TODA SU CAVIDAD BUCAL estaba seca, y su lengua se movía en ella como un lagarto entre dos piedras.
El aspecto de aquel infeliz, avanzando penosamente sobre las dunas de esa zona desértica, era lamentable. Iba sin afeitar, con el cuello de la camisa desabrochado y un colgajo de tela alrededor del cuello que quizá fuera una corbata con el nudo aflojado. Con frecuencia sacaba del bolsillo un pañuelo ya muy sucio, y secaba con él la cortinilla de sudor que caía ante sus ojos desde su frente.
En varias ocasiones las piernas se habían rebelado contra su voluntad, negándose a continuar la penosa caminata. Eran las dos como negros extenuados de un «safari», incapaces de sostener por más tiempo la carga colocada sobre sus cabezas. Entonces el hombre tenía que detenerse para que descansaran unos instantes antes de exigirles un nuevo esfuerzo.
Imposible calcular cuánto tiempo llevaba andando por aquel paisaje tan seco como sus propios labios. ¿Un día? ¿Una semana? Puede que ni él mismo lo recordara con exactitud. Y por otra parte, ¿qué importancia podía tener este detalle? Lo único que le importaba era alcanzar el objetivo que perseguía: aplacar su sed. Aquella sed que notaba adherida a todo su cuerpo como un pulpo con catorce tentáculos (seis más de los que el reglamento permite a estos bichos inmundos). Porque su sed monstruosa le hacía delirar, y su delirio la había transformado en un monstruo que él notaba envolviéndole por completo, succionándole toda la superficie de la piel con sus potentes ventosas.
Al concluir de atravesar las dunas, entró en un terreno salpicado de cierta vegetación. ¿Era acaso un espejismo que creaba su cerebro delirante, en colaboración con la cegadora luz solar?
«Sí —debió de pensar el hombre, pues conocía sin duda las jugarretas que hacen al caminante estos fenómenos ópticos—. Es un espejismo».
Adivino que ése fue su pensamiento, porque cruzó entre aquellas manchas vegetales que sombreaban el suelo sin prestarles ninguna atención. Continuó andando con los mismos pasos vacilantes, mirando en línea recta al punto más lejano del paisaje que alcanzaban sus ojos. No tenía más alivio contra la azotaina del sol canicular que secarse con el pañuelo el sudor que le producían sus latigazos.
Tan enloquecido estaba el pobre desgraciado, que siguió creyendo ser la víctima de un espejismo cuando en su avance las hierbas se transformaron en matorrales primero y en arbustos después. Ni siquiera salió de su error al pasar junto a un zarzal, cuando algunas de sus espinosas ramas se le enredaron en los pies y le desgarraron la tela del pantalón.
¡Tremendo trastorno mental producido por la sed y el agotamiento físico, que hace ver oasis donde no los hay e impide verlos donde realmente existen!
Un centenar de metros más allá, el sediento se detuvo jadeante. No quiso apoyarse a descansar en un árbol que se alzaba a pocos metros, porque sin duda lo consideró una nueva ficción creada por su debilitado cerebro. Se sentía desfallecer, y al sudor que impregnaba sus ropas vino a sumarse una nueva secreción acuosa: las lágrimas. Se le saltaron de pronto, como si acabara de comprender la inutilidad de sus esfuerzos para salvarse. El pulpo de la sed le apretaba la garganta hasta asfixiarle.
Entonces, cuando se consideraba perdido, empezó a oír cerca de allí un borboteo. No podía ser producido por sus lágrimas, porque éstas no manaban en cantidad suficiente para emitir aquel «glu-glu». Era un caudal más abundante, que permitía captar a cierta distancia la musiquilla de su discurrir.
Es lógico pensar que fue este sonido el que galvanizó los decaídos músculos del hombre, permitiéndole seguir su caminata. Andaba ahora con cierta ligereza, arrastrando menos los pies y manteniendo los hombros más erguidos.
El rumor del agua era ya claramente audible. Unos metros más…
Y el sediento llegó al borde de una depresión del terreno, ancha y poco profunda. Era el cauce de un hermoso arroyo, orillado de verdor y frescura. Por la abundancia de su caudal, más que arroyo merecía ser llamado riachuelo. Sus diáfanas aguas transparentaban los blanquísimos cantos rodados que cubrían su lecho. Parecía, por su pureza, uno de esos ríos en miniatura que se hacen en los «nacimientos» cubriendo con un cristal un puñado de piedrecitas.
El hombre corrió hasta el borde del agua y se introdujo en ella sin detenerse a descalzarse. Después, saltando de piedra en piedra, cruzó el arroyo. Y al llegar a la otra orilla, continuó su caminata en línea recta.
—¡Vuelve atrás, desgraciado! —le grité yo sin poder contenerme—. ¡El arroyo que has visto y has atravesado no era un espejismo! ¡Era de agua verdadera!
Pero el sediento no me hizo caso, y continuó su marcha enloquecida sin variar de dirección.
Sorprendido por su actitud, le seguí con cautela para que no advirtiera mi presencia. Y unos cuantos kilómetros después, a la entrada de un pueblo, le vi entrar precipitadamente en una casucha que ostentaba sobre la puerta esta inscripción:
«Taberna».
—¡Pronto! —dijo al tabernero, desplomándose casi sobre el mostrador—. ¡Una botella de aguardiente!
Fue entonces cuando comprendí que las apariencias son capaces de engañar hasta al escritor más avispado. Porque el hombre que tomé por un pobre sediento, era un inmundo borracho habitual.