Inventos y costumbres

EL «GUÁ»

DATA ESTE DEPORTE del reinado de Lanfredo «el Zocato», protector del ocio y la diversión. No faltan historiadores que atribuyen su invento a la tribu amazónica «gua-guá», pero son los menos. El mismo Plutarco, al hablar de Ambrosio, dice que «los antiguos romanos trasladábanse al “canicórium”, donde se practicaba un juego consistente en meter una bolita de marfil en la oreja de un esclavo». Los egipcios, por su parte, mencionan las canicas en sus jeroglíficos. Los caldeos, en cambio, no sé lo que dirán, porque no entiendo su lengua. Total: que lo mejor es hacerse el tonto y decir lo que a uno le parezca.

Cuentan las crónicas que los antiguos, una vez inventado el «gua» por Rodulfo Castresana, alias «antigüito de Baviera», tardaron más de un siglo en idear la canica.

Las primeras canicas que se fabricaron, por mandato de Férroli «el ladino», tenían el tamaño de una manzana y eran cuadradas. Más tarde, a fuerza de rodar por el suelo, el roce hizo que desaparecieran sus aristas y disminuyesen de tamaño. Las materias empleadas en aquellas canicas fueron el hueso, la estopa, el almizcle, el feldespato y la arcilla.

El «gua» es, después del «toma y daca», el deporte más viejo del mundo. La Real Fábrica de Guas, fundada por el mecenas de las canicas Teotilio IV, funcionó hasta la invasión de Tracia por los trudos. Nuevas guerras intestinas, capitaneadas por Benítez, obligaron a tapar los «guas» mediterráneos pasando este deporte al feudo de Monrovia. Mala suerte.

Implantado el «gua» en Flandes por el burgomaestre Landgroven, surgieron hábiles caniquistas en las boleras archiducales. Y fue el propio Petronio quien instauró este deporte a orillas del Rin, aprovechando un descuido de los alsacianos que habían salido a hacer una guerra fuera de casa. Esta actitud motivó la implantación de «guas» en los territorios fronterizos, pues el espíritu afrancesado imperaba en las cortes europeas.

James W. Crabster nos habla del «gua» en su folleto «Preponderancia deportiva en el segundo tercio del siglo XVII». Dice Crabster: «Eran los “guás” pequeños agujeros, ora forrados de seda y ora sin forrar de nada, en cuyo interior metíanse bolitas de un tamaño no superior al garbanzo común. Jugábanlo los duques, los menestrales y los vidrieros, vestidos con un ropón adecuado que facilitaba el movimiento de sus miembros».

Llega el «gua» a nuestros días en plena pujanza. Y al ver las modernas canicas, tan perfectamente esféricas, pensamos con nostalgia en las vicisitudes que hubo de salvar este arcaico deporte hasta conseguir su perfección actual.

EL DINERO

ANTES DE INVENTARSE el dinero, los hombres de las cavernas estaban hechos un lío.

—Mamá —decía un niño de las cavernas a una madre de las ídem—. ¿Qué puedo hacer para proporcionarme una membrana de dinosaurio con la cual construir un tambor?

—Chincharte, hijito —respondía la madre con un suspiro—. Y quedarte sin tambor como yo me quedé sin abuela.

Poco a poco, para facilitar el intercambio de productos, los hombres de las cavernas decidieron regalarse cosas unos a otros. Lo cual, si bien era una solución relativa, era también un trastorno muy gordo. Si un hombre primitivo necesitaba una gallina, no podía adquirirla en ninguna parte y tenía que esperar a que se la regalaran. A veces la espera duraba años, y en no pocas ocasiones el infeliz moría sin gallina.

Fruto de aquella situación fue la guerra de los Siete Garrotes, que ganaron los partidarios del intercambio por tres garrotazos a cero. Al firmarse la paz, se implantó entre las tribus el huevo como unidad monetaria. Pero el experimento fracasó pues los tenderos, en cuanto botaban el huevo encima del mármol para ver si era falso, aplastaban la moneda y se ponían la ropa perdida de yema, de clara y de cáscara. Ello dio lugar a la guerra de los Quince Garrotes, a cuya terminación se acordó hacer circular una moneda más sólida: el diente humano. Mas algunos hombres ambiciosos se dedicaron a enriquecerse propinando puñetazos en la boca de sus conciudadanos, dando lugar a los sangrientos sucesos conocidos con el nombre de «la noche de los desdentados descontentos».

Bajo el reinado del faraón Tutanfrutan, octavo de la dinastía Apis, circularon las primeras monedas metálicas con la efigie de una pirámide. Bien pronto este dinero se hizo popular, dedicándose las gentes a robárselo mediante ingeniosas tretas denominadas «comercio».

Como algunas personas llegaron a reunir bastantes monedas de éstas, no tardaron en surgir los primeros Bancos. Los Bancos primitivos consistían en unas zanjas profundas con una piedra encima. Dentro de la zanja depositaba la gente sus ahorros, poniendo encima la gruesa piedra para proteger las monedas de la codicia ajena. Con gran rapidez surgieron zanjas de éstas en las ciudades más importantes de Europa: la Zanja de Vizcaya, la Zanja del Crédito Agrícola, la Zanja Mercantil e Industrial… Estos toscos bancos primitivos fueron transformándose paulatinamente, hasta convertirse en esas horribles tartas de piedra y hierro de la actualidad, llenas de rejas y de ventanillas con señores López.

La afición al dinero ha ocasionado siempre grandes disgustos a la Humanidad. Un príncipe húngaro murió asfixiado al tragarse una moneda de diez céntimos. Un mendigo napolitano, en el siglo XVI, sufrió la fractura del cráneo por el choque de una moneda que le arrojaron desde un piso alto. Una niña árabe, por bañarse con los bolsillos llenos de pesadas monedas metálicas, se hundió en las aguas del río y murió ahogada.

¡Dinero, dinero! ¡Cuán nefasto eres!

LA NIEVE

LA NIEVE FUE INVENTADA por un niño etrusco que, al romperse un almohadón, empezó a tirar puñados de miraguano por la ventana de su casa.

—Pues hace muy bonito que caigan cositas blancas por el aire —dijeron unos antiguos etruscos que pasaban por la calle en aquel momento.

La culta Grecia, que no paraba de estudiar, logró perfeccionar este invento inicial arrojando el miraguano mediante fuertes soplidos. Bien pronto Atenas dispuso de nevadas propias, que tenían lugar los días de juegos olímpicos.

Pero el Imperio Romano, celoso de Grecia, envió espías que se apoderaron del secreto de la nieve y lo trasladaron a Roma. Éste fue el motivo de que estallara la Guerra Púnica de los Miraguanos, que perdieron los griegos por falta de catapultas.

La posesión de la nieve pasó a Roma, con la natural alegría del pueblo. El propio emperador paseó por la Vía Apia, recibiendo sobre su augusta cabeza los primeros copos de miraguano capturados a los griegos.

Siglos más tarde, un sabio modificó la nieve, sustituyendo el miraguano primitivo por algodón y viruta. Leonardo da Vinci, por su parte, ideó poco después una nieve más sólida y barata, pues hasta entonces las nevadas eran dispendiosas. La nieve de Leonardo, hecha con granos de anís y plumón de cisne, agradó a los príncipes florentinos, que la adoptaron para su uso particular.

La nieve de nuestros días, hecha de agua fresca, cayó un buen día sobre una montaña suiza. Y desde entonces, la Humanidad la adoptó por ser más económica, aunque menos duradera.

LA SUMA

HOY HACE JUSTAMENTE siglo y pico que la suma fue inventada. Hasta aquella fecha memorable, las matemáticas habían sido incapaces de formar cifras superiores a 97, siendo éste el tope más alto a que podía llegarse en los cómputos.

Bien es verdad que en aquellos tiempos 97 era una cantidad astronómica, si se tiene en cuenta que los números de antes, hechos con sólidas materias primas, valían el triple que los de ahora. No es aventurado asegurar que un 4 antiguo, un cuatrito de los más pequeños, equivalía casi a un quince de nuestros días.

No obstante, varios investigadores inquietos amigos de Galileo, de Copérnico y de gente así, empezaron a pensar que existían otras cifras después de aquella barrera.

¿Qué había detrás del 97? ¿Un cuatro y un doce? ¿Un siete y un quince? ¿Un veinte y un seis? ¿Tres sietes pelados? ¡Misterio! Y como el misterio atrae al hombre como el anzuelo al pez, muchos calculadores del medievo empezaron a pensar.

¡En vano! Los años pasaban, y 97 seguía siendo el límite de las cifras. El matemático Usicino Bengoa, que trabajaba por cuenta de un mecenas llamado Pitito, logró inventar el número 100; pero tuvo que arrinconarlo después, por no saber dónde ponerlo. Otro matemático peninsular, Octavio Tresporcuatro, descubrió el número 437 que por la misma razón fue relegado al olvido.

Y la pregunta, cada vez más acuciante, seguía barrenando los cerebros:

¿Qué hay detrás del 97? ¿Una ecuación? ¿Otra cifra? ¿Un vacío?

Por aquellos días, terminó sus estudios escolares el matemático Isaac Sumarín. Era Isaac un niño de origen pirenaico, alto como un pirineo y muy tenaz. También él se puso a estudiar con ahínco el modo de saltar la barrera del 97. Hasta que una noche, cuando se hallaba sudoroso frente a su pizarra, trazó un garabato al lado de un nueve solitario. ¡Y el garabato resultó ser un magnífico ocho, que completaba la cifra anterior! ¡Acababa de inventar el 98! Estudios posteriores le condujeron al descubrimiento del 99, y fue entonces cuando escribió a Usicino Bengoa pidiéndole su número 100 para colocarlo a continuación. Remitióle Bengoa un 100, y Sumarín continuó la numeración llegando en pocos meses hasta el 108. Su procedimiento para obtener estas cifras era tosco y fatigante, pero aún se emplea en algunas aldeas de los Cárpatos y en el mediodía de Escocia.

Una semana después de descubrir el 108, moría Sumarín con el cerebro incinerado por el esfuerzo mental que realizó. En memoria suya, se dio el nombre de «sumarina» a la nueva operación aritmética. Apócopes posteriores han convertido la primitiva «sumarina» en la «suma» actual, que los comerciantes manejan con tanta pericia como soltura en sus trapicheos e intercambios.

LA BARBA

ESTE ADITAMENTO piloso del rostro humano, si hemos de hacer caso al historiador Lorenzo de Fandergut, comenzó a fabricarse con tosca corteza de eucalipto en la época celtíbera, y se empleaba para proteger a los nómadas contra los crudos vientos morones, hoy desaparecidos.

No obstante, existe una enconada controversia entre los barbistas de nuestros días. Mientras unos aceptan el origen de la barba expuesto por Fandergut, otros se inclinan a admitir la hipótesis de Teodoro Macarrón. Tomando en consideración el punto de vista de Teodoro, resultaría que la barba «es una floración pilosa espontánea, tan antigua como el hombre, que actúa de filtro bucal para evitar que entren en la boca alimentos demasiado gordos».

Es Linneo, a su vez, quien produce una escisión posterior en la polémica al definir la barba como «un artrópodo fusiforme, con tres patas armadas de pinzas y cabeza en forma de bola». No ha faltado quien acuse a Linneo de haber confundido la barba con la langosta, pues si bien esta última tiene bastante semejanza con la primera, sus diferencias no pueden escapar ni al ojo más lerdo. Desechada la teoría de Linneo, sólo nos queda recurrir a los textos del barbista Bonifaz, quien afirma que «las barbas se construían en las edades paleolíticas con puntas de sílex y más tarde con alambres de hierro».

Sea como fuere, admitamos la versión de Fandergut y pasemos a examinar el proceso evolutivo del barbismo.

En el año 804, la barba adquiere un auge tremendo con motivo de las duras invernadas. Bien es verdad que aquellas barbas de artesanía, tejidas en cáñamo grueso, servían de poco por no resistir la lluvia, los chubascos ni el pedrisco.

Es el artesano veneciano Barbetti (al que la barba debe su nombre definitivo), quien perfecciona este aditamento hasta convertirlo en una prenda de uso cotidiano. Sin embargo, las barbas de Barbetti, con ser muy resistentes a los fenómenos atmosféricos, adolecían del defecto de ser pesadísimas a causa de los soportes y flejes que integraban su conjunto. Por lo cual la barba cayó en desuso, arruinando al habilidoso Barbetti.

Resurge este adorno facial bajo el sultanato de Efrahím III, sultán de Persia, quien deseoso de europeizar el aspecto de sus súbditos adquiere a los descendientes de Barbetti todas las patentes para la fabricación de barbas. Con lo cual a los pocos años, viéronse los mercados mediterráneos abastecidos de barbas negras, ligeras y de enorme duración. Fabricándose estas barbas con planchillas de madera forradas de yute, y podían sujetarse al occipital mediante un ingenioso mecanismo de tuerca y tornillo.

Proclamado el estado de barba en algunos pueblos balcánicos, bien pronto cundió el barbismo por todas las cortes occidentales. Y, lo que es más importante todavía, lograron fabricarse barbas ligerísimas, de seda engomada, que podían ser transportadas sin esfuerzo por una simple mosca.

Nuevos antagonismos motivados por envidias y tiquismiquis de las cortes europeas, hacen que la barba se refugie en las Islas Británicas; y allí los escoceses, poco adiestrados en su manejo, comienzan a colgársela en la cintura.

Sólo en 1785, logra el fisiólogo sueco Moldeberg producir las barbas en la propia barbilla del consumidor, con lo cual esta moda se afianza y acredita para siempre.

Aun en nuestros días, cuando las barbas han llegado a convertirse en suavísimas nubes de rizada pelusa, nos estremecemos al recordar las peripecias que sufrió este invento hasta enseñorearse de nuestros mentones.

EL CALENDARIO

EL TIEMPO ANTIGUO, por no hallarse fraccionado en pedazos, resultaba larguísimo. Las gentes medían su edad por la longitud de sus melenas. Y el que era calvo no podía calcular si acababa de nacer o si había vivido cuatro siglos. Esto daba lugar a muchos embustes, pues no faltaban desaprensivos que aseguraban haber vivido horrores cuando en realidad no eran más que unos niñatos.

Fue el griego Calendas, profesor de jabalina en el antiquísimo «Estado Bernabópuli», quien ideó la división del tiempo en rodajas no muy gruesas. Hubo de luchar el ideador contra la oposición de los patronos, los cuales estaban contentísimos con la «jornada de toda la vida». Esta jornada consistía en que el obrero entraba a trabajar siendo un niño de pecho, y no salía hasta morir de viejo.

El primer calendario del profesor Calendas, toscamente tallado en hueso, se conserva todavía en la Universidad ateniense. Está montado sobre un pergamino que representa una bella muchacha, ligerita de peplo, anunciando el refresco de ambrosía «La Chipriota».

Dicho calendario, según puede verse si se va a verlo, dividía el tiempo en trozos pequeños, cada uno de los cuales recibía el nombre de «añópolis». Cada «añópolis», a su vez, hallábase fraccionado en cuatro porciones. A saber: «frescópolis», «templadópolis», «canicularis» y «regularis».

Admitido en principio el invento de Calendas, con las consiguientes controversias y derramamientos de sangre, hubo de luchar éste para construir en serie los primeros calendarios. Pero murió sin ver logrado su propósito, a causa de una hemorragia cerebral. Mira qué tonto.

Hoy, gracias a su invento, sabemos a ciencia cierta cuándo llega el fin de cada mes, para pedir en la oficina con la debida antelación el anticipo sobre el sueldo. Lo cual no es poco.

LA BADANA

UNA FECHA: 6 de mayo, 1905. Un hombre: Leopoldino Pascuá. Un invento: la badana que circunda la cavidad de los sombreros.

Un amigo de Pasteur, el sabio bordelés Gringoire, sacrificó su vida encerrado en un laboratorio tratando de descubrir una badana. Pero murió entre horribles dolores, mordido por uno de los conejos de Indias que empleaba en sus experimentos.

—¿Vamos a estar toda la vida con los sombreros calados hasta la nariz? —bramaban los diputados y los senadores, cada vez más fuera de quicio.

Los gobiernos votaron asignaciones extraordinarias para resolver esta grave cuestión, que creaba problemas de orden público. Las colisiones entre transeúntes, cuyos sombreros demasiado holgados les tapaban los ojos, eran frecuentísimas y arrojaban un dramático balance.

Grupos de sabios, reclutados a toda prisa, trabajaban con denuedo poniendo en peligro sus vidas: un día, un sabio saltaba por los aires al mezclar los cloratos con los azúcares para obtener una badana por electrólisis; otro día, dos sabios morían carbonizados al intentar producir badanas por galvanoplastia.

—Como no inventen pronto la badana, nos vamos a dar un trompazo contra cualquier cosa —decían los transeúntes, andando con los sombreros calados hasta la boca.

Pero el 6 de mayo de 1905, una noticia conmovió el mundo entero: la badana, la ansiada badana, había sido descubierta en Dinamarca por un oscuro sombrerero: Leopoldino Pascuá. Reunióse a toda prisa la Asamblea de Transeúntes Afectados por los Sombreros Anchísimos. Y ante los delegados del mundo entero, Pascuá adaptó una badana al «jipi-japa» del presidente. La ovación que resonó en el salón de actos, rompió más de un tímpano. Aquel mismo día quedó constituido el Bloque de Control de las Badanas, con objeto de impedir que este invento fuera empleado como arma contra los países pequeños.

—¡Menos mal que ya podemos llevar los sombreros por encima de las cejas! —suspiraron los transeúntes, instalando badanas a toda prisa.

Y desde aquel día memorable, circulan por las calles sin sufrir ninguna colisión. Vale la pena, por lo tanto, recordar siempre con respeto y cariño a aquel bienhechor de la Humanidad que se llamó Leopoldino Pascuá.