a la hija menor.

—De uno que oyó en la oficina.

—Es curioso —comentó la anciana tía—: a veces está uno en un sitio, y se oyen las cosas que dicen los demás.

—Oído fino —explicó la hija mayor—. Hay quien oye claramente lo que se habla a una distancia de varios metros.

—Yo, en cambio, hay momentos en que no oigo del todo bien —dijo la anciana tía.

—Sordera —aclaró la madre.

—Vamos, papá —dijo la hija menor—, cuéntanos tu famoso chiste.

—Veréis, es muy gracioso —comenzó el padre.

—Lo más asombroso de los chistes —aprovechó la ocasión para observar la hija mayor—, es que hacen reír.

—Humorismo —aclaró la madre—. El sentido del humor consiste precisamente…

—¿Queréis que os cuente el chiste, sí o no?

—Te ruego que no me interrumpas cuando hablo —le rogó la madre.

—No he interrumpido. Trataba de contaros el chiste que oí en la oficina.

—¿Otra vez? Pero ¿no acabas de contarlo hace un momento?

—No. Todavía no.

—Pues, entonces, ¿quién ha contado algo de un señor que sale bajo la lluvia sin paraguas? —preguntó la madre, asombrada.

—Yo, mamá —explicó el hijo mayor—. Ése es un chiste que yo sé.

—Pues el mío —empezó el padre— no sé trata de paraguas, pero es de morirse de risa.

—¿Quién se muere de risa? —preguntó la anciana tía, alarmada.

—Digo que se mueren de risa los que oyen el chiste que oí en la oficina.

—Basta ya de chistes —cortó la madre—. Por hoy ya es bastante, hombre. Y ahora vete a dormir, que mañana tienes que madrugar para ir al despacho.

—Pero es que me gustaría contaros…

—¿Otro chiste, papá? —preguntó el hijo menor.

—No: el mismo de antes.

—Buena gana de perder el tiempo repitiendo una gracia —censuró la madre—. Anda, anda, a dormir. Así podrás llegar temprano a la oficina, a seguir oyendo chistecitos.

TELEFONAZO

EL PADRE LLEGÓ muy sofocado de la calle, y entró casi corriendo en el cuarto de estar preguntando con mucho interés:

—¿Me han llamado por teléfono?

—Si piensas quedarte en casa —le dijo la madre con sequedad—, ponte las zapatillas. Tienes los zapatos llenos de barro.

—Quisiera saber si me ha llamado alguien por teléfono —insistió el padre—. Esperaba un recado urgente…

—Oye, papá —dijo la hija mayor.

—¿Qué quieres?

—En la novela que estoy leyendo, el protagonista se llama como tú.

—¿Sí? —dijo el padre, halagado. Pero luego se encolerizó—. ¡No me interesan las novelas! ¡Tenéis la manía de no contestar cuando se os hace una pregunta!

—Si te refieres a tus zapatillas —dijo la madre—, están en el armario blanco.

—¡Yo no hablo de las zapatillas, sino de otra cosa!

—Hablando de otra cosa —intervino el hijo mayor—. Me han dicho que Lucía está enferma.

—Epilepsia —explicó la madre.

—¿Queréis decirme…? —empezó el padre.

—Ya te lo hemos dicho —le explicó la anciana tía—: que Lucía tiene epilepsia.

—¿Y qué es epilepsia realmente? —preguntó la hija menor.

—Viene a ser una especie de baile de San Vito, sólo que sin ritmo —dijo la madre.

—¡Basta! —gritó el padre, dando una patada en el suelo—. ¡He dicho que basta!

—¡Por Dios, papá! ¿No será que tú también estás epiléptico, como Lucía? —dijo la hija mayor, asustada—. ¿Por qué gritas de ese modo?

—¡Porque llevo media hora pretendiendo saber si alguien me ha llamado por teléfono!

—A propósito de teléfono —dijo el hijo mayor, que estaba leyendo una revista técnica—. ¿Verdad que el teléfono es un fenómeno estupendo?

—No es un fenómeno —corrigió la madre—, sino un invento. Los fenómenos son cosas distintas.

—El trueno es un fenómeno, ¿verdad, mamá? —preguntó la hija menor.

—Sí. Y las trombas marinas.

—Digas lo que digas, mamá —insistió el hijo mayor—, a mí el teléfono sigue pareciéndome un fenómeno imponente.

Pero la madre no le escuchaba, porque se había acercado al padre y le decía:

—¿Qué te pasa? Pareces muy nervioso y congestionado. ¿Es que no te encuentras bien?

—Perfectamente; pero quería preguntar si me había llamado alguien…

—Te estás volviendo muy raro —le reprochó la madre—. ¡Cuánto misterio para preguntar una tontería!

—¡Pero si no me dejáis hablar! —dijo el padre tristemente.

—¿Quién te impide decir lo que te apetezca? Me parece que estás enfermo.

—Puede que sea una enfermedad mental —sugirió la anciana tía.

—Yo encuentro que desde hace unos días tienes peor color, papá —dijo la hija mayor.

—¿Tú crees? —preguntó el padre, preocupado. Pero luego reaccionó—: ¿Y qué tiene que ver mi estado de salud con lo que estoy preguntando?

—¿Preguntabas algo? —se maravilló la madre.

—¡Claro que sí! Quiero saber si me ha llamado alguien por teléfono.

—Ahora que hablas de teléfono —dijo la hija mayor, recordando algo repentinamente—. Ha dicho el operario que volverá esta tarde.

—¿Qué operario? —preguntó el padre.

—El de la Compañía —concluyó la madre—. Olvidé decirte esta mañana que el teléfono no funciona desde anoche.

El padre giró sobre sus talones, pero no llegó a desplomarse: lenta y patéticamente, abandonó el cuarto de estar sin decir ni una palabra.