El arte de dialogar

LUNA DE MIEL EN VENECIA

—¿CÓMO HAS DICHO que se llama este pueblo, Pepe?

—Venecia, querida. Estamos en la hermosa Venecia, llena de romanticismo, de poesía…

—Ha sido una lástima llegar durante la inundación, ¿verdad?

—¿Qué inundación?

—Pareces tonto, Pepe. ¿No ves que todas las calles están llenas de agua?

—Esto no es una inundación, amor mío. Son los canales.

—¡Ah! ¿Los canales de la Mancha?

—No, mujer: los famosos canales de Venecia.

—Pues parecen de la Mancha, porque están bastante sucios.

—¿No te gustan los canales?

—Prefiero los «canelonis». ¡Je, je! No comprendo por qué se han empeñado en hacer una ciudad encima del agua, habiendo tanta tierra libre.

—Les pareció más poético.

—Y más reumático. ¿Tú crees que es sano tener que ir en barca a todas partes? Un rato está muy bien, pero meterse en una barca por la mañana y no salir hasta por la noche, es una lata.

—No se llaman barcas, rica mía. Se llaman góndolas.

—Como si quieren llamarse tiburcias. Pero no me negarás que son unas barcas como la copa de un pino. Además ¿por qué no le dices a ese hombre del palo que se calle? Lleva todo el día subido en nuestra popa diciendo «¡Oh, sole mío, oh, sole mío!». Pues si el «sole» es suyo, que se lo lleve y en paz.

—Es el gondolero, cariño. Canta canciones de amor, ¿sabes? Unas canciones dulces, soñadoras…

—Vamos. Pepe. Dile que acerque la barca al muelle, porque me estoy mareando y voy a vomitar.

—En Venecia no se marea nadie, cariño. El arrullo de las mandolinas…

—Sí, sí. Muchas mandolinas, pero con este meneo ya tengo el estómago en la faringe. Anda, dale una peseta al gondolero, y dile que arrime a la derecha.

—Aquí las monedas no se llaman pesetas, sino liras.

—¡Qué cursilería! ¡Ni que tuvieran música! Pues dale una lira de ésas, y vámonos a ver tiendas.

—¿A ver tiendas, amorcito? ¿Ver tiendas en Venecia? ¡Qué anacronismo!

—Pero ¿es que en Venecia no hay tiendas? Entonces ¿dónde se compran aquí las medias, y los tomates, y los jabones? No digas bobadas, Pepe. Por muy pequeño que sea este pueblo, tiene que haber tiendas. Ya ves: en Ciudad Rodrigo, por ejemplo, hay muchas tiendas.

—Verás, pichoncita: Venecia no es lo mismo que Ciudad Rodrigo.

—Afortunadamente para Ciudad Rodrigo.

—Venecia es diferente a todo.

—¡Pues claro que es diferente a todo! ¿Dónde se ha visto un sitio en el que tienes que embarcar en un chinchorro para ir al estanco?

—Ya te he dicho que se llaman góndolas, nenita.

—Por mí, como si quieren llamarse fuencislas. ¡Cómo se van a reír los Núñez cuando se lo cuente! No se lo van a creer. Imagínate la cara que pondrán cuando les diga: «Para ir de un sitio a otro, nos subíamos a un bote movido por un señor con un palo que no paraba de gritar».

—El palo se llama pértiga, riquiquina. ¿De veras no captas la belleza de todo esto? Los escritores la consideran la ciudad más romántica del mundo.

—Porque tendrán el estómago a prueba de bomba. Pero a mí me están trepando por el esófago los macarrones del almuerzo.

—¿Cómo es posible que te sientas mareada en los canales venecianos?

—También, antes de casarme me mareé en Venta de Baños. Y eso que allí, a pesar del nombre, no hay agua por las calles. Anda, dile a ese tipo que atraque.

—Como quieras. Pero conste que la hermosura de Venecia…

—¡Ay, Pepe! ¡O arrima ese tipo, o devuelvo la lira!

—¡Gondolero!… ¡A la orilla!… Temo, cariñín, que no me entienda. Como es extranjero…

—Díselo en francés. Todos los extranjeros hablan francés.

—Pero yo no soy extranjero. Y como no lo soy, no hablo ni papa. Vamos a esperar a que se acerque a la orilla, y entonces saltamos.

—¿Por qué no dices que quiten toda el agua de las calles, y que pongan coches de caballos? A lo mejor te agradecen la idea.

—No creo. Además, yo prefiero las góndolas.

—Claro: con tal de llevarme la contraria, eres capaz de decirme que prefieres Venecia a Ciudad Rodrigo.

—Tanto como eso no, mujer. Pero ¡es tan hermoso deslizarse por los canales, atravesando el puente de los Suspiros…!

—Fíjate: por ahí viene otra góndola y no va nadie dentro. Irá a encerrar.

—O a recoger a unos enamorados como nosotros, que querrán dar un paseo muy juntitos murmurando palabras de amor…

—Aprovecha ahora. Dile al gondolero que pare en esa escalera, y nos bajamos aquí. Quiero comprar un poco de hilo verde para coserme la blusa.

—¿Qué blusa, pocholita?

—La que me enganché en la góndola de ayer. Era una marranada de góndola y estaba llena de clavos.

—Está bien. Compraremos hilo verde, ¡qué se le va a hacer!… ¡Gondolero!… ¡Arrime a la derecha!

—Sigue sin entenderte. Como no se lo digas en italiano, hoy vamos a navegar más que Cristóbal Colón.

—Es que yo no sé italiano, preciosa.

—Todo el mundo sabe italiano, tonto. Es cuestión de decir todas las palabras terminadas en «i». En vez de «arrime a la derecha», ordénale que «arrimi a la derechi».

—¿Tú crees?

—Prueba y verás.

—¡Gondolero!… ¡Arrimi a la derechi!…

—¿Lo ves? ¡Te ha entendido y ha arrimado!

—Pues es verdad. Ya sé un idioma más. Bájate, cariñito.

—No deseo otra cosa. Y ya lo sabes: ¡mañana, a Ciudad Rodrigo!

EL FEO

—¡QUÉ RISA, FEFA! ¿Te acuerdas de ese chico que me presentaste hace un par de días? Pues figúrate: ¡se me ha declarado esta mañana! ¡Semejante birria!

—¿Lucito? ¡Qué me dices! Pero guapo no es, desde luego.

—¡Un verdadero payaso, hija!: bajito, sin un pelo que llevarse al peine, con más años que un galápago… ¡Puedes imaginarte el trabajo que me costó no soltar el trapo! Con una sola de las calabazas que le di, podría flotar una familia entera. ¡Habráse visto iluso!…

—Tienes razón: Lucito es feo, y a mí también me extraña que las chicas le busquen.

—¿Que le buscan las chicas? Será para reírse de él. Porque el tal Lucito es un susto.

—¡Cosas de la vida!

—Pues no me lo explico. ¡Qué mal gusto tienen algunas! No te exagero si te digo que a mí me parece feo y arrugado como una vieja.

—En eso coincidimos. Yo lo conocí hace un par de años, cuando dio una fiesta para celebrar la muerte de un tío que tenía en América.

—¿Sí? ¿Y cómo es posible que diera una fiesta para celebrar una desgracia familiar?

—Porque él nunca conoció a su tío, pero al morir le dejó un fortunón.

—¿Qué me dices?

—Pero ¿no lo sabías, mujer? Ese calvorota es una edición contemporánea del Rey Midas ese. Creo que en Brasil tiene unos cafetales capaces de dar café a todos los españoles.

—¿Lucito?

—Sí, mujer. Tú, claro, le has dicho que no lo quieres con toda lealtad. Pero no es imposible que algunas le busquen; por su dinero, desde luego. Lo que es por otra cosa… Porque estoy de acuerdo contigo. A Lucito no hay por dónde cogerle: es canijo, risible, antipático…

—Eso no, Fefa. Antipático no es. Tiene una conversación amena, es culto…

—Pero ¡si tú misma me acabas de decir…!

—Yo sólo te he dicho que no es ningún Adonis. Pero la falta de belleza puede compensarse con una abundancia de simpatía.

—¿No me has confesado hace un momento que con una sola de las calabazas que le has dado podría flotar una familia entera?

—Desde luego. Pero las calabazas, al fin y al cabo, son de quita y pon. Un día se dan, otro día se quitan.

—No te entiendo, rica. O yo soy tonta, o tú eres demasiado sutil.

—Las dos cosas.

—El caso es que Lucito tiene una quinta de recreo en Guadalajara…

—Algo le notaba yo.

—¿Algo de qué?

—No sé cómo explicártelo: su mirada profunda, sus ademanes interesantes… Un encanto indefinible.

—¡Vamos, no te burles!

—¿Por qué voy a burlarme? Es la verdad.

—No irás a decirme que te gusta Lucito.

—Tanto como eso… Pero hay que tener en cuenta que ya no es ningún niño. Parece muy formal, es bien educado, simpático… Poniendo en una balanza sus defectos y sus virtudes, los dos platillos quedarían nivelados.

—Hasta que los desnivelaron el peso de todas tus calabazas.

—¡Y dale con las dichosas calabazas! ¿Es que no se te puede gastar una broma? La verdad es que esta mañana, cuando se me declaró, sentí un no sé qué…

—Estuviste a punto de soltar el trapo; eso me has dicho.

—¡Qué tontería, Fefa! Según lo que entiendas tú por soltar el trapo. Hay muchas clases de trapos. Y el que yo solté, me ha servido para desempañar la imagen de Lucito y verle con más claridad. Visto así, con detalle, gana mucho.

—¡Ya lo creo que gana! La herencia de su tío le deja una renta estupenda.

—¿Crees que soy tan materialista?

—Lo único que sé es que no eres nada tonta.

—Lo que a ti te pasa, Fefa, es que nunca entenderás los caminos recónditos del amor.