La criada y el señor

LA HABITACIÓN estaba en penumbra, porque en las casas donde hay una mujer hacendosa no se deja al sol canicular que se coma impunemente el colorido de las tapicerías y el barniz de los muebles. Por la persiana del balcón, a medio bajar, entraban unos filetillos de luz tan fuerte que era casi blanca.

—Escúchame, Petra —rogaba don Antonio con voz contenida—. ¡Escúchame por lo que más quieras!

—No, señor —repetía la muchacha, moviéndose alrededor de la mesa-camilla al mismo tiempo y en el mismo sentido circular que su amo, para conservar la distancia que le separaba de él—. Le ruego que no insista.

Los dos estaban un poco sofocados.

—Pero para un momento, mujer. Ya estoy cansado de perseguirte por toda la casa. Déjame hablar.

La persecución, en efecto, se había iniciado en la cocina cuando Petra terminó de fregar unos cacharros. Fue entonces cuando entró don Antonio en mangas de camisa, sin corbata y con el cuello desabrochado; indumentaria que no debe sorprender a nadie, porque los termómetros en aquellos días parecían ascensores empeñados en llegar al ático.

No era la primera vez que el señor hacía esta excursión a los dominios de la criada. En la última semana menudearon sus visitas, que coincidían siempre con las salidas de la señora. Pero Petra, terca, se defendía bien de los ataques verbales de don Antonio.

Aquella tarde, sin embargo, el señor había iniciado una de esas ofensivas que los militares llaman «de gran estilo». Estaba empleando a fondo la artillería de su dialéctica en la conversación, y la infantería de sus piernas en la persecución.

La primera escaramuza obligó a la muchacha a retirarse a la cocina, que por sus reducidas dimensiones dificultaba sus maniobras de repliegue. Ya en el pasillo, con el pretexto de que tenía que barrerlo, se armó de una escoba. Y con su sólido mango entre las manos, dispuso de veinte metros para retroceder hasta las habitaciones principales de la casa.

—Pero chica, razona un poco…

—Por favor, señor. Déjeme trabajar…

La presión de don Antonio fue obligándola a ceder terreno, hasta que lo cedió todo y tuvo que refugiarse en el cuarto de estar. Ése fue su error táctico, disculpable en una muchacha pueblerina que no había estudiado estrategia, pues aquella habitación no tenía más puerta de escape que la del dormitorio para continuar la retirada. Y en el cuarto de estar fue donde Petra se hizo fuerte, entablando con don Antonio esta batalla verbal:

—Siéntate un momento, Petrita.

—¡Huy, Petrita! ¡Qué gracioso!

—Es natural. Llevas tantos meses en casa, que te hemos tomado cariño y te tratamos como si fueras de la familia. Anda, siéntate.

—No puedo, señor. Tengo mucho trabajo.

—Sólo un momento. Ven aquí, a mi lado.

—No está bien que me siente. Además, si viene la señora…

—La señora ha salido y tardará en volver. Vamos, decídete. ¿Es que no tienes confianza en mí?

—Sí, pero… ¡Ese sofá es tan pequeñín!…

—No tengas miedo. Sólo quiero que hablemos un rato.

—El señor y yo ya lo tenemos todo hablado —dijo Petra, sentándose muy circunspecta en el borde del sofá que le ofrecían—. Creo haberle dicho muchas veces…

—Ya lo sé. Me has dicho siempre que no. Pero me parece que no lo has pensado bien. Y voy a hacer un último intento para convencerte. Si no lo consigo, no volveré a insistir.

—No lo conseguirá, se lo aseguro.

—Déjame intentarlo —rogó don Antonio—. Te daré lo que pidas. Además de duplicarte el sueldo, podrás salir tres veces por semana.

—¿Tres veces? —repitió la muchacha, sin demasiado interés—. No es mucho. ¿Y hasta qué hora?

—Hasta la que tú quieras. Además, los días de salida que tú quieras, te llevaré en el coche a dar un paseo.

—¡Huy! —exclamó Petra, más divertida que escandalizada—. ¿Yo paseando en el coche con el señor? ¡Ave María Purísima! ¿Y qué dirá la señora?

—La señora no tiene por qué saberlo.

—Pero si alguien nos viera…

—No es necesario que vayamos por las calles céntricas. Se pueden dar paseos muy bonitos por el campo. Hay merenderos tranquilos…

—¡Qué disparate, señor! —rio Petra, enseñando la dentadura hasta esa muela de oro de la que secretamente se enorgullecía.

—Si no quieres —rectificó don Antonio— no iremos en el coche. Pero yo te daré, sin que se entere la señora, todo lo que necesites.

—¿Qué quiere decir con eso el señor?

—Que por grande que sea un sueldo —dijo don Antonio, aproximándose un poco a la muchacha—, nunca llega para ciertas cosas. Y tú necesitarás comprarte vestidos, zapatos… alguna joyita…

—¿Joyas yo? ¡Jesús! —rio la chica—. Ya tengo mi muela de oro, fíjese.

Y volvió a reír para dejar al descubierto su molar metálico, que brillaba sobre una encía muy roja. En la frente de don Antonio aparecieron unas minúsculas gotitas de sudor. Empezaba a perder la serenidad.

—No te burles, Petra. Hablo en serio.

—Yo también. Y cuando tomo una decisión, no me vuelvo atrás. Sé muy bien lo que me conviene.

—Estás equivocada. Yo lo sé mucho mejor, porque tengo más experiencia de la vida. Si me haces caso, vivirás como una reina.

—Las reinas no tienen que madrugar para hacer los desayunos.

—Tampoco madrugarás tú, porque yo me desayunaré fuera de casa cuando tenga que ir temprano a la oficina.

—¡Huy, cuántas facilidades! —volvió a reír Petra—. A este paso, el señor va a decirme que me ayudará a lavar y planchar.

—Por ti —se envalentonó don Antonio—, soy capaz hasta de pelar las patatas. En ninguna parte estarás mejor que aquí, te lo aseguro.

Y tan envalentonado se sintió el señor, que trató de tomar entre las suyas una mano de Petra. Pero ella supo esquivarle con rapidez al tiempo que decía:

—Las manitas quietas.

—No tengas miedo. Sólo quiero ser para ti como un padre.

—Gracias, señor, pero ya tengo uno en el pueblo y me basta. Cuando voy a verle y se emborracha, ¡me da cada paliza!…

—Yo no te pegaré, sino todo lo contrario. Me ocuparé de ti, procuraré satisfacer tus menores deseos…

—Lo siento, pero pierde el tiempo y me lo está haciendo perder a mí. Con su permiso, voy a terminar de arreglar la cocina.

—Entonces, eso significa…

—Que vuelvo a repetirle lo que ya le dije muchas veces: no.

Y Petra, que ya se había levantado del sofá, salió muy digna del cuarto en dirección a la cocina.

En aquel momento, se abrió bruscamente la puerta del dormitorio y apareció en el umbral la esposa de don Antonio. Era una mujer alta y gruesa, de temible fortaleza física, cuya sola presencia imponía respeto en varios metros a la redonda.

—Lo he oído todo —dijo ella a su marido, que continuaba sentado en el sofá.

Y don Antonio, muy abatido, replicó:

—Entonces, no necesito explicarte mi fracaso. Todas mis promesas han sido inútiles: no he logrado convencer a Petra para que se quede. Mañana se marcha a servir a unos americanos.

—¡Qué desgracia! —suspiró la esposa, sentándose en el sofá junto a su marido—. ¡Era la última criada que quedaba en la ciudad, sirviendo a unos españoles!

Y los dos, muy tristes, pensaron en la dura vida que los esperaba sin servicio doméstico.