ESTABA FRENTE A MÍ, correspondiendo a la sonrisa que le dediqué como saludo. Vino a mi encuentro sin titubear, fascinado como una liebre ante los faros de un automóvil.
Y como me cerraba el paso, no tuve más remedio que detenerme. Pero lo hice sin enfadarme, condescendiente, porque aquel hombre era un admirador. Más aún: era el mejor de todos los admiradores que he tenido desde que inicié mi carrera literaria. Me consta que ha leído todos mis libros, todos mis artículos; y hasta todos los versos que compuse en la adolescencia, cuando aún carecía de la madurez suficiente para acometer obras más importantes.
—¿Cómo está usted? —le dije con afabilidad, quitándome el sombrero.
Y él se apresuró a devolverme el sombrerazo, dando a esta prueba de cortesía una duración semejante a la que yo le había dedicado.
Pero él, en cambio, no dijo nada. Se limitó a sonreír como hace siempre que me ve, inclinándose ligeramente en un esbozo de las antiguas reverencias cortesanas.
Tanto le impresiono, que ni siquiera se atreve a hablar en mi presencia: se limita a mirarme embobado, siguiendo con atención todos mis gestos. Estoy seguro de que, si yo se lo permitiese, me seguiría a todas partes como una sombra. Una sombra cuyo contorno no estaría relleno de una mancha negra y plana, sino por unas facciones simpáticas, una corbata de fino dibujo y un traje de corte impecable.
Porque este admirador, a juzgar por su aspecto y su comportamiento, es un hombre culto y bien cuidado. Todos los detalles de su indumentaria revelan elegancia y buen gusto: el pañuelo del bolsillo pectoral de su chaqueta, doblado cuidadosamente para que sobresalgan dos picos de la misma longitud, tan iguales y equidistantes que hacen pensar en las orejas de un conejo asomando fuera de su madriguera; los puños de su camisa, siempre pulcros, sin mácula de suciedad ni rozadura, sujetos por unos sencillos gemelos de oro; los botones de su bragueta, siempre invisibles y ésta correctamente abrochada.
Confieso que, a pesar de mi modestia, no me disgusta ser admirado por una persona tan distinguida que debe de ocupar un puesto importante en el país.
Hasta hoy me halagó su admiración muda y respetuosa, que atribuyo a una lógica timidez. Los grandes artistas y las figuras populares en general irradiamos una luz que deslumbra e intimida a las gentes que viven en la penumbra del anonimato. ¿A quién puede extrañarle que a un simple señor particular se le corte la conversación, e incluso el resuello, al hallarse frente a un literato de talla internacional como este humilde servidor de ustedes, que hasta tiene un opúsculo traducido al finlandés? ¿No es la cosa más natural del mundo que este admirador no encuentre adjetivos para calificarme, porque sabe que la prensa en general y la crítica en particular ya me los ha aplicado todos?
Por eso, siempre acepté su mutismo como el más delicado homenaje entre los muchos que recibo todos los días.
Pero hoy, sin embargo, la discreta mudez de mi elegantísimo «hincha» me produjo cierta irritación. No sé por qué.
¿Debido quizá a que en el día de ayer mi nombre no había recibido su cupo habitual de elogios orales y escritos? Es probable. Tan necesario es el piropo para el genio como el condumio para el lerdo.
Fuera por lo que fuese, el caso es que yo sentí la necesidad de arrancar a aquellos labios herméticos alguna palabra encomiástica. Pero uno también tiene su pudor, aunque sea un artista, y me pareció humillante satisfacer este deseo solicitándolo de un modo directo. Me iba a sentir como un pobre al tener que emplear la fórmula tradicional para conseguir la limosna:
—Una frasecita elogiosa, por el amor de Dios.
Con el fin de librarme de esta humillación, decidí dar un astuto rodeo. Y adoptando un aire indiferente, pregunté a mi admirador con toda la naturalidad que fui capaz de reunir:
—Usted, que tiene fama de poseer una vastísima cultura, ¿podría decirme cuál es el mejor escritor de España?
Dicho esto, aguardé unos instantes contemplando distraídamente las cuidadas uñas de mi mano izquierda.
Pero su respuesta no llegó. Le miré con extrañeza, y él me devolvió la mirada sin despegar los labios.
—Vamos, hombre —le animé, adoptando un tono bonachón para disimular la impaciencia que empezaba a apoderarse de mí—. Me consta que usted conoce perfectamente el nombre que merece figurar en el primer puesto de las letras nacionales.
Pese a la suavidad persuasiva de mi insinuación, ni un solo sonido brotó de su boca cerrada. Mi desasosiego fue en aumento ante su obstinado silencio, tensando gradualmente mis nervios hasta hacerles perder su habitual laxitud.
Raras veces pierdo el dominio de mí mismo, pero aquella resistencia pasiva de mi interlocutor llegó a resultarme intolerable. Me constaba que, desde hacía muchísimo tiempo, él era el más devoto y entusiasta de todos mis admiradores. ¿Por qué se negaba entonces a confirmármelo con algunas frases de adulación, que los artistas agradecemos tanto como los terrones de azúcar los caballos?
Mi cólera no debió de pasarle inadvertida, pues observé que sus manos empezaban a agitarse con un ligero temblor. No obstante, nada dijo. Continuaba observándome con el mismo interés que de costumbre, pero se había apagado la sonrisa que siempre iluminaba su rostro.
¿Era su silencio un modo discreto de responder negativamente a la pregunta que yo le había formulado? ¿Quería darme a entender que no me consideraba digno de ocupar el primer puesto en las letras patrias? ¿No podría ser también que su admiración por mí había disminuido, o quizá cesado? Todas esas posibilidades hirieron mi amor propio. Y tanto me escoció la herida, que me encaré con mi mudo interlocutor y le escupí al rostro estas palabras llenas de indignación:
—¡Pues sepa usted, caballerete, que aunque usted haya dejado de creerlo, yo sigo siendo el mejor escritor español!
Dicho esto, le miré de arriba abajo con infinito desprecio.
Y alzando mi barbilla con ademán cargado de majestuosa altivez, volví la espalda al espejo en que me había estado contemplando.