CON LOS CAMBIOS de tiempo, a muchas personas suele salirnos un granito en la punta de la nariz. Un granito redondo y colorado, que nos pone la piel brillante y tirante.
¡Qué ridículos nos sentimos con esa tara minúscula! Nos encontramos feos, caricaturizados y grotescos. ¡Cómo nos gustaría entonces quedarnos en casa para no soportar en la calle las burlas crueles de nuestros amigos!
—¡Caramba! —dicen éstos, sin poder contener la risa—. ¡Tienes un granito en la punta de la nariz!
—Pues sí, ya ves… —decimos estúpidamente.
Y sonreímos débilmente, indefensos, sin poder defendemos contra este ataque de ridículo.
Con frecuencia pensamos en recurrir al tafetán, para ocultar la cómica protuberancia. Pero nada excita tanto las burlas como un pequeño parche pegado en la nariz. Las personas se burlan de los tafetanes de la manera más sádica.
¿Granito o tafetán? ¿Tafetán o granito?
El problema nos anonada. Permanecemos mudos ante el espejo, con los ojos clavados en el punto redondo y colorado. Y sentimos que el grano nos abrasa como una quemadura de cigarrillo. Nos estira la piel, estropeando la actitud del rostro. Notamos la nariz abultada, deforme como una trompa de elefante.
Al final de esta lucha tenemos que salir a la calle, afrontando todas las consecuencias de nuestra desgracia. Porque el día que tenemos granito en la nariz, es precisamente el día en que estamos abrumados de visitas y entrevistas. Y nos subimos el cuello del abrigo, y nos bajamos el ala del sombrero para no ser reconocidos. Pero, sin embargo, la nariz queda siempre fuera. Es el único apéndice corporal que no se puede ocultar, que sobresale de todos los atavíos.
¡Y allá va el granito delante de nosotros, cada vez más colorado, sobresaliendo descaradamente y luciendo su graciosa redondez!
Ese día disimulamos al pasar junto a los conocidos, volviendo la nariz para otro lado. Pretextamos una enfermedad para no acudir a las citas, y huimos, a las afueras, donde nadie nos conoce ni nos importa que las madres digan a sus hijos:
—Mira, nene: mira qué granito más gracioso tiene ese señor.
No nos importa esta humillación en los suburbios, pero nos horroriza afrontarla en las calles céntricas, frecuentadas por caras conocidas y señores importantes de abultado abdomen. Y miramos el reloj con impaciencia, deseando que llegue la noche para deslizar nuestra protuberancia nasal bajo el incógnito de las sábanas.
Pero ese día el tiempo pasa con lentitud exasperante. Y con frecuencia, a pesar del cuidado que ponemos en no tropezar con ningún amigo, nos sorprende alguno al doblar una esquina.
¡Nos ha visto! ¡Nos ha reconocido! Le aborrecemos sordamente cuando se acerca a saludarnos lanzando ruidosas exclamaciones de júbilo:
—¡Hombre, tú por aquí! ¡Dichosos los ojos!
Y trágicamente, haciendo un esfuerzo de los que llaman sobrehumanos, volvemos nuestra nariz hacia él con patética lentitud. En el acto notamos que su expresión cambia. Los músculos de su rostro se contraen en una irresistible mueca burlona. Y por fin, nos dice entre carcajadas:
—Pero ¿qué tienes en la nariz?
Con voz llena de rencor, mirando iracundos a nuestro amigo, respondemos en un susurro:
—Es un granito.
Nuestra confesión le hace gracia.
—¡Parece un garbanzo! —comenta el muy cretino, haciéndonos enrojecer como colegiales.
Y se aleja riendo. Y nosotros, mordiéndonos los labios, huimos por las callejas menos concurridas a ocultar nuestra vergüenza en algún escondrijo.
¡Y allá va el maldito grano delante, cada vez más ridículo, más colorado y regordete que nunca!…