Genios desconocidos

EL PROFESOR BURIDÁN

YO VI EL «DEBUT» del profesor Buridán, espeluznante hipnotizador báltico. Algún día, cuando por ser demasiado viejo no se me ocurra nada y me vea obligado a escribir mis memorias, dedicaré un capítulo a este acontecimiento memorable.

El Teatro Trincherpe, hoy desaparecido para edificar en su solar una fábrica de detergente, estaba lleno hasta las lámparas. Al levantarse el telón, el profesor apareció envuelto en su airosa mortaja color de violeta. Después de saludar al público con un chasquido de lengua tan sorprendente como musical, se tapó los ojos con una mano y dijo con voz de catacumba:

—Veo con claridad… que un espectador de la cuarta fila… tiene en el bolsillo… unas pesetas.

¡Un clamor horrísono de entusiasmo recorrió el espinazo de la sala! En efecto: don Pascual Mejía, que ocupaba una butaca en la cuarta fila, confesó que llevaba unas pesetas en el bolsillo. ¡Potencia de la telepatía! ¡Magia de la adivinación!

Calmado el nerviosismo de los espectadores, el profesor Buridán volvió a taparse los ojos con una mano. Reinó un expectante silencio, mientras el poderoso cerebro del profesor se sumía en las simas de las potencias psíquicas.

—Veo… —musitó al fin— que una señora… en el anfiteatro… tiene… un pendiente en cada oreja.

¿Brujo o adivino? ¿Satánico o botánico? Varios espectadores no dieron crédito a sus ojos al comprobar que, efectivamente, una señora del anfiteatro —llamada doña Consuelo Paredes— tenía un pendiente en cada oreja. Las salvas y vítores que coronaron esta primera parte del programa, fueron inenarrables.

Después de un breve intervalo, el telón volvió a alzarse ante el pánico de la concurrencia. Y el profesor Buridán, acompañado de un emocionante redoble de timbales, anunció:

—Ahora, para demostrarles lo útil que es el estado cataléptico, un ayudante me romperá una botella de cerveza en el occipital sin que experimente ni pizca de dolor.

¿Sería posible? ¡Todo el público contuvo la respiración mientras el profesor Buridán se concentraba! En el acto entró un ayudante y, acercándose de puntillas al rey de las fuerzas ocultas, le rompió la prometida botella de cerveza en la parte posterior del cráneo. Buridán cayó al suelo entre horribles gritos. Pero la orquesta inició un ruidoso pasodoble para amortiguarlos, y el telón bajó con rapidez mientras los espectadores aplaudían frenéticamente.

Después de este segundo entreacto, en el que las malas lenguas aseguran que el profesor Buridán estaba reponiéndose del fuerte golpe recibido, se reanudó el fascinador espectáculo.

Salvo unos grandes esparadrapos en la cabeza, el profesor conservaba su lozano aspecto de siempre. Entre murmullos de terror que partían del público, este príncipe del ocultismo se dispuso a hipnotizar un huevo de gallina. Para ello, puso un huevo de gallina encima de un plato sopero y, después de mirarlo fijamente durante varios minutos, el huevo quedó inmóvil. ¡Fuerza de la mirada! ¡Arcanos del subconsciente! Un ayudante torpe movió el plato, y el huevo cayó al suelo haciéndose tortilla. Pero el telón volvió a bajar con rapidez, y pronto olvidóse el pequeño incidente.

Para finalizar el apasionante programa, el profesor Buridán nos obsequió con un alucinante fenómeno de plasmación. Después de taparse los ojos con una mano y de sumirse en insospechadas catalepsias, se produjo un hecho insólito: ¡en el aire, sin más sujeción que un taburete para apoyar los pies, apareció la imagen de la taquillera del teatro! Es cierto que el taburete en el que estaba subida se veía un poco, pero ¿deja por este detalle superfluo de ser un fenómeno de plasmación imponente? ¡Energías de la telequinesia! ¡Poder del plasma! ¡Sublimación del ego!

Nunca olvidaré aquella noche asombrosa en el Teatro Trincherpe, en la que un profesor báltico me dejó entrever los infinitos e inexplorados campos del cerebro humano.

¡Y yo que siempre pensé, estúpido de mí, que el cerebro sólo servía para sujetar el sombrero!

ROBERTO GRUTNER

NADIE RECUERDA las armoniosas melodías de Grutner. Sólo yo, que soy un melómano furibundo, puedo tararear su «Romanza en paf, para chasquido y papirotazo». Y a pesar de ser su único tarareador, confieso avergonzado que lo tarareo mal. ¡Perdón, Roberto!

Nació el maestro en el Paraninfo Musical de Viena, cuando triunfaba en el mundo el tango «Los Cotorritos». Sus padres eran músicos también, pues se les consideraba los mejores campaneros de Austria y habían tocado la campana en los más selectos campanarios del país. Los tímpanos se estremecían al oír los conciertos de estos virtuosos del badajo.

A los cuatro años, y con ayuda de un punzón, el prodigioso Roberto vació un tronco de acebo para hacer una flauta. Al dueño del tronco no le hizo ninguna gracia esta habilidad del nene, y el nene tuvo que huir a Oslo.

En Oslo, Roberto aprendió a tocar el canuto, instrumento inventado por un soplador de vidrio que carecía de vidrio para soplar.

Cuando el canuto no tuvo secretos para él, Grutner se trasladó a París para dar clases de martillo y maza en la Sorbona. La majestad del Sena, que ya en aquella época pasaba por la capital francesa, le inspiró su «tocata para platillo y pífano». La «tocata» fue estrenada en el Teatro de los Girondinos (hoy Teatro de los Argelinos), interpretada por el pifanista lombardo Macario, acompañado por Héctor Cornelius (llamado justamente «el Beethoven de los platillos»).

Por desgracia, en aquellos días el músico peruano Álvarez estrenó su «Estallido para globo y pinchazo». Y Roberto, lleno de furia, le acusó de plagio en un artículo furibundo publicado en la Gaceta de la Corchea. Este artículo le sentó al peruano como un par de banderillas en las nalgas, y juró vengarse del ofensor.

Una tarde, en los «Campos Elíseos» (que entonces estaban sin urbanizar y sólo se llamaban «Pradera de Saint Isidre»), se encontraron frente a frente los dos rivales. El diálogo fue tan escueto como dramático:

—¡Grutner, sapristi!

—¡Álvarez, olalá!

—¿Duelo?

—¡Duelo!

—¿Espada o pistola?

—¡Trompeta a veinte pasos!

—¿Duelo a trompeta?

—¡Duelo a trompeta!

Los dos compositores, enfrascados en sus fraques, se enfrentaron en el campo del honor. Los padrinos dieron a cada duelista una trompeta con las medidas reglamentarias, y les advirtieron que estaban prohibidos los trompetazos bajos.

¡Pero la trompeta de Álvarez no sonó, y no pudo responder al certero «tararí» de Roberto! ¡Grutner había vencido! El peruano, lleno de vergüenza, huyó a orillas del lago Titicaca para dedicarse al pastoreo, mientras el músico vienés era llevado en hombros hasta su hotel por los componentes de la peña melómana «Clave en fa».

Semanas más tarde, ganó por medio cuerpo una cátedra en la Escuela de Trompeteros Sentimentales, fundada en Bélgica por el conde Frattini. ¡Raros caprichos de la nobleza!

Feo, agotado y prostático, Grutner compuso en aquella ocasión su «trompetazo en do mayor», que tanto se toca en los regimientos de húsares.

¿Qué había sido entretanto de sus papás, campaneros ilustres e insignes virtuosos del badajo? La vejez, que no perdona ni a su padre, los había llenado de achaques. Y murieron con los tímpanos inflamados a causa de los campanazos, en una aldea próxima a la frontera austro-húngara.

¿Y el criado mulato?

(¿Qué criado mulato?)

(Pero ¿no es aquí donde se ha hablado de un criado mulato?)

(No).

(Pues ustedes perdonen).

Grutner, agobiado por los alifafes propios de la senectud, se retiró a un convento de Padres Benedictinos. ¡Astuto artista, pues las gentes mundanas creyeron que se retiraba para la penitencia y la meditación! Pero en realidad se retiró para la juerga y la francachela, pues nadie ignora que los reverendos padres destilan un licor de rechupete.

Entre trago y trago, Roberto compuso una «Sonatina para tamborileo y percusión», destinada a las orquestas pobres que careciesen de instrumentos musicales.

Murió pobre pero honrado. Sus restos se conservan en la bodega del convento, en el interior de una cuba cuyo contenido se bebió él solito.

Todos los años, al cumplirse el aniversario de su muerte, se celebran grandes festejos en Pamplona, con lanzamiento de cohetes y encierro de toros bravos. Pero mucho me temo que estos festejos se deben a que el excelso y desconocido Roberto Grutner murió el día de San Fermín.

ADOLFO TRADEMARK

TODAS LAS NOCHES, bajo el blanquísimo toldo del circo Bartelli, el padre de Adolfo inflaba su tórax y hacía rugir sus pulmones ante un enjambre de espectadores entusiastas. Era el padre de Adolfo el glorioso gimnasta Trademark, y sus amplios conocimientos de la gimnasia le habían valido incontables medallas, prebendas, frascos de perfume y otros premios que en aquel tiempo se otorgaban a la destreza corporal.

Adolfo era entonces un pequeñuelo recién destetado, de corta estatura y recios musculitos. Con frecuencia acompañaba a su padre a las tertulias del «Bar Hoop», donde se reunían los gimnastas de la ciudad para hablar de esguinces, torceduras y linimentos. De esta forma aprendía el niño a colocar su cuerpo en las raras posturas exigidas por la cultura física.

Pero una noche invernal, cuando el señor Trademark se disponía a inflar su tórax para recibir a cambio un vendaval de aplausos, un león con apetito se fugó de su jaula con una llave falsa, entró en la pista y devoró al eminente gimnasta.

—Algún truco —comentó el público, que era demasiado listo para dejarse engañar.

Y como la banda estaba tocando en aquel momento una marcha muy jacarandosa, los espectadores olvidaron bien pronto la desaparición del gimnasta.

Adolfo, su hijo, no se dejó amilanar por su orfandad prematura. Flaco y retaco, sí, pero fogoso y musculado, debutaba una semana después en el Circo Bartelli. Los carteles le anunciaban así:

ADOLFO, EL SALTARÍN MÁS BESTIA DEL MUNDO

Y el joven Trademark, cuando el cornetín del dueño del circo anunciaba su número, salía a la pista en camiseta y bragas ceñidas. Luego, después de hacer una carantoña al respetable, subía unas escaleras altísimas hasta una pequeña plataforma.

Un nudo de angustia estrangulaba todas las gargantas. Al llegar al diminuto trampolín, Adolfo se lanzaba de cabeza a la pista sin ninguna colchoneta que amortiguase su caída. El golpazo que se pegaba era imponente, aunque el éxito que obtenía era inmenso. Lo cual es justo, pues sólo se pescan truchas a bragas enjutas.

Sin embargo, la resistencia del cuerpo humano es limitada: en cada una de estas caídas tremendas, Adolfo se rompía un hueso: hoy, una pierna; mañana, una clavícula; ayer, un húmero, un cúbito, e incluso un radio.

—Se está usted triturando el esqueleto, hijito —le decían sus admiradores, llenos de conmiseración.

—Aún me queda la caja torácica intacta y un par de peronés —los tranquilizaba el acróbata—. Sin contar que la columna vertebral la tengo completa.

Así, hueso a hueso, Adolfo fue quebrando todo su sistema óseo contra la pista del circo Bartelli.

—Pocos huesecillos le quedan ya, amiguito —le decía el dueño del circo, que paseaba entre los carros con sus botas de montar y su látigo de azotar a los payasos.

En una función infantil quebró su última vértebra cervical, y salió de la pista arrastrándose como un caracol.

—¡Que barran los despojos del acróbata! —ordenó el dueño a los que cambiaban la alfombra entre número y número—. Ya no sirven para nada.

Fue entonces cuando Fátima, la contorsionista persa recogió en una cesta de mimbre aquel cuerpo amorfo y lo llevó a su carro. ¿Amaba Fátima al acróbata desguazado? ¿Amaba el acróbata a Fátima? Probablemente sí, por aquello de las afinidades electivas: ambos tenían cuerpos flexibles, con el esqueleto triturado, y podían darse mordiscos en sus propias nalgas sin el menor esfuerzo. Eran felices juntos.

Pero Clodoaldo, el hirsuto domador de la casaca carmesí, amaba a Fátima. Y una noche, mientras la contorsionista se retorcía en el centro de la pista, Clodoaldo robó de su carro la cesta de mimbre donde yacía Adolfo, y arrojó sus carnes fofas al gran tigre de Bengala.

Tan sólo Fátima lloró la desaparición del joven Trademark.

Una tarde, desmontaron el Circo Bartelli y metieron el gran toldo en muchos baúles. Y los elefantes, lentos y enigmáticos, se alejaron de la ciudad tirando de los pesadísimos carros.

CAROLO VOLPINI

TODAVÍA SE RECITAN en la intimidad las églogas del poeta Volpini. Yo mismo, cuando estoy solo, saco una égloga del armario y la recito en voz alta. Y un amigo mío, cuyo nombre no digo porque quiere guardar el incógnito, hace lo mismo. Por algo será, ¿no?

Nació Volpini en un picacho siciliano. Los guardabosques de Alfa, su aldea natal, dispararon al aire sus escopetas en señal de júbilo. Contrahecho de nacimiento, endeble y pegajoso, Carolo fue destinado por sus padres a las duras tareas de la recolección. Pero él, rebelde al mandato paterno, huyó a París disfrazado de peregrino. En esta ciudad trabajó de pasante en el bufete del notario Lambertin.

—Pásame aquel legajo —decíale el notario—. Pásale este documento al señor Moineau…

Y así fue como Carolo pudo trabajar de pasante pasando papeles, sin haber estudiado la carrera de Derecho.

Bien pronto, los guardias que le perseguían por orden de su padre, le dieron caza. Y el poeta en cierne tuvo que huir a los Países Bajos, viviendo algún tiempo de limosnas en el Principado de Ventralín.

A los quince años, hallándose en una velada intelectual en el castillo de los Condes Tambaramba, dijo por un afortunado azar:

Me beberé esta cerveza,
pues me duele la cabeza.

¡Aquel pareado casual le abrió las puertas de la celebridad! En toda Holanda, y en un buen pedazo de Bélgica, se comentó vivamente su ingenio. Los trovadores, único telégrafo de aquel tiempo, compusieron hermosas trovas con el mágico pareado de Volpini. A partir de entonces, no cesó de escribir sus eminentes aleluyas.

No te rasques nunca un grano
hasta que llegue el verano.

Ésta fue, sin duda alguna, su poesía picaresca más notable. Pero su editor, avaro judío panameño, le pagó tan sólo ochenta céntimos por aquella bella composición. Con aquel parco dinero, Carolo socorrió a la anciana vizcondesa Flandenberg, arruinada por sus nueras despilfarradoras. Ese gesto le valió su entrada en la Academia de Letras y Signos Ortográficos, de Brujas.

Pero los guardias, que le perseguían por orden de su padre, le dieron caza. Y Carolo huyó a una cueva cercana al mar Egeo, donde le aguardaba una grata sorpresa: Tolita Mamparetti, su amadísima aya, le trajo una carta del editor Bamboli en la que éste le ofrecía ocho pesetas por la edición de sus obras completas. Corrió Carolo a Sicilia, pero allí pudo percatarse de que se trataba de una celada tendida por su padre. Fue en aquel viaje cuando Volpini escribió su enérgico pareado de protesta:

¡No haré la recolección
aunque vaya a la prisión!

Rescatado de Sicilia por la influencia del académico Fantucchi, corrió a refugiarse a la famosa torre de Pisa. Pero su corpulencia, quebrando los cimientos del edificio, inclinó de tal forma dicha torre que Carolo tuvo que huir a Nuremberga, donde se hospedó en la hostería «El Ganso Dorado». Fue en aquella ocasión cuando la Marca de Brandemburgo, que por entonces se hallaba en viaje por el Sur de Europa, incorporó a su séquito al incomprendido poeta latino.

Pero los guardias que le perseguían por orden de su padre, le dieron caza otra vez. Y Volpini, vendiendo a bajo precio su producción literaria, se encaminó hacia Poitiers, donde le esperaba una vacante en la Escuela de Aleluyas Vascofrancesas. ¡Pobre Carolo! ¡Triste destino de poeta, víctima de la persecución y la avaricia de los editores!

Un rayo de luz, tan sólo uno, alumbró su vida: ¡su chacha Fermina, bondadosa jovenzuela que tañía el laúd a la cabecera de su lecho! Juntos los tres —Carolo, la chacha y el laúd—, pasearon por Europa escribiendo aleluyas en los pañuelos de los caballeros, que pagaban un florín por tan arduo trabajo. Volpini, lejos de aceptar coronas de laurel, como premio a su labor literaria, exigía coronas de berza, de alcachofas y de otras verduras igualmente nutritivas. Gracias a estas coronas y a los cuidados de su chacha Fermina, pudo terminar su obra cumbre, que dice así:

Es tan bueno como un beso
un buen trocito de queso.

A punto de escalar la cima del triunfo, le ocurrió una desgracia: su chacha Fermina huyó con una compañía de saltimbanquis egipcios. Volpini se retiró a su buhardilla de la Rue Mademoiselle.

Pero los guardias que le perseguían por orden de su padre, le dieron caza. Y Carolo, con su hato de ropa, pidió protección al editor británico Morgan. Todo inútil. En una carta lacónica, esta firma le respondió que sus aleluyas traducidas perdían encanto. Y para colmo, los guardias que le perseguían por orden de su padre le dieron caza.

El insigne poeta, autor de tantas y tan sabrosas aleluyas, fue a terminar sus días dedicado a las rudas faenas de la recolección, allá en la inhóspita landa siciliana. Mala pata.

BRUNHILDA FLIP

¿QUIÉN HA OLVIDADO a Brunhilda Flip, la nerviosa acróbata turinga? ¡Nadie! Trabajaba en el circo Kram, el de las focas charoladas y los pingüinos matemáticos.

Cuando Brunhilda subía al trapecio, la emoción oprimía el pescuezo a los espectadores. ¿Quién no recuerda su triple voltereta con caída de cabeza sobre un almohadón? ¿Existe alguien que haya olvidado su comentadísimo brinco a la pata coja?

Brunhilda desplazó a los famosos acróbatas rumanos Zaleski, que triunfaban en el modesto cobertizo de Starolli. Hundió a Frul, el trapecista mulato que se suicidó en Las Landas al conocer su éxito en la fiesta a beneficio de los niños con pupas.

¡Qué triunfo el de esta vivaracha musculosa! Brunhilda aparecía retratada en las blancas pecheras de los elegantes, en los prospectos de los medicamentos, en los libretos políticos, y en primorosos tatuajes sobre los brazos de la marinería.

Era Brunhilda, además, una hacendosa mujercita de su circo, y entretenía sus ocios haciendo bufandas de cretona para los elefantes.

—Si no forramos los elefantes con unas fundas —solía decir con muy buen sentido—, el roce estropeará su tapicería.

Gracias a ella los elefantes salían a la pista con sus forros de alegres cretonas. Parecían así gigantescas bufandas vivientes; butacas monstruosas para asiento de titanes.

Cuando Brunhilda terminó las fundas de los elefantes, hizo fundas para los tigres, para las focas y para los pingüinos. Así los animales se conservaban mejor y duraban más tiempo que en cualquier otro circo.

—¡Brunhilda, Brunhilda! ¡Cuántas veces nos hiciste temblar con tu salto mortal titulado «el despanzurramiento»! ¡Cuántas veces gritamos viendo tu capricho acrobático «la desmembración»! ¿No te importaba la vida? ¡Reías! ¡Reías como una loca en el trapecio, con la risa de los que desconocen la ley de la gravedad!

Pero el mahometano Raschid, que te odiaba por tu ingravidez, hizo un pacto con el ilusionista Marius, el del sombrero de copa y la capita enlutada. De aquella alianza nació el proyecto vengativo. Trot, el encargado de alimentar a las bestias, se encargó de verter narcótico en la comida de Brunhilda. Y ésta, en una función a beneficio de los tartamudos, quedó sumida en un profundo sopor. La pérdida de casi todas sus piernas —tenía dos y perdió una— fue el trágico balance de aquella jornada.

Mohína y enfadadilla por el percance, la acróbata descansó algunos meses en la granja de sus parientes turingos. Pero viendo que no le crecía una nueva pierna en el muñón donde había tenido la antigua, se incorporó otra vez a las actividades circenses.

Sin embargo, como una pierna no es grano de anís, la agilidad de Brunhilda sufrió una notable merma. Sus saltos mortales no fueron ya los mismos. Pero el público del circo Kram, enternecido con la desgracia de Brunhilda, continuaba asistiendo a las representaciones. Y todos los espectadores, antes de entrar, ocultaban una de sus piernas encogiéndola como las cigüeñas, y se movían a la pata coja para que la acróbata no tuviera complejo.

—¡A todos nos falta una pierna! —parecían querer decir los espectadores, avanzando a saltitos.

Algunos alquilaban muletas, para que el engaño fuera más perfecto.

Hasta que un buen día, aquella pelmaza de Brunhilda se rompió la crisma al caerse del trapecio. Y los espectadores, con un suspiro de alivio, pudieron mostrar la pierna que ocultaban. Y el circo recobró su alegría.