A ÉL LE OCURRÍA LO MISMO que a las otras fieras: cuando estaba en libertad y podía pasear a sus anchas, era manso e inofensivo. Pero al encerrarle en una jaula cambiaba por completo: desaparecía su mansedumbre para dar paso a una furia peligrosa. No llegaba a erizársele el pelaje, como a muchos animales cuando se enfurecen, pero sí se les ponían los pelos de punta a todos los que se acercaban a sus barrotes.
Porque la oficina donde él trabajaba era una especie de jaula hecha con maderas y cristales. Y el funcionario, al entrar en ella, se sentía tan enjaulado como un león en el parque zoológico.
Una pequeña abertura en forma de ventanilla, abierta en la pared frontal de su encierro, era su único punto de contacto con el mundo exterior. Y por ella vertía su rabia de prisionero contra el público que acudía a despachar con él los asuntos de su departamento. Más de un consultante estuvo a punto de recibir un zarpazo; y todos ellos, sin excepciones, tuvieron ocasión de verle los dientes y escuchar sus gruñidos.
Esta sensación de enjaulamiento, sin más visión de la libertad que el breve observatorio de la ventanilla, es a mi juicio el motivo del mal —llamémosle café— de algunos empleados dedicados a las relaciones públicas. Es difícil superar con optimismo la claustrofobia que producen estas celdas herméticamente cerradas. La ventanilla resulta una válvula de escape insuficiente, por la que sólo pueden escapar en cantidad parcial los malos humores que el encierro va condensando en el funcionario cautivo.
Tengo la seguridad de que si los barrotes y mamparas fueran derribados y sustituidos por simples mostradores amplios y despejados, el contacto de nuestra burocracia con los ciudadanos se suavizaría sensiblemente.
Pero mientras no se tome esta medida que propongo, muchos empleados seguirán reaccionando como don Felipe, que así se llamaba el protagonista de este relato.
Una mañana, pocos minutos antes de iniciarse la jornada laboral en su sección, sonaron unos golpecitos tímidos en el cristal que protegía la ventanilla de don Felipe. Al oírlos, don Felipe lanzó un sordo rugido y se asomó bruscamente. Por suerte para el público, las dimensiones de la ventanilla sólo permitían al fiero enjaulado asomar la nariz, pues si llega a caberle la cabeza completa, más de un importuno tendría en su piel el recuerdo de una dentellada.
—¿Qué desea? —espetó don Felipe al audaz que se había atrevido a arrancarle de su ocio.
Y el audaz, que era un hombrecillo apocado e insignificante, contestó:
—Venía a entregar los impresos para obtener el permiso de vivir.
—Vuelva más tarde —masculló don Felipe—. ¿No sabe usted que la hora de oficina para tramitar ese permiso es de diez a once menos cuarto?
—Como sólo faltan dos minutos para las diez —se excusó el hombrecillo—, yo pensé…
—Pues pensó mal.
Y el funcionario cerró la ventanilla tan bruscamente, que por poco le pilla las narices a su interlocutor.
Dos minutos más tarde, a las diez en punto, la ventanilla quedó abierta al público. Y el hombrecillo volvió a aproximarse con cierta timidez.
—¿Qué desea? —le interrogó don Felipe, impaciente.
—Ya se lo dije antes.
—Antes no eran horas de oficina, y no tenía obligación de escuchar lo que me dijo. Repítamelo ahora.
—Quiero presentar los impresos para que me den el permiso de vivir —repitió el hombrecillo dócilmente.
—Pues le va a costar trabajo —le desanimó don Felipe.
—¿Por qué? ¿No es en esta ventanilla donde se tramita?
—Sí; pero no es tan fácil como usted supone. Si los trámites burocráticos fueran tan sencillos, ¿de qué íbamos a vivir los funcionarios?
—Claro, claro —se apresuró a admitir el hombrecillo—. Ustedes viven de dar facilidades al público.
—Exactamente. De manera que vuelva usted mañana —concluyó don Felipe.
—¿Por qué?
—Porque estoy seguro de que hoy no habrá traído todos los documentos que exigimos para facilitar ese permiso.
—Pues sí —afirmó el solicitante—. Los he traído.
—No sea ingenuo —le aconsejó don Felipe—. Eso creen todos cuando vienen aquí, pero yo siempre les demuestro que les falta algún papel. Y tienen que volver mañana, como tendrá que volver usted.
—Eso ya lo veremos.
—Conque se pone gallito, ¿eh? —empezó a amoscarse el funcionario—. Pues vamos a verlo ahora mismo. ¿Ha traído los ocho impresos grandes rellenados por quintuplicado?
—Aquí están —dijo el hombrecillo sacando de diferentes bolsillos los papeles solicitados y entregándoselos a don Felipe a medida que éste se los pedía.
—¿Y los seis impresos pequeños, rellenados por triplicado?
—También. Tómelos.
—¿A ver, a ver? —los examinó don Felipe con ojos críticos—. ¡Le cacé, amiguito! ¡A éste le falta una póliza de una cincuenta, y un sello móvil de quince céntimos! ¿Ve cómo tendrá que volver mañana?
—No es necesario —dijo el hombrecillo sacando la cartera—, porque he traído la póliza.
—¡Pero la póliza no surte efecto si no va emparejada con el sello móvil! —exclamó don Felipe muy contento—. Y como usted no ha traído el sello móvil…
—Lo he traído también. Aquí lo tiene.
Don Felipe tomó el sello con cierta rabia mientras decía:
—Se cree muy listo, ¿verdad? Pero no se forje demasiadas ilusiones. ¿Dónde está su partida de nacimiento, el certificado de penales, la cédula de habitabilidad y el certificado de vacunación?
—Aquí los tiene, en el mismo orden que me los ha pedido —se apresuró a decir el hombrecillo, entregando a don Felipe un nuevo fajo de papeles.
—¡Hum! —gruñó el funcionario empezando a preocuparse—. Pero no sé si sabrá que, desde el miércoles pasado, no se puede tramitar el permiso de vivir si no se presenta la licencia de caza.
—Leí la disposición en los periódicos, y la he traído también —dijo el hombrecillo poniéndola en la repisa de la ventanilla.
—¡Vaya, vaya! —sonrió don Felipe de modo siniestro—. Es usted duro de pelar, amiguito. Pero si no le cacé con la licencia de caza, ahora le pescaré con la de pesca. ¿A que no la ha traído?
—Traje las dos, por si acaso. Tómela.
—¡Bien, bien! —aceptó su derrota don Felipe mordiéndose los labios—. Ahora sólo le falta el diploma de buena conducta, el título de bachiller, la fe de bautismo, y el carnet de conducir.
—Aquí tiene usted todo —dijo el solicitante vaciando de papeles sus bolsillos—, menos el carnet de conducir.
—¡Ya cayó, caballerete! —estalló don Felipe, con voz de triunfo—. De manera que el sabihondo no ha traído el carnetito de conducir, ¿eh?
—Es que nunca lo saqué porque no tengo coche.
—En ese caso —le explicó el funcionario, radiante—, tendrá que volver mañana con un certificado de peatón, expedido por la Jefatura Municipal de Transeúntes.
—No es necesario —negó con la cabeza el hombrecillo.
—¿Cómo que no? —saltó don Felipe—. ¿Me lo va usted a decir a mí? El certificado de peatón es imprescindible.
—Quiero decir que no es necesario que vuelva mañana —aclaró el hombrecillo sacando el último papel que le quedaba en los bolsillos—, porque ya saqué el certificado en la Jefatura Municipal. Aquí está.
Y lo puso en la ventanilla delante de don Felipe, que palideció intensamente mientras murmuraba:
—¡Maldición!
Luego, en un esfuerzo sobrehumano para salvarse de la derrota que le amenazaba, dijo procurando dar a su voz la máxima naturalidad:
—Pues ahora sólo le faltan dos últimos trámites: el primero, como el permiso es absolutamente gratuito, tiene usted que darme un donativo de siete pesetas para los huérfanos.
—¿Para qué huérfanos?
—No pretenderá que por siete pesetas le diga los nombres y apellidos de todos los huérfanos, ¿verdad? —se impacientó don Felipe.
—No, claro —dijo el hombrecillo apresurándose a poner unas monedas en la ventanilla—. Aquí tiene las siete pesetas. ¿Y cuál es el otro trámite?
—El segundo y último, es que debe unir a todos estos documentos su partida de defunción.
—¿Qué?… —balbució el hombrecillo, perplejo—. Pero… ¿cómo quiere usted que traiga mi partida de defunción?
—En el impreso oficial correspondiente, y firmada por un médico.
—Pero ¡si yo estoy vivo! —protestó el solicitante.
—Eso dice usted —se encogió de hombros don Felipe.
—Y usted también, supongo. ¿No me está viendo?
—Yo no tengo nada que ver. Ni tengo la obligación de saber medicina para juzgar el estado físico de los solicitantes. A mí me ordenan que pida la partida de defunción y yo me limito a pedirla.
—Pero si el solicitante demuestra que está vivo… —insistió el hombrecillo—. Tómeme el pulso, o escúcheme el corazón.
—Es inútil —cortó don Felipe devolviendo al infeliz todos los papeles que le había entregado—. Como no puedo aceptar su solicitud con la documentación incompleta, vaya a buscar un certificado médico en el que justifique por qué no puede presentar la partida que se le exige.
Luego, con una sonrisa diabólica, añadió:
—¡Y vuelva mañana! ¿Lo ve cómo yo tenía razón, tontín? ¡Ya le dije que tendría que volver mañana!
El hombrecillo, afligido y resignado, se alejó de la ventanilla después de coger su montón de documentos.
Y don Felipe, sacando su pañuelo del bolsillo, se enjugó el sudor que bañaba su frente mientras decía con un suspiro de alivio:
—¡Uf, qué mal rato he pasado! ¡Por poco se sale con la suya!