Gente elegante

VELADA MUSICAL

EL COMPOSITOR DUBOIS acababa de interpretar al piano un fragmento de sus obras que nadie había comprendido. En realidad, tampoco las había comprendido el compositor Dubois, pero él se justificaba antes de sus conciertos diciendo:

—Los artistas debemos limitamos a crear. Los críticos son los encargados de explicarnos lo que hemos creado.

Pero aquella tarde, como en el salón no había ningún crítico para explicar su creación, después del fragmento reinó un silencio absoluto.

—El piano es el primer instrumento del mundo —dijo el marqués Huberto, con el desparpajo propio de las personas habituadas a salir de situaciones embarazosas.

—¿Y cuál es el segundo? —preguntó un señor de luto que siempre metía la pata por carecer de mundología.

—El segundo es el clarinete —dijo un hombre apoplético, que estaba allí porque su médico le había recomendado el ruido para descongestionarse.

—¿El clarinete grande, o el clarinete pequeño? —insistió el enlutado, jugándose un tortazo.

—El pequeño, se entiende. Al clarinete grande se le llama oboe.

—¡Oboe! —repitió el marqués con los ojos entornados—. Parece una palabra polaca.

Esta vez, la pausa se prolongó peligrosamente. Los reunidos movían las nalgas en los asientos, pero de sus bocas no brotaba ni un sonido. Fue una señorita con trenzas la que se sintió repentinamente inspirada, y gritó al borde del ataque histérico:

—¡Ricardo, Ricardo!

—¿Qué? —contestó el señor de luto, que se llamaba así.

—No me dirijo a usted, sino a Wagner.

Pero no era suficiente. De la calle llegaba con toda claridad el ruido de los tranvías.

—¿Wagner era rubio o moreno? —indagó el señor de luto.

El marqués respondió con emoción visible:

—Los genios no son rubios ni morenos. Son genios, y eso basta.

—Según usted, ¿el talento no tiene color? —dijo un muchacho de facciones delgadísimas.

—¡Psch! —dijo el marqués, que no quería meterse en camisa de once varas.

Un coche de bomberos, que pasó por la calle alborotando con su campana, arrancó de cuajo aquel principio de conversación. El compositor Dubois, que ya había reposado lo suficiente después de su primer fragmento, corrió al piano para interpretar otro. Pero se puso muy pálido al intentar abrir la tapa y gritó:

—¡Maldición! ¡Alguien ha cerrado el piano con llave!

—¿Con llave de sol o con llave de fa? —dijo una señorita melómana, pero con escasa cultura musical.

—¡Con llave de hierro! —gruñó el compositor—. Si no aparece la llave, habrá que llamar a un cerrajero.

—Imposible —dijo el marqués, mesándose ligeramente los cabellos en un arrebato de fina desesperación—. Hoy es fiesta y están cerradas las cerrajerías.

—¿Y cómo diablos continuaremos el concierto?

—Yo sé tocar el bombardino —dijo el señor apoplético—. Si alguno de ustedes tiene un bombardino por casualidad, yo lo tocaría con mucho gusto.

Pero ninguno de los reunidos había traído un bombardino. Por suerte, una señora empezó a cantar una habanera, y todos hicieron el acompañamiento dando palmadas. La letra decía así:

¿Me quieres decir, mulata

por qué tu nariz es chata?

Porque mi negro bembón

me dio ayer un bofetón

que me dejó turulata.

Pero la habanera resultó muy corta, y tuvieron que hacérsela repetir varias veces.

—¡Inspiradísima! —gritó el señor de luto.

—La inspiración es la fuente de la vida —dijo la señorita de las trenzas, que era más cursi que un arpa.

Y como nadie fue capaz de superar aquella cursilería con otra mayor, hubo que suspender la velada a toda prisa.

EXTRANJERO BIEN EDUCADO

EL EXTRANJERO BIEN EDUCADO, que había estudiado el castellano en diez lecciones, se acercó a la taquilla del teatro cuando le llegó el turno en la «cola».

—Buenos días, buenas noches —dijo a la taquillera, quitándose el sombrero—. ¿Es buena su salud? ¿Es buena la salud de sus señores padres, de sus señores tíos, de sus señores primos?

La taquillera le miró perpleja.

—¿Qué desea? —preguntó hojeando sin parar sus taquitos de billetes.

—Deseo ir al cine, al teatro, al boxeo, a las regatas de esquifes.

—Pero ¿qué localidad quiere? —insistió la taquillera, impacientándose.

—Amo ver el circo desde el palco o la luneta —respondió el extranjero bien educado, satisfecho de haber compuesto una frase correctamente.

—Me quedan butacas laterales de las últimas filas, y va a empezar el primer acto. ¿Cuántas desea? ¿Una? ¿Dos?…

—Asisto sólo a los cinematógrafos. Yo amo los dramas. Mis parientes no aman los dramas. ¿Ama usted los dramas?

—¡Yo amo los cuernos! —gruñó la taquillera, que no había recibido tan buena educación como su interlocutor.

—¿Tiene usted boletos, entradas, localidades o billetes?

—Le he dicho que tengo butacas.

—Yo me siento en la butaca de mi tío —sonrió el extranjero con exquisita educación—. Adolfo no se sienta en la butaca: se sienta en la silla del pequeño mequetrefe, sobrino, pequeñajo.

—¿Quiere una butaca, sí o no? —cortó la taquillera, observando que la cola murmuraba detrás del señor extranjero.

—Quiero la butaca, la silla, la mecedora, el sillón y el sofá.

—¡Le ruego que no me haga perder el tiempo!

Una chispa de inteligencia brilló en los ojos del extranjero bien educado, que había estudiado el castellano en diez lecciones.

—El tiempo se pierde —dijo sin vacilar—. El tiempo se gana. El tiempo es bueno en la ciudad. El tiempo es húmedo en la costa. El boleto, en cambio, no es húmedo: es verde, blanco, anaranjado, azulino.

—Aquí tiene una butaca de la fila catorce, y déjeme en paz —concluyó la taquillera, alargándole la entrada—. Son cincuenta pesetas.

—El boleto es caro. El boleto es barato. ¿Es caro el boleto? —indagó el extranjero bien educado, satisfecho de poder sostener una conversación tan larga.

—Es un precio corriente —explicó la taquillera, resignada—. Vamos: deme las cincuenta pesetas y márchese.

—La moneda española es la peseta. La moneda italiana es la lira. ¿Es la peseta la moneda húngara? No: la moneda húngara es el pengoe. La peseta se compone de cien céntimos. Tengo una, dos, tres pesetas.

—Pues no le bastan, porque tiene que darme cincuenta.

El extranjero bien educado abonó las cincuenta pesetas y entró en el teatro después de saludar correctamente a la taquillera. Detrás de él, en la «cola», resonaban insultos y palabras que no figuran en los manuales para aprender el castellano en diez lecciones.

TOREO DE MINORÍAS

LA MANCHA DEL ABUELO

COMO TODOS LOS JUEVES, la familia distinguida se ha reunido en la salita a hojear el álbum de fotografías.

—¡Mira! Ésta es la nuera de nuestra prima, con su caballo, cuando fueron a ver el experimento del primer aeroplano —exclama alborozada la pequeña Daniela.

—Y éste —añade la madre— el tío Ernesto, con su chistera, cuando trataba en vano de inventar el teléfono. No lo inventó nunca, pero él se divirtió, que es lo principal.

—Y aquí está papaíto, cuando era mozo usaba «jipi» con cordoncillo.

—¿Y éste? ¿Quién es éste? —preguntaba el pequeño Juan, poniendo un dedo sobre la barba de un anciano.

—Es Fidel, el anciano mayordomo de los abuelos, cuya lealtad nadie pudo igualar nunca. Comía en la mano de vuestra abuela, como una paloma amaestrada. Y jamás la picó.

Uno a uno, desfilan los retratos de la ya borrosa galería. Todos los antepasados tienen su poquito de historia, que los padres se complacen en contar a los pequeños. Como debe ser entre gente bien.

—¿Y éste? ¿Quién es éste? —pregunta de nuevo Juan.

—El orgullo de la familia, hijo mío: tu abuelo Ambrosio.

—¿Ése que yo llamo el abuelito? —insiste el niño.

—Sí, el mismo; y no te creas que me hace demasiada gracia que le llames con tan poco respeto. Porque tu abuelo Ambrosio, que en paz descanse, fue un hombre recto e intachable. Un espejo de caballeros, como se decía entonces cuando había caballeros.

—Pues mira, papá —vuelve a decir el niño—: el abuelito tiene una mancha.

—¿Qué dices? —se enfada el padre—. ¿Estás loco?

—Sí, aquí, fíjate: una mancha blancuzca en la levita.

—No digas tonterías, Juanito —exclama la madre, inquieta—. ¿Cómo va a tener una mancha Ambrosio, que fue un modelo de pulcritud en todos los aspectos?

—Pues es un churretón como una casa —insiste el niño—. Míralo aquí, en la solapa.

El padre coge el álbum en sus manos, que tiemblan ligeramente. La madre se acerca por encima de su hombro, poniéndose las gafas.

—Vosotros id a jugar a vuestro cuarto —ordena el padre a todos los niños, disimulando su turbación.

—¿Es una mancha, Pedro? —pregunta la madre al padre.

—Sí, Albertina —contesta él, después del detenido examen—. Un auténtico churretón, como ha dicho Juanito. Y la mancha es de merengue. «Soy un hombre austero —decía mi padre que en gloria esté—; pero que no me quiten mis merengues». Eran su debilidad. Sin duda, el día en que se hizo esta fotografía, había comido esos viscosos pastelajos. Y aquí tienes el resultado: una mancha que empaña la limpieza de su recuerdo.

—Hay una solución —propone la madre, que es mujer de recursos—: arrancar la fotografía del álbum, y romperla.

—Pero ¡es la única que tenemos de papá Ambrosio! —protesta el padre.

Y la madre, práctica, razona:

—Si la dejas allí, nuestros hijos y nuestros nietos verán el churretón. Y ya sabes cómo es la juventud: se burlarán del abuelo Ambrosio. Basándose en esa mancha, pensarán que fue un hombre desaliñado, juerguista… ¡qué sé yo!

—Tienes razón —decide el padre.

Y armándose de valor, arranca del álbum la fotografía. Luego, la rompe en pedazos muy menudos mientras añade con voz dramática:

—Más vale honra sin foto, que foto sin honra.

CARTAS DE UN PRECEPTOR A UN PRÍNCIPE

ALTEZA:

Si queréis llegar a ser algo en la vida, madrugad. Todos los hombres ilustres llegaron a la celebridad madrugando. Cuanto más madruguéis, más famoso seréis. Claro que si no queréis ser famoso, podéis quedaros en la cama hasta las mil y monas. Pero a mí me paga vuestro augusto padre para que os eduque, y no para hacer de Vuestra Alteza un gandul.

Para madrugar, Alteza, hay que acostarse cuando se acuestan las gallinas, y levantarse cuando las gallinas se levantan. Me diréis: «¿Qué gallinas?» Y yo os replico: No me refiero a ninguna gallina concreta. Cualquier gallina es buena. Es posible que en palacio no tengáis ninguna gallina, porque ya las compran muertas. No importa: pedid que os compren una gallina viva, y metedla en vuestro cuarto. Cuando veáis que la gallina se acuesta, haced lo propio. Y cuando observéis que la gallina se levanta, saltad de la cama y vestíos a toda prisa. Entonces, podréis ufanaros de haber madrugado.

Aparte de poner huevos, que no es ninguna tontería, la primera virtud de las gallinas es que madrugan. Si salís de palacio a las cinco de la mañana, veréis que las únicas que transitan por las calles son las gallinas. Gracias a esto tienen una reputación excelente, y todo el mundo habla bien de ellas. ¿A que no habéis encontrado, Alteza, ningún enemigo político de las gallinas? ¿Y por qué no? Porque madrugan.

Me diréis: «¿Y qué hago yo levantado a las cinco de la mañana?» Y yo os digo: Ya veo que empezáis a buscar pretextos para quedaros en el lecho tan ricamente. ¿Qué hacéis, qué hacéis? ¿Y a mí qué me importa lo que hagáis? Podéis sentaros en una silla, o lavaros los dientes, o lo que os apetezca. Eso no es cuenta mía. Lo importante es madrugar. Volveréis a decirme: «¿Por qué no me dejará en paz este pelmazo de preceptor?» Y yo os responderé: Vuestro augusto padre me paga para que os diga estas cosas, y cumplo con mi deber al decirlas. Claro que vos estáis en vuestro perfecto derecho de hacer lo que os dé la real gana. Por algo vos sois Alteza, y yo sólo vuestro

PRECEPTOR.

* * *

Alteza:

No habléis con la boca llena. Me diréis: «Ya está aquí el pesado del preceptor dándome la tabarra». Y yo os replico: Si empezáis a interrumpirme, tendré que decir a vuestro augusto padre que busque otro preceptor que os aguante. A mí me pagan para que os diga que no habléis con la boca llena. Yo os lo digo, y se acabó.

Antes de hablar, Alteza, debéis cercioraron de que vuestra boca está perfectamente vacía, pues de lo contrario no os será posible pronunciar ni una palabra. Un antepasado vuestro, según podéis ver en la Historia, tenía la costumbre de hablar con la boca llena de pan. Pues bien: nadie le entendía. Quería decir, por ejemplo, que azotaran a sus enemigos políticos, pero las personas encargadas de obedecer sus órdenes sólo entendían: «¡Bubububububú!» Y, como es natural, no daban los azotes. Hasta que un preceptor le aconsejó que se sacara el pan de la boca antes de hablar. Y a partir de entonces, todos sus enemigos políticos fueron azotados como Dios manda.

Tampoco debéis hablar con la boca llena de agua; pues aunque el agua saldrá en cuanto separéis los labios para pronunciar una palabra, mojaréis la ropa de los embajadores que estén hablando con vos, y podéis desencadenar una guerra.

Por otra parte, es conveniente que tengáis la boca cerrada el mayor tiempo posible, pues hay un refrán que dice: «En boca cerrada no entran moscas». ¿Os imagináis lo que ocurriría si, por tener la boca abierta sin ton ni son, se os llenará de moscas? Aparte del molesto cosquilleo que sentiríais tanto en el paladar como en la lengua, ¿qué diría vuestro augusto padre si al ver vuestra boca en su presencia, viera salir de ella un enjambre de dípteros?

Todas estas indicaciones van encaminadas a que Vuestra Alteza controle la apertura y cierre de su boca del modo más conveniente. Para eso me paga vuestro augusto padre en calidad de

PRECEPTOR.

* * *

Alteza:

Procurad no tener fama de gracioso. En la vida se puede tener fama de cualquier cosa; pero de gracioso, nunca. Me diréis: «¿Se puede tener fama de cepillo?» Y yo os responderé: Parece absurdo, pero no hay inconveniente en tener fama de cepillo. Pero de gracioso, insisto, sí. Es peligrosísimo, no sólo en vuestra elevada esfera social, sino en todas. Yo tuve un amigo que tenía fama de gracioso, y murió de hambre por eso mismo. Era un señor sano y robusto, os lo aseguro, que masticaba sin el menor esfuerzo los granillos de las uvas. Era un hombre feliz, puedo jurarlo si lo creéis necesario. Pues bien: una sola vez contó un chiste de mucha risa, y la gente empezó a decir que era muy gracioso.

—Pero ¿no habéis oído al amigo del Preceptor de Su Alteza? —decía la gente—. ¡Es morirse de risa!

Y mi amigo, que era un hombre serio, pasaba unos ratos malísimos. Bastaba que dijera cualquier cosa para que la gente soltase la carcajada sin más ni más. A lo mejor mi amigo entraba en un restaurante a comer, y pedía un filete frito.

—¡Ha dicho, «filete frito»! —repetían los camareros dándose codazos, muy divertidos—. ¡Ha dicho «filete frito»!

Y no le traían el filete frito, ni nada, porque pensaban que todo lo que decía era para hacer reír.

¿Se da cuenta Vuestra Alteza de lo peligroso que resulta tener fama de gracioso? Hasta en las tiendas, cuando mi amigo pretendía adquirir un filete crudo para freírselo él mismo, los dependientes creían que era una de sus genialidades y no se lo despachaban. En otros terrenos, le ocurría lo propio. Hasta cuando se ponía de luto por muerte de algún familiar, la gente no le daba el pésame y volvía a pensar que era otra de sus bromas.

Total, Alteza: que el infeliz no podía comer, ni beber, ni llorar, pues todo el mundo pensaba que lo hacía para divertir a los demás. Hasta que un día, a fuerza de no comer y sufrir demasiado, murió. ¿Comprende ahora Vuestra Alteza por qué le digo que jamás debe adquirir fama de gracioso? Por mi parte, ya estáis prevenido. Y ya sabéis que príncipe prevenido, vale por dos. Me preguntaréis: «¿Por qué?» Y yo, un poco cansado de tantas interrupciones, os diré: Id a preguntárselo a vuestro augusto padre, o a vuestra augusta tía, y dejad en paz a vuestro

PRECEPTOR.

* * *

Alteza:

Olvidé deciros que no seáis perezoso. Si os apetece podéis ser virtuoso, bondadoso, e incluso quisquilloso. Pero perezoso, jamás. Cuando vayáis por la calle, reconoceréis en seguida a los perezosos: están siempre sentados en los bordillos, bostezando sin parar, con las ropas raídas y los sombreros sin cepillar. Ni siquiera os pedirán limosna, como hacen los pobres del reino, porque esto supondría un esfuerzo que los perezosos son incapaces de realizar.

Huid por lo tanto de esa gentuza, y corred a reuniros en cambio con los laboriosos. ¡Qué diferencia, Alteza, entre unos y otros! El laborioso no bosteza jamás. Lo veréis con las piernas siempre dispuestas para la carrera, y con los brazos prontos a levantar pesados fardos y cargas de toda especie. El laborioso lleva la ropa bien remendada por su anciana madre, el sombrero sin una mota de polvo, y los dientes relucientes. Su rostro es terso como la seda, pues nada conserva tanto el buen aspecto físico como el ejercicio muscular constante.

¿Permitís que os cuente, Alteza, que yo tuve un amigo laborioso? Con Vuestra venia diré que relucía todo él como un chorro de oro. Aquel hombre sólo era feliz cuando tenía sobre sus hombros algún peso importante, bien fuese fardo, saco, trozo de metal o pila de ladrillos. Me diréis: «¡Pues sí que era imbécil ese tipo!» Y yo, con el debido respeto, os replicaré: Imbécil o no, era laborioso. Y vuestro augusto padre me paga para que os enseñe a serlo también. El sistema es sencillo: Llevad fardos sobre los hombros. Empezad con fardetes menudos, e id aumentando su volumen hasta conseguir acarrear fardos gordísimos. Y si no queréis, que os eduque vuestro augusto padre. Porque yo, con la venia, ya empiezo a hartarme de ser vuestro

PRECEPTOR.