LLEVÁBAMOS MUCHO TIEMPO en la salita, esperando que el dentista nos recibiera. El silencio se hacía insoportable. Los pacientes sentíamos deseos de hablar para consolarnos mutuamente de nuestro sufrimiento, pero nadie iniciaba la conversación.
Unos lucían flemoncitos en los carrillos; otros llevaban mordazas para aliviar el dolor. Y todos parecíamos niños con un caramelo demasiado gordo dentro de la boca, deseando escapar de allí antes de que nos tocara el turno de pasar a la consulta.
Por fortuna, entró en aquel momento un caballero con una pierna vendada. Era un vendaje colosal, que le tapaba toda la pantorrilla y parte del muslo.
—Es extraño —comenzó una anciana, encantada de haber hallado un pretexto para charlar—. Si no me equivoco, los dentistas no curan piernas.
—¡No, claro que no! —apoyamos todos, estallando como bomba después de largo silencio—. Tiene razón la señora: los dentistas no curan piernas.
El caballero de la pierna vendada no hizo caso y tomó asiento junto a mí, colocando su pierna sobre un taburete.
Volvió el silencio, que yo me apresuré a romper.
—¿Me permite que le diga, caballero, que los dentistas no curan piernas? —dije amablemente, dirigiéndome al extraño enfermo—. Los dentistas arrancan las muelas y ponen otras de oro, o de pasta. Pero piernas…
El caballero nos hizo comprender, con gestos y palabras guturales, que era extranjero y no entendía nada de lo que estábamos diciendo. Todos abrimos la boca y, señalando nuestras muelas, tratamos de explicarle que los dentistas, como su nombre indica, sólo curan los dientes. Pero las piernas, ¡ni pum!
—Que vaya a un médico de piernas —sugirió una señora muy sensata.
—¿Y cómo se llaman los especialistas en piernas? —masculló un sacerdote que tenía un flemón gordísimo.
—Si a los que curan los dientes se los llama dentistas, y a los que se ocupan en nuestras interioridades internistas —opiné yo—, a los que entienden de piernas se les llamará piernistas.
Pero el hombre de la pierna vendada no comprendía, y sonreía con ese aire de sordos que tienen los extranjeros cuando no hablan nuestro idioma.
—Será necesario acompañarle —dijo un señor de edad mediana—. Los dentistas no curan piernas.
¡Acompañar al señor de la pierna vendada! ¡Qué magnífico pretexto para huir antes de que el dentista abriera la puerta para llamar al siguiente!
Ante la posibilidad de escapar, se acentuó en nosotros la expresión de angustia. Y todos comenzamos a hablar al mismo tiempo, disputándonos la presa.
—Yo le acompañaré —decía uno—. Al fin y al cabo, puedo volver mañana.
—¿Con ese flemonazo que usted tiene? ¡Ni lo sueñe, criatura! —disputaba otro—. Yo sólo tengo unas caries chiquitísimas que pueden esperar. Tendré mucho gusto…
—¿Caries chiquitísimas? —intervenía otro—. ¡Embustero! En sus caries, estoy seguro, cabe un dedo. Yo, en cambio…
La esperanza brillaba en todos los ojos. Tan sólo el señor extranjero permanecía tranquilo, con su pierna vendada encima del taburete.
—No se molesten —añadía la anciana—. Iré yo.
—¡No, yo! ¡Iré yo!
La discusión se agriaba por momentos. Todos mirábamos de reojo la puerta de la consulta, temiendo ver al dentista llamando al siguiente. Después de un diálogo muy acalorado, optamos por hacer un sorteo. Pero un anciano hizo trampa y tuvimos que anular el resultado.
—¡Los dentistas no curan piernas! ¡Yo le acompañaré! —gritábamos todos, nerviosos y febriles.
Hubo un breve tumulto, en el que forcejeamos para apoderarnos del señor de la pierna vendada. Sonaron gritos y protestas. Un joven me golpeó con su bastón cuando ya estaba a punto de llegar hasta la puerta remolcando al extranjero atónito, que se quejaba en su lengua, dolorido por el zarandeo.
Cuando el dentista abrió la puerta para decir «Que pase el siguiente», la sala de espera estaba vacía: todos nos habíamos marchado con el señor extranjero de la pierna vendada. Amables y galantes, quisimos acompañarle a un especialista adecuado. Porque en una cosa coincidíamos todos: en que los dentistas no curan piernas.