ESTÁBAMOS EN LA SALITA, mirándonos unos a otros de reojo, esperando que alguno de los reunidos continuase la conversación que se había atragantado en todas las gargantas. De tarde en tarde, el perro de la dueña de la casa lanzaba un ladrido. Pero no podíamos contestarle para entablar un diálogo con él, porque no conocíamos su lenguaje. Y continuábamos todos mudos, tosiendo muy de prisa para disimular nuestro azoramiento.
Y de pronto, el silencio se rasgó como una vestidura.
—¡Yo tengo un sabañón en esta mano! —exclamó triunfalmente doña Brígida, satisfecha de haber encontrado un tema para reanudar la charla.
—¿Un sabañón? —repetimos nosotros esperanzados, acercándonos a la señora para examinar su prometedora fisura en el metacarpo.
—Es un sabañón demasiado pequeño —dictaminó un médico, decepcionado.
—Podríamos echarle sal, para que la señora se lo rascara y lo hiciese más grande —propuso un hombrecín menudo, pero satánico.
Doña Brígida se opuso con energía, y le dijo al hombrecín que echara la sal a su padre. Con lo cual volvió el trágico mutismo. Había en nuestros rostros un dolor angustioso, como si todos fuéramos peces a los que una mano malvada hubiera sacado del agua.
—¿Por qué no hablamos del sabañón de doña Brígida? —sugirió angustiosamente un caballero, cuyos nervios no podían resistir la tirantez de la atmósfera.
—¡Bah! ¿Qué puede decirse de una dolencia tan pequeñaja? —se enfureció un señor alto y pellejudo.
—Muy poca cosa, es cierto. Si fuese una úlcera, o al menos un tumor ligeramente maligno… ¿Nadie tiene un tumor ligeramente maligno? —preguntó el médico, mirándonos a todos de hito en hito.
Pero nadie tenía ni un mísero tumorcete que llevarse a la lengua. Y de nuevo el silencio nos oprimió el pecho, como una roca invisible y pesadísima.
—Es una lástima —insistió el doctor, machacón—. Porque si alguien tuviese una dolencia seria, yo podría reconocerle, diagnosticarle, y quién sabe si hasta hacerle aquí mismo una apasionante operación quirúrgica.
Algunos insectos revoloteaban entre los muebles y, a falta de otra cosa mejor, seguimos todos con la vista sus evoluciones.
—Hermosas moscas —dijo un mundano con desparpajo, pues elogiar los detalles decorativos de la casa en que se está, proporciona amplio pretexto para gratas chácharas.
La sugerencia, sin embargo, cayó en el vacío, debido sin duda a que ninguno de los presentes simpatizaba con los animales. Y el mundano tuvo que tragarse sus moscas muy a pesar suyo, porque no le gustaban nada.
De pronto, la puerta se abrió para dar paso a una señora que llevaba un niño de la mano. Un niño sin nada de particular, del modelo más corriente. Ninguno de los reunidos conocía a la nueva visita, pero ¡qué lástima! Todos, puestos en pie, comenzamos a alabar las características del pequeñuelo.
—Está mucho más alto —decían algunos precipitadamente.
—No, no —refutaban otros, ansiosos de enzarzarse en una polémica que durase lo más posible.
Y todos nos guiñábamos los ojos con picardía, contentos de haber hallado un tema para conversar. La dueña de la casa nos facilitó dobles decímetros, cintas métricas, reglas de cálculo, y otros instrumentos para comprobar la estatura exacta del muchacho, al que atamos a la pata de una mesa para verificar su tamaño con mayor precisión. Hecho esto, pasamos a hacer conjeturas sobre su peso.
—Yo juraría que está más gordo.
—Pues juraría usted en falso, porque está mucho más flaco.
La dueña de la casa nos proporcionó balanzas romanas, e incluso griegas, con las cuales nos entretuvimos un buen rato pesando al niño.
—¡Treinta y dos kilos con doscientos gramos! —gritamos satisfechos—. Quitémosle los doscientos gramos, que es el peso de la camiseta, y llegaremos a la conclusión de que pesa treinta y dos kilos justos.
—Está más flaco, decididamente.
—Está hecho una birria —remachó un gordinflón—. Porque treinta y dos kilos de carne me los como yo en una semana.
El niño, fatigado de las pruebas que habíamos hecho con él, se durmió en una butaca. Y volvió el silencio, que nos cortaba el resuello como una soga en el pescuezo de un ahorcado. Doña Brígida, tímidamente, agitó en el aire su dichoso sabañón. Pero nadie reparó en ella.
Haciéndonos los distraídos, silbando cancioncillas y mirando al techo, fuimos abandonando la salita sin darnos las buenas tardes.
TODOS LOS REUNIDOS, al observar por la ventana el parpadeo de un relámpago, empezaron a hablar de las tormentas. Mal, naturalmente, porque de las tormentas nadie habla bien.
En un rincón, el señor tímido bebía a sorbitos, con una mueca de asco, una taza de té. Odiaba esta tisana oscura, de sabor áspero y efectos astringentes, pero no se había atrevido a rechazarla cuando la anfitriona le puso el recipiente entre las manos.
Al cabo de media hora, cuando el té que bebía estaba completamente frío, el señor tímido recordó algo acerca de las tormentas. Una cosa que le ocurrió a él. Y metió baza en la conversación diciendo:
—Pues yo, una vez, vi una tormenta.
La gente calló para escuchar al señor tímido, cuya timidez obedecía sin duda al hecho de llamarse don Violeto. El hábito no hace al monje, en efecto, pero el nombre sí hace al hombre. Y al observar que era blanco de todas las miradas, don Violeto se puso colorado y murmuró que ya no recordaba lo que iba a decir.
—Decía usted que una vez vio una tormenta —le ayudó uno de esos caballeros amables que siempre están dispuestos a echar una mano al prójimo—. ¿Tal vez quería añadir que se encontraba lejos de su casa, en mitad del campo? ¿O quizá debajo de un árbol, que es donde acostumbran a caer los rayos?
—No, no —balbució don Violeto—. Lo he olvidado. Pero creo que era algo relacionado con un tambor y unos peces… Sí, sí… El tambor parece que lo estoy viendo, redondito y con su parche tirante…
—Quizá estuviera usted tocando el tambor cuando le sorprendió la tormenta —aventuró una anciana—. En cuanto a los peces, la verdad, no me lo explico.
—Es posible que don Violeto estuviese al lado del mar —terció un culto desnutrido—. En tal caso, sería muy natural que recordase haber visto peces.
—No —trató de aclarar el señor tímido—. Creo recordar que los peces los llevaba yo en un paquete.
—¿Un paquete con peces? ¡Es extraño! —comentó una señorita—. Los peces se ahogan fuera del agua. Lo sabe todo el mundo. ¿Acostumbra usted a sacar de paseo peces envueltos en paquetes?
—No, claro que no —dijo don Violeto cada vez más azorado—. Pero ese día los llevaba, estoy casi seguro.
—Quizá para hacer algún obsequio —intervino una dama retaca, que se había puesto unos tacones enormes para poder pertenecer a la alta sociedad—. Lo mismo que se regalan libros y chucherías, se pueden regalar peces.
—¿Vivos o fritos? —quiso saber un pollastre ignorante.
—El estado de los peces no altera el obsequio —sentenció el culto desnutrido.
—Si no recuerdo mal —prosiguió un señor mirando fijamente a don Violeto—, ha hablado usted de un tambor. ¿Qué tiene que ver la tormenta con el tambor?
—No lo sé —murmuró el señor tímido—. Porque yo nunca he tocado el tambor. Es posible que el tambor estuviese en el suelo, y que yo lo viera al pasar bajo la tormenta.
—Y ¿qué hacía el tambor en el suelo?
—Eso habría que preguntárselo al tambor —dijo el culto sarcástico.
—¿Y los peces? —intervino la anciana que habló al principio—. Se olvida usted de los peces.
—Es verdad —palideció don Violeto—. ¡Malditos peces!…
—Calma, calma —le palmoteó en el hombro un señor que llevaba un monóculo centelleante—. Vayamos por partes. En primer lugar, tenemos a don Violeto bajo la tormenta con un tambor a los pies y un paquete de peces en la mano. ¿Es así?
—Sí, así es —corearon todos.
—Bien —continuó el señor del monóculo—. Tratemos de averiguar lo que ocurrió después.
—Es un crimen sacar los peces del agua por capricho —censuró un anciano a media voz—. Se mueren en seguida.
—No creo que don Violeto los sacara él mismo —le excusó el señor del monóculo—. Parece un hombre de buenos sentimientos.
—Fíese usted de las moscas muertas —pinchó la anciana con pésima intención.
—Yo me inclino a creer que le dieron el encargo de llevar los peces a alguna parte, y que le sorprendió entonces la tormenta.
—En todo caso —añadió una señorita decepcionada—, nos quedamos sin saber la historia del tambor.
A don Violeto le pareció que todos le miraban con desconfianza, como si creyeran que lo que había dicho era mentira, y trató de decir algo.
—El tambor —comenzó a decir con voz entrecortada— creo que no era mío.
—¿De algún amigo quizá? —le ayudó una señora—. ¿Tiene usted amigos que toquen el tambor?
—No, por Dios.
—No tiene por qué avergonzarse. Hay gente que toca cosas peores.
—Yo, la verdad…
—Basta, don Violeto —cortó secamente la dueña de la casa—. A este paso, pretenderá hacernos creer que eran los peces quienes tocaban el tambor. ¡Y hasta ahí podían llegar las bromas!
El parpadeo de un nuevo relámpago en la ventana, seguido de un trueno, libró al señor tímido de que los reunidos descargaran en él la electricidad que la tormenta próxima había acumulado en el ambiente.
—Santa Bárbara es la patrona de las tormentas —dijo el culto.
—Yo creí que era la inventora del pararrayos —dijo el señor distinguido, que, a pesar de su monóculo, era bastante ignorante.
Y la velada continuó, sin que nadie volviera a fijarse en el tímido don Violeto.