El suicidio de Fernández

ENTRE LOS DATOS que puedo aportar para hacer la descripción de Andrés Fernández, tengo que omitir el color de sus cabellos. Imposible saber si era rubio o moreno, pues padecía una de las calvicies más absolutas que yo he visto en mi vida.

Casi todos los calvos conservan en alguna región de su cuero cabelludo una muestra de su pasado esplendor capilar: unas patillas pobladas todavía, unos ricitos en la nuca, dos guedejas en las sienes, ahuecadas con el peine para que abulten más… Unos cuantos pelos, en fin, en cantidad suficiente para que el observador pueda reconstruir con la imaginación el aspecto que ofrecían aquellos cráneos antes de quedarse desiertos y baldíos.

Pero en la cabeza de Andrés no quedaba ni una leve pelusilla que sirviera de muestrario. Su zona desértica empezaba encima de las cejas, y seguía sin interrupción hasta las nalgas. No era posible averiguar, por lo tanto, si su cabellera había sido dorada como las espigas, negra como el azabache o castaña como las pilongas. Lo cual debe tenernos sin cuidado, porque este dato carece de importancia en el desarrollo de esta novela.

Aparte de su calvicie total, no había ninguna otra particularidad en el aspecto físico de Fernández que llamara la atención. Todo en él era anodino: pertenecía a la clase media, y tanto su estatura como su edad eran medianas también. Tenía un rostro de facciones agradables, aunque borrosas, por no haber entre ellas ninguna que destacara de las demás:

Una nariz correcta.

Una boca más bien pequeña, con capacidad de apertura para bocados no muy grandes.

Un pliegue de grasa debajo del mentón.

Y un apellido, detrás de su nombre, que tampoco tenía nada de particular: Fernández.

Era, para no seguir perdiendo el tiempo en descripciones vulgares, uno de esos tipos que la Humanidad produce a millones para ocupar todas las sillas y las ventanillas de las oficinas públicas y privadas.

Pero aquella noche, la vulgaridad del señor Fernández tenía un nimbo de luz. Y ese nimbo no provenía de los faroles que alumbraban la calle, bajo los cuales iba pasando en el camino hacia su casa, sino de una alegría interior que le iluminaba el alma. Porque Andrés era feliz. Se le notaba en unas chispitas que le subían a los ojos y en una sonrisa pequeña que se le fijó en la esquina izquierda de los labios. Y no era para menos. Acercándose mucho a él, podía oírse que iba murmurando en voz baja:

—Gracias a la muerte de Gutiérrez, que en paz descanse, he logrado al fin ascender en la oficina. Lamento profundamente la muerte de Gutiérrez, pero al fin y al cabo él era soltero. Y yo tengo esposa que mantener.

Una pausa para frotarse las manos, y después:

—Que Dios me perdone, pero la muerte de Gutiérrez nos ha venido de rechupete. Porque en mi nuevo puesto me suben el sueldo cuatrocientas ochenta pesetas. ¡Casi quinientas más al mes! Por fin podré comprarle el abrigo nuevo a mi mujer. ¡Pobre Matilde! ¡Con cuánta resignación ha soportado siempre todas nuestras estrecheces! La verdad es que no tuvo mucha suerte casándose conmigo. Una chica tan guapa pudo encontrar un hombre más brillante que yo. Claro que yo he compensado mi falta de brillantez con el amor que siento por ella. Porque la adoro. Sin Matilde, estoy seguro, no podría vivir. No soy guapo, ya lo sé, ni puedo darle todo lo que se merece. Sin embargo, la quiero tanto que soy capaz de hacer por ella cualquier sacrificio. Hoy mismo acabo de hacerlo, pidiendo un anticipo a cuenta del aumento para comprarle ese collar que vimos en el escaparate de la bisutería y que tanto le gustó. ¡Cuatrocientas pesetazas de mi alma! Pero había que celebrar el ascenso de algún modo. Porque la noticia vale la pena. Y ya recuperaré ese dinero fumando menos el mes próximo.

Había llegado esa primera hora de la noche en que las calles principales de las ciudades provincianas se transforman en paseo. Dos ríos humanos, uno que ascendía y otro descendente, marchaban por la acera más ancha de la Calle Estrecha.

En la Calle Estrecha estaban las tiendas de más postín, los cafés más elegantes, y los dos casinos inevitables: el Militar y el Mercantil. En un escaparate se exhibían «tortas de San Calixto», especialidad repostera local. (Eran unas tortas tan grandes, que parecían bofetadas).

En la sala de juego del Casino Militar, un oficial de aspecto imponente desafió a otro no menos impresionante:

—He venido a que me dé usted la revancha de la partida que jugamos ayer.

El otro resistió impávido el reto de su adversario. Las miradas que cruzaron ambos jugadores fueron duras como cañonazos. Después de unos segundos, el desafiado empezó a quitarse los guantes mientras decía:

—Está bien: juguemos la revancha.

Entonces el oficial de aspecto imponente, volviéndose a un camarero, le dijo con esa voz dura e incolora que tienen los hombres cuando están dispuestos a jugárselo todo:

—Paco, tráenos el «parchís».

Fuera, en la calle, las dos corrientes de paseantes bailaban en la acera su lento rigodón.

Fernández, para avanzar con más rapidez, bajó a la calzada y fue trotando junto al bordillo una manzana. Luego, cruzó para meterse por la primera bocacalle. Allí precisamente empezaba el llamado «barrio del ensanche», que suele existir en todas las ciudades provincianas. Se componen estas barriadas de varias calles anchas, trazadas en cuadrícula con técnica moderna, al final de las cuales se ve siempre el campo. Las casas son nuevas, altas, y están construidas con los patrones de las grandes ciudades.

Pero estos conjuntos urbanos, pese a estar adosados al núcleo antiguo principal, nunca llegan a fundirse con él. Quedan un poco aparte, desgajados del conjunto, como un pegote de pintura modernista en un cuadro viejo. Porque las ciudades provincianas tienen su personalidad hecha de callecitas angostas y zigzagueantes, que trepan por las jorobas del paisaje y caracolean alrededor de las colinas.

Por una de estas calles del «ensanche», con pretensiones y frías, se metió Andrés apretando ilusionado en un bolsillo el paquetito del collar. Iba imaginando la doble alegría de su esposa al recibir el obsequio y la noticia del ascenso.

Por la calle, en dirección opuesta a Fernández, circulaba un viento frío procedente de unas montañas nevadas que remataban a lo lejos aquella urbanización. El invierno ya había empezado a hacer su equipaje para marcharse, pero aún tenía que recoger aquella ropa blanca que había tendido en las cumbres.

Andrés entró en el portal del número 17. Era un portal pequeño, pero limpio y con ciertas presunciones marmóreas. Unos apliques de cristal traslúcido repartían por las paredes una luz tan suave, que era necesario andar con los ojos bien abiertos para no partirse la crisma al tropezar en los escalones que conducían al ascensor.

A la derecha del portal, había un detalle que estropeaba todas las ínfulas modernistas del edificio: una ventana, tras la cual sesteaba continuamente una vieja portera envuelta en una toquilla.

—Buenas noches, doña Demetria —dijo Fernández con la cordialidad que le infundía su estado de ánimo.

La vieja, detrás de su ventana, movió los labios como un pez dentro de su pecera. Andrés, impaciente por ver la reacción de su mujer ante la sorpresa que le preparaba, se metió en el ascensor y apretó el botón del ático.

La cabina despegó del suelo con un salto brusco, acompañado de fuertes zumbidos y estornudos del motor. Aquel estrépito obedecía a que el propietario del inmueble se quedó sin dinero antes de terminarlos, y tuvo que adquirir de ocasión los últimos detalles: el ascensor, la calefacción, los grifos… Si existiera alguna medalla para premiar a las cosas los servicios que nos prestan, hace tiempo que aquel ascensor la ostentaría en su heroico camarín. Porque desde su salida de la fábrica había subido y bajado durante medio siglo, sin más interrupciones que los tres o cuatro días por semana en que esos chismes tienen costumbre de no funcionar.

* * *

Andrés, durante la ruidosa y renqueante ascensión, iba pensando en lo guapa que estaría Matilde con su collar nuevo. Las perlas que lo componían eran demasiado gruesas para parecer verdaderas, pero harían un efecto espléndido sobre el rosado terciopelo de su piel.

Porque la piel de Matilde era suave como la de una niña. Lo cual no es nada extraño cuando se acaba de cumplir la treintena y se tiene la suficiente coquetería para perder una hora diaria ante el espejo en masajes, frotamientos y aplicaciones de productos embellecedores.

Éste era, lo reconocía Andrés, el único defecto de su mujer: coqueta nació y coqueta seguirá siendo hasta la muerte. Pero ¿no es natural que a una mujer le agrade coquetear un poco cuando la Naturaleza, en colaboración con sus progenitores, la ha superdotado de atractivos?

«No puede ser un pecado gordo —pensaba Andrés— presumir de los dones físicos que el cielo nos ha concedido. Admito que a mi Matilde le agrada ser ligeramente provocativa, pero sus provocaciones son insignificantes y no hacen daño a nadie. ¿Qué importancia tiene, por ejemplo, que los sábados por la noche, cuando salimos a cenar con ese grupo de matrimonios, el traje de mi mujer sea más escotado que los de las demás? ¿Acaso no es ella la más guapa y la mejor formada de todas las señoras?

»Si las otras se descubren menos no es porque sean más recatadas, sino porque comprenden que harían el ridículo exhibiendo sus rodetes de carne fofa y envejecida.

»¡Habría que ver a doña Teresa, la esposa del notario, despechugada y con los brazos al aire! Sería un espectáculo de barraca verbenera. Porque doña Teresa es una jamona de cien kilos, con una pechuga impresionante. Cuentan de ella que hace años tuvo un niño, y que al sacar bruscamente uno de sus pechos para darle de mamar, le atizó con él tal mamporro en la cabeza que por poco le parte el cráneo.

»Tampoco las señoras restantes que componen nuestro círculo de amistades, son mucho más atractivas que esta jamona excepcional: hay una que tiene las clavículas tan salientes como una percha, y la nariz tan ganchuda como el gancho de colgarla; otra, en cambio, es chaparrita y rellena, pero sospecho que debe de ser patizamba porque siempre lleva las faldas hasta los tobillos. ¿No es natural que mi Matilde, entre tanta cotorra, quiera lucirse sin llegar al descoco?»

Así razonaba el buenazo de Fernández, que sentía adoración por su mujer. Y es natural que la sintiese, porque Matilde había sido de las chicas más atractivas de la ciudad. Cuando sólo contaba diecisiete años, ya tenía otros tantos pretendientes.

Su belleza hacía olvidar a todos la humildad de su origen, pues era hija de un modesto panadero que casó en segundas nupcias con la dependienta de la panadería. (En primeras se había casado con la dueña, que, a cambio de no darle hijos, tuvo la gentileza de morirse pronto dejándole el negocio). Sin embargo, gracias a la propaganda que los encantos de Matilde hicieron del establecimiento, la clientela aumentó de un modo considerable permitiendo a la familia vivir con cierto desahogo.

La primera juventud de esta guapa local transcurrió entre el zumbido de un enjambre de moscones. El enjambre se componía de estudiantes, militares sin graduación, repartidores de las tiendas y gente joven en general, sin porvenir inmediato.

Ella tenía para todos una sonrisa, una frase amable y puede que, para algunos, algo más. Pero poco: un paseíto al atardecer por calles apartadas y mal iluminadas, un beso a hurtadillas después del paseíto… Nada serio ni grave. Simples chiquilladas de mozalbetes que juegan a los novios, para tener cierta práctica más tarde cuando las parejas dejan de jugar y se transforman en matrimonios.

Durante aquella época juvenil, en resumen, Matilde practicó esas relaciones amorosas superficiales que los extranjeros designan con una palabra que suena a insecticida: «flirt».

—Pero ¿qué es en realidad el «flirt»? —se preguntará algún lector niñato que estará leyendo este libro a escondidas, aprovechando que sus padres han ido al cine.

Y yo le contesto con una deliciosa definición que hizo en uno de sus libros anteriores el humorista que más admiro, y cuyo nombre no cito por modestia:

«El flirt es un pequeño retal de amor que entrega la mujer como muestra, para que el cliente decida si le interesa adquirir la pieza completa».

De flirteo en flirteo, repartiendo entre su clientela muestras sin valor de sus encantos, Matilde llegó a la mayoría de edad intacta. Digo intacta dando a la palabra su significado más profundo, porque el tacto es un sentido que no deja huella en la epidermis. (A no ser, claro está, que se toque con excesiva violencia. Pero yo no hablo de puñetazos, sino de caricias). Y a partir de aquel instante, la hermosa hija de los panaderos empezó a pensar seriamente en su porvenir.

Con tanta seriedad tomó esta decisión, que a todos los admiradores que tenía los mandó a paseo. Pero solos.

Y puso sus ojos en un ingeniero de caminos, que había venido de Madrid para construir un puente a la salida de la ciudad. Aquel puente se había proyectado a principios del siglo, como casi todas las obras públicas del país. Pero como cerca del sitio elegido para realizar el proyecto aún se utilizaba un puentecillo que construyeron los romanos poco después de Jesucristo, la construcción del sustituto se fue demorando, demorando…

Hasta que un buen día, al pasar un gigantesco camión de cereales que parecía un silo del Servicio Nacional del Trigo, el vetusto puentecillo se hundió. Y no hubo más remedio que mandar un ingeniero a toda prisa, para hacer el nuevo con la máxima urgencia.

—¡Y luego dicen que los romanos construían bien! —fue lo primero que declaró el ingeniero al llegar, con una sonrisa despectiva—. Puro papanatismo de la gente: como eran extranjeros… Pero la verdad es que sólo fueron unos fanfarrones, que se creían capaces de construir sin cemento. Y aquí tienen ustedes el resultado: dos mil añitos escasos, y todo se viene abajo.

Aparte de estas declaraciones impregnadas de suficiencia, bastante frecuentes entre los privilegiados que logran laurearse en esta fatigosa carrera de los caminos, el ingeniero era buen muchacho. Algo calvo, eso sí, porque no hay nada que produzca tanta devastación en el cuero cabelludo como el estudio intensivo de las matemáticas. Pero compensaba con creces su incipiente calvicie con unas cejas tan pobladas que casi le cubrían la frente.

Todas las solteras de la ciudad soñaron con él, pues ya se sabe que el sueño del sexo femenino, desde que tiene uso de razón, es cazar un ingeniero. Por lo menos eso dicen las novelas, las comedias, y sobre todo los propios ingenieros.

Entre este sexo tan aficionado a la ingeniería estaba Matilde, que vio en Godofredo Castillejo —así se llamaba el tío— la posibilidad de ascender en la escala social.

—Así dejaré de ser una señorita de provincias —pensó—, para convertirme en una señora de Madrid.

Y nada la detuvo en su plan de conquista. Ni siquiera que el ingeniero se llamase Godofredo, nombre que para una mujer menos decidida constituiría una barrera difícil de franquear.

Para conseguir su propósito, la astuta joven acudió varias veces a bañarse en el río, justamente en la zona del cauce sobre la cual se estaba tendiendo el nuevo puente.

Se bañaba con un «bikini» azul, constelado de estrellitas amarillas.

¿Y quién ha dicho que los hombres no entienden de modas femeninas? En cuanto Matilde aparecía en la orilla del río con su atuendo acuático, todos los obreros que hacían el puente abandonaban su trabajo para admirar la tela de su bañador.

—Pero ¿qué pasa? —se enfadaba el ingeniero, que había prometido al Ministro de Obras Públicas acabar el puente en un periquete.

—Estábamos viendo esas dos piezas de cretona —se disculpaba un rudo capataz—. Me gustaría tener en casa unas cortinas así. ¡Fíjese qué dibujo tan acertado!

Y Godofredo se fijó.

—No está mal, en efecto —tuvo que admitir, deteniendo sus ojos mucho rato en las piececitas.

Matilde cronometró mentalmente la duración de aquella mirada y no pudo reprimir una leve sonrisa. El asunto marchaba viento en popa.

¡Y tan en popa! Como que al día siguiente, cuando acudió de nuevo al río a la hora de costumbre, el ingeniero se apresuró a abandonar su puesto en las obras para correr a su lado. Ella le vio avanzar brincando sobre las vigas que formaban el esqueleto del puente, descender después por el terraplén hasta la orilla…

Y le esperó erguida, orgullosa de su triunfo, hermosa e incitante en su brevísimo atuendo.

Cuando Godofredo terminó de salvar la distancia que los separaba, se detuvo junto a Matilde y dijo respetuosamente:

—Usted perdone, señorita: ¿podría darme las señas de la tienda donde compró esa tela? Quisiera comprar algunos metros, para llevárselos a mi mujer cuando regrese a Madrid.

Después de este fracaso, que fue muy comentado y reído en toda la ciudad, el prestigio de Matilde bajó enteros. Seguía siendo tan guapa como siempre, desde luego, pero sus tonteos amorosos por un lado y su patinazo con Godofredo por otro mermaron su buen nombre.

Todas las feas de la región, como un nutrido orfeón de cotorras, se reunieron para criticar su conducta y llamarla frívola. Y como la fealdad es una tara que ciega los buenos sentimientos de quienes la padecen, las enemigas de Matilde tejieron a su alrededor una tupida red de calumnias. A sus inocentes devaneos juveniles, les añadieron picardías en las que ella no había incurrido jamás. Y así lograron que las madres dijeran a sus hijos:

—No os acerquéis a esa mujer, que tiene muy mala fama.

Esta advertencia, lejos de desanimar a los señoritos de la ciudad, los animó a acercarse más que nunca. Pero sin buenas intenciones. Y el resultado de la campaña de difamación fue que Matilde lo pasaba «chanchi»: salía con los chicos más acaudalados de la provincia, merendaba abundantemente en los mejores cafés y bailaba de lo lindo en el único «cabaret» de la ciudad, llamado «El cucufate de oro».

Todas estas salidas, como el lector comprenderá, no contribuían a pulir la reputación de Matilde. Pero la vida es breve (esta frase no es mía), y ella pensó que era estúpido desperdiciarla quedándose en casa para desmentir las murmuraciones de unos cuantos loros.

Así, divirtiéndose en esa zona neutra que está más allá de la decencia, pero que no llega a entrar en la indecencia, cumplió dos años más esa estupenda señorita. Bailaba, merendaba y se divertía, pero nunca se enamoraba de sus acompañantes.

Hasta que surgió en su vida Emanuel.

Que en realidad se llamaba Manuel, como es costumbre en el santoral de este país. Pero el muy ladino añadió a su nombre el prefijo de esa «E» extranjerizante, pues le interesaba presumir de italiano. Y le interesaba porque, además de ser moreno y tener el pelo ensortijado, era peluquero de señoras.

No es un secreto para nadie que todo individuo decidido a practicar la especialidad peluqueril femenina, debe evitar dos errores fundamentales: llamarse Manolo y ser de Logroño. Con estas taras encima, a lo más que puede aspirarse es a ser barbero pueblerino, dedicado a rapar las barbas y el cogote a los palurdos. Pero ¡ni soñar con poner las manos en la coronilla de una dama! El peluquero de señoras empingorotadas tiene que ser francés o italiano, hablar con un ligero acento foráneo y estar dotado de cierto atractivo varonil.

Manuel Ruiz poseía esta última cualidad, pero las dos primeras tuvo que inventárselas. El acento lo resolvió pegándose una tira de esparadrapo en el paladar con el fin de que la lengua, al no poder moverse con desenvoltura por culpa de aquel obstáculo, pronunciase las palabras con rara fonética. Y su nombre, confianzudo y vulgarote, lo internacionalizó anteponiéndole aquella «E» tan falsa como mayúscula.

Emanuel llegó a la ciudad con intenciones de establecerse por su cuenta. Procedía de Madrid, donde trabajó a las órdenes de un peluquero francés que atendía por Charles. De este gabacho auténtico había aprendido todas las martingalas del oficio: desde teñir las pelambreras de las viejas para transformarlas en rubias apetitosas, hasta cobrar cuarenta duros por un lavado de cabeza.

—¡Ni que fuera un raspado de matriz! —murmuraban las clientes de Charles, pagando a regañapelos.

Emanuel quiso repetir este negocio, con sus mismos trucos y sus mismos precios, en aquella ciudad provinciana. Allí todas las cabelleras femeninas estaban en manos de artífices capilares locales, y pensó que las papanatas acudirían como moscas en cuanto anunciara su fingido origen exótico.

La única dificultad estaba en que los ahorros del emprendedor Ruiz no cubrían el desembolso necesario para poner en marcha el asunto. Y tuvo que lanzarse a buscar una ampliación de capital.

Pero un hombre joven y guapo, con mucho pelo fuera de la cabeza y muy pocos escrúpulos dentro, sabe de sobra que perdería el tiempo si tratara de conseguir un crédito bancario. Los hombres jóvenes y guapos, con mucho pelo fuera de la cabeza y muy pocos escrúpulos dentro, tienen una fuente crediticia mucho más segura y caudalosa: las mujeres guapas y tontas.

Matilde, que reunía estas dos condiciones, fue la primera víctima elegida por Emanuel. Y tardó menos de dos semanas en caer en las hábiles redes del ambicioso peluquero.

Cayó totalmente, en un prado florido, mientras admiraba con los ojos entornados las estrellas del cielo abrileño.

Su caída no fue un capricho de su alocada juventud, sino la consecuencia del amor apasionado que sintió por el apuesto chulángano. Matilde había enloquecido por él y las consecuencias de aquella locura fueron catastróficas para ella: su fama, que nunca fue buena, alcanzó el grado de pésima. Las feas de la comarca, enteradas de su desliz por una beata que pasó a aquella hora por el prado florido, camino de una novena, aprovecharon la ocasión para comparar a Matilde con una tal doña Flora. Comparación que a Matilde no le beneficiaba en absoluto, porque la tal doña Flora recibía en su casa todas las noches al regimiento que estaba de guarnición en la plaza.

Aparte de este descrédito, que cayó sobre su nombre como un cubo de basura, Emanuel le robó a Matilde algo más que la honra: el dinero que produjo la venta de la panadería. Porque el falso italiano, aprovechando sus relaciones con la hija, engatusó a los padres hasta convencerlos de que vendiesen su modesta industria panificadora para asociarse con él en su lujosa peluquería.

Matilde apoyó el proyecto de su amado, garantizando a sus papás que triplicarían sus ingresos invirtiendo el capital en un negocio tan distinguido y de tanta envergadura. Y sus papás, que además de ser ambiciosos ya estaban hartos de hacer tantos panecillos, se dejaron engatusar. Vendida la tiendecita, el dinero que produjo fue a parar al bolsillo de Emanuel con el fin de que él se ocupara de hacer la inversión y formar la sociedad. Pero Emanuel al ver en sus manos un fajo tan gordo, sintió que disminuía repentinamente su vocación peluqueril.

Tan repentinamente disminuyó, que aquella misma noche, en el tren más rápido que pasaba por la ciudad, Emanuel se fue sin dejar a nadie sus señas.

Matilde le lloró mucho. Y los padres de ella también, aunque por distinto motivo.

—¡No lo olvidaré nunca! —sollozaba ella, llevándose la mano al corazón.

—¡Ni yo tampoco, puñeta! —maldecía su papá, llevándose la mano a la cartera.

—Dejémonos de sensiblerías —propuso la madre, que era más práctica— y vamos a denunciar a ese sinvergüenza.

Pero Matilde se opuso, porque estaba chaladísima por él. Y como el amor, además de ciego, es muy bruto, no vaciló en amenazar:

—Si le denunciáis, me mataré.

Esta frase es vulgar cuando se dice de labios afuera. Pero cuando se pronuncia con voz profunda, acompañándola con una mirada en la que brilla el fulgor de la decisión, los interlocutores deben enmudecer y palidecer. Porque significa que la frase no encierra una broma dialéctica, sino una amenaza mortal. En vista de lo cual, los padres se abstuvieron de proceder contra el peluquero que les había tomado el pelo.

Matilde, pese a las lágrimas que no cesaba de verter, se convirtió en el hazmerreír de toda la ciudad. La repentina fuga de su amante con el dinero que produjo el traspaso de la panadería, la dejó en ridículo a los ojos de todo el mundo.

—¡Vaya una mujer fatal! —se burlaban las feas, las gordas y las solteronas, mojando picatostes en sus tazas de chocolate.

Las heridas que abrió Emanuel en el corazón y el bolsillo de Matilde, tardaron muchos meses en cicatrizar. Tantos que, agrupándolos en montoncitos de doce, llegaban a formar dos años y pico. En este tiempo, ella no alternó con nadie ni nadie se acercó a alternar con ella. La fama, que en las grandes capitales se pierde y se recupera con suma facilidad, es en las pequeñas ciudades provincianas una pérdida irreparable.

Fue después de aquellos años de decepción cuando surgió Andrés Fernández en el horizonte sentimental de Matilde. Recién llegado de un pueblo para ocupar una plaza en la ciudad —ascenso muy merecido pues llevaba veinte años trabajando para la misma compañía—, Andrés desconocía el pasado ligerito de aquella belleza local. Y se enamoró de ella en cuanto la tuvo delante de sus narices.

Como el pobre Fernández carecía por completo de experiencia donjuanesca, emprendió la conquista de su amada con la rudimentaria estrategia de un colegial: la seguía de lejos por la calle y se apostaba en la acera vecina a sus ventanas por si tenía la suerte de verla un momento a través de los cristales.

—Parece un hombre muy formal —opinaba la madre de Matilde, apartando un poco los visillos para observar al admirador de su hija.

—Desde luego —admitía el padre, repitiendo la misma operación—. Un hombre tan feo y tan redomadamente calvo sólo puede venir con buenas intenciones.

—Ese forastero sería una solución —suspiraba la madre, que pasaba unas estrecheces de aúpa desde que Emanuel se fugó con la fortuna familiar—. Porque después de lo ocurrido, no habrá ningún candidato local que quiera cargar con la niña.

Y la niña, que ya era una zangolotina con más de un cuarto de siglo a sus espaldas y a sus pechos, empezó a pensar lo mismo que su mamá. Nunca volvería a amar a nadie como a Emanuel, es cierto; pero la vida es cara, y no puede malgastarse tontamente regando de lágrimas el recuerdo de un sinvergüenza. Por otra parte, Matilde no olvidaba que ella había sido la causante de la ruina familiar, y que por su culpa perdieron el desahogo en que vivían con anterioridad a su desgraciada aventura.

Todos estos factores, convenientemente sumados, arrojaron un total de circunstancias favorables a la candidatura de aquel admirador tenaz y solitario.

—No hay otro remedio —decidió Matilde con un profundo suspiro.

Y sin pensarlo más, cerrando los ojos, se casó con Andrés. A él le parecía mentira que una mujer tan estupenda como aquélla le hubiese aceptado por marido. Pero le entusiasmó tanto la aceptación, que no se detuvo a analizar las causas. Y fue tremendamente feliz desde la primera noche de su matrimonio.

No sería fácil encontrar un hombre tan enamorado de su mujer como Fernández lo estaba de la suya. Habría que salirse del mundo real, para buscar un amor equivalente en el censo de parejas fantásticas creadas por la literatura: Romeo, Paolo, Werther… Puede que Andrés, al expresar sus sentimientos, no alcanzara tanta perfección literaria como esos colosos del romanticismo. Pero dentro de la vulgaridad de su léxico, procuraba elegir las palabras más hermosas para halagar a su amada.

Tenía con ella, además, toda clase de atenciones y delicadezas.

Era uno de esos maridos excepcionales que por las mañanas se preparan ellos mismos el desayuno, para que sus mujeres puedan quedarse en la cama un par de horitas más.

Era uno de esos mirlos blancos que entregan a su esposa todo lo que ganan, sin guardarse ni un par de pesetillas para tomar un café con los amigos.

Andrés, en fin, vivía pendiente de Matilde, atento a satisfacer sus menores deseos. (Los mayores no podía satisfacerlos, por carecer de recursos económicos suficientes. Porque los mayores deseos de una mujer empiezan en un abrigo de visón y acaban en un palacio de la Costa Azul).

Este amor profundo y sincero, lleno al mismo tiempo de bondad y sumisión, fue minando poco a poco la frialdad inicial de Matilde. Y aunque nunca llegara a enamorarse de su marido, sí llegó a sentir por él un gran afecto. Por ingrata y calculadora que sea una mujer, nunca es insensible a la adoración que se siente por ella. Sobre todo si esta admiración le produce alguna ventaja. Y entre las muchas ventajas que a Matilde le produjo su matrimonio con Andrés, no era tampoco desdeñable la de haberla incorporado al trato social.

Al principio, algunas señoras pacatas se negaron a recibirla considerando que su pasado, demasiado fresco, estaba también demasiado fresco todavía. Pero la personalidad de Andrés se impuso poco a poco, pues tenía justa fama de hombre bueno y honrado a carta cabal. Y el prestigio del señor Fernández actuó como una esponja, que fue borrando en todas las memorias los pecados de su esposa.

Dos años después de su boda, Matilde y Andrés se habían fundido con la sociedad burguesa de la pequeña ciudad. Fueron desde entonces dos reclinatorios más en misa de doce, dos sillas más en las visitas de cumplido, dos cubiertos más en los banquetes del Casino, y cuatro nalgas más en los estrenos del Teatro Municipal.

Formaban parte, en resumen, de ese rigodón social que consiste en ir y venir de un lado para otro, a los acordes del aburrimiento provinciano. No podían permitirse grandes lujos, porque el sueldo del marido era bueno sin llegar a excepcional. Sin embargo no carecían de lo indispensable, y les quedaba un pequeño margen para hacer algún gasto superfluo dos veces al mes.

Por fortuna la muerte del pobre Gutiérrez —que en el fondo era un pelmazo—, había redondeado los ingresos del matrimonio permitiéndole contemplar el porvenir con cierto optimismo.

«Además del abrigo para Matilde —iba pensando Andrés mientras el desvencijado ascensor subía jadeando hacia el ático—, puedo comprar una lavadora a plazos. Y un «Turmix». En realidad no acabo de comprender la utilidad de este chisme diabólico, que tritura todo lo que se le echa por la boca, porque nadie se come los filetes hechos virutas ni las pescadillas hechas puré. Pero está de moda tener «Turmix» aunque no sirva para nada, y nosotros lo tendremos también. ¡No faltaba más!»

* * *

Embriagado por estos sueños de grandeza, que su repentino golpe de suerte le iba a permitir realizar, Fernández llegó al ático. El ascensor se detuvo, como siempre, con un salto brusco que hizo gemir el maderamen del camarín. El pasajero realizó rápidamente todas las maniobras de desembarco, apretó después el botón para que el armatoste descendiese, e introdujo por último el llavín en la cerradura de su puerta.

—¡Matilde! —llamó al entrar en el pequeño vestíbulo.

—¡Matilde! —volvió a llamar mientras colgaba en el perchero su abriguito de entretiempo.

Al no obtener respuesta a ninguna de estas llamadas, pensó:

«Estará en la cocina preparando la cena».

Porque la asistenta se marchaba a las cinco de la tarde. Y aunque la asistenta hacía las faenas más rudas de la casa, comidas inclusive, a la cena había que echarle una mano para calentarla y ponerla a punto.

Pero de la cocina no llegaba el borboteo de ninguna cocción ni el alboroto de ninguna fritanga. La casa estaba silenciosa.

«Es raro —siguió pensando Andrés—, porque Matilde siempre está en casa cuando vuelvo de la oficina».

Al adentrarse por el pasillo, su preocupación desapareció al observar una rendija de luz bajo la puerta del dormitorio. Y con candor de recién casado, avanzó de puntillas para dar un inocente susto a su mujer.

Esta clase de broma estúpida, que consiste en aparecer de pronto ante la persona bromeada dando un gritito, se da con frecuencia entre las parejas que aún conservan la ilusión amorosa. Porque ya se sabe que el amor tiene la virtud de infantilizar a quienes sufren su dulce azote. El gritito provoca un sobresalto en el cónyuge asustado, y la broma se resuelve con una carcajada primero y un beso después.

Buscando este mismo efecto, Fernández abrió bruscamente la puerta del pasillo e irrumpió en el dormitorio gritando:

—¡Hu!…

Pero el grito se extinguió en el aire sin provocar ninguna reacción, porque el dormitorio estaba vacío.

Las luces de la lámpara central, multiplicadas por el triple espejo del tocador, iluminaban los muebles, que nadie había movido de sus emplazamientos habituales. El único indicio de vida que quedaba en el cuarto, era la huella que había dejado un cuerpo al sentarse en el borde de la cama. La colcha quedó arrugada en aquel punto, y aún era visible una ligera depresión.

Andrés, con la broma frustrada en los labios y el estuche del collar en la mano, se detuvo sin saber qué hacer.

—Pero, Matilde… —murmuró—, ¿dónde te has metido?

Casi al mismo tiempo de formularse esta pregunta, observó encima del tocador un rectángulo de papel blanco que contenía la respuesta. Matilde, con el mismo lápiz que empleaba para apuntar los gastos de la casa, había escrito con letra menuda y nerviosa:

Lo siento, Andrés.

Emanuel ha vuelto a buscarme. He tratado de resistir, pero ha sido inútil: le quiero todavía y me marcho con él. Comprendo que para ti será un golpe muy duro. Sin embargo, no hay otra solución. Con el tiempo me olvidarás, estoy segura. Perdóname. Te he dejado preparada la cena en la nevera.

Fue un verdadero milagro que el pobre hombre no perdiera el conocimiento al leer estas líneas. Porque el efecto que le produjo su lectura, se asemejó mucho a la sensación que debe de experimentarse al recibir un tremendo puñetazo en el plexo solar.

Un repentino alelamiento se apoderó de su cerebro. Y aunque seguía sosteniendo el papel ante sus ojos, no fue capaz de releerlo. Los trazos de aquel horrible lápiz ya no formaban palabras, sino garabatos incomprensibles que se movían como lombrices sobre la cuartilla. Esta deformación óptica obedecía a que nuestro desgraciado —sería injusto llamarle héroe—, estaba empezando a llorar y tenía los ojos inundados de lágrimas.

—No… No puede ser verdad… No puede ser verdad… —dijo muy bajito.

Y no fue capaz de decir nada más, porque le vino a la garganta un sollozo fuerte como una arcada. Luego se dejó caer sobre la cama, y rompió a llorar lo mismo que un chico.

Antes había soltado el estuche que llevaba en la mano, que se abrió al chocar contra el suelo dejando escapar el collarcito adquirido con tanta ilusión.

La almohada, contra la cual oprimió su rostro para atenuar el ruido de su llanto, estaba impregnada del perfume de Matilde. De aquel perfume un poco vulgar, pero tan penetrante que se metía en los huesos y daba escalofríos a la medula. Y este recuerdo olfativo acentuó la desesperación de Fernández.

—No puede ser… No… —repitió en las pausas que le permitían sus sollozos.

Mucho después, cuando se le acabaron las lágrimas, dejó de llorar. Entonces dio media vuelta y se quedó inmóvil, mirando al techo con los ojos muy abiertos. Sentía una gran lasitud. Estaba cansado, como si acabara de recorrer una enorme distancia. Y era cierto que la había recorrido con la imaginación, a la fantástica velocidad del pensamiento.

Recorrió en unos instantes todos sus años de matrimonio, desde el «sí» en el altar de la iglesia hasta aquel «no» en el tocador de la alcoba. Los inviernos en casa, las primaveras en el parque, los veranos en el río… Y las noches bajo aquel mismo techo, con los momentos inolvidables en los que él tenía sus ojos en la almohada, y ella los suyos en la lámpara…

Pero todo aquello había concluido. Matilde acababa de cortar los hilos de su felicidad de un brusco tijeretazo, dejándole caer como una marioneta inservible. Y allí, caído en la cama, Andrés pensó:

«¿Qué puedo hacer ahora? La vida ha dejado de interesarme. ¿De qué me sirve el ascenso que acabo de obtener? Sin Matilde, nada tiene sentido. De buena gana me cambiaría por el pobre Gutiérrez, que ya ha dejado de sufrir. ¡Y pensar que hace sólo una hora me alegraba de su muerte! Ahora, en cambio, le envidio. Porque en lugar de ascender en el escalafón, me gustaría descender a la tumba».

Así nació y fue desarrollándose, en la mente de Fernández, el deseo de morir.

Cuando este deseo se fortaleció, vino la segunda fase del proceso mental: la forma de conseguir la muerte. Y en esta fase, como es lógico, surgió la idea del suicidio. Porque éste es el único medio que existe de soltar el lastre de la vida en el momento que nos conviene.

Pero los principios de Fernández le impedían aceptar esta idea, y la rechazó violentamente. No. Él además de ser un hombre bueno por instinto, era católico por educación. Y muy devoto. Todas las noches, antes de dormirse, rezaba con fervor un puñado de oraciones dirigidas a diversos santos que siempre atendían sus súplicas. Y los domingos, al ir a misa, dejaba en los cepillos algunas limosnas e incluso ponía alguna vela. Y durante la Semana Santa, tomaba parte en una procesión con un capuchón negro impresionante.

Su devoción era bien conocida entre los componentes del clero local, que la utilizaban para sus fines piadosos. Andrés, aunque con cuotas modestas porque su sueldo no le permitía despilfarros, pertenecía a diversas congregaciones y colaboraba en numerosas obras benéficas. Más de veinte duros y menos de treinta se le iban mensualmente en estas caridades y atenciones espirituales.

—Pero ¿qué necesidad tienes tú de pertenecer a la Congregación de San Bernardino? —le reñía Matilde cuando llegaba el cobrador con el recibo.

—Ninguna —reconocía él humildemente—. Pero por seis pesetas al mes, ¿por qué no voy a hacerle un favor a un santito tan simpático? A lo mejor, cuando yo muera, intercederá por mí en la corte celestial.

Y pagaba gustoso las seis pesetas, que le daban derecho a usar el escapulario de los congregantes: dos rectángulos de franela roja, grandes como parches porosos anticatarrales, unidos por unos anchos tirantes de cinta morada.

¿Cómo un hombre tan devoto y bondadoso podía pensar en suicidarse? No, de ninguna manera. El marido abandonado deseaba la muerte con toda su alma, pero jamás osaría producírsela. Un pecado tan gordo anularía todos los méritos que fue acumulando durante su vida para ganar las oposiciones al cielo.

Y sin embargo, él sabía que el suicidio era la única solución. Porque resultaba improbable que aquella misma noche pescara una pulmonía que se lo llevara al otro mundo. O que se rompiese la crisma accidentalmente al rodar por la escalera.

La Muerte es malvada y nunca viene cuando la necesitamos. Prefiere presentarse inoportunamente, cuando somos más felices, para chincharnos. La muy cochina es incapaz de hacer una obra caritativa, llevándose rápidamente a los desgraciados como Andrés para que no sufran. Goza quitando de en medio a señores que no desean su visita, porque lo están pasando de rechupete en este valle que es de lágrimas para unos y de cachondeo para otros.

Para el infeliz Fernández era de lágrimas, desde luego, pues volvió a echarse a llorar en cuanto repuso en sus ojos la provisión de líquido. Lloró ruidosamente, sin recato ni vergüenza, como un niño cuando pierde a su mamá. ¿Qué le importaba gemir y gesticular si sabía que estaba solo para siempre en aquel piso silencioso?

Al concluir esta segunda racha de llanto, tenía los párpados enrojecidos y la calva lívida. Parecía un personaje de Kafka, o de algún otro autor torturado de esos que disfrutan haciéndoles la pascua a sus criaturas.

La soledad y el silencio le pesaron de pronto como losas colocadas sobre su pecho. Entonces se levantó de un salto, y fue a abrir la ventana de par en par.

El aire de las montañas, refrescado por los retales de nieve que aún quedaban prendidos en las cumbres, le secó en un momento los churretes húmedos que las lágrimas dejaron en sus mejillas. Con el aire, entraron también en la habitación algunos ruidos callejeros que rompieron el silencio en mil pedazos: el ladrido de un perro, el silbido de un golfo, los anuncios de una radio…

El reloj de una iglesia dio unas campanadas que Andrés no se molestó en contar. ¿Para qué? La división del tiempo ya no tenía ningún valor para él. Su vida se había convertido en una noche monótona e interminable, sin los jalones de ningún horario. ¿Qué le importaba ya cenar a una hora determinada y dormir un lapso de tiempo fijo? Puesto que había perdido el apetito fundamental de vivir, ¿cómo iba a experimentar los apetitos secundarios de cenar y dormir?

El cielo, frente a él, iba trayendo nubes desde muy lejos para hacerse más negro. Abajo, en la calle, los porteros salían de sus cuchitriles y daban un paseíto por la acera para estirar las piernas antes de cerrar los portales.

—Sería tan fácil… —murmuró Andrés mirando hacia abajo—. Con asomarse un poco más de lo debido, iría a reunirme en seguida con Gutiérrez. Pero no. No me dejarían reunirme con él, porque Gutiérrez fue un hombre bueno y murió de muerte natural. Los suicidas, en cambio, van derechos al infierno. Y sin embargo…

Se asomó un poco más, para mirar la calle. Abajo, a una distancia de seis pisos, se extendía la acera cuadriculada en losetas grises. Cada farol estaba plantado en el centro de un círculo de luz.

—Sería tan fácil… —repitió Fernández asomándose más aún.

Y de pronto, oyó una voz que gritaba:

—¡Cuidado, que te vas a caer a la calle!

Se retiró asustado de la ventana. Pero la voz no se dirigía a él: era una madre que, en la casa de enfrente, reñía a un niño que jugaba en el balcón. No obstante, aquella advertencia le hizo desistir de su obstinada contemplación del vacío.

Al cerrar de nuevo los cristales, cesaron los rumores callejeros y el marido burlado volvió a sentirse oprimido por la soledad. El mensaje de despedida de Matilde había ido a parar sobre la alfombra, a los pies de la cama. Cerca del collar que ya nadie se pondría.

«Si algo me ocurre —pensó recogiendo el papel del suelo—, esto los ayudará a comprender lo ocurrido».

Y se guardó el papel en el bolsillo. Apagó después la luz del dormitorio y se fue del piso tal como estaba, a cuerpo, sin coger del perchero su abrigo de entretiempo.

Al llegar a la acera, optó por alejarse todo lo posible del centro de la ciudad. En la zona más concurrida, corría el riesgo de tropezar con algún conocido que le dijera:

—¡Caramba, don Andrés! ¿Qué hace usted en la calle a estas horas?

Y él, que era incapaz de decir una mentira, tendría que contestar:

—Es que mi mujer acaba de fugarse con otro hombre y no me apetece estar solo en casa.

Llegó a la gran Avenida del Ensanche sin cruzarse con ningún peatón. Los serenos del barrio, sabedores de que sus inquilinos sólo trasnochaban los sábados, mataban el tiempo en una taberna que había en el chaflán de la Plaza Grandota. Al final de la avenida se veía la masa negruzca de la estación, un edificio viejo y destartalado, deslucido por el humo de todas las locomotoras que se habían detenido en la ciudad.

Y Andrés oyó el silbido de un tren que se alejaba. Un silbido angustioso y desgarrador, que al oírlo ponía un nudo en la garganta.

«¿Por qué no pondrán a los trenes unos pitos más alegres? —pensó sin querer—. Viajar no es una tragedia que deba anunciarse con esos quejidos lastimeros».

Y al concluir este pensamiento, lo empalmó con este otro:

«Puede que en ese tren se haya marchado Matilde con su amante».

Con lo cual, nuevas lágrimas asomaron a sus ojos.

«No —las detuvo el cuitado secándolas con su pañuelo—. En la calle, no».

Renunció a llegar hasta la estación, que le recordaba la huida de su mujer, y anduvo un buen rato sin rumbo fijo.

Cuando quiso darse cuenta había llegado a las obras del Paseo de Circunvalación, proyecto paralizado hacía muchos años por escasez del presupuesto municipal. Deambuló entre las pirámides de cascotes y los montones de arena, tropezando en los desniveles de la calzada sin pavimentar, hasta llegar a la confluencia del proyecto con la carretera de Madrid.

Por aquel punto y a aquella hora, pasaban en dirección a la capital muchos camiones con víveres destinados a aplacar el apetito del insaciable estómago madrileño. En pocos minutos, cruzaron frente a Fernández cuatro mastodontes mecánicos que formaban el «menú» de una comida completa: el primer camión transportaba verduras variadas; el segundo, pescado del Cantábrico; el tercero, carne de ternera, y el cuarto fruta. Tres platos y postre.

La caravana de camiones tomaba allí una curva con gran estrépito de ejes, ballestas y cubiertas, y se perdía después en una larga recta que apuntaba al corazón de Madrid.

«Tampoco esta solución sería difícil —pensó Andrés—. Si yo atravesara la carretera atolondradamente, y me atropellase un camión…»

Sencillísimo, en efecto, pues todos los días la prensa dedicaba una columna a los numerosos accidentes ocurridos durante la jornada anterior, y la muerte de Fernández ocuparía un par de líneas en la luctuosa sección. Pero aunque era fácil dar los pasos necesarios para conseguir este desenlace, a él le resultaba imposible saltar el muro de principios que le detenía al borde de la carretera.

—¡Oh, San Bernardino! —exclamó juntando las manos y mirando al cielo—. ¡Escúchame, por favor! Necesito que me ayudes, como yo te ayudé a ti. Porque recordarás que gracias a mí existe tu congregación en esta ciudad. Al principio nadie creía que tuvieras influencia en las filas de tus congregantes. Yo fui el primero que me enrolé, y me enorgullezco de poder exhibir el escapulario número uno. Mi actitud animó a los indecisos, gracias a lo cual hoy puedes presumir de tener aquí una Congregación que para sí la quisiera el mismísimo San Pedro.

»Pues bien, San Bernardino: favor por favor. Échame una mano, te lo suplico. Si tú no puedes, porque mi problema no es de la incumbencia de tu negociado, intercede por mí a tus colegas del santoral.

»No necesito explicarte lo que me ha ocurrido, porque una de las ventajas de ser santo es que lo sabéis todo sin que os lo cuente nadie. Y sabrás también que después de mi desgracia, no tengo valor para seguir viviendo.

»Puedes llamarme cobarde si quieres, pero sería más justo que me llamaras lo que en realidad soy: un pobre hombre. Un empleadillo modesto, que acaba de perder su única razón de existir. Un desgraciado que carece de energía para seguir soportando la carga de la vida. ¿Qué culpa tengo yo de no ser un héroe? Nací para ser poquita cosa, y poquita cosa he sido siempre. Cuando yo desaparezca del mundo, nadie lo notará. Ni siquiera en mi oficina me echarán de menos. Al contrario: todos mis compañeros se alegrarán, porque mi vacante los hará ascender un peldaño en el escalafón.

»Atiende mi súplica, San Bernardino. Compadécete de este infeliz, que ni siquiera puede contener las lágrimas mientras te reza. Porque yo no puedo seguir viviendo, te lo aseguro. Pero soy un buen católico y no quiero hacer ninguna barbaridad.

»Éste es el favor que quiero pedirte: ¿no habría algún medio para que yo pudiese abandonar este mundo sin necesidad de suicidarme?

»Ya sé que es difícil, y no creo que haya precedentes de una petición así en los archivos celestiales. Sin embargo, considera mi caso; examina mi ficha en esos mismos archivos, y verás que es la única solución a mi problema. En la ficha leerás que toda mi vida me esforcé en hacer el bien, dentro de mis humildes posibilidades.

»La única mala acción que recuerdo haber cometido, fue darle cincuenta céntimos a un pobre en lugar de una peseta.

»Ya sé que estoy a mil leguas de ser un santo como tú, Bernardino, porque si lo fuera tendría el temple y el coraje de seguir viviendo con mi tragedia a cuestas. Pero malo no soy. Un malo no te pediría llorando, como yo lo estoy haciendo, que le saques de este mundo sin manchar su conciencia. Un malo se suicidaría pegándose un tiro en los sesos, y se quedaría tan fresco. Pero yo creo en ti, San Bernardino, a pesar de que has hecho poca publicidad en la Tierra y casi nadie te conoce. Yo te creo capaz de hacer hasta milagros, si llega el caso.

Y cayendo de rodillas en la cuneta de la carretera, don Andrés concluyó su oración implorando:

—¡Ayúdame, San Bernardino! ¡Ayuda a este pobre hombre abandonado, que desea morir sin pecar!

Coincidiendo con su última palabra, un rayo de luz perforó las tinieblas de la noche y fue a caer sobre la calva de Fernández.

Pero no era un resplandor sobrenatural que venía del cielo, sino el faro de otro camión que venía por la carretera.

El pobre hombre se levantó del suelo y, después de secarse una vez más las lágrimas que derramaban sus ojos, se alejó de allí.

Bordeando la ciudad por un trozo de campo, que el Ayuntamiento llamaba pomposamente «zona verde», llegó hasta el río. El pretil en aquel punto era muy bajo y resultaba comodísimo para los suicidas. Bastaba levantar un poco la pierna, inclinar el cuerpo hacia delante, y a los pocos segundos se oía el ruido del chapuzón.

El río, con el préstamo de agua que le hicieron las montañas al liquidar sus existencias de nieve, bajaba caudaloso y presumiendo de importante vía fluvial. Incluso se permitía el lujo de rugir al chocar contra los islotes y pedruscos de su lecho, formando remolinos y haciendo toda clase de piruetas.

—¿Lo ves, San Bernardino? —volvió a murmurar Fernández mirando al cielo, sobre el cual iban espesándose las nubes—. Si yo no fuera católico y apostólico (romano no creo que sea, porque nací en la provincia de Soria), podría ahogarme en estas aguas turbulentas. Sería cuestión de muy pocos minutos, pues siempre viví tierra adentro y no tengo ni la menor idea de nadar. Sin embargo, ya ves: me contengo porque sé que mi vida es de Dios, y no puedo devolvérsela hasta que Él no me la pida. Pero ¡por favor! Procura que me exija cuanto antes la devolución de este insoportable préstamo.

El caudal del río, teñido por la noche, semejaba asfalto líquido que corría a resolver el problema de las carreteras nacionales. Pero no. Era agua, y gracias. Agua que, por el cauce de aquel afluente, iba a engordar una vena hidrográfica que escapaba intacta de nuestro territorio para que la aprovechasen los portugueses.

Pero a Fernández no le importaban estas cuestiones de aprovechamiento acuático. El río era para él una tumba amplísima, en la que depositar la pesada carga de su vida. ¡Lástima que su formación moral le impidiese utilizarla!

Las nubes que el viento había ido concentrando sobre la ciudad, empezaron a soltar una lluvia fea y grosera. Gotas gruesas, ordinarias por su tamaño excesivo, comenzaron a reventar en la piedra del pretil con ruido de papirotazo. Caían irregularmente, sin la uniformidad y finura que caracterizan a las lluvias del Norte. Porque en las provincias cantábricas llueve bien. La lluvia cae con ritmo y elegancia formando una cortina que tamiza el paisaje, dándole tonalidades grisáceas y plateadas. Allí los chaparrones empiezan con gotitas menudas, como la amorosa regadera de un jardinero, y terminan con un suave sirimiri que se deja llevar por el aire como el polvillo esparcido por un pulverizador.

En las tierras del interior, que se llaman «de secano» porque sería demasiado duro llamarlas «de sequía», llueve mal. La lluvia no es un ornato y una riqueza, sino una calamidad. Las nubes sueltan su carga como los aviones sus bombas: para hacer el mayor daño posible. El chaparrón ametralla los campos, tronchando los tallos y desnudando a las flores de sus pétalos. Acribilla la tierra lo mismo que perdigonadas, ahogando a las semillas con mucha más agua de la que pueden tragar.

Los goterones, zafios y brutales, tamboreaban en la calva de Andrés, aumentando con el tamboreo la confusión que reinaba en el interior de su cráneo.

«Tendré que volver a casa» —pensó, subiéndose el cuello de la americana para proteger su cogote de los regueros que la lluvia enviaba desde su calva.

Porque Fernández era un pobre hombre. Y a los pobres hombres, cuando les sorprende un chaparrón en la calle y no llevan gabardina, sólo se les ocurre regresar a sus casas para protegerse de la mojadura. Aunque tengan que hacer algo muy importante. Aunque salieran con intención de cometer un suicidio o un asesinato. La lluvia los asusta, como al diablo el signo de la cruz o al conejo los faros de un coche. Son seres tímidos, que jamás consiguen liberarse de los pequeños terrores de su infancia: el catarro que produce andar con la ropa mojada por un aguacero, el peligro de refugiarse bajo un árbol durante una tormenta, el corte de digestión motivado por bañarse después de comer…

Andrés, azotado por la lluvia, emprendió el regreso hacia su casa con un trotecillo ridículo, aburguesado y cobardón. Cuando estuvo dentro del casco urbano, avanzó buscando protección bajo las cornisas y salientes de las fachadas para mojarse lo menos posible. Y cuando quiso darse cuenta, estaba a la puerta de su casa.

—¡San Bernardino! —murmuró mientras abría el portal con su llavín—. ¡Ayúdame, te lo suplico! Estoy seguro de que no resistiré la soledad que me espera arriba. No soy tan fuerte como tú, y haré seguramente una barbaridad que me mandará al infierno.

Entró en el camarín del ascensor y oprimió el botón del ático.

El viejo armatoste despegó de un salto acompañado de un gemido, como si al apretar el botón Andrés le hubiese tocado en una zona dolorida. El gemido se transformó después en un bronco estertor procedente de las tripas chatarrosas de la maquinaria, que hizo trepidar las maderas del encristalado cajón en que se hallaba metido el pasajero.

Fernández sintió escalofríos y no pudo reprimir varios estornudos. Sin duda la salida sin abrigo, el viento serrano, muy fresco todavía, y la mojadura final, le habían hecho pescar un catarro formidable. O quizá una pulmonía.

«Sí —pensó Fernández—. Algo serio debe de ser, porque no me encuentro bien. Me parece que tengo fiebre. Siento una gran debilidad, como si fuera a desmayarme… ¿Será que San Bernardino ha escuchado mi plegaria y quiere ayudarme?… No, qué tontería… Es un poco de fiebre nada más… Todo me da vueltas… Y tengo la impresión de que el ascensor sube más de prisa que de costumbre… A una velocidad fabulosa… Sin embargo, pese a su rapidez, no comprendo por qué tarda tanto en detenerse en el ático… Hace mucho rato que deberíamos estar allí… Los oídos me zumban de tal modo, que no puedo oír el traqueteo del camarín ni el zumbido del motor… Pero ¿qué me ocurre, San Bernardino? ¿Por qué me parece que he dejado de respetar las leyes de la gravedad y que floto en una atmósfera más ligera?… Las sienes me arden y sigo sintiendo escalofríos…»

Poco después, el ascensor se detuvo. Fernández, haciendo un esfuerzo para vencer el malestar que sentía, abrió las puertas para salir.

Fuera, una luz extraña y tenue iluminaba el borroso contorno de una nube.

Andrés salió del camarín con paso vacilante.

Y un ángel salió a recibirle.