El origen de una fiesta

LA MAZMORRA era pequeña y húmeda. Por sus paredes corría el agua como lagartijas que anidaran en las junturas de las piedras.

Estas piedras, desiguales y con la superficie sin pulimentar, estaban ennegrecidas por el humo espeso de los candiles y las antorchas que iluminaban los sótanos de aquella prisión.

Y en el suelo, arrinconado como una basura más entre las muchas que se amontonaban sobre la tierra y la paja, podía verse el bulto de un ser humano. Era necesario hacer un esfuerzo para verlo, pues los carceleros robaban descaradamente el aceite destinado al alumbrado y tenían los candiles a media ración. Pero clavando los ojos en aquel bulto, se descubría el contorno de un cuerpo provisto de brazos, piernas, e incluso cabeza.

Un examen más detenido provocaba en el observador una mueca de asco y un deseo invencible de salir corriendo para huir de aquella visión dantesca. Porque el aspecto de Carmen, la bruja, era tan repulsivo como aterrador.

Resultaba difícil calcular la edad exacta de aquella vieja flaca y sarmentosa, a la que la humedad de la mazmorra había recubierto de un verdín muy semejante al de las viñas sulfatadas. Lo mismo podía tener cien años que ciento ochenta y siete. Ella misma había olvidado la fecha en que fue expulsada del claustro materno para iniciar una vida llena de diabluras y maldades.

Si hiciéramos caso al refrán que dice «mala hierba nunca muere», podríamos llegar a la conclusión de que Carmen pudo venir al mundo cuando se publicó la primera edición manuscrita del Antiguo Testamento. Su lamentable estado físico justificaba varios siglos de existencia. Porque nadie ha visto nunca una piel tan arrugada, unas facciones tan marchitas y unas entrañas tan podridas.

Renuncio a hacer su retrato minuciosamente, porque no soy uno de esos escritores tremendistas que disfrutan describiendo porquerías. Yo me limito a decir que Carmen era una birria repugnante, y que cada lector le aplique la dosis de repugnancia que su estómago pueda resistir.

Aquel día, los harapos de la bruja se revolvían inquietos en el rincón. Y su inquietud era lógica, porque cuando entró el carcelero por la mañana con el cántaro de agua y el pedazo de pan, ella le había preguntado:

—¿Cuántos días me quedan?

Y él, que no era precisamente un modelo de sensibilidad ni delicadeza, había respondido:

—Ninguno, perra. Hoy, al anochecer, serás ejecutada.

La bruja se quedó perpleja. ¿Era posible que el tiempo hubiese transcurrido con tanta rapidez? Eso significaba que había estado un mes allí, en la noche perpetua de aquella mazmorra, esperando la fecha fijada por el tribunal de la Inquisición para el cumplimiento de su sentencia. El juicio había sido largo, porque los inquisidores no tomaban sus decisiones a la ligera. Sospechaban que en el futuro muchos pusilánimes criticarían su actuación con severidad, y redactaban unos sumarios muy voluminosos antes de conceder a un hereje el pasaporte para el otro mundo.

Carmen fue la primera detenida por el Santo Oficio, cuando el Santo Oficio abrió sucursal en aquella ciudad mediterránea. Los «chivatos», esos eficaces colaboradores que tiene la justicia en todas partes, presentaron contra ella un montón de denuncias. Y como los denunciantes aportaron pruebas de los hechos delictivos que denunciaron, el pliego de cargos contra la bruja fue abrumador.

Se la acusaba de haber abierto una tienda, sin la debida licencia municipal, en la que vendía a precios abusivos toda clase de elixires, pócimas y filtros. Este delito, ya grave de por sí, lo agravaba más aún el hecho de que los específicos fabricados clandestinamente por la bruja, tenían aplicaciones inconfesables: unos servían para echar el mal de ojo a las personas odiadas; otros para adormilar a las doncellas con el fin de apoderarse de su doncellez; otros para producir enfermedades en el organismo de los parientes ricos, poseedores de una salud a prueba de herencias…

Entre las fórmulas más famosas de esta arpía, figuraba un elixir para provocar la aparición del diablo en las noches sin luna; y un filtro que al filtrar en él cualquier infusión venenosa, sustituía el mal sabor del veneno por un delicioso gusto a café.

Se acusaba también a Carmen de practicar la ginecología sin poseer el diploma correspondiente, y con fines opuestos por completo a los perseguidos por los ginecólogos diplomados. En este capítulo de sus perversas actividades, contaba con la devolución al cielo de almas suficientes para haber formado un Tercio de Flandes.

El pliego de cargos —un rollo de pergamino que medía cuatro metros de longitud—, terminaba con la acusación de haber celebrado en su covacha misas negras, a las que había asistido como invitado de honor el mismísimo demonio.

A nadie debe extrañarle, por lo tanto, que el fiscal pidiera seis penas de muerte para semejante alimaña. Pero el defensor, que era un abogado brillantísimo, hizo una defensa conmovedora. Y tanto se conmovió el tribunal que, a la hora de emitir el veredicto, en vez de condenar a la bruja a seis penas de muerte, la condenó a una nada más.

Los bienes de Carmen fueron confiscados para remediar en parte el daño que había hecho, distribuyéndolos entre los pobres. Pero al hacer el inventario de todo lo hallado en la covacha de la bruja, se comprobó que la distribución, lejos de beneficiar a los pobres, iba a ponerlos de muy mal humor. Porque en la relación de bienes, casi todas las partidas eran así:

«Siete patas de conejo.

»Tres cuernos de macho cabrío.

»Nueve litros de sangre de cordero, sacrificado en noche de luna.

»Treinta pelos de parturienta morena.

»Once garras de cuervo.

»Veinte picos de lechuza.

»Varias plumas de grajo.

»Trece sapos…»

Y otras muchas marranadas, imprescindibles para ejercer la brujería, pero incapaces de aliviar la miseria de ningún menesteroso.

La condena de la bruja causó gran alegría a todos los ciudadanos; en parte porque les agradaba que se hiciera justicia, y en parte también porque les divertía asistir a la ejecución. No es que la gente de entonces fuera morbosa, ni mucho menos, pero las ejecuciones en la plaza pública constituían su máximo entretenimiento. Téngase en cuenta que ni el fútbol ni el cine se habían inventado aún, y que el teatro se reducía a unos cuantos comicastros de la legua, con tan escaso talento como repertorio. Tampoco la música, al no existir los discos para envasarla ni la radio para difundirla, había llegado a ser una diversión popular. Para oír un concierto en casa había que alquilar una orquesta completa. Y el alquiler de una orquesta costaba un montón de ducados, que eran los dólares de entonces.

¿No es natural, por lo tanto, que el espectáculo favorito de las masas fueran las ejecuciones? Venían a ser, en cierto modo, como esas películas de «suspense» que vemos ahora; con el aliciente a su favor de que el «suspense» proporcionado por el protagonista era más intenso, pues quedaba verdaderamente «suspendido» del cuello con una soga.

Por la tarde aquel mismo día, mientras la bruja aguardaba en su mazmorra el desenlace de su inmunda existencia, la gente paseaba por la calle con su ropa de fiesta.

Se veían caballeros con almidonadas golas y blanquísimas puñetas, que arrastraban detrás un criado de escolta como ahora se lleva un perro.

Las damas de postín lucían trajes de terciopelo, mientras las mozas del pueblo llevaban vestidos de pelo sin tercio. Se veían también blusas limpias y sayas planchadas, faldellines y culeras lustrosas.

Los bachilleres y jóvenes en general, en honor al día festivo, se colocaron las casacas de los domingos y se pusieron unas chorreras de sus papás.

Y los rufianes, como siempre, iban hechos unos guarros.

Muchos taberneros y propietarios de figones sacaron mesas y taburetes a la calle, pues marzo aquel año había empezado con ínfulas primaverales y la temperatura era benigna.

En todos los grupos se hablaba del mismo tema:

—¿Iréis esta noche a la ejecución?

—Naturalmente, pardiez. ¿Creéis por ventura que voy a perderme tan apasionante espectáculo? Allí estaré a las ocho en punto.

—Me han dicho que esta vez se celebra en la Plaza del Mercado, porque es la que tiene más aforo.

—¡Idea excelente, voto al chápiro! La última vez, cuando ejecutaron a aquel malandrín en la Plazuela de los Orfebres, hubo infinidad de espectadores que no pudieron asistir por falta de espacio. Y sólo se trataba de un malandrín bastante canijo.

—Los malandrines canijos deberían ser ejecutados en programa doble. Porque una sola ejecución sabe a poco.

—La de esta noche, sin embargo, va a ser sonada. Se trata de una bruja muy célebre, y las brujas son siempre espectaculares.

—¡Ya lo creo! Con un poco de suerte, puede que la veamos echar sapos y serpientes por la boca en el momento de morir.

—Los malandrines, en cambio, no echan nada.

—Todo lo más un poco de saliva, y van que arden.

—¿Y es cierto que se piensa introducir en la ejecución algunas innovaciones importantes?

—Eso he oído. Como es la primera que realiza la Inquisición en esta ciudad, querrá lucirse.

La tarde fue declinando entre éstos y otros muchos comentarios. Al ponerse el sol, el público se encaminó a la Plaza del Mercado.

Algunos madrugadores habían llevado sillas y banquetas que colocaron en lugares estratégicos para no perderse detalle del espectáculo. La plaza era muy amplia y se calculaba que podría albergar a todo el público.

En el suelo se veían restos tumefactos de las transacciones que tuvieron lugar en los puestos volanderos del mercado matinal: hojas de berza pisoteadas, cabezas de pescado, cáscaras de naranja, pingajos de carne… Pero nadie reparaba en tales menudencias. La gente afluía sin cesar por las calles laterales, formando una muchedumbre cada vez más compacta.

—¡Hay sorbetes frescos! —voceaban unos mozuelos, precursores de los que hoy venden «bombón helado» en los descansos de los cines.

Un piquete de soldados, con picas y arcabuces, montaba guardia en torno al lugar donde iba a realizarse el acto de justicia.

Del mar, que lamía el arrabal más lejano de la ciudad, llegaba una brisa que mecía las plumas de los sombreros y las barbas de los señores. En los balcones se apiñaban los inquilinos de las casas circundantes.

Y de pronto, cuando la plaza estuvo bien repleta, un intenso murmullo recorrió la multitud.

—¡Ya viene la bruja! —había gritado alguien en el ángulo de la plaza más próximo a la prisión.

Todas las cabezas se agitaron, y la plebe más bajita comenzó a dar brincos para ver mejor sobre los hombros de la plebe alta.

La bruja venía, en efecto, escoltada por soldados con antorchas y tambores. Al salir de la mazmorra la habían adecentado un poco poniéndole un ropón negro, pero seguía teniendo un aspecto repulsivo. Iba entre la escolta como atontada, dando traspiés, moviendo su boca sin dientes en un murmullo que contenía toda clase de maldiciones contra sus verdugos.

La muchedumbre se apartaba para dar paso al cortejo, que se dirigía con solemnidad al centro de la plaza.

—¡Muere, bruja asquerosa! —gritó un plebeyo exaltado cuando Carmen pasó junto a él.

Y ella, con sus ojos de viejo mochuelo, le lanzó una mirada que llevaba dentro esta respuesta:

—Eso voy a hacer, bellaco. ¡Qué remedio me queda!

La bruja recibió también algún escupitajo anónimo, pues la plebe de todos los países y en todas las épocas disfruta ultrajando, desde la impunidad de la masa, a quienes no pueden repeler los ultrajes. Porque la plebe es cobarde, y se pone siempre al lado del vencedor.

Cuando el cortejo llegó al centro de la plaza, se detuvo. Los tambores dejaron de redoblar.

Se produjo entonces una pausa en el espectáculo, parecida al «descanso» que actualmente imponen en los cinematógrafos antes de proyectar la película base. Los zagales vendedores de sorbetes recorrieron la multitud pregonando su fresca mercancía, y los caballeros formaron corrillos para hacer comentarios.

Luego, cuando el último resplandor del sol se borró del firmamento y la noche quedó cerrada por los cuatro puntos cardinales, los tambores comenzaron a redoblar. Pero esta vez con inusitada intensidad.

En un abrir y cerrar de ojos, el verdugo izó a la bruja hasta lo alto de una escalerilla. Y al llegar allí, la amarró sólidamente al poste que emergía del gran montón de leña que formaba la pira.

Hecho esto, el verdugo retiró la escalerilla después de bajar por ella, y aplicó una antorcha encendida al enorme pedestal de maderas resecas.

Una hermosa lengua de fuego iluminó la plaza, haciendo prorrumpir a la muchedumbre en un alarido de emocionado júbilo. La lengua inicial se abrió con rapidez en millares de lengüetas, que no tardaron en prender toda la pira.

Las llamas eran cada vez más altas, pues la brisa del mar las enardecía. Algunos espectadores, excitados, reían nerviosamente. Otros, más jóvenes, y más brutos, daban vueltas alrededor de la gigantesca hoguera para deleitarse contemplándola desde diferentes ángulos.

Hasta que por fin, el humo y el fuego alcanzaron la figura grotesca de la bruja. Y la envolvieron para devorarla.

Aquella noche, festividad de San José, la ciudad de Valencia acababa de inventar su primera «falla».