15 de mayo de 1887: ¡Oh, dicha! Esta tarde, corrí a la estancia de las vestimentas para endosarme el birrete dorado de la seducción. Angélica Sardín (que en realidad se apellida Sardina, pero lo disimula muy bien suprimiendo astutamente la última «a»), acudiría a mi cita de amor. Es Angélica una moza delicada, que desempeña el oficio de perfumista. Para dominar la angustia de la espera, desgrané unas notas en mi cítara, adornada con cascabeles y fruslerías metálicas. Ordené con presteza a mi lacayo que perfumase la estancia con «Bituferol», el elixir de los donjuanes, que expende el Almacén Potier en pequeñas redomas.
A la hora del crepúsculo, resonó en el parque la campana con la cual los visitantes se hacen anunciar.
—¡Angélica, Angélica! —entoné con la voz más cálida que fui capaz de hallar en la laringe.
Arrastrándome en livianas zapatillas de cuerete bordado, alcancé el picaporte del portalón dejando entrar a mi bienamada. Mi ojo de conquistador experto, descubrió en el acto que la dama venía cubierta por el sólido equipo de protección marca «Firestone», todo él de espeso caucho. Un casquete de metal de forma esférica, del que pendía una tupida cota de malla, ocultaba por completo sus facciones.
Una duda me asaltó de pronto: ¿Sería Angélica? ¿O quizá la panaderita sentimental, por la que hace un mes estuve a punto de perecer bajo las patas de los caballos en el hipódromo? ¡Quién sabe si no estaba en presencia de la minúscula Valeriana, manicura del «Club Terciopelo»!
—¿Quién es usted? —pregunté tembloroso.
—¡Angélica Sardín! —respondió una voz tras las ropas protectoras.
¡Ella era!
Tomamos asiento en el diván color de púrpura y en el acto hice funcionar el resorte del pulverizador mecánico, que acentuó en todo el aposento el aroma del dulcísimo «Bituferol».
—¿No os quitáis el casquete de metal? —supliqué con osadía—. Dejadme contemplar vuestra mata de sedoso cabello.
Mas como la dama se negara en redondo, insistí:
—¿No levantaréis al menos una punta del ropaje protector, para que pueda deleitarme en la contemplación de un pedazo de vuestra piel?
Mas viendo que la dama seguía negándose, añadí:
—Pues como sigáis así, rica, os va a seducir vuestro venerable padre.
Dolióse la bella al escuchar esta falta de fineza, y castigóme dándome en los nudillos con un pesado abanico que guardaba en el bolso. Fue tan violento su abanicazo, que por poco me parte dos huesos metacarpianos y el escafoides.
Caí desvanecido por el dolor. Y cuando abrí los ojos, Angélica había desaparecido. ¡Condenada coquetuela!
20 de mayo de 1887: Mis días transcurren tristes. Angélica, la perfumista, se niega a responder a mis reiteradas pancartas. Todas las mañanas, mi lacayo Manolín pasea ante su casa llevando a la altura de su cabeza enormes pancartas, en las que aparecen palabras tan amorosas como «Deleite», «Delirio», «Fragancia», «Locura»… Más ella no responde a mis súplicas de amor. ¿Será tuna la muy zorra? O dicho de otro modo: ¿Será zorra la muy tuna?
Encerrado en la salita de los pésames, revestido por el batín morado de la tristeza con la borla del cinturón a media asta, paso las horas con languidez. ¡Menos mal que tengo un pífano, que toco sin tregua, y cuya pimpante melodía me despabila de mi modorra!
25 de mayo de 1887: ¡Por fin encuentro un medio de comunicar con mi amada! Lucrecia, su doncella, ha caído en la trampa.
Es esta trampa un foso de regulares dimensiones que se abre en mi jardín, y del que sale una música tan dulce que ninguna mujer resiste a la tentación de precipitarse en él. He tenido que recurrir al soborno, ofreciendo a Lucrecia ricos brocados, bagatelas de plata y palitroques de rica madera. Ordené a mi lacayo Manolín que cargase estas riquezas en un caballo, y la doncella partió llevando, para su ama, una larga relación escrita de mis padecimientos.
¡A ver si ahora pica la ladina!
30 de mayo de 1887: Esta mañana, un pequeño recadero mulato me entregó la respuesta de Angélica. Ya me lo temía: Frensi, el chambelán de la barbita cuyo mal carácter es bien conocido, vigila de cerca a la bella perfumista.
¿Qué haré? Mientras encuentro escenario para una entrevista secreta, me envolveré la cabeza en una gruesa toalla húmeda que me despeje las ideas.
5 de junio de 1887: ¡Torpe de mí! ¿Cómo no se me ocurrió antes? ¡La «Chocolatería Húngara»! Conozco al dueño, un anciano de pésima catadura, y me será fácil alquilar un reservado en su local.
Así se lo hice saber a Angélica, pintando con brea un cartelón en el cuerpo de una vaca que pasta con frecuencia bajo sus ventanas.
6 de junio de 1887: Esta tarde salí en dirección a la «Chocolatería Húngara» vestido con mi mejor levita. Contiene esta levita, en bolsillos hábilmente disimulados, gallardetes y banderolas, cintas y pañuelillos. Y es prenda muy indicada para distraer y cautivar a las damas más difíciles.
Dejé mi carricoche a la puerta del local y entré con paso resuelto repartiendo propinas a los camareros para que nos atendiesen con tacto y discreción.
¡Allí, en el reservado número quince, me esperaba Angélica! Y esta vez sin el sólido ropaje protector. Un liviano trajecillo de muselina, con sólo cinco o seis enaguas debajo, dejaba adivinar sus apetitosas formas.
Al verla, mi corazón se emocionó tan profundamente que caí sin conocimiento a sus pies. Cuando me repuse del choque nervioso, unos campesinos amables me trasladaron en un carro hasta mi casa. ¡Pero Angélica había desaparecido de nuevo! ¿Será zorra la muy tuna? O dicho de otro modo: ¿Será tuna la muy zorra?
10 de junio de 1887: Decido olvidar a Angélica, cosa que logro a las nueve y cuarto de la mañana. Me perfumo entonces con la esencia «No tan aprisa, amiguito», y me reclino en una butaca para meditar. Pienso en Marilor, hija del recto comerciante Barbanori.
Decido iniciar la conquista de Marilor enviando a la bella un macetón de tulipas. Hecho esto, mando a mi fiel lacayo Manolín con un mensaje sin jactancia; casi humilde. Regresa el sirviente al atardecer con un billete de Marilor:
«Yo también os amo —escribe—, pero mi padre pone obstáculos a nuestra pasión».
¡No importa, muchacha! ¡Saltaré los obstáculos! ¡Soy un Don Juan tan intrépido como diplomático!
Finjo un desmayo de emoción y me dispongo a iniciar la lucha.
15 de junio de 1887: Intento ver a mi amada, para lo cual me dirijo al parque de su mansión. Cuando llego, perfumado con la esencia «No me diga usted que se llama Arturo, apuesto desconocido», encuentro a Marilor con su ropa de fino encaje.
¡Pero allí, cerca de ella, está su padre dispuesto a poner obstáculos a nuestro cariño! En efecto: pretendo acercarme a Marilor, pero el señor Barbanori coloca entre los dos un biombo japonés. Salto el biombo al grito de «¡No hay obstáculos para el corazón enamorado!», pero el padre de la muchacha coloca un armario para separarnos. Trepo por el armario y logro saltarlo. Salto después una biblioteca, dos alambradas, siete butacas, tres consolas y ocho vitrinas.
Cuando estoy a punto de llegar al lado de Marilor, caigo desfallecido en una trampa para conejos.
El señor Barbanori ríe triunfante.
16 de junio de 1887: Llevo una semana saltando los obstáculos que pone el padre de Marilor a nuestras entrevistas. Es inaudita la tenacidad de este recto comerciante. Si al principio sólo me hacía saltar armarios y biombos japoneses, ahora me coloca murallas, verjas, fuentes y viaductos. Abandono mi ropaje de Don Juan y adopto el calzón corto de los atletas. Y me lanzo enardecido al ejercicio del salto.
20 de junio de 1887: Todo inútil. Los obstáculos colocados por el señor Barbanori son imposibles de salvar. Esta mañana colocó entre nosotros un pabellón de caza, amenazándome si insistía en hacerme saltar una fábrica de gas y un velódromo.
Abandono con rabia la conquista de Marilor y, para desahogar mi inquina, muerdo con furia un trozo de corcho. Ordeno a mi lacayo Manolín que beba para olvidar, y coloco en mi gramófono el cilindro de la desgarradora canción «¿Pero no sabía usted, pedazo de atún, que hay mujeres bastante difíciles?»
Olvidada Marilor, emprendo sin demora la conquista de Oswalda, la joven forastera de los cabellos de esparto.
22 de junio de 1887: Las damas extranjeras son duras de pelar. Un Don Juan ha de ser muy ducho si pretende obtener los favores de una forastera. Por fortuna, yo soy todo lo ducho que el caso requiere y comienzo mi ataque perfumándome con la exótica esencia «¡Fíjese en lo bien que huelo!» Me endoso después una ropa liviana que me permita todos los movimientos, y corro hasta el «Gran Hotel» donde se hospeda la exótica.
La encuentro en su saloncito, tecleando en su clavicordio de viaje, y la espeto:
—¡Yes, yes, Madame!
Oswalda comprende que domino varias lenguas vivas, y me dice frases extranjeras que no comprendo. Luego me parece advertir en sus ojos una sombra de irritación, y observo que se levanta de su banqueta.
—¡Oiga, oiga! —retrocedo poniéndome en guardia—. ¿Para qué coge esta estatuilla de bronce que hay encima de la chimenea, levanta el brazo y me la arroja contra la cabe…?
El choque del «bibelot» contra mi parietal izquierdo me impide terminar la frase.
Cuando despierto, Oswalda ha abandonado la estancia. Pero flota en el ambiente el velo inconsútil de su perfume; de ese perfume que las extranjeras compran en Francia, y que se llama «Haga el favor de seguir su camino, pelmazo, o llamo a un guardia».
25 de junio de 1887: Oswalda ha trocado el hotel por un paquebote que, a estas horas, boga en alta mar con rumbo a su país. Ordeno a mi lacayo Manolín que viaje para olvidar mientras yo golpeo un tambor, cuyas notas lúgubres son un bálsamo para mi destrozado corazón.
25 de octubre de 1887: Después de pasar el verano en una estación termal, bebiendo aguas salutíferas y untándome pomadas contra las ronchas que me levantó el sol, regreso a la ciudad. Todo sigue igual: las casas en sus manzanas, los árboles en sus alcorques…
Por la noche asisto a la representación de la ópera titulada «Il pícolo jorobadete». Y al finalizar el primer acto, me sorprende el barón Cominges haciendo muecas desde mi palco a su graciosa sobrina.
De madrugada, en mi casa, recibo la visita de seis caballeros enlutados que llevan cirios encendidos en las manos. ¡Cominges me envía, no sólo sus padrinos, sino también sus madrinas! Porque observo que detrás de los seis caballeros, vienen también seis señoras igualmente enlutadas.
¡Ruda existencia de Don Juan! Raro es el día que no tengo que enfrentarme con algún noble armado de un pincho.
Trato de bromear con los visitantes encendiendo algunas bengalas. ¡Todo inútil! Tanto los padrinos como las madrinas me miran torvamente.
—Como la ofensa no ha sido muy grave —me informa el cabecilla de la expedición— el barón Cominges, en lugar de un duelo a muerte, prefiere un duelo a dolorcillo.
—¿Duelo a dolorcillo? —pregunto esbozando una sonrisa llena de fatuidad—. Poca cosa para mí.
Me alarga otro padrino un impreso que indica todos los requisitos que debo llenar para que el duelo pueda celebrarse: presentación de la partida de nacimiento, certificado de penales, licencia de espectáculos, testamento ante notario, instancia al alcalde y seguro de incendios.
Nos batiremos a las cuatro de la madrugada, en la huerta de Fargas.
26 de octubre de 1887: A la hora fijada, montado en mi mula color de canela, llego a la huerta de Fargas. Visto botines de cabrito, camiseta rayada, gualdrapa color de guisante —para la mula, que conste—, y chistera blindada por si los balazos. Por todo armamento, luzco mi espadita embolada a la moda portuguesa. Cubro mis hombros con una sencilla red de pescador, agito en mi mano derecha una fúnebre carraca. Es lo propio. No voy a acudir a un acto tan serio tocando cascabeles.
Una nutrida multitud, formada principalmente por viejas, se congrega en el campo del honor para vernos combatir. ¡Mi llegada provoca aplausos!
El jefe de campo presenta a Cominges como peligroso duelista del peso medio, aspirante al trofeo «Espadachines mundiales» que se disputará en Amberes el año próximo. Después de mi presentación, un chasquido de lengua del jefe de campo nos advierte que el duelo ha comenzado.
Avanzo hacia el barón con mi espadita embolada…
27 de octubre de 1887: Por la mañana hago comprar todos los diarios y hebdomadarios del día con objeto de leer las críticas de mi duelo de ayer. El matutino me trata duramente:
«La afición —escribe el cronista— esperaba mucho más de este Don Juan que debutó ayer con un duelo a dolorcillo en la huerta de Fargas. Tiene una pinchada floja, y carece del fondo necesario para resistir la embestida de un torazo como Cominges».
El diario Buenos días, señoras y caballeros, es más benévolo. Su crítico, que firma la crítica de duelos con el seudónimo de «Florete», escribe:
«Hay madera en este duelista, que recibió ayer la alternativa de manos del espadachín Cominges. Su pinchada es floja, cierto; pero no lo es menos que sabe sostener su espada, hostigando con molinetes adornados por alto al enemigo más cachazudo».
Abandono los periódicos en un taburete, me perfumo con la esencia «Un poco de vino no hace daño a nadie», y me tumbo en el diván color turquesa. ¡Soy incorregible! El escarmiento del duelo no impide que mi imaginación se deleite pensando en la sobrina del barón Cominges, tan rubia, tan atractiva, tan necia…
3 de noviembre de 1887: Me ducho con agua templada, y endoso el equipo de media gala: mocasín de seda, cubrecuerpo almidonado con flores de trapo a la cintura, falsa barba de alambre y pájaro disecado sobre la oreja.
¿Para qué este atuendo? Muy sencillo: todos los donjuanes destinamos los jueves a la conquista callejera. Hartos de salones y buduares (que los franceses llaman boudoires los muy cucos), necesitamos el esparcimiento popular al aire libre.
Me embozo en una capa color de melocotón, y acecho en el portal el paso de una guapa menestrala. ¿Qué veo? Una figura graciosa se acerca: lleva ropa económica, trapo ceñido al cuello y toscos guanteletes de cañamazo. Apenas se perfuma con unas gotas de la colonia a granel «Olorcete», para uso de oficialas con parco jornal en el ramo de la sombrerería.
«¡Fácil presa!», pienso para mi capote, que en este caso es una capa. La sigo calle arriba cautamente, a la distancia de ochenta metros, fijada por el conquistador Boulotte en su «Método reformado de conquista en marcha. Quinta edición en rústica».
Poco a poco acorto esta distancia hasta situarme a doce pies de la hermosa, y hago funcionar el amplificador de piropos que llevo disimulado en la solapa. La oficiala sombrerera se detiene. Me acerco.
—¿Sois vos? —digo. («Método Boulotte», lección IV, apartado LXI).
No me responde. (Falla el «Método Boulotte». ¡Ah, cochino!)
—¡Decidme que sois vos! —insisto. («Método Boulotte», lección IV, apartado LXII).
Continúa su silencio y reanuda su paseo sin mirarme. (¡Vuelve a fallar el «Método Boulotte»! ¿Pero qué birria de método eres, hijito?)
Recurro al conocido «ardid de la zancadilla», adoptado por los donjuanes venecianos para casos de emergencia. ¡Surte efecto!: la guapa cae al suelo. A falta de canales, como en Venecia, ha caído en un charco y me es fácil simular un salvamento a la usanza de las aguas profundas. Endoso mi «maillot» rayado, coloco en mi cintura dos calabazas huecas, y prendo en mi pecho unas falsas medallas de nadador.
—¡Mi héroe! —exclama la linda.
¡Me ama! El «Método Boulotte» ha fracasado, es cierto. ¡Pero, en cambio, la «zancadilla veneciana» ha obtenido un nuevo éxito!
La oficiala se llama Donata. ¡Bello nombre de notario! Me cita mañana a las cuatro en la «Sorbetería Francesa». ¡Jamás encontraré un sorbete tan delicioso como el que tome mañana con la gentil oficiala!
4 de noviembre de 1887: No he podido dormir, esperando con ansiedad el instante de mi cita. Consumí las horas nocturnas quemando cigarrillos turcos que ostentan en la boquilla mi nombre, mis apellidos, el color de mis ojos y mi estatura en pulgadas.
¡Cuán lento pasas, Tiempo! A veces eres pesado como un hipopótamo, rico. El reloj de arena que adorna el pergolín de mi terraza, marca las tres y veinticuatro. No tengo apetito: me hago servir, por todo almuerzo, media naranja con unas naderías de hojaldre.
Me visto con sencillez, ya que en la «Sorbetería Francesa» a las cuatro de la tarde, sólo se reúnen algunas viejas damas de la burguesía a chismorrear de trapos, cornudos y otras bagatelas. Mi atuendo consiste en un turbante gris perla con cadeneta colgante, grueso pendiente en la oreja derecha a la moda zíngara, y ancha falda de abalorios color de canela.
Antes de salir, hojeo el «Método Boulotte» para ver si puede darme alguna idea o ingeniosa treta para esta ocasión. Pero nada dice del comportamiento de un Don Juan en una sorbetería. ¡Ah, condenado Boulotte! ¡Otra vez me fallas!
Acudo a la cita en mi carricoche tirado por un sencillo borrico, para no llamar la atención. Un hermoso caballo podría comprometer a la joven que me citó.
¡Donata me espera! En un rincón del vasto local, nos sentamos. Observo que mi amada presta poca atención a los versos que recito, y parece interesarse en demasía por la consumición que sirve de pretexto a nuestra cita amorosa.
—¿Un sorbetito de frambuesa? —propongo.
—Prefiero jamón —me asegura.
Quedo sorprendido. Al jamón siguen reiteradas peticiones de ensaladas, guisados y quesos. ¡Donata no da reposo a sus deliciosas mandibulitas! Recuerdo una advertencia que hace el «Método Boulotte» a este respecto: «Las bellas modestas pecan de excesiva afición a las compotas, viandas y productos extraídos de animales en general y del cerdo en particular».
¡Esta vez no te equivocaste, condenado Boulotte! ¡Menudas tragaderas tienen las modestas, pardiez!
Donata no me escucha. Plenos los carrillos de viandas, mastica con constancia digna de un rumiante. Terminada su copiosa merendola —¡al fin!—, pide café y lo bebe a pequeños sorbos. Trato de aprovechar este momentáneo reposo de sus maxilares para hacer la declaración de amor que tan buenos resultados proporcionó a su inventor, el irlandés Mac Cartus. ¡En vano! Donata se levanta, me propina una palmadita de agradecimiento en el hombro, y huye de la Sorbetería.
—¡Donata! —grito enloquecido.
No me escucha. El camarero me trae la cuenta, y al ver el total me desvanezco.
Despierto horas más tarde en el pergolín de mi terraza: unos amables pescadores me llevaron hasta mi casa metido en una red.
¡Efímero amor! Y costoso, caramba.
8 de noviembre de 1887: Acudo al Casino de los Pudientes y me prendo de Leonor, benjamina de los marqueses Pereré. Vuelvo a mi casa, tiño mis sienes de gris y me perfumo con la suavísima esencia «¿Es cierto que sientes admiración por Felipe?» Monto después en mi mula engalanada con madroños y campanillas, y caracoleo bajo las ventanas de la hermosa.
Leonor, delicada, me arroja dos macetas que rompen con estrépito en mi cuero cabelludo. Pero este gesto desdeñoso sirve para acrecentar mi deseo. Soborno a los sirvientes con chocolatinas, y logro hacer llegar hasta la marquesita Pereré un pequeño globo en forma de corazón. El lacayo que lleva este mensaje, me propina a su regreso un expresivo puntapié que significa: «¡Largo de aquí!»
Huyo, pero no desisto.
10 de noviembre de 1887: Disfrazado de costurera coja para inspirar lástima, me introduzco por una ventana de la mansión Pereré. Con gesto sumiso, me postro a los pies de la benjamina. Ella no me reconoce y, movida a compasión, ordena que me sirvan un plato de sopa y algunos almendrucos. Ingiero los almendrucos y rechazo la sopa, por estar demasiado calentorra. Luego, me despojo de la peluca revelando mi seductora persona.
Al reconocerme, Leonor me golpea reiteradas veces con su zapatito de tafilete. ¡Enérgica muchachuela!
Huyo, pero no desisto.
15 de noviembre de 1887: Me disfrazo de potro árabe, cosa nada difícil pues soy muy moreno, y logro introducirme en las caballerizas de los marqueses de Pereré. Leonor ordena que me ensillen, pues es consumada amazona.
Galopo con Leonor a la grupa; piafo, salto vallas e incluso acepto terrones de azúcar.
Por fin, al llegar a un punto solitario del bosque, me detengo y exclamo quitándome la cabeza postiza: —¡No soy un noble bruto! ¡Soy…!
Pero Leonor no me deja terminar: manejando su fusta a guisa de vergajo, me golpea en espaldas y nudillos. Huyo, pero no desisto.
18 de noviembre de 1887: Decido adoptar una nueva táctica: producir admiración en mi deseada derrochando lujo. ¿No fue eso lo que hizo el Duque de Osuna?
Con este fin, endoso la casaca niquelada y los zapatos trucados que a cada pisada exclaman: «¡Amor!» Ninguna mujer resistió jamás la donosura de este ropaje. Tomo mi bastón-catalejo, mis guantes, que al oprimirlos exclaman «¡Cua!», y penetro en la sala de juego del Casino de los Pudientes.
Allí está la joven Pereré, observándome. Con desenfado me acerco a la ruleta, y juego sin inmutarme copiosas sumas de botones. Pierdo varios miles, demostrando con mi altivo gesto desdeñoso un gran desprecio hacia los botones.
—Desgraciado en botones, afortunado en amores —exclamo citando la vieja máxima del jugador. Y en vista de que nadie me ha oído, repito la máxima en voz más fuerte—: ¡Desgraciado en botones, afortunado en amores!
Consigo con esto llamar la atención de Leonor. Oprimo mis guantes que dicen «¡Cua!», y me acerco seguro de mi triunfo a la marquesita Pereré murmurando lleno de alegría esta frase popular, indigna de mi exquisitez:
¡Ya está en el bote!
Cuando me dispongo a abordarla con una ristra de cálidos piropos, la deliciosa muchacha cierra su breve manita en forma de puño, y me la estampa en una ceja. Sangro, pero no desisto.
20 de noviembre de 1887: Intento el disfraz infalible, que tan buenos resultados dio a los donjuanes húngaros: levitín hasta las pantorras, turbante color de pomelo, y dos tambores colgando de la cintura. Me pulverizo con la esencia «¡Vaya peste, guapo!», y me dirijo a la huerta de los Pereré. Encuentro a Leonor recogiendo berzas y campánulas al borde de un lago. Al verla, hago sonar los tambores de mi cintura para llamar su atención, al tiempo que sacudo el levitín para esparcir en el ambiente el embriagador perfume «¡Vaya peste, guapo!»
Leonor, al reconocerme, me empuja bruscamente con su pie derecho. Caigo al lago y estoy a punto de perecer ahogado. ¡Por fortuna, los tambores huecos me hacen flotar!
Huyo, y esta vez desisto.
15 de julio de 1888: Ocho meses he tardado en reponerme de mi fracaso con Leonor, y ya soy víctima de una nueva pasión.
Desde que llegué a esta playa, fallan todas mis tretas para lograr mi propósito. ¡ni aun mis flotadores musicales, que tocan sin interrupción el «Vals de las olas», consiguen cautivar a las dos hermosas bañistas Galeotti!
Hoy, al filo del alba, endoso el bañador tornasolado de la conquista, ilustrado con peces y escenas marítimas, y corro a la playa envuelto en un fatuo albornoz de seda cruda.
¡Ambas Tentadoras están allí, con su rosado color de gambas jóvenes! Pero descubro en la arena una profunda zanja protectora que rodea a las apetitosas mancebas, y que sólo puede ser franqueada por un puente levadizo que defiende el padre de las mencionadas.
Con hábiles disfraces, ora de gnomo, ora de langosta y ora de querubín, logro situarme al borde del foso protector. En un santiamén, hago funcionar las poleas que accionan los flotadores musicales, y el vals se difunde por toda la playa. Una Tentadora me mira de reojo.
—¡Prasteplok! ¡Sibileribú! —grita mi corazón, alocado hasta el punto de no saber lo que dice.
Agito las conchas de almeja y las fundas de percebe que cuelgan de mis brazos a guisa de adorno playero, ¡y las Tentadoras sonríen! Sufro un desmayo, del que salgo a duras penas oliendo un frasco de sales marinas que me ofrece un bañero.
20 de agosto de 1888: Estoy inapetente. Estoy neurasténico. Cada día mato menos moscas, pasatiempo que siempre me deleitó. Envuelto mi cuerpo en una cataplasma de vivos colores, paso los días recostado en un sofá con la nariz llena de rapé. Sólo algunas veces me levanto para afeitarme la barba, que me crece a mansalva por mejillas y papadas.
¿Qué se hizo de las apetitosas Galeotti? ¿Seguirán en la playa, rodeadas del foso protector, cociéndose bajo el sol como cangrejos? ¡Moriré sin verlas!
23 de agosto de 1888: ¿Tentadoras? Es poco. ¡Llamadlas, mejor, Burladoras! ¡Juegan con mi dolor! Pero ¿he dicho burladoras? ¡No! Llamadlas adjetivos más crueles: «trituradoras», «calefactoras», «apisonadoras»… ¿Y por qué vocablos tan largos? Llamadlas «puah»; sencillamente «puah».
Pero toda esta diatriba es fruto del despecho que me roe casi todas las entrañas. Porque un amigo, que tiene un potente catalejo, me ha dicho que ayer las vio cruzar el puente levadizo y abandonar la playa seguidas de su padre. Y nada quieren saber de mí. Las amo y las odio. ¡Pobre corazón! ¿Cuándo reventarás de pena, desdichado?
29 de agosto de 1888: Acudo al baile de los Exprimidores de Uva, en el salón del Círculo local. Visto un faldón de terciopelo negro, y luzco en el pecho un corazoncito recortado en felpa granate. Adorno tan alusivo como discreto. Cubro mi cabeza con un fieltro estilo pirata, en el que pueden leerse sin esfuerzo las palabras «Dolor», «Muerte» y «Pronóstico reservado». Pido en el «ambigú» un refresco de zarza, que es la bebida más triste y desmoralizadora que conozco.
¡Y mientras paladeo tan cochino brebaje, surgen ante mi vista ambas Tentadoras! Abriéndome paso entre el Escuadrón de Caballería número 15 que protege a las dos guapas, caigo a sus pies poniendo antes una felpa en el suelo para no mancharme la ropa.
2 de septiembre de 1888: ¡Albricias! ¡Victoria! Las Tentadoras me visitarán esta noche, cediendo a mi treta de caer a sus pies en el baile de los Exprimidores de Uva.
Dispongo los accesorios necesarios para el festejo sensual: sorbetes picantes, depósitos de esencia con potentes pulverizadores y abanicos de pluma movidos a pedal. Ordeno a mi lacayo Manolín que se pinte el rostro de negro, para darle un sugestivo aspecto exótico.
Contrato a la orquesta de cíngaros «Budapest Boys», y corro al guardarropa para ponerme el insinuante batín que deja ver mis piernas desnudas hasta las rodillas.
¡Dura faena me espera! ¡Conquistar a dos guapetonas al mismo tiempo! ¡Agotador doblete!
A las nueve, un ruidoso galopar de caballos me sobresalta: ¡las apetitosas Galeotti llegan, escoltadas por el Escuadrón de Caballería número 15! Irrumpen los jinetes en mi jardín, chafándome las petunias y las campánulas. En vano trato de acercarme a mis amadas, que permanecen cercadas por tres filas de soldados con sable.
—¡Decid al Escuadrón número quince que espere en la calle! —suplico.
¡Loco de mí! Esta petición espanta a las pudibundas muchachas.
—¡Nunca! —responden. Y por si fuera poco, añaden—: ¡Antes nos dejaríamos pisotear por los caballos que acariciar por vuestras manos!
—Os advierto que mis manos son más suaves que las pezuñas —insinúo mostrando mis bien pulidas uñas y mis dedos libres de padrastros.
Pero la visión de mis manos, desnudas hasta la muñeca, las hace prorrumpir en escandalizada gritería. Y mandan reforzar la guardia.
Ofrezco los sorbetes picantes a los caballos, con ánimo de hacerlos mis amigos y convencerlos de que se marchen. Mando abrir las espitas de la esencia, y los «Budapest Boys» inician mi «czarda» predilecta.
¡En vano! Las púdicas muchachas, al adivinar mis intenciones escasamente castas, abandonan aterradas mi jardín con el Escuadrón número 15. Me desplomo rabioso sobre la hierba, y clamo en plena pataleta:
—¡Oh, libido! ¿Por qué asomas a los ojos del hombre ebrio de deseo, haciendo huir despavoridas a las adorables criaturas que lo producen? ¿Por qué me chafas todas mis conquistas, libido?
Y en esas cavilaciones me sorprendió el relente nocturno sobre la hierba, haciéndome pescar un catarro imponente. Es para lo único que me sirvió el incitante batín corto, que deja ver mis piernas desnudas hasta las rodillas.
8 de septiembre de 1888: Al levantarme del camastro veraniego, duro pero vigorizante, hago la gimnasia que recomienda Roland Pascal, catedrático de pesca femenina en la Universidad de la Sorbona. Hechas las flexiones torácicas y abdominales, endoso el atuendo de los baños: calabazas del modelo flotante, sujetacabellos de mimbre, salvavidas adosado a la espalda, y ancla de plata sujeta a la cintura con maroma de seda.
Montado en mi enorme caballo de goma, irrumpo en la playa, donde observo la presencia de la Misteriosa Cloé.
Es la Misteriosa Cloé bellísima dama que une a su talle de avispa los alicientes de una nariz, dos brazos y un par de encantadoras orejas. Su caseta de baño es una sólida caja de caudales, cuya combinación sólo conoce el celoso duque de Farnasip, su prometido.
Después de consultar todos los textos que hacen referencia a los problemas relativos a la seducción, un folleto del humilde conquistador catalán Bofarull me proporciona la fórmula de acercarme a la bella que idolatro:
Arrastrándome por las arenas cubierto con un gran caparazón de galápago, logro aproximarme a Farnasip, el cual vigila la blindada caseta con la ayuda de algunos parientes armados de lanzas.
¡Mi disfraz surte el efecto apetecido! El propio duque, sagaz por naturaleza, me confunde con una tortuga y me ofrece unas briznas de espinaca.
Una vez junto a la caseta, saco mi pomo de adormideras, con el cual logro adormecer a los centinelas. ¡Heme aquí ante la cámara acorazada que guarda a la Misteriosa Cloé! ¿Qué palabras deberé formar con las letras de las ruedecillas para que la puerta se abra? ¿«Esperanza»?, ¿«cangrejo»?, ¿«coliflor»?, ¿«tobogán»?… ¡Tremendo dilema! ¡Carezco del «Sésamo» que colocará ante mis ojos la estatuaria hermosura de Cloé! Más mi cerebro reforzado con oportunas y fosforadas píldoras, me proporciona la clave.
Sólo una palabra puede abrir la caseta de acero: «amor». Acciono las ruedecillas con presteza, se produce un leve chasquido, y los goznes giran pesadamente.
¡Heme aquí a dos palmos de la Misteriosa Cloé, que me mira fijamente desde la mortaja protectora en que se envuelve! Canto un himno a la honestidad para tranquilizarla, y me aproximo a ella con pasos felinos.
—¡Ídolo! —grito, pues la mortaja es gruesa y a lo mejor no me oye—. ¡Ídolo cuya belleza hace estremecer los cimientos de los grandes edificios!
La Misteriosa Cloé permanece inmóvil en el fondo de la caseta. ¿Es timidez? ¿Es recato? ¿Es orgullo? ¿Es rubor? ¡Vaya usted a saber lo que es! Me aproximo cautamente para besar un fleco de su mortaja, pero en ese momento la puerta de la caseta se cierra a mis espaldas, aprisionándome.
—¡Farnasip no es un tontaina! —ríe una voz desde fuera.
¡Sagaz truco de celoso! Observo que la Misteriosa Cloé que me hace compañía, es una simple maniquí de escaparate.
Golpeo con desesperación las paredes de acero, y me desplomo sin conocimiento víctima del terror.
¿Moriré?
¿No moriré?
¡Morí!
Y con mi muerte, desapareció el último Don Juan romántico del siglo XIX.