Los pequeños embusteros

—¿CONOCIÓ USTED a la célebre soprano López? —pregunto al señor Morales, viejo erudito de noventa y siete años que, habiendo pasado gran parte de su vida en el siglo XIX, es para mí un manantial de jugosas anécdotas.

—¡Que si la conocí! —sonríe el señor Morales, recordando lleno de nostalgia a la eximia cantante desaparecida—. ¡Ataúlfo López! Era moreno y corpulento, con la barba desaliñada y el porte huraño.

—¿Dice usted que la soprano López era un hombre?

—De pelo en pecho. López fue, de niña, un fiero muchacho. Tenía veinte años cuando le conocí. Fue una noche, en el «Café de Fornos». Nos hallábamos reunidos el llorado profesor Bizanto, yo, Lucas con su eterna chistera amarilla, el violinista Picard, y la pequeña Pirracas, cronista del semanario Cuchicheos. De pronto, vimos aparecer ante nosotros a un jovencito barbudo, de aspecto cordial y con la cabeza completamente calva.

—¿Calva?

—Sí —vuelve a sonreír con nostalgia el señor Morales—. En aquellos tiempos todo el mundo era calvo: el llorado profesor Bizanto, yo, Lucas, Picard, y hasta la pequeña Pirracas. La escena permanece imborrable en mi memoria.

»—¿Quién eres, muchacho? —le preguntamos.

»Y él, con su bien timbrada voz, contestó:

»—Soy una soprano.

»Lucas esbozó una sonrisa de duda. También sonrió Picard. Y yo no sonreí, porque en aquel momento tenía una taza de café en los labios y temí que se me derramara por las comisuras. Pero bien sabe Dios que de buena gana hubiera sonreído también. El joven López nos dijo:

»Puedo demostrar que soy una soprano.

»Y pidió un piano. Picard tenía uno, pero no lo llevaba encima. Y nos dirigimos a su estudio, situado en un barrio de artistas.

»En el trayecto tropezamos con Tablada, que iba disfrazado de gallina con un guante en la cabeza a modo de cresta. ¡Gran humorista este Tablada! Siempre ideaba alguna cuchufleta para excitar la risa.

»El caso es que llegamos al estudio de Picard. Una vez allí, el propio Picard se sentó al piano y el joven Ataúlfo atacó un trozo de La Bohème, de Verdi.

—Pero ¿La Bohème no es de Puccini? —interrumpo al señor Morales, empezando a hartarme de tanto embuste.

—En mis tiempos todas las óperas eran de Verdi —me replica muy serio—. ¿Qué culpa tengo yo de que las cosas hayan cambiado tanto?

Y prosigue:

—Como iba diciendo, el joven Ataúlfo atacó aquel trozo musical briosamente. ¡Qué bestia! Una voz pastosa de soprano genuina, se difundió por todo el barrio. Numerosos artistas de las casas limítrofes se asomaron a las buhardillas. El propio Lucas, extasiado ante la voz de Ataúlfo, gritaba con voz llorosa:

»—¡Verdi, Verdi! ¡Quién te ha visto y quién te ve…!

»Bizanto, siempre cariñoso, trataba de consolarle:

»—Valor, amiguito. No perdamos los estribos.

»Pero fue inútil: Lucas, quitándose su graciosa chistera amarilla, repetía sin cesar:

»—¡Verdi, Verdi! ¿Dónde estás?

»Y una voz desde la calle respondió:

»—¡Aquí!

»Al principio creímos que se trataría de alguna chufla, a las que tan aficionada era la gente de entonces. Pero no: ¡era el propio Verdi, que pasaba en aquel momento ante el estudio de Picard!

»Lucas, cuyo padre ayudó al maestro en los primeros tiempos vendiéndole el papel pautado a precios irrisorios, conocía a Verdi y le saludó estrechándole la mano con estas palabras:

»—¿Cómo estás, Giuseppito?

»El maestro, halagado por este diminutivo familiar (nunca le gustó que le llamaran Giuseppe a secas), se dispuso a escuchar la cálida voz de Ataúlfo. Quedó prendado a los primeros acordes. Pero cuando terminó la demostración, tres profundas arrugas surcaron la frente del gran músico alemán.

—Pero ¿Verdi no era italiano? —vuelvo a interrumpir al señor Morales, harto ya de sus embustes.

—En mis tiempos todos los músicos eran alemanes —me contesta sin inmutarse—. ¿Qué culpa tengo yo si luego cambiaron de nacionalidad por cuestiones políticas?

Y continúa:

—Con la frente arrugada por la meditación, el maestro se dirigió a nosotros y nos dijo:

»—¿Cómo haremos debutar a un joven barbudo y calvo en los papeles de soprano?

»Lucas, con el tino de siempre, profetizó:

»No es imposible. ¡Las costumbres evolucionan con tanta rapidez!

»En pocas palabras: cinco años después de aquella velada, Ataúlfo López era una soprano hecha y derecha. Debutó en el «Scala», de Roma.

—¿Pero el «Scala» no está en Milán? —intervengo, bastante indignado.

—En mis tiempos estaba en Roma —afirma el señor Morales mirándome fijamente—. ¿Qué culpa tengo yo de que lo hayan trasladado al Norte de Italia, para que los europeos puedan visitarlo con más facilidad?

Y prosigue su relato:

—Ataúlfo debutó en ese famoso teatro con el papel de «Il pompiere di servizio» («El bombero de servicio»). En este papel no tenía que cantar nada. Pero era de gran responsabilidad porque, en caso de incendio del teatro, tenía que manejar las mangas y los extintores.

»Gradualmente, fue ascendiendo de categoría artística. Y el que había comenzado siendo un oscuro bombero de servicio, llegó a ser un brillante barbero de Sevilla.

Cuando el señor Morales termina su relato, no añado ni una palabra: me limito a mirarle con cierta severidad. Y él, avergonzado por todas las mentiras que acaba de contarme, no sostiene mi mirada: baja los ojos al suelo, y se va poniendo colorado como un tomate.

* * *

Otro día, sorprendí al señor Morales en la calle hablando con un hombre bajito. Avancé cautelosamente hasta situarme a sus espaldas, para escuchar la conversación que sostenían. Y esto fue lo que oí:

—¡Qué escándalo! —exclamó el señor Morales—. ¿Sabe usted lo que acaban de pedirme en una tienda por un perchero? ¡Ochenta pesetas! Y no crea que se trataba de un perchero grande, no: era un percherito de nada, en el que apenas podía colgarse la ropa de un niño.

—Un poco caro, en efecto —concedió el señor bajito.

—¿Un poco caro? Sin duda usted desconoce lo que costaba un perchero en mis tiempos. ¡Diga, diga alguna cifra!

—No sé. ¿Unas ocho pesetas?

—¡Calle, loco! ¿Ocho pesetas? ¡No costaba nada! Todos los comercios tenían mucho gusto en regalar percheros a sus clientes. ¡Y qué percheros, caballero! En ellos podían colgarse, no sólo pesadas prendas de lana, sino ovejas gruesas y vivas. Y jamás se rompían. Eso hablando de percheros; porque si hablamos de pernitos… ¿Quiere usted que hablemos de pernitos?

—Por mí… No tengo ninguna prisa.

—Pues entonces, ¿cuál dirá usted que era el precio de un pernito?

—Así, de pronto, no puedo calcular. ¿Cuarenta céntimos?

—¿Está usted borracho? ¡Nada, amigo! ¡Los pernitos no costaban nada! Estaban tan baratos, que a la gente le daba vergüenza cobrar los pernitos. En cuanto a las marmitas… No acertará usted lo que costaba una marmita entonces.

—¿Una marmita grande, o chica?

—Grande, naturalmente. Las marmitas pequeñas ni siquiera se fabricaban.

—Pues costaría lo menos seis pesetas, ¿no?

—¡Qué idea! ¿Es usted tonto? ¡Las marmitas no costaban ni un céntimo! Aquello era vida. Hoy, con una perra gorda, no puede usted comprar nada. En mis tiempos, en cambio, con cinco céntimos se compraba un cuello duro, una silla con cuatro patas, o una jarrita de porcelana decorada a mano. ¿Y qué cuesta hoy una jarrita de porcelana decorada a mano?

—Más de cien pesetas.

—¿Lo ve usted? En mis tiempos la moneda valía mil veces lo que vale hoy. ¡Y había que ver el aspecto de las monedas en aquella época! No eran estas moneduchas de ahora, tan pequeñas que caben en un bolsillo. Las monedas de antes eran grandes, gruesas y macizas, y había que llevarlas en bolsones con refuerzos de cuero para que no se desfondasen. Además, algunas monedas tenían premio: cuando al botarlas en el mármol emitían un «¡plac!» en lugar de un «¡plic!», el Banco de España pagaba al poseedor una cura de aguas en el balneario de Cestona.

El señor bajito estaba anonadado y no sabía qué decir.

—Ya ve usted —continuó el señor Morales—. ¿Qué cobra un empleado? ¿Mil? ¿Dos mil pesetas?

—Sí. Una cosa así.

—¡Qué atrocidad! Cuando yo era joven, los empleados cobraban noventa céntimos semanales. Y con ellos, además de vivir como príncipes, ahorraban doscientas pesetas al mes. Pero la diferencia en los precios se nota, sobre todo, en los transportes. ¿Sabe usted lo que antes costaba ir a pie de un lado a otro?

—¡Qué sé yo! Supongo que nada.

—Tampoco hay que exagerar, amiguito —moderó el señor Morales—. Una carrera corta le costaba a un caballero dos pesetas: una peseta por bajada de chistera, y diez céntimos cada cien metros.

—Pues eso es más barato ahora —objetó el señor bajito.

—Pero antes, en cambio, se andaba más de prisa —rebatió el señor Morales—. Antes…

Al llegar a este punto, toqué en el hombro al señor Morales.

Se volvió sobresaltado y, al verme, no dijo ni una palabra. Yo tampoco. Me limité a mirarle con severidad mientras él se iba poniendo tan rojo como una amapola.

LA CANTANTE

HACE AÑOS, a la orilla del mar, me presentaron a una cantante de ópera. Una cantante muy vieja, casi vetusta, a la que nadie había oído cantar.

—¿Le importaría charlar conmigo? —me imploró.

—Aquí no —dije, pues estábamos a la orilla del mar como ya advertí, y las olas nos lamían los zapatos—. En cuanto suba la marea, podríamos ahogarnos.

—Vayamos a la Taberna del Grumete —me propuso, arrastrándome hacia allí con una mano fuerte, aunque temblorosa.

Una vez en la taberna, ante dos vasos de ron con tres gotas de agua, empezó a hablar:

—Yo he cantado ópera en París, en Belgrado, en Calcuta… Yo enloquecí a todos los cuáqueros ingleses y a los mormones americanos.

La gente de la ciudad, sin excepción, sabía que la cantante mentía. Pero era tan anciana que nadie osaba contradecirla. Y ella seguía hablando, con su voz que sonaba como una carraca de Viernes Santo.

—Una noche, en Esmirna, mis admiradores, llenos de entusiasmo, incendiaron el teatro.

Y al decir la mentira, se ponía en jarras para defenderla. Luego, al ver que yo permanecía callado, deponía su actitud desafiante y gritaba:

—¡Sí, lo incendiaron!

Y abriendo su raído bolso de charol, sacaba un recorte de periódico en el que aparecía el retrato de unas ruinas.

—Fíjese: así quedó el teatro a la mañana siguiente.

Pero la infeliz había olvidado cortar el pie de la fotografía, y aunque el papel ya estaba amarillento aún podía leerse: «Vista parcial de los mataderos de Chicago, destruidos por un voraz…»

No obstante, yo fingía creer en sus palabras y preguntaba:

—¿Y el público?

La vieja cantante, bajando sus ojos hasta zambullirlos en su vaso de ron, respondía:

—¡Muerto!

Y con gran aplomo, añadía señalando el borroso recorte:

—Todas estas cosas negras que se ven en la foto, son espectadores carbonizados.

Pero las cosas negras, en realidad, eran manchas de grasa producidas por haber sobado el papel con los dedos sucios.

En su raído bolso de charol guardaba muchos recortes más, en los que aparecía una bellísima joven con trenzas rubias vestida de Traviata, de Isolda o de Mimí. Incluso de Rigoletto.

Pero no era ella. Se advertía perfectamente. Porque la nariz de la muchacha era pequeña, y la suya ganchuda como el pico de un cuervo.

—Todas las noches —seguía mintiendo—, el empresario me pagaba un kilo de oro en lingote por cantar. Al mes, por lo tanto, ganaba treinta kilos de oro en lingote, con los cuales me compraba caballos de carreras, yates de recreo y abrigos de conejo.

—¿Recuerda usted alguna anécdota? —decía yo conteniendo un bostezo.

—¡Claro que sí! —se apresuraba a decir la anciana—. Una vez, en Puerto Rico, tuve que cantar delante de la reina.

—¡Pero si en Puerto Rico no hay reina! —protestaba yo.

—En el Puerto Rico donde yo estuve, sí —insistía la cantante con una mirada de desafío—. Una reina pequeña, claro. En aquella época había reinas en todos los países. La de Puerto Rico era bajita, y llevaba un manto de seda color de café.

Y aquella cantante viejísima, cuya voz sonaba como una carraca de Viernes Santo, se ponía tan acalorada al mentir que nadie se atrevía a contradecirla.

Por otra parte, no está bien llevar la contraria a las cantantes. Las cantantes están convencidas de que el mundo enloquece al escucharlas. Son como globos llenos de armonía; globos vestidos de tul, con un agujerito por el que, poco a poco, se escapa toda la música que llevan dentro.

—En las noches de verano —proseguía la anciana—, las cantantes salen a los campos y cantan para los labradores que no pueden ir a oírlas a los teatros, porque tienen que estar siempre en cuclillas, junto a los sembrados, vigilando el crecimiento de las cosechas. Y cuando las cantantes terminan su cantata, los campesinos premian su trabajo con modestos paquetitos de semillas.

—¿Y por qué de semillas?

—Es lo natural —se sulfuraba la artista—. No pretenderá que los labradores regalen paquetes de productos manufacturados.

Y pronunciaba las últimas palabras con ligereza, porque las cantantes son livianas y fatuas. Tararean siempre y, por lo general, son gruesas y blancuzcas como la manteca.

—Ahora —decía—, me voy al lugar donde mueren las cantantes. Está muy lejos: en un valle rodeado de finos bambúes, en cuyas flautas naturales el viento toca sus mejores melodías. Junto a la gran caverna acuden los elefantes para morir…

Pero también era mentira.

Porque las viejas cantantes no mueren nunca. Y andan siempre con sus bolsos de charol, pidiendo que las invitemos a una copa para contarnos, una vez más, el éxito que obtuvieron cantando ante la reina de Puerto Rico…

EL VIAJERO IMAGINARIO

DON ROSENDO ALVARADO dobló el periódico que estaba leyendo. Y dirigiéndose a los socios del Casino que dormitaban a su alrededor, comenzó a decir:

—Recuerdo que una tarde, hace muchos años, un grupo de amigos y yo decidimos hacer un viaje al Amazonas para trazar un mapa de aquel riachuelo. Se inscribieron en nuestra expedición un geógrafo, un geólogo, un perito mercantil, un anticuario, un acordeonista que se empeñó en acompañarnos, y un pato.

»El pato formaba parte de los víveres. ¡Pobre pato! En su calidad de vívere, viajaba solo en un pequeño camarote y casi nunca hablábamos con él. Al quinto día de viaje, nos lo comimos sin el menor escrúpulo. Fuimos crueles.

»Cuando llegábamos a la desembocadura del Amazonas, el acordeonista empezó a tocar el acordeón y tuvimos que tirarle al agua porque nos distraía en nuestro trabajo de dibujar el mapa. Estábamos lejos de suponer la cantidad de disgustos que nos iba a dar el dichoso mapita. Nada más ver cualquier cosilla, corríamos a dibujarla en el mapa.

»—¿Quién ha pintado este pez? —decía el geógrafo, que tenía un genio terrible.

»—Yo —decía el geólogo—. En un mapa debe figurar todo lo que vamos viendo, creo yo. Y si he visto un pez, tengo derecho a poner el pez.

»—¡Claro! —decíamos los restantes miembros de la expedición.

»—Pues entonces estamos apañados —gruñía el geógrafo, hecho un basilisco—. Entonces si yo veo una boñiga de antílope, ¿puedo poner la boñiga de antílope?

»Afortunadamente, no vio ninguna boñiga de antílope. Pero, a pesar de esto, el mapa se iba poniendo cada día más sucio. Hoy pintábamos un árbol. Mañana, un cocodrilo, una piedra y otro árbol. Y el perito mercantil, que sólo sabía dibujar casitas echando humo por la chimenea, pintaba todos los días una casita echando humo por la chimenea.

»—Pero ¿dónde diablos ve usted tantas casitas echando humo por la chimenea? —le reñíamos los demás—. Estamos en un paraje completamente deshabitado.

»—Es que yo no sé dibujar otra cosa —se defendía el perito—, y también tengo derecho a divertirme.

»Así fueron pasando las primeras semanas. El barco continuaba internándose por el Amazonas, porque para eso le pagábamos. Como ya hacía bastante tiempo que nos habíamos comido el pato, tuvimos que alimentarnos de hierbas y de lagartos que cogíamos en las orillas. El mapa estaba tan lleno de cosas, que ya no se podía poner nada más.

»—¿Y dónde dibujo yo ese indio que acabo de ver? —decía uno.

»—Póngalo tumbado encima de este pez, que hay un poco de sitio.

»—Pero va a aplastar al pez.

»—Pues que se fastidie el pez.

»—Yo tengo que pintar una serpiente que estaba en la orilla derecha.

»—Píntela enroscada en un árbol para economizar espacio.

»Tuvimos que dibujar un mapa más grande, haciendo las cosas muy pequeñitas para que nos cupiese todo. Y nos cupo. Menos mal.

»Un día, el barco llegó a la fuente donde empieza el Amazonas. La fuente tenía una rana de cerámica que echaba el agua por la boca. El anticuario quiso llevarse la rana para venderla en su tienda; pero el acordeonista, que había logrado subirse de nuevo al barco, le dijo que no podía llevársela porque no estaba bien privar a América del Sur de un río tan majo.

»—Si se lleva usted la fuente —razonó el acordeonista, que era muy sensato—, América se quedará sin Amazonas como yo me quedé sin abuela.

»El anticuario, al privarle de este capricho, se puso a llorar como un chiquillo. Y tuvimos que volver a casa, con barco y todo, para que se le pasase la rabieta.

Don Rosendo Alvarado hizo una pausa, bebió un gran trago de agua y continuó:

—Unos días después, con el dinero que nos pagó la Sociedad Geográfica por el mapa, tuvimos la idea de salir en busca de la piedra filosofal. Y organizamos una caravana para hacer el viaje. Sabíamos que desde hace siglos la piedra filosofal ha sido codiciada por mucha gente, y un beduino nos trajo la noticia de que a orillas del Nilo abundaban las piedras filosofales.

»Al llegar a Egipto, formaban nuestra caravana las personas siguientes: un enfermero, un egiptólogo, un arqueólogo, yo, y un camello.

»El camello tenía por objeto servirnos de medio de transporte, y nada más llegar al Nilo todos nos subimos encima de él sin hacer caso de sus protestas. A medio viaje, el camello nos anunció que se volvía a su pueblo porque acababa de recibir un telegrama anunciándole que su madre estaba enferma.

»Comprendimos que no existía tal telegrama y que todo era un pretexto para dejarnos. Hizo su maleta, se fue, y tuvimos que continuar el camino montados encima del egiptólogo, que se brindó a llevarnos sobre sus anchos hombros.

»Como es lógico, íbamos todos mirando al suelo atentamente, para ver si veíamos alguna piedra filosofal.

»—¿Ustedes saben cómo son las piedras filosofales? —pregunté tímidamente a mis colegas.

»—Pues… piedras pequeñas —dijo el arqueólogo, en tono evasivo.

»—¿De qué color? —preguntó el enfermero, que era bastante bobo.

»—¡Vaya una pregunta tonta!: color de piedra, claro está —dijo el egiptólogo.

»Al cabo de tres semanas, estábamos todos cansadísimos. Cada vez que veíamos una piedra pequeña, nos la guardábamos en un bolsillo pensando que quizá fuera una piedra filosofal. Esto resultaba muy molesto, si se tiene en cuenta la cantidad de piedras que hay en las orillas del Nilo.

»—A mí no me caben más piedras en ninguna parte —decía el arqueólogo, haciendo pucheros—. Deberíamos haber traído un carricoche para llevar los pedruscos.

»—Pues hay que llevarlas todas —insistía el egiptólogo tercamente—. Cualquiera de ellas puede ser una piedra filosofal, y seríamos unos tontos de capirote tirándolas al suelo.

»Era tan grande el peso que llevábamos en los bolsillos, que apenas podíamos avanzar algunos metros al cabo del día.

»Afortunadamente, el camello volvió a reunirse con nosotros asegurando que su madre ya estaba mejor. Nos apenó mucho haber pensado mal del pobre camello, y, después de abrirle las jorobas con un cuchillo, se las llenamos de piedras.

»Por desgracia, el egiptólogo se pinchó un dedo y tuvimos que abandonar Egipto para llevarle a casa de su madre, con el fin de que le pusiera un tafetán.

»Ninguno de los pedruscos que trajimos eran piedras filosofales, pero estábamos contentos porque el viajecito nos había servido para estirar un poco las piernas.

Don Rosendo Alvarado dio por concluido su relato. Y reanudó la lectura de su periódico, mientras los socios del Casino continuaban dormitando.

* * *

Pasaron algunos meses y llegó Navidad. Las calles se llenaron de nieve, las copas de champaña y los platos de pavo.

En el Casino, durante aquellos días, se hablaba en las tertulias de temas alusivos a las festividades navideñas. Y don Rosendo Alvarado, desde su butaca, aprovechó la ocasión para decir:

—Hace años, cuando llegó la Navidad, decidimos almorzar juntos una veintena de amigos.

»—Un pavo será poco para todos —dije yo—. Por lo menos necesitaremos un avestruz para saciar nuestro apetito.

»Comprendieron que yo tenía razón, y me rogaron que saliese en busca del avestruz para el almuerzo.

»Ni corto ni perezoso, contraté un avión y una hora después estaba listo para partir. Me acompañaba un piloto, un avicultor que entendía de avestruces, un niño que quiso subir en el avión para curarse la tos ferina, y una zanahoria. Llevábamos la zanahoria porque el avicultor dijo que la mejor manera de atraer a los avestruces era ponerles una zanahoria delante del pico. Pero en cuanto despegamos del aeropuerto, la zanahoria empezó a decir que se mareaba y nos dio bastante lata.

»—Está visto que no se puede viajar con mujeres —gruñó el piloto.

»Pero como era muy tarde para volvernos atrás, no tuvimos más remedio que aguantar a la zanahoria, que se quejaba de todo. Por su parte, el niño con tos ferina no hacía más que toser como un salvaje, y por mucho que subía el avión no se le quitaba la tos ni en broma. El avicultor propuso:

»—Como el niño no nos sirve para nada, puesto que no podemos ponerle de cebo para cazar el avestruz, ¿por qué no lo tiramos por la ventanilla?

»Pero yo me opuse, diciendo que también los niños tenían derecho a la vida.

»Siempre pensando en cobrar una hermosa pieza que nos permitiese celebrar el banquete de Navidad, transigimos con las rarezas de la zanahoria, y hasta yo le cedí mi asiento para que fuese más cómoda.

»A las dos horas de subir incesantemente, el niño dejó de toser como por encanto. El piloto se asomó a la ventanilla y dijo que había visto un negro, síntoma inequívoco de que estábamos en África. Un minuto después volvió a asomarse, y nos informó de que acababa de ver un huevo tan grande como la cabeza de un hombre.

»—Eso quiere decir que estamos volando sobre una región avestrucífera —sentenció el avicultor, que era bastante cursi.

»Y entonces aterrizamos. La zanahoria, que estaba mareadísima, se puso muy contenta al saltar a tierra y no protestó cuando la atamos a un cordel para preparar el cebo.

»Unos segundos después avanzábamos de puntillas por un pequeño bosque, y no tardamos en descubrir un grupo de avestruces que se entretenían en meter la cabeza en unos agujeritos de la tierra. Pero en aquel momento el niño empezó a toser a pleno pulmón, y los avestruces salieron corriendo como liebres.

»Es fácil imaginar la regañina que recibió el niño. Pero el pobre no había tenido la culpa: al bajar del avión, le había vuelto su arrechucho de tos ferina. La zanahoria, por su parte, se moría de risa al ver nuestro fracaso. Pensamos que lo mejor sería taparle la boca al niño con un esparadrapo, para que no pudiese toser; pero nos pareció una crueldad sacrificar con este fin a un pobre esparadrapo, que no tenía la culpa de nada. Aparte de esto, nos daba bastante pena dejar que un avestruz se comiese la zanahoria. Aunque tuviese sus manías, todos estábamos conformes en que aquella zanahoria era buena.

»Total: que volvimos a montar en el aparato, y regresamos al punto de partida. Aquella Navidad no almorzamos avestruz, pero estábamos contentos: habíamos hecho una hermosa excursión. El niño volvió a casa de su tía muy mejorado de su tos ferina; y, al día siguiente, la zanahoria fue a reunirse con su familia, que vivía en el campo. Fuimos a despedirla a la estación: la infeliz zanahoria, cuando el tren arrancó, se puso a llorar como una chiquilla. También nosotros le habíamos tomado cariño. Una semana después nos escribió una postal, felicitándonos el Año Nuevo. Era muy buena. Tan buena, que el día menos pensado se la comería un conejo.

»Aquella Navidad todos comimos congrio, que tampoco es desperdiciable.

»Pero como lo poco que habíamos visto de África nos gustó una barbaridad, decidimos seguir explorando el Continente Negro, llamado así sin duda por el negro que habíamos visto desde el avión. Y como además no íbamos a tirar los «salakotes» que habíamos comprado, se nos ocurrió echar un vistazo al desierto del Sahara para ver si descubríamos las ruinas de la Atlántida.

»En el acto organizamos el viaje, y salimos al amanecer a bordo del buque frutero Comodoro. Componían nuestra expedición un agrimensor, un médico homeópata, un prestamista que financiaba la empresa con la garantía de nuestros relojes, yo, un huérfano que se agregó al grupo con el pretexto de que no tenía teta donde mamar, y una botella llena de agua.

»Al enterarse de que íbamos al desierto, la botella empezó a darse importancia. Decía que gracias a ella no nos moriríamos de sed. Y tuvimos que callarnos, porque era verdad.

»Sin más incidente que la pérdida de una brújula que no nos importó porque nosotros íbamos hacia el sur y ella sólo marcaba el norte, llegamos a las costas africanas. No a todas, claro, sino a una sola.

»Después de bebernos unos vasos de cerveza en un bar, los cuales pagó el prestamista a regañadientes, nos internamos en el desierto. Hacía un calor inaguantable. Por suerte, el huérfano llevaba en el bolsillo un abanico que había pertenecido a su madre, y gracias a aquel recuerdo de familia tuvimos un poco de fresco durante la caminata.

»A las pocas horas de andar por el desierto, el agrimensor cayó enfermo. En el acto fue reconocido por nuestro homeópata, que emitió el siguiente diagnóstico:

»—Este hombre padece el terrible mal del desierto conocido con el nombre del simún.

»—Pero ¡si el simún no es una enfermedad! —protesté yo—. El simún es un viento que sopla en estas zonas tórridas.

»Al oír aquello, el médico se ofendió mucho y no volvió a decir ni una palabra en todo el viaje. Luego supe que hablaba mal de mí a todas las caravanas que se cruzaban con nosotros.

»La botella, por su parte, empezó a quedarse vacía. Y el huérfano, indignado porque le habíamos roto una varilla de su abanico, se lo guardó y no volvió a sacarlo a pesar de nuestras súplicas.

»Sin el abanico del huérfano y con la botella agotada, el viaje empezó a adquirir tonalidades catastróficas. Al agrimensor se le salieron los ojos fuera de las órbitas, y anduvimos todo un día a gatas para encontrarlos en la arena de las dunas. Mi boca estaba tan reseca que la lengua, al chocar con el paladar, producía un sonido de tambor.

»Una tarde, pasamos junto a un puesto donde vendían refrescos; pero el prestamista, al ver la lista de precios, dijo que prefería morir de sed a pagar doce pesetas por un vaso de limonada, y tuvimos que aguantarnos.

»Para colmo de desgracias, nos perdimos en aquel mar de arena y empezamos a caminar sin rumbo fijo bajo el sol abrasador.

»—Debemos enviar un mensaje pidiendo socorro —sugirió el huérfano.

»La idea era buena, pero nada fácil de realizar. Fui yo quien encontró la solución:

»—Puesto que estamos en un mar de arena, debemos comportarnos como náufragos.

»Dicho esto, escribí un papel explicando nuestra situación angustiosa, lo metí en la botella vacía, y después de taparla con el corcho la arrojé al mar infinito de las dunas.

»Al día siguiente, unos árabes encontraron la botella sobre la arena y acudieron a salvarnos.

»Una semana después estábamos en nuestros hogares, vivos y coleando. El prestamista se quedó con nuestros relojes, a cambio de los gastos ocasionados por nuestro peligroso viaje.

* * *

Un tremendo catarro, tan asombroso como sus fantásticos viajes, retuvo en cama a don Rosendo Alvarado durante todo el invierno. Los socios del Casino aprovecharon la ocasión para leer los periódicos, escribir carta a sus parientes lejanos y hablar de sus cosas.

Pero en cuanto llegó la primavera, el enfermo se repuso. Y una tarde, sentado en la misma butaca que ocupaba habitualmente, don Rosendo comenzó:

—Un domingo de hace algunos años, como no teníamos nada que hacer, decidimos visitar a los antípodas para comprobar si efectivamente andan con la cabeza en el suelo y las piernas por el aire. Compramos un globo de grandes dimensiones, y, después de soplar durante varias horas, lo inflamos por completo.

»Se agregaron a nuestro grupo un astrónomo, un telegrafista, un anacoreta que se presentó con una fuerte recomendación, y un bizcocho. El bizcocho, aunque grande, estaba bastante duro; pero nos dio pena dejarlo en tierra ya que, según nos dijo, no tenía a nadie que le hincara el diente.

»Unas horas más tarde, comenzamos a ascender. El astrónomo y el anacoreta se hicieron muy amigos. Yo, por mi parte, trabé amistad con el bizcocho y me lo fui comiendo cuando nadie me veía.

»A las dos semanas de viaje, el globo se detuvo en el aire dándonos a entender con esta actitud que no podía remolcar tanto peso.

»—Uno de nosotros tiene que marcharse de la barquilla —dije yo mirando con rabia al anacoreta, que nunca me había sido simpático.

»Hicimos un sorteo, con su correspondiente trampa, y le tocó al anacoreta lanzarse al espacio. Hizo su equipaje sin decir ni una palabra, y momentos después desapareció en el vacío.

»Al llegar a los ocho mil metros de altura, el astrónomo detuvo el globo. Sabido es que para viajar en globo es necesario detenerse en el aire y esperar a que la Tierra, en su incesante movimiento de rotación, coloque debajo de la barquilla el territorio al que quiere uno dirigirse. Luego, no hay más que descender hasta ponerse en el punto apetecido.

»Eso hicimos nosotros: ya quietos, nos dedicamos a jugar a las cartas en espera de que los antípodas surgiesen a nuestros pies.

»Doce horas más tarde, el astrónomo anunció que estábamos sobre los mismísimos antípodas. Entonces, intentamos hacer bajar el globo. Todo fue inútil: aligerado por la pérdida de lastre que supuso la marcha del anacoreta, que era pesadísimo, permaneció inmóvil en su sitio.

»—¡Si al menos no hubiésemos tirado al pelmazo del anacoreta! —suspiré yo.

»¿Fue un milagro? Sin duda, Porque en aquel momento, ¡el anacoreta se deslizó en el interior de la barquilla!

»Pero estábamos demasiado preocupados para preguntarle cómo había logrado volver. Ni aún el peso de este tripulante, tan milagrosamente recuperado, varió nuestra situación angustiosa. Dijimos al telegrafista que pidiese socorro y el pobre hombre, que había viajado sin aparatos, se puso a gritar con todas sus fuerzas llamando a su mamá.

»—Si la madre del telegrafista oye sus gritos, estamos salvados —decíamos todos llenos de esperanza.

»A las veinticuatro horas justas de haber emprendido el viaje, a alguien se le ocurrió que quizá lográramos bajar desinflando el globo. Efectivamente: abrimos la espita de gases, y minutos después descendíamos a gran velocidad.

—¿Y llegaron ustedes a los antípodas? —preguntó un hombrecillo nervioso interrumpiendo a don Rosendo.

—No —replicó el señor Alvarado—. En las veinticuatro horas, la Tierra dio una vuelta completa sobre su eje, y al descender nos encontramos en el mismo punto de partida. ¡Habíamos dado la vuelta al mundo!

»Sin poder contener nuestra emoción, nos dirigimos a nuestras casas con el fin de tomar unas tazas de caldo. La única baja que tuvimos fue la de aquel noble bizcocho, que quiso acompañarnos en nuestra arriesgada aventura, y que yo me fui comiendo poco a poco.

»Pero este pequeño acto de canibalismo que realicé, no me dejaba dormir tranquilo. La conciencia me remordía lo mismo que yo había remordido al bizcocho. En vista de lo cual, decidí emprender un viaje para olvidar. Y una mañana, mientras comía unos mariscos, se me ocurrió organizar un crucero a los Mares del Sur en busca de ostras perlíferas.

»El señor Bonet, gran amigo mío y balandrista por añadidura, puso a mi disposición su balandro Bellasopa. Y a las pocas horas, los cruceristas inscritos eran los siguientes: un marinero, un buzo, un fotógrafo, dos hermanos fumistas, un negro que nadaba muy bien, un cuchillo y un limón.

»El cuchillo tenía la misión de abrir las ostras que encontráramos; y el limón, por su parte, nos serviría para comernos aquellas ostras que no tuviesen perla dentro.

»Como reinaba una calma bastante chicha, tuvimos que echar aire a las velas con unos fuelles para poder zarpar.

»Al cuarto día de viaje, el limón y el cuchillo intimaron mucho y siempre estaban charlando de sus cosas. Por el contrario, el buzo y el fotógrafo no se podían ver ni en pintura. Los fumistas, como el balandro no tenía chimeneas, no tenían nada que hacer y casi no salían de su camarote. El marinero, por su parte, estaba siempre muy ocupado haciendo nudos en las cuerdas. Y al negro tuvimos que pintarle unas rayas blancas en el cuerpo, porque de noche no había forma de verle y tropezábamos con él a cada momento en la cubierta del Bellasopa.

»A las siete singladuras llegamos a los Mares del Sur, que por cierto no tenían casi agua a causa de la falta de lluvias. Anclamos en una pequeña isla de coral, y el buzo bajó al fondo del mar a buscar ostras. Pero los Mares del Sur estaban tan secos, que al buzo le llegaba el agua por las rodillas. Y tuvimos que esperar varias semanas a que subiese el nivel del agua para que el buzo pudiese trabajar con comodidad.

»Por fin, a fines de noviembre, pudimos comenzar el trabajo; pues, el buzo, agachándose un poco, conseguía que el agua le cubriese casi toda la escafandra.

»Por desgracia, no encontramos ni una sola ostra en aquella región. Los fumistas, el negro y el mismo fotógrafo, aconsejaron al buzo que, si no encontraba ostras, cogiese percebes y almejas.

»—Pero ¡si en los percebes no hay perlas! —decía el pobre buzo medio llorando.

»—¡Quién sabe! Los percebes de los Mares del Sur no son como los percebes corrientes —opiné yo.

»Para colmo de mala suerte, el limón cometió la imprudencia de ponerse al sol y se quedó bastante reseco.

»—¡Qué faena! —le amonestaron los fumistas—. Y si nos da el escorbuto, ¿qué podemos hacer con un limón tan pachucho?

»—El escorbuto no da en los climas tropicales —les informó el fotógrafo—. Es una enfermedad de los Polos.

»Pusimos al limón en remojo, después de vencer su resistencia, y recuperó parte de su zumo.

—¿Y encontraron ustedes perlas? —dijo este contertulio que debía ser tonto de la bitácora, porque siempre estaba en ascuas con los relatos de don Rosendo.

—¡Ni una! —respondió el señor Alvarado suspirando—. Unos días después, pese a su aparente recuperación con el remojo a que le sometimos, el limón murió. Descanse en paz. Todos quedamos afligidos por la pérdida de aquel limón, cuya presencia nos había refrescado tanto.

»El señor Bonet, propietario del Bellasopa, nos mandó recado con una barca diciendo que necesitaba el balandro para participar en unas regatas.

»En resumen: tuvimos que volver con las manos vacías. El negro y el cuchillo se quedaron en la isla. Los fumistas se aburrieron bastante en el viaje de regreso, y murmuraban sin cesar:

»—Ya podían poner a los balandros una chimenea, para que nos divirtiéramos un poco.

»Y el pobre fotógrafo no pudo hacer ni una foto, porque se le habían olvidado los rollos de su aparato.

»Unas semanas más tarde, entregamos el Bellasopa a mi amigo el balandrista y nos fuimos a nuestras casas a lavarnos la cabeza.

* * *

Don Rosendo Alvarado, que había realizado tan fantásticos y audacísimos viajes utilizando todos los medios de locomoción, murió un día al salir del Casino atropellado por una bicicleta.

LOS VIEJOS NOSTÁLGICOS

DON HIPÓLITO estaba sentado en la banqueta del piano, y su esposa, Daniela, le miraba.

—¡Fíjate, Daniela! —dijo don Hipólito, indicando al piano—. ¿Puedes decirme qué es esto?

—No acierto —contestó la vieja Daniela, después de pensar un buen rato.

—Pues esto —dijo don Hipólito con expresión burlona— es un piano.

—¿Un piano? ¡Imposible! —se asombró la vieja Daniela—. Tú bien sabes que los pianos de nuestros tiempos no eran así.

—Comprendo tu sorpresa. Yo tampoco quise creerlo cuando me lo dijeron, pero me enseñaron su partida de nacimiento y tuve que convencerme. ¡Es un piano, querida mía!

—¡Qué atrocidad! ¡Es inaudito!

—Toda la culpa es del progreso y de tanta prisa como hay ahora para hacer las cosas —explicó don Hipólito—. En nuestros tiempos se hacían los pianos sin escatimar materias primas de todas clases; y no como ahora, que se hacen con madera, clavijas y algunas cuerdas.

—¡Claro! —apoyó doña Daniela—. Porque en la actualidad lo importante es hacer muchos pianos, salgan como salgan.

—Recuerdo que, siendo yo todavía un niño, los pianos se hacían con bocinas que cantaban con voces de barítono. Ahora, se limitan a sonar como si fuesen guitarras.

—Además —añadió la esposa de don Hipólito—, los pianos modernos no salen de las casas. ¡Ni soñar con dar paseos por el Retiro tirados por un caballo!

—En tiempos de mi padre —continuó su marido—, los pianos no sólo cantaban con voz de barítono, sino que bastaba apretarles una tecla para que sonasen como el tambor, el oboe y la trompeta. ¡Aquéllos eran pianos, y no estas cajas de ahora que se meten en cualquier rincón! Recordarás, querida mía, que antaño los pianos no cabían en las casas y había que ponerlos en los patios con una lona por encima.

—¡Claro! —terminaba Daniela—. Porque entonces no llovía como ahora, con gotas ridículas, sino que la lluvia caía embotellada y era una verdadera lluvia de botellazos.

—Sin contar que a los pianos de nuestros tiempos les bastaba con mirarlos desde lejos para que se pusieran a tocar dos semanas seguidas, en contraste con los de ahora, que hay que irles tocando nota por nota para interpretar la pieza más tonta.

—Mi abuelo —suspiraba la esposa— tenía un piano que bastaba con ponerle una operación aritmética en el atril, para que él solo la resolviese en un momento. ¡Dile a un piano de ahora que te resuelva una ecuación de segundo grado, y verás lo que te contesta!

—Porque los pianos actuales son perezosos —aclaró don Hipólito—. En cuanto dejan de tocarlos, se tumban a la bartola y no les pidas que te ayuden en nada.

—¿Y qué me dices del telégrafo, querido mío?

—Prefiero no hablar del telégrafo, pochola. ¡Cuando pienso cómo se mandaban los telegramas en mis tiempos, me dan ganas de llorar! Ibas a una oficina telegráfica, tatuabas tu mensaje en el pecho de un atleta, y en el acto el atleta salía corriendo para llevar el telegrama a su destinatario, salvando ríos y montañas.

—¡Qué tiempos, Hipólito! Cuando llegaba el atleta se quitaba la piel del pecho, la entregaba al destinatario, y moría allí mismo a consecuencia del cansancio, entre horribles dolores. Si nuestros padres levantaran la cabeza y viesen los telegramas de ahora, escritos en papeluchos, se tirarían de los pelos.

El anciano matrimonio permaneció silencioso unos instantes, mirando a la lejanía con ojos nublados por las cataratas. ¡Tremendos Niágaras que les impedían ver el presente, permitiéndoles en cambio resucitar las imágenes muertas del pasado!

De pronto, don Hipólito lanzó un manotazo al aire. Y dijo después a Daniela, mostrándole una mosca que había capturado:

—¿Sabes lo que es esto?

—No acierto —replicó su esposa, mirando el insecto por todas partes—. ¿Quizá una pulga?

—Peor aún, querida mía. —Y con un deje de desprecio en la voz, añadió—: Es una mosca. Ayer me lo dijo una persona bien informada: las moscas de ahora son así. ¿Te acuerdas de las moscas de nuestra juventud?

—¿Cómo no voy a acordarme? —protestó Daniela—. Eran grandes, robustas, simpáticas, y con diez patas que parecían diez piernas.

—La mosca más pequeña de nuestra juventud, tenía el tamaño de una perdiz. Y muchos cazadores inexpertos confundían uno y otro animal.

—Es cierto. Un hermano de mi abuela murió aplastado por una de aquellas grandes moscas, que se le posó en la cabeza. ¿Quién muere ahora aplastado por una mosca?

—Nadie, querida mía, tienes razón —se lamentó don Hipólito, señalando a la mosca, que se debatía entre sus dedos índice y pulgar—. ¿A quién puede aplastar esta insignificante bestezuela? Recordarás que mi tío Benigno viajó siempre en un carromato tirado por moscas domesticadas.

—Como que las moscas de antes podrían codearse con los caballos de ahora —afirmó Daniela—. ¿Te has fijado en estos caballejos modernos? Cuatro patitas, una cabeza corriente, y a presumir de caballos por ahí. ¡Qué asco!

—Tengo entendido que ahora, para impedir que entren moscas en las casas, basta con colocar unas ligeras telas metálicas en las ventanas.

—¡Qué risa! —se carcajeó la esposa—. En nuestra infancia, en cambio, se ponían gruesos barrotes de hierro. ¡Y aun así, muchas veces lograban entrar rompiendo los barrotes con sus fuertes mandíbulas!

—Aquéllas eran plagas veraniegas, querida mía, y no estas cositas negras que apenas hacen ruido cuando vuelan —añadió don Hipólito—. ¿Te acuerdas del estrépito que armaban antes las moscas?

—¡Cómo no voy a acordarme, pocholo! La noche que llegaba una mosca a la ciudad, no había vecino que pudiese pegar el ojo —concluyó Daniela.

—¡Qué tiempos más entecos y ridículos! —concluyó también don Hipólito, echando a volar la mosca que tenía entre los dedos con un gesto de infinita repugnancia—. Todas las cosas de ahora son pequeñas y débiles. Parece que las hacen para niños…