3 de abril: Me levanto de la tabla claveteada a las ocho en punto. He dormido muy mal, porque los clavos estaban blandísimos. Tengo que llamar a un ferretero, para que venga a varearlos y endurecerlos.
Me desayuno alfileres calientes y dos vasos de cristal, y salgo a dar mi paseo matutino no sin antes atravesarme la glotis con un pincho. ¡Cómo me gusta atravesarme la glotis con un pincho! Es una rosquilla tan refrescante como un masaje después del afeitado.
Encuentro en la calle a mi amigo Lukas, un faquir de Ranchipur que acaba de hacerse vegetariano porque los metales le hacían daño.
—¡Hola, Lukas! —le digo atravesándole el hombro con una púa.
—¡Buenos días, amigo! —responde mientras me clava una lanceta amistosa en la medula espinal.
Regreso a mi fosa a las diez en punto, y me afeito con un hacha. Metido en la nevera, me conservo fresquito hasta mediodía. A esa hora salgo a la calle descalzo, y me encamino a una cuchillería donde acostumbro tomar el aperitivo. Una vez allí me trago un sable para abrir el apetito.
A las dos en punto, almuerzo un gran plato condimentado con canela y clavos. Antes de echarme mi siesta cataléptica, hipnotizo a una gallina. A las tres, me quedo rígido sobre el respaldo de dos sillas y duermo por espacio de una hora. Despierto alrededor de las cuatro, y me siento patas arriba para hacer un poco de yogui. A las seis me visitan unos faquires amigos míos. Se quitan los pinchos en el recibimiento, y les hago pasar a la fosa, donde se sientan sobre culos de botella.
¡Velada deliciosa! Después de rompernos las tibias unos a otros para demostrar que no nos duele, leemos en voz alta algunos capítulos del Pinchatandra. (El Pinchatandra, como su nombre indica, es un famoso libro indio dedicado a los faquires).
Despido a mis visitas a las ocho y cuarto. Como esta noche no saldré, me pongo mi funda de alambre espinoso y dos clavos cómodos que al andar se me clavan en las plantas de los pies. Ése es mi atuendo de estar en fosa. En el fondo soy muy hogareño, y me gusta mucho quedarme en fosa. La verdad es que, bien mirado, no hay nada como la fosa de uno.
—¿Dormirá el señor en la tabla claveteada, o debo prepararle el cajón de arena? —me pregunta un criado feminoide al que yo llamo «maricolchón», porque duerme sobre una funda de tela rellena de borra.
—Prepara el cajón de arena. Estoy cansado y quiero enterrarme temprano.
Ceno ligeramente: un «microsurco» de ebonita, y una lata de sardinas; pero tiro las sardinas y me como lo de fuera. Los clavos del almuerzo no estaban frescos. Creo que me han sentado mal.
Antes de enterrarme, me quedo leyendo el catálogo de una ferretería. No me gusta leer enterrado. Cuando leo enterrado, me desvelo y no consigo conciliar el sueño cataléptico.
7 de marzo: Anoche estuve en el cine. Llegué un momento antes de que empezara la película. Como las entradas eran sin numerar, me senté en una butaca bien situada. Una vez sentado, las luces se apagaron y comenzó la proyección.
Diez minutos más tarde, un espectador rezagado avanzó a tientas en la oscuridad. Y, sin fijarse en que la butaca ya estaba ocupada, se sentó encima de mí.
Esto, como puede suponerse, me originó algunas molestias, entre ellas la de impedirme por completo ver la pantalla. Claro que oía el diálogo de la película, eso sí, pero observar el paso de las imágenes es un complemento nada desdeñable. Además el espectador que soportaba sobre mis rodillas era bastante grueso, debido a lo cual su corpulencia me producía una fuerte opresión en el tórax, el abdomen y los muslos.
Comencé a pensar en el método más adecuado para advertir mi posición al segundo ocupante de mi butaca. Decirle por las buenas que me hallaba debajo era una imprudencia, pues, debido a su complexión atlética, podía reaccionar de un modo poco favorable a mi integridad física.
En esta postura, y pensando sin cesar en el modo de salir de ella, transcurrieron treinta minutos de proyección, durante los cuales guardé la máxima inmovilidad. El público reía a mi alrededor las incidencias de la película y esto me consolaba un poco. ¿Cómo sugerir a mi opresor la conveniencia de que ocupase alguna butaca completamente vacía?
«Por un lado —me dije—, si las localidades están sin numerar, cualquier espectador tiene el mismo derecho que yo a sentarse en esta butaca. Es lógico suponer que este caballero se irritará con razón si le insinúo que se levante. Puede argumentar que pagó una entrada idéntica a la mía para sentarse en el sitio que le apeteciera».
Tosí con bastante intensidad para llamar su atención, con objeto de que se levantara «motu proprio». Pero este sistema no dio ningún resultado.
A los cuarenta y cinco minutos, el peso del espectador se me hizo insoportable y comencé a sufrir los primeros síntomas de asfixia: pérdida de aliento, aceleración del pulso, enrojecimiento del rostro… Traté de resistir, pero me fue imposible dominar un brusco movimiento convulsivo.
El espectador pareció notar algo y se levantó incomodado. Al mirarme en la oscuridad, sus ojos refulgían como carbunclos. Sentí un ramalazo de terror.
—¿Qué hacía usted sentado debajo de mí? —masculló con voz sibilante.
Le pedí perdón débilmente y traté de excusarme lo mejor que pude:
—Yo… fui el primero en ocupar esta butaca… Pero claro está que nadie impide que usted se siente también… —me apresuré a añadir, viendo su expresión amenazadora.
—¡Ya no se puede ir tranquilo ni al cine! —gritó el espectador, en el colmo de la indignación—. En cuanto uno se descuida, se le sienta alguien debajo.
Balbucí algunas excusas y juré que, si lo deseaba, podía sentarse de nuevo en mis rodillas.
—¡Váyase de aquí! —me gritó con dureza.
—Es lo mejor que puedo hacer, tiene usted razón —respondí dándole las gracias por su buen consejo.
Y saliendo del cine con rapidez, me dirigí corriendo a mi casa.
Pero en el camino, se me acercó un vendedor ambulante. Llevaba una caja llena de mercancías, atada al cuello con un cintajo. Me preguntó si quería hojas de afeitar. No me atreví a desairarle diciéndole que por la mañana había comprado algunas docenas, y le compré un paquete. Creí que esto bastaría para que se marchara; pero una vez efectuada esta compra, me dijo:
—Tengo unas pipas baratísimas. ¿Necesita usted una pipa?
La verdad es que jamás he fumado en pipa. Es más: detesto las pipas, porque en ellas el tabaco sabe a corcho quemado.
—En realidad —dije en tono evasivo—, me parece que no necesito con urgencia una pipa.
—Nunca se puede decir de esta pipa no fumaré —me dijo envolviéndome una pipa horrenda en un trozo de papel—. Son treinta pesetas, y la voluntad.
—¿Qué entiende usted por voluntad? —inquirí sacando la cartera.
—Yo, por voluntad, entiendo veinte pesetas —dijo sin vacilar.
Le entregué diez duros, y en cuanto el billete desapareció en su bolsillo, añadió:
—Quizá le convenga más comprar dos pipas en vez de una.
—¿Usted cree?… —vacilé.
—Sí. Una pipa es poco. Lo mismo que el fumador de cigarrillos lleva un paquete para ofrecer a sus amigos, el que fuma en pipa debe llevar varias pipas para invitar a fumar.
Sin atreverme a decirle que no, escuché sus razonamientos y adquirí primero tres, luego cuatro, y por fin catorce pipas.
—Siento no tener más pipas que ofrecerle —dijo el vendedor, caminando compungido a mi lado—, pero tengo en cambio horquillas para el pelo.
No me atreví a explicarle que las horquillas, realmente, no tienen aplicación en el sencillo peinado de un hombre. Si yo me peinara estilo «alcachofa», por ejemplo, no digo. Pero como uso un cortísimo tupé, que se arregla con dos sencillos golpes de peine…
—¿Y quién le asegura que algún día los hombres no usaremos también el peinado «alcachofa»? —me amenazó el vendedor.
—Es cierto —tuve que reconocer—. ¡El mundo da tantas vueltas!…
—Una vuelta cada veinticuatro horas —me explicó el vendedor, para demostrar que poseía cierta cultura.
Y me quedé con todas las horquillas.
A la puerta de mi casa, para evitar que el vendedor entrase conmigo en mi piso, le compré siete peines, nueve pastillas de jabón y seis cartoncitos con botones.
El buen hombre quiso después de esto venderme la caja donde había llevado todas sus mercancías, pero a eso me negué rotundamente. ¡Hay que ser enérgico en la vida, para que no le tomen a uno por tonto!
12 de febrero: No recuerdo a qué hora volví anoche. Esparcidos por el suelo de mi alcoba, hay vestigios de mi último libertinaje: dos serpentinas, un sifón, una chistera, dos sacos de cemento, una cornucopia, un peluquín… ¡Buena la armé!
Después de tomar azúcar para reponer mis energías, me doy un masaje en el torso y salgo a la calle. Sin perder minuto bebo licores, golpeo una cacerola con un tenedor, y hago que los gitanos me enloquezcan con sus violines. Avanzando al compás de la danza, recorro algunos fumaderos de opio y de tabaco.
A medianoche contrato flamencos, huyo con danzarinas y caigo en toda clase de fangos: fangos verdes, fangos azules, fangos color de albaricoque…
En plena francachela, alguien me propina botellazos en el parietal. Pero no los siento, porque mis sentidos están embotados por los alcaloides de toda especie que he ingerido.
A la una en punto, lleno mi chistera de agua y doy de beber a una mula.
Media hora más tarde, subo en tiovivos y bajo en toboganes.
Las ancianas de la localidad, abriendo los balcones, me invitan a repartir limosnas citándome fábulas con las correspondientes moralejas. Pero yo, libertino cual pocos, tapo mis oídos con corchos adecuados y organizo danzas excitantes al compás de la marimba.
Poco satisfecho con estos excesos, arranco de sus lechos a enfermos graves para que se asomen a los balcones y pesquen pulmonías. A las tres de la mañana, enciendo antorchas y quemo toda clase de opúsculos.
Todas las clases pasivas de la comarca, haciendo bocina con las manos, me gritan refranes alusivos a la vida recoleta, a la industria y al comercio. Pero yo me río.
Un apache, en pleno libertinaje, me corta un músculo con su navaja. No me importa: vendo mi reloj de oro a un prestamista judío, y compro tafetán.
Lilí —¿quién será Lilí, demonio?— me escribe una carta de despedida. Me encojo de hombros. Los avaros me persiguen con documentos firmados por mí. ¡Qué bajo he caído! Oigo confusamente que alguien canta una canción de cuna. Lloro. La morfina ha subido dos pesetas. No me importa: vendo mi petaca de platino, y compro unas ampollas.
Cierran las tiendas de licor. ¡Pero quedan los garitos! Juego.
A las seis de la mañana, con un pompón amarillo en la frente, empiezo a perder los estribos: primero, un estribo; después, el otro… Y al perder los dos, pierdo el equilibrio y caigo sobre el asfalto cuan largo soy. Más no me desnuco. Por chamba. ¡Oh, chamba, chamba! ¡Cómo velas por mí!
Cuando vuelvo a mi casa, mi madre me propina una azotaina y me castiga dos días sin postre. ¡Tremendo castigo, dada mi afición a las tartinas de mermelada!
Me encierro en mi cuarto, y cojo una rabieta que me dura todo el día.