El académico deslenguado

ESTO SUCEDIÓ hace muchos años, en un siglo cuyo nombre empezaba con una «X» seguida de bastantes palitroques. No recuerdo cuántos con exactitud, porque nunca fui historiador, y la historia que voy a escribir se escribe con minúscula.

Las fechas del pasado, además, no sirven para nada. ¿Qué utilidad puede tener guardar en la memoria el día en que un oso se zampó a un rey godo, o la tarde en que ese Guzmán llamado «el Bueno» regaló a los moros un cuchillo para que trincharan a su hijo? Es interesante conocer esos episodios, pero me parece superfluo aprenderse de memoria las fechas en que sucedieron. Englobando todo el pasado de la Humanidad en un simple «antiguamente», podríamos aligerar nuestro cerebro de un lastre pesadísimo de cifras inútiles.

Y como debe predicarse con el ejemplo, me limitaré a incluir este relato en ese vago y cómodo «antiguamente».

El rey que mandaba entonces, lo mismo que el siglo, tenía también algunos palitroques detrás de su nombre. Y como su reinado fue pacífico, porque ya no quedaban moros que matar ni ateos que perseguir, no tuvo más remedio que dedicarse a proteger las Bellas Artes.

El primer paso que dio con tan loable fin, fue encargar a los pintores más destacados de la época que le hicieran retratos en todas las posturas. Luego, cuando ya no le quedaron posturas ni huecos en las paredes del palacio, preguntó a su valido:

—¿Qué hago ahora?

Y el valido, que no valía para nada, estuvo pensando un par de meses y dijo al fin:

—¿Por qué no crea Vuestra Majestad una orquesta de cámara?

Y el rey, que era corto pero no perezoso, la creó inmediatamente. La orquesta sólo tocaba en su cámara, como es natural, porque para eso la había creado él. Pero como el monarca era generoso, durante los conciertos abría las ventanas de la cámara con objeto de que el pueblo disfrutara también de la finísima charanga.

—Ya he protegido la pintura y la música —dijo entonces al valido—. ¿Qué puedo hacer ahora para proteger la literatura?

—Vuestra Majestad no puede protegerla de ninguna manera —se lamentó el valido—, porque en este país la literatura no existe.

—¿Cómo que no? —dijo el monarca dando un respingo—. ¿Y qué me dices del Arcipreste de Hita?

—Que escribió unas páginas muy majas, desde luego —admitió el cortesano—. Pero ese caso aislado, y algún otro más, no llega a constituir un núcleo capaz de sostener una literatura nacional.

—No estoy de acuerdo. Puesto que tenemos tan buena semilla, esta rama del arte puede crecer también.

—Para que una rama artística crezca y dé frutos —pedanteó el valido—, es necesario que un grupo numeroso de individuos la riegue con su esfuerzo. No habrá vida literaria en este país mientras no exista un gremio que viva (o pretenda vivir) de la pluma. Y para que un gremio pueda trabajar, tiene que disponer de materia prima. La materia prima de los escritores, mientras Vuestra Majestad no mande otra cosa, es el idioma.

—¡Pero, insensato! —exclamó el rey, propinando un mamporro con el cetro en un brazo del trono—. ¿Acaso no disponemos de un idioma que nos permite expresar todo lo que pensamos?

—En efecto, señor —se apresuró a admitir el cortesano, temiendo que el monarca hiciese un nuevo molinete con el cetro sobre su cabeza—. Nuestro idioma, además, es riquísimo en vocablos. Pero esta riqueza está desparramada por todo el reino, y corre de boca en boca sin sujeción a ningún control. Para que los escritores puedan utilizarla convenientemente, sería necesario catalogarla por orden alfabético. Así los literatos tendrían conocimiento de todas las palabras de que disponen, y podrían hacer literatura con más comodidad. Porque actualmente, por andar el idioma suelto y sin el corsé de unas normas ortográficas, nadie sabe si el verbo «haber» se escribe con hache o con zeta, ni si lleva algún acento o cualquier otra garambaina.

—En tal caso —dispuso el rey—, ordenaré que se haga ese catálogo.

Así fue cómo se decidió la confección del primer diccionario, que es en resumidas cuentas el catálogo completo de una lengua.

Para confeccionarlo, por sugerencia del valido, hubo que fundar una academia en cuyos pupitres se sentaran a trabajar los encargados de ir redactando este voluminoso volumen. Y como la academia fue fundada por el rey, se le antepuso el título de Real.

El primer escudo de este organismo representaba una lengua de oro, en campos de gules, color de paladar, lamiendo a un idioma sucio y desnudito. El idioma, tumbado en otro campo que no era de gules sino de coles, se iba limpiando con los lametones de la lengua y parecía muy contento de este baño salivar.

Construido el local y diseñado el escudo, fueron nombrados muchos académicos para ocupar los pupitres. Los nombramientos recayeron en hombres viejecitos, que por haber vivido más tiempo habían oído a lo largo de sus vidas mayor número de palabras. Comparto este criterio que se adoptó en la selección de los redactores del diccionario, pues los jóvenes de entonces no conocían más vocabulario que el del juego de pelota impulsada con ambos pies (juego importado por los piratas ingleses que merodeaban por nuestras costas); y los niños de entonces, como los de todas las épocas, sólo sabían decir «quiero teta».

Pese a ser la vejez una virtud que se tuvo muy en cuenta al seleccionar este equipo de sujetos lenguaraces, los seleccionadores procuraron también que los seleccionados fuesen figuras destacadas de diversas profesiones. Se pretendía con esto, y se consiguió, que cada cual aportase al diccionario el léxico y la terminología técnica de su especialidad. Bien pensado también, porque del mismo modo que un político desconoce el significado de la palabra «aminobenzolsulfotiocarbamídica», es muy probable que un farmacéutico no sepa tampoco lo que significa «intermunicipalizacionista».

Una vez formada la pandilla de ilustres viejecitos, empezó a reunirse todas las tardes en el aula principal de la Academia. Sus miembros se sentaban en los pupitres, y el presidente ocupaba frente a ellos una mesa en el estrado.

—¡Señor Minglanilla! —decía el presidente—. ¿Qué palabra trae usted hoy?

El aludido se ponía en pie y contestaba:

—Traigo ocho: «pez», «besugo», «salmonete», «merluza», «congrio», «bacalao», «pescadilla» y «salmón». Como hoy es vigilia, no me he atrevido a traer nada de carne.

—Está bien, puede sentarse —decía el presidente, que iba apuntando todas las palabras en unas papeletas—. ¡Señor Andrade!

—Yo he traído ocho verbos de la primera conjugación —replicaba el llamado levantándose—: «amar», «cantar», «saltar», «bailar», «fastidiar», «enterrar», «felicitar» y «estrangular».

—¡Buen trabajo, viejales! —le felicitaba el presidente—. ¿Y usted, señor Cañizares?

—He encontrado media docena de palabrejas difíciles: «astrolabio», «benzoato», «cornamusa», «pejiguera», «carnestolendas» y «cacafú».

—Las cinco primeras me suenan —observaba el presidente—. Pero ¿qué significa «cacafú»?

—Nada todavía —confesaba el académico—, porque es una palabra que he inventado yo. Pero podemos darle el significado que nos apetezca.

—Admitidas las cinco primeras —decidía el presidente—, y rechazada «cacafú». Antes de inventar palabras nuevas, tenemos que recoger todas las viejas. Veamos qué nos ha traído usted, señor Ponce.

El señor Ponce, que por ser un viejo sabio era también muy despistado, se levantaba azoradísimo y balbucía:

—Yo… yo… sólo he traído una: «pipa».

—¿Sólo «pipa»? —le reprochaba el presidente mirándole con severidad.

—También traía «vaca» —añadía el señor Ponce—, pero luego recordé que ya la trajo ayer otro colega.

—Pues hay que trabajar más, amiguito. O se despabila un poco, o tendré que echarle de la Academia.

Y así, palabra a palabra, se iba formando el grueso tomo entre cuyas tapas quedaría aprisionada nuestra lengua.

En aquella erudita pandilla de ancianos, había uno que se dedicaba exclusivamente a la caza de adverbios y partículas en general, tales como pronombres, sufijos y prefijos. Otro grueso y coloradito, iba proporcionando el léxico gastronómico con gran exactitud, pues llevaba setenta años comiendo sin parar. Un botánico se ocupaba en cosechar toda la nomenclatura del reino vegetal, y un naturalista iba reuniendo las partidas de bautismo de todos los animales. El más gracioso de todos, sin duda alguna, era un académico especializado en onomatopeyas, que se pasaba todas las sesiones diciendo «¡fu!», «¡zas!», «¡pum!» y otros sonidos semejantes. Y el más temible de todos era don Daniel Galván.

Porque don Daniel no tenía pelos en la lengua. Y en una de las primeras sesiones, que por su culpa resultó bastante borrascosa, planteó la cuestión:

—¡Señor Galván! —le llamó el presidente desde el estrado—. ¿Qué ha traído usted hoy?

Y don Daniel, levantándose de su asiento, dijo con voz clara y con todas sus letras:

—«Mierda».

El estupor enderezó bruscamente las encorvadas columnas vertebrales de todos los ancianos. Al presidente se le cayeron de la nariz sus quevedos, grandes como una bicicleta, y tardó varios segundos en recobrar la calma suficiente para decir:

—Creo, señor Galván, que no le he preguntado nada ofensivo para que se enfade.

—Y no estoy enfadado —explicó don Daniel—. Me limité a exponer mi aportación de hoy al diccionario que estamos haciendo.

—¿Cómo? —exclamó el presidente, escandalizado—. ¿Pretende usted que incluyamos en el texto semejante porquería?

—Lo exijo —confirmó el académico, implacable—. Para que el diccionario sea completo tenemos que incluir, no sólo las palabras que suenen bien, sino también las malsonantes.

—¡Protesto! —intervino el académico Andrade, esforzándose en dar a su cascada vocecilla la máxima energía—. A nosotros el rey nos ha pedido un catálogo de las palabras, y no de las palabrotas.

Pero don Daniel no estaba dispuesto a dar su mierda a barrer.

—Su Majestad —dijo— quiere que encerremos todo el idioma en un libro, para saber con cuántos vocablos pueden contar los escritores que pretendan hacer literatura. Un diccionario no puede ser una obra poética, sino realista. Y junto a la flor que perfuma los campos, tiene que figurar la boñiga que apesta las cuadras.

—Tiene usted razón… hasta cierto punto —admitió a medias el académico Ponce, que era ecuánime como todos los sabios distraídos—. Es cierto, querido colega, que no debemos omitir en nuestras páginas la materia que usted propone. Materia ingrata y repulsiva, lo reconozco, pero materia al fin. Días vendrán en que alguna generación literaria, sin talento suficiente para hacer poesía, mojará su pluma en estas cochinadas para lograr cierta notoriedad. Pero ¿no podríamos aprovechar la coyuntura que nos brinda la redacción de este primer diccionario, para convertir las palabrotas en palabritas?

—Permítame que no le comprenda —se excusó don Daniel, intransigente como todos los hombres que se creen en posesión de la verdad.

—Es muy sencillo —aclaró el señor Ponce—: si inventamos algunas palabras más gratas al oído que signifiquen eso mismo, podríamos suprimir la ordinariez que usted ha dicho.

—¿Qué tipo de palabras sugiere usted para sustituir un vocablo tan enraizado en nuestro idioma? —pedanteó el señor Galván.

—Yo propongo dos —declaró su antagonista—, que significan lo mismo pero que lo expresan con mayor finura. Una de estas palabras es «caca», y la otra «pun».

Un murmullo de aprobación recorrió el aula, apoyando la propuesta del ecuánime. Pero el académico levantisco, dando un fuerte puñetazo en su pupitre, cortó en seco el murmullo con estas frases:

—¡De ninguna manera! ¡Me niego a consentir que un idioma tan recio y viril como el nuestro se infantilice con vocablitos propios de niños e imberbes! ¡O entra mierda en el diccionario, o salgo yo de la Academia!

Y como don Daniel, además de filólogo ilustre, era pariente del chambelán que cortaba el bacalao en palacio, hubo que admitir su palabrota y mandarla a la «eme» en el lugar que le correspondía.

Pero no acabaron allí los sinsabores de la docta corporación, porque don Daniel no había hecho más que empezar una larguísima serie de aterradoras aportaciones. Al día siguiente, cuando la presidencia le preguntó qué había traído, el audaz señor Galván respondió sin inmutarse:

—«Puñeta».

Varios ancianos se sonrojaron y prorrumpieron en tosecillas para disimular su embarazo. Tan grande fue el desconcierto general, que hasta el señor Cañizares, prototipo de la discreción y la compostura, no pudo menos de exclamar:

—Pero ¿qué se propone don Daniel? ¿Convertir el diccionario en un manual para uso de verduleras?

También el señor Andrade se salió de sus casillas; pero varios académicos le aconsejaron que volviera a meterse en ellas, y no ocurrió nada.

Cuando el presidente logró restablecer el orden en el aula, don Daniel se levantó de su pupitre diciendo:

—¡Pido la palabra!

—Conociendo su lenguaje —rezongó el señor Ponce—, lo que querrá pedir es la palabrota.

—¡Silencio! —tuvo que gritar el presidente—. ¡Que hable el señor Galván!

Y don Daniel, sin prestar atención a las miradas torvas que le dirigían sus colegas, habló así:

—Advierto a la presidencia de esta doctísima academia que su actitud hostil no me apartará del camino que me tracé al aceptar el honroso cargo de académico.

»Del mismo modo que otros miembros aportan a la magna obra que hemos emprendido vocablos de sus respectivas especialidades (botánica, aritmética, gramática, etcétera), yo soy especialista en «tacos».

»Me especialicé desde niño en esta rama de la lengua, porque siempre he vivido en un barrio popular, entre gente grosera y maleducada. En mi calle la gente le llama pan al pan y vino al vino. Allí no hay «mujerzuelas de vida silenciosa», sino «putas» a secas. Mis vecinos no saben lo que es la metáfora ni el eufemismo. Cuando tienen una idea o una necesidad, la expresan sin dar ningún rodeo. Y emplean un vocabulario directo, tan acreditado por el uso en nuestro idioma que sería imperdonable excluirlo del diccionario. Yo lo considero más digno de figurar en él que muchas palabrejas raras, envejecidas y paralíticas, que se momificarán en las páginas de nuestra obra sin que nadie las utilice nunca. Debemos dar prioridad a la recopilación de palabras vivas, aunque suenen mal, y no a la de palabras muertas que ya no pueden sonar de ninguna manera.

—Comprendo su punto de vista —admitió el presidente—. Pero hay palabras tan malsonantes, que la tinta palidece al escribirlas y la lengua se sonroja al pronunciarlas.

—No estoy de acuerdo —discutió don Daniel—. ¿Por qué va a sonar mejor «dar puñetazos» que «hacer puñetas»? ¿No suena mucho peor, por ejemplo, «macuto» que «marica»? Y es mucho más desagradable el sonido de «jofaina», que el de muchas palabrotas. La malsonancia de un «taco» no se mide por su fonética, porque siempre suele ser bonita. La malsonancia es un prejuicio de necios, cursis y pusilánimes, que los académicos debemos despreciar. Seamos objetivos. No dejemos que nos impresionen las necedades y cursilerías de unos cuantos timoratos. Y si somos objetivos ¿verdad que es más hermoso llamar a ciertas cosas por su plural ibérico, que compararlas con las envolturas en que vienen al mundo los descendientes de la gallina?

Un murmullo de aprobación, tímido y tenue como el aletear de un pequeño pájaro, recorrió el aula. Los académicos, sobreponiéndose al horror que les había producido este discurso, aprobaban la tesis de su compañero.

Y así fue cómo entraron en el diccionario, por la puerta grande de la Real Academia, esas palabras sonoras y gruesas. Esas palabras que, pese a los siglos transcurridos desde su admisión oficial en la lengua, siguen siendo escritas por los literatos cobardes con una inicial seguida de puntos suspensivos. Así:

—¡M…!

¡Como si con eso la porquería que escriben fuese menos puerca!