SOBRE LA TENSA LONA del ring, los dos luchadores se retorcían espantosamente. Sus cuerpos, sometidos a la tremenda presión de las «llaves» y las «presas», brillaban cubiertos de sudor. El público, enardecido por la pelea, gritaba animando a su favorito.
Y mientras el combate continuaba con furia implacable, los dos luchadores, unidos en un abrazo brutal y con los rostros contraídos por el dolor, hablaban así:
—Mi esposa hace ese mismo pastel, pero con tres tacitas de azúcar en lugar de cuatro.
—Le quedará menos empalagoso.
—El secreto está en que el hojaldre resulte esponjosito.
—Y en no abusar de la vainilla. ¿Me permite que le retuerza un poco este brazo?
—Es usted muy dueño. ¿Cuánto tiempo dejan ustedes el pastel en el horno?
—Dos horas, para que se dore bien. ¿Por qué no vienen a tomar el té con nosotros cualquier tarde y lo prueban?
—Afloje un poco la presión de su rodilla sobre mis pulmones para que pueda contestarle.
—¿Así?
—Es suficiente, gracias. Pues esta semana no podremos merendar con ustedes, porque tengo a uno de los niños con tosferina.
—¡Pobre angelito!
—Yo me resigno, porque son cosas que tienen que pasar todas las criaturas.
—Desde luego. Y cuanto antes, mejor. Mi chico pasó el sarampión a los catorce años, y creímos que se nos iba. Pero no se nos fue.
—¿Y cómo está su señora?
—La pobre está en un… ¡ay!
—¿Quiere decir que está en un grito?
—El que está en un grito soy yo, porque va a partirme usted una pantorrilla.
—No es ésa mi intención, se lo aseguro. Pero ya sabe usted lo que pasa: si no aprieta uno un poco, luego el público dice que hacemos tongo.
—Pues como le iba diciendo: mi mujer sigue con sus arrechuchos de lumbago.
—¡Huy, pobre! Yo le tengo terror al lumbago. Hace unos años, cuando le partí la columna vertebral a aquel negrazo que era campeón americano, me dio un poco de lumbago.
—Es natural. Como anda uno siempre revolcándose sobre el ring en malas posturas…
—Pues me lo curé en un periquete, tomando las aguas de Campuzanete.
—¿Siguen ustedes veraneando en Campuzanete?
—Desde entonces. A los niños les sienta muy bien. Aquel clima, para el apetito, es mano de santo.
—Nosotros vamos a la sierra. De noche, refresca casi siempre. Y cuando no refresca, nos refrescamos nosotros mismos mojándonos la cabeza con agua del grifo.
—Su niña estará hecha una pollita.
—Quince años como quince soles cumplió el mes pasado.
—Tiene toda la nariz de su madre.
—Toda la de su madre, y algo de la mía. Por eso la tiene tan larga.
—Sale a su madre. Los míos, en cambio, salen a un señor que vive en el piso de abajo.
—Con los niños no se sabe nunca.
—Al que no veo desde hace tiempo es a Ramírez, aquel luchador tan simpático que me partió una clavícula el año pasado.
—Creo que se casó con una Hinestrosa. Y ahora es ella la que le pega a él.
—Es un muchacho muy listo.
—Y muy trabajador. Hay noches que se queda luchando hasta las tantas. Y luego, cuando vuelve a su casa, lleva la contabilidad de unos almacenes.
—Acaba de sonar el «gong». Tendremos que separarnos.
—Creo que me ha ganado usted por puntos.
—Bueno: otro día me gana usted, y en paz.
—Eso es lo que digo yo: hoy por ti, y mañana por mí. Lo importante es que hemos pasado un rato agradabilísimo.
—Póngame a los pies de su señora.
—Lo mismo digo. Que usted lo pase bien.
—Adiós.