El fin de las musas

¡HERMOSAS COSTUMBRES de la literatura antigua! Hace apenas cien años, que viene a ser un siglo mal contado, cada escritor tenía su cupo de musas sin el cual se consideraba incapaz de escribir ni una línea. Todo poeta que en algo estimara su prestigio, debía poseer por lo menos una musa, aunque fuese pequeña. Las musas eran para los escritores antiguos lo que las mecanógrafas rubias para los modernos.

Algunos pintores de aquella época, lograron retratar a las musas en sus cuadros. Eran unas señoras bastante gruesas y bien parecidas, forradas de tules y gasas, que tocaban pequeños caramillos o cantaban, acompañando sus melodías con arpas, cítaras y otros instrumentos de rara musicalidad. Estaban dotadas de alas, como los insectos, y volaban ágilmente de artista en artista. Pero no para libar su polen, sino para nutrir su numen.

Cuando un escritor se disponía a trabajar, aquellas señoras entraban en la habitación por cualquier agujerito, lo mismo que las cucarachas, y se ponían a botar de aquí para allá del mismo modo que los balones de fútbol. Luego cantaban coplas antiguas, o bien hacían ruido con sus instrumentos.

Y los escritores que iban para clásicos, se ponían contentísimos. Y llenaban pliegos de papel de barba con versos y prosas de todos los calibres.

Es muy posible que a nosotros, en este siglo que ha suprimido tantas costumbres antiguas (por eso tiene nombre de tachadura: XX), nos irritase que al ponernos a escribir se nos llenara la habitación de señoras dedicadas a pegarnos caramillazos junto al oído. Nuestro primer impulso sería llamar a la criada y preguntar:

—¡Petra! ¿Quiénes son estas visitas tan alborotadoras?

¿Regañaríamos a la sirvienta por no habernos anunciado a las imprevistas visitantes? ¿Nos enfurecería ver a tan respetables damas gamberreando por el aire y balanceándose agarradas a la lámpara? ¿Nos molestaría igualmente que esas señoras, con el pretexto de ser musas, nos dictasen lo que pensábamos escribir y leyesen por encima de nuestro hombro lo que estábamos escribiendo?

No lo sabemos. Pero, de todas formas, su aparición nos causaría cierta extrañeza, y no la aceptaríamos con tanta naturalidad como en los años de las sales para los desmayos.

Bien mirado, no todas las musas eran señoras gruesas. Aunque en menor número, las había también delgadísimas. Algunas adoptaban la astuta forma de apetitosas adolescentes con el cabello trenzado y lleno de lazos. Otras, en cambio, eran ya ancianas, pero simulaban coquetamente su edad bajo espesas capas de afeites y tinturas. Unas, eran alegres como trinos y brincaban sin descanso de mueble en mueble. No pocas aparentaban ser graves y severas, y permanecían varias horas inmóviles en el aire, sin agarrarse a ningún alambre. Había otras, las inspiradoras de dramas, que lloraban a lágrima viva y lo ponían todo tan perdido de agua como una tubería reventada. Pero era un agua finísima, que mojaba poco.

Al terminar su trabajo, el escritor antiguo entregaba a cada musa una golosina. Y ellas se iban contentas y felices, con aspecto de colegialas al terminar sus deberes escolares. Algunos escritores, más cicateros, sólo daban a sus inspiradoras terrones de azúcar. Y ellas entonces se iban malhumoradas, murmurando:

—¿Se habrá creído este tío que somos caballos?

Lo cierto es que todas las musas eran seres inofensivos y bobotes, semejantes a esas grandes mariposas que, en las noches de verano, entran en nuestras casas por una ventana abierta y revolotean pesadamente, chocando contra las lámparas. Todos sentimos al verlas un pequeño susto, pero pronto nos acostumbramos a su zumbido y miramos con cariño esos cuerpos gordos y aterciopelados como el capullo de un gusano de seda.

Las musas se expresaban en un lenguaje tonto y gutural, compuesto por sílabas sueltas. Decían «¡Oh!» y «¡Ah!» suspirando, y a ellas se deben estas exclamaciones que salpican toda la literatura del siglo XIX.

Las musas han desaparecido. Morir no han muerto, porque eran fantasmagorías. Además, nadie recuerda haber visto esqueletos por ahí sueltos. Pero cuando revolvemos en el desván los trapos que pertenecieron a nuestras abuelas, encontramos siempre enigmáticos pedazos de gasa que, sin duda, pertenecieron a la túnica de alguna musa.

Encontramos también algún pedazo de guitarra, que no es en realidad un pedazo de guitarra, sino una lira. Y hay algún suertudo que hasta encuentra un caramillo, como ésos que ellas tenían para agrupar el rebaño de las ideas y llamar a las metáforas descarriadas.

Es una lástima que ya no existan las musas. En el fondo, reconozcámoslo, a todos nos gustaría de cuando en cuando, y en la soledad de nuestros cuartos de trabajo, murmurar un secreto conjuro y ver que la habitación se llenaba de señoras. Incluso lo pasaríamos bien charlando con ellas de esas futilezas que se dicen a las visitas.

—¿Dónde van ustedes este verano?… ¿Y cómo están sus cuñadas las nereidas?… ¿Y sus primos los sátiros? ¿Tan golfos como siempre? Vaya, me alegro. Con estos cambios de temperaturas, los seres mitológicos están muy expuestos a coger un resfriado. Como van tan desnuditos…