DOS HORAS ANTES de la cita, él empezó a prepararse con meticulosidad. Primero se puso un batín azul y zapatillas de cuero marrón. Luego se peinó con bastante fijador, y hasta tuvo la coquetería de perfumarse con agua de colonia.
No cesaba de mirar su reloj de pulsera. Ella había prometido venir a las nueve, y era una de las pocas mujeres que poseía la rara virtud de la puntualidad. Faltaban todavía cuarenta minutos. Por la cortina del ventanal entraba un destello rojo, último de la tarde que acababa de morir.
Fue de nuevo al saloncito y se entretuvo en mullir los almohadones del sofá. Después encendió la lamparita colocada sobre la consola.
—Esta luz es demasiado intensa —se dijo.
Y cambió la pantalla blanca por otra verde limón. Tenía pantallas de distintos colores para graduar la luz a su antojo. Era su manía. Una vez estuvo enfermo con urticaria, y puso pantallas rojas en su cuarto para que la gente que venía a visitarle no advirtiera las manchas rojizas de su piel. Y cuando tuvo aquel arrechucho de ictericia, puso pantallas amarillas con la misma intención.
Hechos estos preparativos, le agradó el aspecto acogedor que ofrecía el saloncito.
Como todos los criados habían salido, tuvo que preparar él mismo la bandeja: una botella y algunos platitos con cosas. Puso la bandeja en una mesita ante el sofá y encendió un cigarrillo.
Pasaron cinco, diez, quince minutos… Su reloj de pulsera marcaba casi las nueve.
«¿Vendrá?» —se dijo—. «¿Recordará que me prometió venir hoy?»
En un campanario lejano sonaron nueve campanadas. Para entretener la espera, cambió de postura la bandeja y corrió del todo las cortinas del ventanal.
Poco después, resonaron en el vestíbulo dos timbrazos cortos. Fue a abrir, y entró ella envuelta en un ligero abriguito gris.
—Me he retrasado un poco —se disculpó.
—Tan sólo un par de minutos —dijo él, ayudándola a quitarse el abrigo.
Pasaron al saloncito. La invitó con un gesto a que tomara asiento en el sofá, y cuando lo hizo se sentó a su lado. Ella, en silencio, cogió algo de la bandeja mientras él, un poco azorado, destapaba la botella.
—Siéntese más cerca de mí —dijo ella con una sonrisa.
Obedeció él con timidez.
—¡Oh, no tanto! —rogó ella, alejándose un poco—. Así está bien.
Hubo un instante de silencio. Ella, cariñosamente, le cogió del brazo.
—¡Ay! —exclamó él.
—¿Le hice daño? —dijo ella, frotándole en el brazo con un algodón mojado en el alcohol de la botella que había en la bandeja.
Luego, mientras dejaba la jeringuilla en un platito, añadió:
—Las inyecciones intravenosas duelen un poco. Es lo malo que tienen.
La enfermera dijo que volvería el jueves siguiente para ponerle la cuarta inyección de aquel tratamiento, y se fue. El enfermo, pasado el mal rato del pinchazo, se quitó las zapatillas y el batín, y se metió otra vez en la cama.