Periodismo

LA ENCUESTA

ALTO, BELLÍSIMO, musculoso y elegante, con una densa cabellera rubia, vestido con bata de seda y rica zapatilla de terciopelo, don Tobías Esquiveles me recibe en su regio despacho.

—¿Qué día es hoy? —pregunto al egregio dramaturgo, disponiendo las cuartillas.

—¡Qué pregunta más tonta, jovencito! —me responde.

De estatura normal, musculatura corriente y un poco calvo, vestido con un batín y zapatillas de fieltro, Tobías Esquiveles me recibe en su despachito.

—¿Acaso no ha oído bien? —insisto—. Le he preguntado qué día es hoy.

—He oído perfectamente, y repito que la pregunta es estúpida, jovenzuelo.

Más bien bajito, feo, débil y enfermo, completamente calvo, envuelto en un trapo y descalzo, Tobías me recibe en su despachejo.

—¿Qué día es hoy? —repito—. Esta pregunta encabeza una encuesta que aparece en El Matutino. Queremos publicar su retrato y su respuesta.

—¿Ha dicho usted publicar mi retrato? ¿Cuál es la pregunta, caballero?

—La pregunta es —tripito—: «¿Qué día es hoy?»

—¡Genial! ¡Originalísima! Ustedes, los de El Matutino, tienen mucho talento.

Alto, de belleza asombrosa, corpulento como un hércules, con una cabellera rubia que para sí la quisieran muchas estrellas del cine, envuelto en brocados antiguos, el egregio señor don Tobías Esquiveles me recibe en el amplio salón de su palacete.

—¿Qué día es hoy? —vuelvo a preguntarle.

—¡Qué quiere usted que le diga! —me responde lleno de tedio—. ¡Sabe Dios las majaderías que añadirá usted a mi respuesta!

—¿Majaderías?

Bajísimo, antipático, sucio, encorvado, macilento y casi en cueros, Tobías me recibe en un rincón de su covacha.

—Aunque usted, amigo mío, tiene cara de ser un periodista inteligente y excepcional.

Gigantesco, de belleza cegadora, macizo como una roca, con una rizosa cabellera de oro puro, bondadoso y eximio por los cuatro costados, el dramaturgo me ha recibido en su lujoso pabellón de mármol.

—¿Qué día es hoy? —torno a preguntarle.

—Sábado —me responde con modestia.

¡Magistral respuesta de hombre de letras! Me despido de don Tobías, y corro a la redacción para entregar estas cuartillas.

EL ARTICULO DE FONDO

SI ES USTED COJO, hambriento o perro, siempre encontrará un alma caritativa que le facilite una muleta, un panecillo o un hueso. La caridad tiende sus amorosos tentáculos en todas direcciones. Lo mismo salva de la perforación la pleura de un tísico, que de la cámara de gas a un «pekinés». Socorre al tullido y asila al decrépito. Viste al desnudo y da posada al peregrino.

Pocos habrá que no ayuden al sostenimiento de loables obras benéficas. Mientras unos dan limosnas en metálico, otros tejen prendas de abrigo o cantan gratuitamente en orfeones. ¿Qué millonario no contribuye gustoso con seis pesetas cuando se trata de sufragar un occipital de platino a un trepanado pobre? Y es que a todos nos satisface poner nuestro granito de arena para remediar los sufrimientos del prójimo.

Pero es asombroso que, siendo tan variadas las desgracias atendidas por la caridad, hayan quedado los estúpidos fuera de toda protección. No nos referimos a los cretinos cuyo cretinismo diagnostican los médicos oficialmente. Hablamos solamente de los pequeños estúpidos cuya estupidez, más o menos leve, no les impide andar sueltos por el mundo.

Este tipo de estúpido no es peligroso, pero sí molesto y abundante. Tropezamos con él en todas partes.

En el tren nos tortura con su charla mentecata, contándonos datos autobiográficos que por su pequeñez jamás figurarán en ninguna enciclopedia.

En las reuniones se empeña en contarnos ese chiste, político o verde, que ya nos contaron quince veces mucho mejor que él.

Es inoportuno, vulgar y sin tacto. Habla con énfasis de temas que no domina, y pretende imponer a voces en las discusiones sus mediocres puntos de vista. Emplea en su conversación refranes, frases hechas y citas aprendidas en esos calendarios que regalan las tiendas de comestibles.

Ninguno de estos defectos, incluso todos ellos juntos, bastaría para recluir a uno de estos tontos chiquitos en un sanatorio. El estúpido no es dañino, porque ataca los nervios simplemente. El estúpido está condenado a vegetar en puestos subalternos, para los cuales no se requiere el equipaje de un gran talento. Es un buen material de ventanilla. Maneja con soltura la Guía de Ferrocarriles, redacta primorosamente instancias y usa una sortija de sello barata en la que se abrazan sus iniciales en difícil retorcimiento.

Sería muy humanitario fundar una Sociedad Protectora de Estúpidos para ir corrigiendo estas pequeñas boberías del tontaina. Para suministrarle la limosna de algunas ideas originales. Para enseñarle a escuchar.

Antes que pensar en el perro y el gato, hay que vacunar a nuestros semejantes contra la risa ruidosa, la historieta sin gracia y la perogrullada dicha con aire doctoral.

¡Magnífica tarea caritativa, para la que abriríamos con gusto una suscripción encabezada con quince pesetas!

EL REPORTAJE SENSACIONAL

LA ESPOSA DEL HOMBRE INVISIBLE, doña Palmira Moliner, me recibe en un sobrio gabinete de estilo rococó. Bella dama. Vestida con discreta elegancia, se adorna la cabellera con alegres bigudíes multicolores. Lleva en la mano una liviana palmeta matamoscas, y me propina un palmetazo cuando pretendo sentarme en una mecedora.

—¡Cuidado! —grita—: ¡No se siente en las rodillas de Pepe!

Doy un respingo. De la mecedora, que parece vacía, surge una voz de barítono ligero.

—Antes de sentarse hay que mirar, rico —gruñe la voz.

—¡Ya podía usted poner una banderita roja en el asiento que ocupa! —rezongo. Pero en el acto amaino mi cólera para preguntar—: ¿Contento de ser invisible, señor Moliner?

—Tiene sus pros y sus contras —me responde—. Un pro, por ejemplo, es que puedo viajar en tranvía sin pagar billete. Y un contra, que paso un frío bárbaro porque tengo que ir siempre desnudo para que la gente no me vea.

—¿Hace mucho tiempo que es usted invisible? —añado con la sana curiosidad del profano.

—Quince añitos.

—¡La edad del invisible bonito! —piropeo.

—Ya en mi juventud —continúa Moliner— comencé a sentir vocación por la invisibilidad, y en mis ratos de ocio me frotaba las células con gomas de borrar.

—¡Astuta triquiñuela para conseguir su difícil propósito! —exclamo con sincera admiración.

—Deseaba a toda costa suprimir los contornos de mi cuerpo —continúa el hombre invisible—. A fuerza de constancia logré borrarme primero un brazo, luego dos brazos, luego las piernas, y por fin un trozo de abdomen. Animado por este éxito inicial logré borrarme las costillas, las vértebras, y por último las vísceras que todos tenemos dentro. Una tarde, hice el experimento de entrar en un teatro sin sacar billete en la taquilla: nadie me vio. ¡Ya era invisible!

—¿Compensa renunciar a la hermosura de un cuerpo, para entregarse al anónimo de la invisibilidad? —pregunto, satisfecho de hacer una pregunta tan inteligente.

—¡Ya lo creo! —responde el señor Moliner, deteniendo la mecedora para levantarse y dar un paseíto por la habitación—. Los hombres invisibles no pagamos entrada en ninguna parte. Estamos clasificados como niños de pecho, aunque somos en realidad de pelo en pecho.

—¿Sofista? ¿Cismático? ¿Melómano? —añado para dar a la conversación un matiz intelectual.

—Más bien empírico —me dice.

La esposa, pelmaza, interviene:

—Estoy muy contenta de haberme casado con un hombre invisible, porque son los más limpios. Gracias a la invisibilidad de Pepe, tengo siempre la casa como los chorros del oro: no me mancha la cera con los pies, ni los tapetes que protegen los respaldos de las butacas con la caspa.

—¿Diversiones? ¿Espectáculos? ¿Tiro de pichón? —torno a informarme imprimiendo a mi mentón una cadencia dubitativa.

—Adoro el baile —me explica el hombre invisible—. Raro es el día que no salgo a bailar con mi esposa. Y raro es el día que no tengo alguna bronca, porque al verla salir a la pista sola en apariencia, muchos gamberros se arriman a ella sin sospechar mi presencia. Y tengo que liarme a mamporros para espantar a los moscones.

Me despido del hombre invisible dando un apretón de manos al aire. Su esposa me abre la puerta de la calle, y tiene la gentileza de empujarme con violencia para que llegue antes al portal.

LOS IMPRESIONANTES SUCESOS

EL DÍA 30 DE ENERO, hallábase doña Matilde completamente sola en el pequeño hotelito de su propiedad, sito en la colonia «Los Pajarracos». Sentada en su butaca favorita, tejía una labor de punto para uno de esos niños llamados pobres. A las cinco de la tarde doña Matilde sintió sed y, abandonando la sala, encaminóse a la cocina para beber un enorme vaso de agua. Después de beber, la anciana regresó al punto de partida sentándose de nuevo en su butaca.

¡Un horrible grito de dolor resonó en toda la casa!

Dando un rápido salto, doña Matilde se levantó del asiento y quedó perpleja mirando el almohadón de la butaca: ¡allí, bien visible, asomaba la punta de un alfiler!

—¡Atentado, atentado! —gritó doña Matilde abriendo las ventanas de par en par, para pedir socorro.

Enteradas las autoridades del suceso, presentáronse en casa de la víctima las personas siguientes:

El Inspector Flores, disfrazado de manicura.

El juez instructor señor Melgarejo, acompañado del perito en dactiloscopia señor Núñez.

El médico forense, doctor Pruneda, con instrumental completo para una autopsia.

El fotógrafo de la Prefectura, señor Bujalance, y dos reporteros del afamado diario El Moderado.

Practicadas las diligencias oportunas, resultó que el alfiler utilizado por el agresor era un alfiler corto, del modelo usado comúnmente en Sudamérica. Descartada la hipótesis de un suicidio frustrado, la policía quedó boquiabierta: ¿se trataba de un acto terrorista, o de un simple susto? ¿Era un crimen en toda regla, o un pinchazo en toda nalga?

En aquel momento irrumpió en la estancia un forastero joven, con abrigo claro y gomina en los cabellos. Llevaba una lágrima en cada ojo y una notable congoja en la garganta.

—¡Tía! —gritó el joven dirigiéndose a la anciana.

—¡Ruperto de Chile! —respondió doña Matilde saliendo de su mutismo.

Y el joven añadió:

—Soy Ruperto de Chile, sí, tu adorado sobrino sudamericano. Pero ya no soy digno de llamarte tía. Lo confesaré todo: ¡me acuso de pinchazo, señor Juez!

—¡Ruperto de Chile! —repitió la anciana—. ¿Cómo has podido tú, mi querido sobrino…?

Prolijo, el joven lo confesó todo: había llegado de su país, rico en nitratos, con ánimo de asesinar a su tía para apoderarse de su fortuna. Pero al llegar al hotelito con tan malévolas intenciones, recordó que le faltaba un detalle para cometer su fechoría: el arma homicida. En vista de lo cual, tuvo que limitarse a colocar un alfiler en la butaca de su tía.

—¡Cómo me arrepiento de haberlo hecho, tita! —lloraba Ruperto de Chile mientras el inspector Flores, con una cuerda, le ataba las muñecas para conducirle a la prisión.

—¡Acusado de pinchazo! —sentenció el Juez de Instrucción señor Melgarejo—. ¡Grave delito, caramba!

El perito en dactiloscopia, el médico forense y los periodistas del rotativo El Moderado, abandonaron la casa con un nudo en la garganta.

El malvado Ruperto de Chile, purga todavía su delito. ¡Y lo que lo purgará, moreno!

LA SECCIÓN DE DIVULGACIÓN MÉDICA

LA MEDICINA CASERA de urgencia nos ha enseñado a todos cómo se entablilla una pierna con dos tomos de una enciclopedia, cómo se hace la respiración artificial a los ahogados y cómo se desinfecta una picadura de pájaro.

Pero nadie nos explicó nunca lo que debemos hacer si a uno de nuestros familiares le da un patatús. Trataremos, por lo tanto, de subsanar este lapso.

El patatús se presenta de improviso, y sus síntomas son los siguientes: parpadeo de ojos, pelos de punta y carne de gallina.

¿Qué debe hacerse con una persona atacada de patatús? ¿Preparar una cataplasma? ¿Llamar a un ingeniero? ¿Dar un grito? Ni tanto ni tan calvo. En primer lugar debemos avisar al doctor más próximo, bien por medio del teléfono si tenemos teléfono, o bien lanzando un cohete si tenemos cohete. Hecho esto, podemos suministrar a la víctima de patatús los primeros auxilios.

Ante todo, será conveniente cubrir a la persona atacada con un trapo amarillo. Después colocaremos un almohadón debajo de sus omóplatos, con objeto de que la sangre pueda circular con mayor libertad.

Si con estas medidas preliminares observamos que el patatús no cede, significa que estamos en presencia de un patatús gordísimo. Será conveniente, en tal caso, poner a la víctima en posición decúbito supino, para que el patatús se le reparta por todo el cuerpo y se descongestionen los centros vitales.

Con una sierra y una puerta, nos será fácil improvisar una camilla para trasladar a la víctima de patatús a una habitación bien soleada. Una vez allí, friccionemos su nuca con un algodón empapado en azufre y pongamos debajo de su nariz una zanahoria disuelta en cloruro.

Si al finalizar este tratamiento preventivo vemos que el doctor no ha llegado todavía, será conveniente darle otro telefonazo para llamarle pelmazo. Entretanto, con un cuchillo y una sábana, nos será fácil improvisar un gracioso vendaje, con el que podremos hacer un bonito lazo para adornar la cabeza del paciente.

Concluidos estos primeros socorros caseros, puede ocurrir que el doctor no haya llegado todavía. En tal caso, lo mejor será envolver al paciente en una manta, taparle la boca para que no grite, y meterle en una habitación apartada para que no moleste. Tampoco va a estar uno atendiendo al enfermo de patatús todo el santo día, ¡qué demonio!

EL CONSULTORIO SENTIMENTAL

A. T: ¿Qué opina usted del nuevo horario implantado en España?

Que la idea es buena, aunque no será eficaz. Porque si se pretende que los españoles trabajemos como en el resto de Europa, lo primero que debemos copiar de los europeos no son sus horarios de trabajo, sino sus ganas de trabajar.

D. R.: Tengo tres pretendientes, y la verdad es que no sé por cuál decidirme, pues los tres me gustan. ¿Qué debo hacer?

Sólo se me ocurre que se haga musulmana y los meta a los tres en un harén. Porque no me parece decente que, para elegir el mejor, los vaya probando uno por uno.

R. S.: Mi marido tiene cincuenta años y no se considera un hombre viejo, sino maduro. ¿No le parece que yo, que tengo su misma edad, puedo decir lo mismo?

Lo siento, pero no. Porque los hombres, a los cincuenta años, entran efectivamente en la madurez. Pero las mujeres, a esa misma edad, entran en la pachuchez.

M. A. y E.: Mi amiga y yo estamos enamoradas de un mismo chico. A él le gusta una de las dos. ¿Nos puede decir qué podemos hacer para averiguar por nuestra cuenta cuál es la preferida?

Es muy fácil: una tarde cualquiera, vayan las dos con él al cine. La que al salir pueda contar la película completa, ésa es la que a él no le gusta.

R. F.: ¿Me puede dar una definición exacta del amor? Yo no creo en él. ¿Y usted?

Yo sí. Y lo he definido de esta manera: el amor es el deporte que se hace con más gusto.

J. V.: ¿Cómo debe reaccionar un escritor ante las críticas adversas?

El escritor es un hermoso caballo purasangre, que galopa por la pista de la fantasía. Y no debe detenerse en su carrera aunque le piquen los tábanos.

J. TINTORERO: Me he casado ya seis veces, y las seis enviudé al poco tiempo. ¿Qué debo hacer en el futuro?

Puesto que se apellida Tintorero y enviuda con tanta facilidad, hágase unas tarjetas de presentación que digan: «Tintorero. — Lutos en veinticuatro horas».

M. H.: Estoy apenadísima. Figúrese que acabo de heredar un castillo, pero sin fantasma. ¿Cómo encontrar uno?

Cásese, y vaya a vivir al castillo con la madre de su marido. No tendrá usted fantasma, pero tendrá suegra que asusta mucho más.

R. B.: Estoy internado en un sanatorio. Al enfermar, mi novia, con la que pensaba casarme, me dejó. Sigo enfermo y sin novia. ¿Qué opina de mi suerte?

Que tiene usted muchísima. Porque sería mucho peor que siguiera enfermo y casado. Con usted, falló esa frase popular que dice: «Las desgracias nunca vienen solas».

M. D.: ¿Por qué cuando una joven va por la calle los chicos se ponen tan pesados tirándole piropos?

Porque el piropo es el primer curso de la carrera del gamberro. Se empieza tirando piropos a las jóvenes, y se acaba tirando piedras a las viejas.

E. P.: Mi marido, que padece ataques de amnesia, se marchó hace seis meses al extranjero y ha vuelto casado con una sueca. ¿Qué debo hacer?

Si la sueca es mayor y más fea que usted, compadézcale porque se trata de un ataque de amnesia. Pero si la sueca es más joven y más guapa, denúnciele porque se trata de un ataque de mangancia.

S. H.: ¿Puede usted decirme cuál fue el primer idioma que se habló en el mundo?

La música. Porque antes de que naciera el hombre, era el lenguaje que hablaban los pájaros en el Paraíso Terrenal.

D. N.: Mi marido padece obesidad y está cada día más grueso. ¿Qué puedo darle para que adelgace sin que él se entere?

Todos los días, antes de las comidas, recítele los precios de todas las cosas que se va a comer. Y verá cómo se le quita el apetito.

M. P. L.: Vivo en Palma de Mallorca y me gustaría ir a Madrid, pero no tengo recursos. ¿Qué me aconseja que haga?

Vaya a cualquier playa de la isla, colóquese a la orilla del mar y haga señas a los barcos que pasen. Usted habrá sido la inventora del «barco-stop».

L. R.: He leído que muchas estrellas del cine tienen perros, gatos y otros animales para realzar su personalidad. Yo también quiero ser actriz y me gustaría ser original. ¿Qué animal me aconseja?

El animal más conveniente para una señorita que inicia su carrera artística, es el caballo blanco.

J. V.: Mi mujer es encantadora, pero ronca como una locomotora. No puedo pegar el ojo, y las noches se me hacen eternas. ¿Qué debo hacer?

Cuando su mujer esté dormida, póngale entre los labios una trompeta. De este modo, sus molestos ronquidos que ahora le producen insomnio, se transformarán en música celestial que le ayudará a dormir.

P. A.: He descubierto que la silueta de mi novia no es natural, pues usa un corpiño muy superior a la realidad. ¿Cree usted que debo romper con ella por este motivo?

De ninguna manera. La mujer es igual que la Naturaleza. Y en las dos pueden encontrarse paisajes bellísimos, aunque no tengan montañas.

L. Z.: ¿Qué opina usted de los maridos que anteponen el fútbol a todo, y cómo debo persuadir al mío para que deje tal afición?

La culpa de que este deporte tenga tanto éxito, es de las mujeres. Porque los campos de fútbol se llenan de maridos a los que sus esposas no fueron capaces de retener a la hora de la siesta.

A. M.: Tengo los dientes muy feos. ¿Qué podría hacer para tenerlos bonitos, sin necesidad de arrancármelos?

Haga que un chico la lleve todos los días en el asiento posterior de su «moto». Tarde o temprano, perderá la dentadura de un solo golpe.

C. H.: Cuando voy a un baile y me pongo a bailar con una chica, no sé de qué hablarle. ¿Qué me aconseja usted que le diga?

Nada, hombre. Cállese. Hablar mientras se baila es tan absurdo como pretender tocar la trompeta cuando se está tocando el piano.

B. M.: ¿Qué haría usted para reducir los accidentes en nuestras carreteras?

Copiando esos nuevos carteles que dicen «Aquí un muerto en 1960», pondría otros en los baches y en los tramos defectuosos que dijeran: «Aquí un muerto el día menos pensado».

M. G.: Tengo veintiún años y aparento dieciséis. ¿Qué debo hacer para representar mi edad?

Espere nueve años más. Y cuando cumpla los treinta, usted misma estará convencida de que sólo representa veintiuno.

V. F.: ¿Podría decirme lo que es un cuadro abstracto?

El diploma, puesto en un marco, de haber demostrado ser un cretino concreto.

LA NOTA NECROLÓGICA

AYER FALLECIÓ el popular diestro «Lagartijo III», que hace sesenta años fue ídolo de los rodeos. Al sencillo fallecimiento, celebrado sin ningún boato en la más estricta intimidad, asistieron dos peones de brega nonagenarios que formaban parte de su cuadrilla, y un banderillero que había ido a ponerle unas inyecciones.

Los que no vieron torear a Romualdo Piedrahíta, «Lagartijo III», pueden decir que no han visto tauromaquia por todo lo alto.

Siendo todavía muy niño, Piedrahíta construyó un toro con sus propias manos valiéndose de trapos y alambres, pues sus padres, modestos cocedores de ladrillos, carecían de recursos para comprárselo.

Con este toro tosco y apenas pulimentado, el que había de ser figura señera de la arena dio sus primeros capotazos. El toro no le salió muy bravo, pero embestía bien cuando se le ponía cuesta abajo.

A los veinte años debutó en la plaza de Sevilla cortando orejas, rabo, patas, y hasta una rodaja de cuerpo.

Bien pronto el nombre de aquel muchacho flaco, paliducho, sin apenas nariz y con dos bracitos muy cortos, resonó en los ámbitos de la torería: hoy, en un ámbito; mañana, en otro ámbito… Y así, poco a poco, el hijo de aquellos modestos cocedores de ladrillos fue enseñoreándose del redondel.

Tres años después, «Lagartijo III» creó la famosa suerte conocida con el nombre de «bitoro». La suerte del «bitoro» consistía en lidiar dos toros al mismo tiempo: un toro grande frente a las localidades de sombra, que son más caras, y un torito pequeñajo frente a los tendidos de sol. Mientras los picadores picaban al toro de sombra, «Lagartijo III» toreaba de muleta al toro de sol; y mientras moría el toro de sol, el diestro corría a matar el toro de sombra.

Otra suerte inventada por «Lagartijo III» fue la que desde entonces se conoce con el nombre de «lagartijanas»; y que consiste en acercarse al toro por la espalda, y ponerle en la frente una lagartija viva. La lagartija hace cosquillas al toro, el cual se echa a reír con una risa tan contagiosa que hace las delicias del público.

En poco tiempo aquel muchacho flaco, paliducho, sin apenas nariz y con dos bracitos muy cortos, se convirtió en un hombre de pelo en pecho. Y decimos pelo en pecho, porque sólo tenía uno; pero tan largo, que tenía que enrollárselo alrededor del cuerpo para poder ponerse la camisa.

A él se debe la iniciativa de regar el ruedo antes de las corridas, de alquilar almohadillas en los tendidos, y de vender gaseosa fresca a precios abusivos. Nunca pagaremos a «Lagartijo III» los esfuerzos que hizo para que nuestros ruedos fueran redondos, en lugar de cuadrados como pretendían algunos idiotas.

A consecuencia de su primera cogida, sufrió una grave torcedura en un dedo con pérdida de pedazo de uña. A consecuencia de su segunda cogida, fue asistido de hematoma en la nalga con rotura de calzoncillo. Y a consecuencia de su tercera cogida, sufrió un chichón de pronóstico reservado.

En vista de tan tremendos percances, que pusieron en peligro su vida, «Lagartijo III» decidió hace cuarenta años cortarse la coleta. Se la cortó el célebre peluquero de toreros «Barberito de Triana», que ya había cortado varias coletas en diversas plazas españolas.

Hoy, ocho lustros después de aquel acontecimiento, ha muerto el espada de un solo pinchazo: una inyección de calcio en malas condiciones.

Descanse en paz. Y usted que lo vea.

LA POLÉMICA APASIONANTE

HOY VOLVEMOS A HABLAR de la patata, de esa humilde patata ideada en el siglo XII por el austríaco Hokuspokus, y perfeccionada más tarde por los secuaces de Parmentier.

«¿Cómo debe ser la patata? —preguntan los polemistas—. ¿Grande o pequeña? ¿Larga o corta? ¿Profunda o superficial?»

Y otros, concretando más, indagan:

«¿Qué forma debe tener la patata? ¿Piramidal o esférica? ¿Oblonga o cilíndrica? ¿Debe tener un lunar en la frente? ¿O, por el contrario, debe tener un aspecto rugoso de vieja severa?»

La polémica entablada en la prensa de todo el mundo, a la que nosotros nos unimos también, ha motivado la reunión de un importante Congreso internacional, encargado de dirimir las graves cuestiones pendientes entre la patata y la ciencia.

Abierta la sesión por el eminente patatista señor Turbeau, procedióse al examen de las ponencias y de las enmiendas. Mientras unos se mostraban partidarios de la patata manejable y portátil, otros bogaron por patatas más orondas aunque menos prácticas.

El debate se desarrollaba en una atmósfera tormentosa y enervante, cuando de pronto se alzó una voz bien timbrada para preguntar:

—¿Puede una patata ser tan grande como la cabeza de un niño?

Al principio, la pregunta produjo el estupor consiguiente. ¡Era la voz de Míster Chips, representante británico! A los pocos momentos, estallaron risotadas despectivas en los escaños ocupados por los representantes de Escandinavia.

—¿Puede una patata ser tan grande como la cabeza de un niño? —insistió Míster Chips, mientras los periodistas corrían a los teletipos para informar a sus lectores.

—¡¡No!! —fue la respuesta unánime de los presentes.

Y los susurros se transformaron en gritos airados. El propio Presidente tuvo que imponer silencio haciendo sonar su pata de palo sobre una plancheta metálica.

—Pues bien, ¡sí! —replicó Míster Chips, levantándose de su asiento en tono desafiante y triunfal—. ¡Cualquier patata puede llegar a ser tan grande como la cabeza de un niño!

Y al decir esto —¡nueva jugarreta de la pérfida Albión!—, sacó de un cofre una patata de dimensiones excepcionales. A muchos congresistas, de cuello corto, se les cortó el resuello. Visto el ejemplar presentado por Míster Chips, el Congreso firmó la siguiente resolución:

«Toda patata puede llegar a ser tan grande como la cabeza de un niño, siempre que la cabeza del niño sea tan pequeña como una patata».

Con lo cual quedó zanjada definitivamente una polémica que tuvo en vilo durante muchos meses a los lectores de todo el mundo.

LA ENTREVISTA PUBLICITARIA

NOS ENCONTRAMOS en presencia de Tota Padín, la bien conservada «vedette» que ha pagado un anuncio a toda plana al final de este número. Veamos a la bien conservada «vedette» sentada en su camarín, mientras la doncella le monta en el cráneo un templete de flores y plumas.

—Buenas tardes, bien conservada «vedette» —decimos, lápiz en ristre—. ¿Cuántos años tiene? ¿Vive todavía su madre? ¿Hace mucho tiempo que es usted una bien conservada «vedette»? ¿Alguna anécdota?

—Tengo cien años —dice la bien conservada «vedette»—. Hace veinte que perdí a mi madre, pero me consuela pensar que murió bastante despacio. Ejerzo mi profesión desde que perdimos Filipinas.

—¿Canta usted siempre con la boca abierta? —seguimos preguntando.

—Siempre —replica con firmeza—. No me asusta el granizo, ni la lluvia, ni la galerna.

—¡Sobrio temple de bien conservada «vedette»! —gritamos sin poder contenemos—. ¿Qué revista de las que ha representado le gustó más?

—«Las bomboneritas del Trianón». Aunque también quiero citar «Las pícaras del ojo guiñado», y «Las traviesas de la Vía… Apia».

—¡Ingenioso título este último! —aplaudimos.

—Diga usted que también me gustaron mucho «Las golfillas de Versalles», «Las casquivanas de París» y «Los de Aragón».

—Pero «Los de Aragón» no es una revista —corregimos.

—Pero a mí me gustan los de Aragón, porque he tenido varios protectores aragoneses. ¿Pasa algo? —explica la bien conservada «vedette» poniéndose en jarras.

Y nos despedimos de Tota Padín, deseándole que siga conservándose bien un siglo más para gloria de nuestras tablas y para alegría de nuestra administración.

LA SECCIÓN DE BOLSA

EN LA SEMANA TRANSCURRIDA, la mayoría de los valores no han salido de la Bolsa. «Plomos» han bajado mucho y «Globos» han subido un poco. Pocos bonos. Mucha mandanga.

Se han pagado bastantes «Deudas», aunque quedan algunos durejos pendientes. «Papelera» vendió mucho papel, como es su obligación, y los «Minerales» están cada día más bajos y más feos. En realidad nadie compra «Minerales», porque pesan tanto que pueden romper la Bolsa.

Se cortaron cupones de forma cuadrada, redondos, y con un agujero en el centro. Las «Cervezas» estuvieron muy frías. Mucha desgana. Pocos puntos. Algunos enteros. Las acciones de la «Cuenca Hullera», cada día más negras. Las «Marítimas» se vendieron empapadas de agua, y los accionistas reclamaron al Consejo de Administración.

Las «Gálvez», cada día más altas y más guapas. Sobre todo Elvirita, la mayor. Fueron muy piropeadas por los bolsistas. Los «Petroletes» están que arden. Los Bancos cerraron a la una, y abrieron por la tarde a las cuatro.

En resumen: semana tranquila, en la que se cumplieron algunas Obligaciones.

LA CRÓNICA DEL CORRESPONSAL EN EL EXTRANJERO

FULANIA, 23. —Por fin respira Mengania un ambiente de paz y normalidad. Fuera de unos insignificantes chorritos de sangre que corren por las calles, que no llegan a dificultar el tráfico rodado, la ciudad parece una balsa de aceite. Siguen produciéndose, como es lógico, decapitaciones esporádicas en los arrabales; pero estos desahogos populares no hay quien los evite. Al fin y al cabo, las clases humildes también tienen derecho a divertirse, siempre que lo hagan sin que llegue la sangre al río. Y como el río pasa a tres kilómetros de la capital, no es fácil que la sangre llegue hasta él.

Los diarios locales anuncian para mañana una pintoresca degollina entre calefactores y ascensoristas. Estas degollinas típicas, con tanto colorido como nuestras fiestas de San Fermín aunque más sangrientas, suelen celebrarse todos los meses y resultan muy amenas. En la de mañana, según reza el programa, habrá incendios, gases lacrimógenos, y los gremios que participarán han prometido emplearse a fondo. Habrá grandes premios para los mejores sabotajes.

Con estas diversiones populares, el país ha recobrado su antigua fisonomía. No es que su antigua fisonomía fuese muy bonita, pero de todas maneras la ha recuperado. Algo es algo.

Es tal la confianza del gobierno en el orden que reina por doquier, que algunos ministros han salido a pasear por las calles metidos en un tanque. ¡Hermoso gesto, que ha servido para demostrar al pueblo la serenidad de sus gobernantes!

En todos los sectores del país, se observa un rápido retorno a la normalidad. Ayer, sin ir más lejos, una fábrica de pianolas trabajó casi dos horas consecutivas sin que nadie pidiese aumento de salarios. Claro que a las dos horas, tropas de infantería tuvieron que entrar en las naves a restablecer el orden. Pero es lo que dice el director de la fábrica: que le quiten lo bailado.

Hace una semana se celebraron elecciones, pero hasta que no se termine el escrutinio de los cadáveres gubernamentales y de la oposición, no podrá saberse el resultado.

Ayer habló en el Parlamento el jefe del partido agrario-pecuario-portuario, y dijo que si todos los ciudadanos entregan treinta céntimos al Estado, el Estado reunirá una bonita suma para hacer una fuente en la plaza principal, que represente el Progreso echando agua por la boca. Dada la urgencia de la cuestión, todos los parlamentarios dijeron que bueno.

Se discute en todos los periódicos la longitud que deben tener las faldas de las mujeres y las bayonetas de los soldados. Las bayonetas, al parecer, se llevarán más largas, y las faldas más cortas.

Espero que en mi crónica de mañana podré enviar noticias más interesantes. La tranquilidad del día obliga al cronista a recoger estas pequeñeces para cumplir con su deber informativo.

LAS CONSABIDAS CARTAS AL DIRECTOR

SEÑOR DIRECTOR:

Soy vecino de esta ciudad, y pago con esplendidez mis arbitrios municipales, mis impuestos de lujo y mis cuotas del Casino.

Es el caso, señor Director, que desde hace algún tiempo vengo observando en nuestras calles bastantes moscas. Yo no protestaría contra esta anomalía si no me viese obligado a soportar que las moscas se me posen en el cuerpo como Pedros por sus casas. Según tengo entendido, en otras ciudades del extranjero las moscas tienen zonas acotadas donde pueden posarse y no se ven precisadas a hacerlo encima de los transeúntes. Esto, como es lógico, supone una economía de tiempo para el ciudadano y una economía de moscas para el Municipio.

¿No podría hacerse lo mismo en nuestra ciudad? ¿Hasta cuándo vamos a tolerar que las moscas se nos suban sobre nuestra carne, como si fuera suya? ¿Hasta cuándo vamos a consentir esta molestia, que dice muy poco en favor de los ediles?

No pretendo, señor Director, que la Alcaldía persiga a las moscas con guardias y motoristas. Eso no. Puedo asegurarle que, personalmente, siento cierto afecto por las moscas y siempre que pueda hacerles algún favor se lo haré con mucho gusto. Pero sólo pido que no saquen las patas del plato, y que se ciñan a su papel de insectos.

Analizando la cuestión, veremos que la falta de lugares para el estacionamiento de moscas es la base del problema. ¿Qué hace la mosca si no encuentra sitios acondicionados para descansar? Es obvio que no puede pasarse todo el tiempo subida en el aire. Por lo tanto, está en su perfecto derecho a posarse en la cara y en los brazos de los ciudadanos, como única defensa contra la fatiga.

¿Qué hace quien corresponda para subsanar tan peliaguda situación? ¿Se ocupa? ¿No se ocupa? ¿Está de viaje? ¿Está tocándose las narices?

En fin, señor Director: esperamos que la presente carta tenga el eco que se merece, ya que ha sido escrita por un ciudadano honrado a carta cabal, alto, con el pelo castaño, y con una pequeña verruga al lado de la oreja. Afectuosamente le saluda: Un ciudadano consciente.

LA EFEMÉRIDES IMPORTANTE

HOY HACE JUSTAMENTE un cuarto de siglo que apareció en el mundo esa terrible enfermedad llamada tortícolis. La «Cruzada Contra el Tortícolis» trabaja sin descanso desde aquella época para descubrir sueros, antídotos, cataplasmas y ventosas para combatir este azote de la Humanidad. A cada momento, nos dicen por teléfono nuestras amistades:

—Siento no poder asistir a su comida, porque tengo tortícolis.

Nadie ha olvidado la famosa epidemia de tortícolis de 1928, que causó más de ocho mil víctimas en la ciudad de Copenhague. También recordamos con horror la plaga de tortícolis que diezmó la cosecha de aceituna hace siete años.

La presentación al público de esta dolencia tuvo lugar en casa de la Marquesa de Valtotó, nacida Piluchi López. Esta dama de nuestro gran mundo se disponía a tomar un piscolabis, cuando hete aquí que quedó paralizada de espanto al comprobar que su cabeza no giraba en ninguna dirección. Atribulada, la dama llamó a su mayordomo, al que hizo partícipe del suceso.

—Si me lo permite la señora marquesa —dijo el sirviente—, opinaré que la señora marquesa tiene gota.

—¿Gota de qué? —preguntó la dama, palideciendo.

—Gota no hay más que una, señora marquesa: gota de dolor en una extremidad.

—¡Oh, no es posible! —aulló la dama, temblorosa—. La gota nunca llega hasta el cuello. Aunque el cuello es también una extremidad, la gota suele quedarse en zonas más meridionales.

—Puede ser una gota más alta.

—¡Absurdo! Será mejor que llamemos a mis médicos de cabecera.

Así se hizo. Minutos más tarde, personáronse en la casa los doctores Hugo Ramos y Augusto Carral. Ambos reconocieron a la marquesa con detenimiento, enzarzándose después en animada polémica:

—¿Será una miositis del cleidomastoideo?

—¿Acaso un artritismo cervical?

La paciente, a causa de su repentina inmovilidad, no podía decir ni que sí ni que no con la cabeza. Y lloraba en silencio, esperando el veredicto de la ciencia.

Fue el doctor Hugo quien dio la voz de alarma:

—¿No será que la marquesa es víctima de tortícolis?

—¡Imposible, querido colega! —refutó Carral—. El tortícolis es una enfermedad que preparamos los médicos para dentro de cinco años. Ahora ya tenemos la jaqueca, el baile de San Vito, la rabia, la urticaria… ¿Qué necesidad tenemos de lanzar una nueva dolencia mientras no se nos agote el repertorio actual?

—Sin embargo —insistió el doctor Hugo con voz dramática—, creo que estamos en presencia de un tortícolis prematuro. Los síntomas son evidentes.

¡Hugo Ramos no se equivocó! Al día siguiente, los periódicos destacaban la noticia:

«El tortícolis hace su aparición en un cogote aristócrata».

«Marquesa atacada de tortícolis en barrio elegante». «¿Surgirá a tiempo la “torticolina” para salvar a esta desdichada?»

Desde aquella época, todos los cogotes mundiales han sufrido con resignación el tremendo azote. ¡Qué le vamos a hacer! Fastidiarse, hijitos.