DEBO CONFESAR rotundamente que no. Nunca me emocionaron las ranas. No puedo explicar la causa, pero las ranas me son indiferentes. Casi puedo asegurar que las desprecio. Cuando me cruzo fuera de casa con alguna rana, vuelvo la cabeza para otro lado y no la saludo. ¿Para qué? Sospecho que ella no me contestaría tampoco, porque las ranas no son precisamente un modelo de buena educación.
Las he visto muchas veces en los estanques, subidas en las rocas y croando sin parar. Pero no me interesan. Por mí, que croen cuanto quieran. O que revienten, como aquella rana de la fábula que quiso ser buey.
Sin embargo, es curioso: mi primo Carlos adora las ranas. ¡Raro muchacho mi primo Carlos!: alto, flaco, con el cabello siempre alborotado como si acabara de mesárselo. Y quizá se lo mese, pues ya digo que es un hombre poco común.
Yo he visto a mi primo amar a las ranas; amarlas descaradamente, sin ningún recato, y compadecerse de sus desgracias como si las ranas fueran de su familia. ¡Hasta llora por ellas el muy insensato!
—¿Por qué lloras, Carlos?
Y me respondía conteniendo su sollozo:
—Por las ranas.
A veces, cuando se creía solo, se sentaba en la inmunda orilla del pantano y lloraba. Pensaba en las ranas que viven en el fango, y su tierno corazón se enternecía. Si hubiera podido abrazarlas, besarlas, e incluso sacarlas de paseo, lo habría hecho. Y no a hurtadillas, como harían algunos, sino a pleno sol, en un coche abierto. Sin sentirse avergonzado por sus cuerpos desnudos, fofos y verdosos.
—¡Qué delicioso acariciar los cabellos de las ranas! —decía mi primo lleno de arrobo.
—Pero ¿qué cabellos? —le espetaba yo, molesto—. Las ranas no tienen cabellos de ninguna clase. Son calvas como don Tomás.
Y al oír esta cruda verdad, mi primo se enfurecía y su amor se trocaba en odio: daba patadas en el pantano, con la esperanza de aplastar alguna rana. En estas fases de irritación, breves pero violentísimas, escribía cartas anónimas y hablaba mal de las ranas a sus amigos.
—Son unos batracios muy vulgares —criticaba—, y muy egoístas. ¡Nunca pidas a una rana que te haga un favor! Te volverá su asquerosa espalda, y se alejará de ti dando un tremendo salto.
Pero luego se arrepentía de haber dicho cosas tan terribles de las ranas, y volvía a los pantanos para pedirles perdón.
—No es culpa vuestra si no tenéis cabellos. Perdonadme. Tenéis en cambio unos hermosos ojos saltones, a los que sólo falta el adorno de unas larguísimas pestañas para ser los más bellos del mundo.
Varias veces, mi primo Carlos quiso emplear su fortuna en edificar un gran Asilo para las ranas viejas; un Asilo con sillitas pequeñas para que las pobres pudieran sentarse a descansar de todos los brincos que dieron en su vida. Un Asilo lleno de estanques y pantanitos artificiales con agua caliente, y minúsculas góndolas para dar paseos.
—¡Bah! —le desanimaba yo—. Las ranas no te lo agradecerían.
Pero Carlos, terco, no me hacía caso. Soñaba con mejorar la categoría social de esos animalejos. Ansiaba presentarlas en sociedad, y salir con ellas a los conciertos y a la ópera.
Y aún le dura esta obsesión.
¡Pobre Carlos! Su amor por las ranas le consume. Es un amor que le llevará a la tumba, e incluso más lejos. Yo, por mi parte, no las amo ni las odio: las veo en los estanques, entre los nenúfares, tomando el sol. Y paso junto a ellas sin hacerles caso. A veces, por divertirme, les escupo. Pero no suelo insistir en mis escupitajos, porque la verdad es que no me gusta perder el tiempo en tonterías.