JULIA ES DURA DE PELAR

LUNES

¡Cómo envidio a los maridos de las grandes capitales! Ellos, cuando quieren asesinar a sus mujeres, disponen de diversos medios y oportunidades para llevar a cabo sus propósitos con eficacia e impunidad.

En las ciudades populosas abundan las ocasiones de simular un accidente mortal: un empujoncito insignificante al paso de un autobús, una llave de gas que no cierra bien, un aumento en las dosis del barbitúrico que ella acostumbra a tomar por las noches para dormir… Y la pelmaza queda eliminada limpiamente, sin que su fallecimiento tenga más repercusión que un par de líneas en la larga crónica de sucesos de los periódicos.

¿A quién le preocupa una difunta más o menos en una capital, donde mueren violentamente todos los días varias docenas de personas?

El tráfico, el desprendimiento de cornisas, las intoxicaciones producidas por ingestión de alimentos deteriorados, las quemaduras por súbita inflamación de infiernillos y bombas de butano… Una interminable lista de fatalidades accidentales causa una crecida mortandad diaria en la que puede deslizarse una víctima más sin que a nadie le choque.

Así da gusto.

La independencia de que gozan los matrimonios al vivir en esas casas grandes como colmenas, también favorece al marido que desea activar la viudedad por sus propios medios. Allí, metidos en habitáculos no mucho mayores que las celdillas de un panal, cada cual se dedica a resolver su propia vida privada sin meterse en la de los demás. No existe el obstáculo que supone la curiosidad y el chismorreo del vecindario, que tanto entorpece la labor de un aspirante a viudo.

¿A quién puede inquietarle, en un conglomerado de cien vecinos, un grito de mujer que suena por la noche en el inmenso patio colectivo? ¿Quién notará la ausencia demasiado prolongada de doña Josefa, casada con el inquilino del piso «sexto-centro-izquierda-letra C»?

Así da gusto, repito, y un marido puede tomar la decisión de deshacerse de su cónyuge con muchas probabilidades de no tener disgustos con la justicia.

Fuera de las grandes capitales, sin embargo, no existen estas facilidades para enviudar de golpe y porrazo. Y a medida que disminuye el perímetro de un casco urbano, la dificultad aumenta.

¡En Esparragorrieta, por ejemplo, quisiera yo ver quién es el guapo que mata a su esposa sin que se le caiga el pelo! Porque yo, que no soy ningún cobarde, llevo más de un año deseando matar a la mía. Y no me atrevo, la verdad.

Estas cosas, que en las urbes superpobladas las hace tan campante cualquier mindundi, achantan horrores en las pequeñas ciudades provincianas. Y más aún cuando estas pequeñas ciudades pertenecen a alguna provincia norteña.

Porque en el Norte, la gente es más formal, no sólo para trabajar, sino también para matar. Semejantes virtudes, llamémoslas así, se acentúan en las provincias vascongadas, a las que pertenece la muy noble villa de Esparragorrieta.

Muy noble y muy aburrida también, pues la gente es tan religiosa que consulta con el confesor antes de ver una película de Brigitte Bardot. Y el que la ve sin consultarlo previamente, se confiesa después de haberla visto.

Tampoco hay bailes dominicales de chicos y chicas —«¡vade retro, cha-cha-chá!»—. Y los mozos desahogan sus ansias de diversión en los dos frontones locales, dando rabiosos meneos a las pelotas.

Todo el que haya ido alguna vez a veranear junto al Cantábrico, ha pasado por Esparragorrieta. Aunque no lo recuerde, debido a que todos procuramos olvidar las cosas más desagradables de los viajes, estoy seguro de que pasó.

Es un pueblo grande y triste, hundido en una profunda garganta y abrumado por montañas altísimas que le roban a diario dos horas de sol. Humedece esa garganta la saliva de un río, cuyo cauce parte al pueblo por la mitad y de cuyas aguas se nutren varias fábricas de variados productos.

Estas fábricas, aunque no muy grandes de tamaño, son en cambio enormemente feas de aspecto. No falta en ellas ni un solo detalle para realzar su fealdad: tejas ensuciadas por toda clase de humos, cristaleras en las que alternan los cristales ennegrecidos con otros rotos y remendados con tiras de papel…

Y sobre todo, paredes cubiertas de letras gigantescas, para que se lean bien desde la carretera general. Como si a los automovilistas que transitan por ella pudiera interesarles saber que, detrás de aquellos muros, el señor Ochandarena y Compañías fabrica tubos forjados; o que los Hijos de Lerchundi construyen pequeños sarcófagos de hojalata, para dar sepultura a las sardinas pescadas en el litoral.

Si algún día tengo la desgracia de que este diario secretísimo caiga en manos de alguien, el que lo lea se preguntará por qué diablos vivo en este poblachón si lo encuentro inmundo desde todos los puntos de vista. Y la razón es muy sencilla: porque una de esas fábricas, tan cochambrosa y deprimente como todas sus compañeras, es mía. Hago constar que la heredé de mi padre, pues a mí nunca se me hubiera ocurrido enterrar el esfuerzo de toda mi vida en esa tumba, en cuya fachada llena de churretes puede leerse mi apellido como en el frontispicio de un mausoleo familiar adquirido a perpetuidad:

«GOROSTIZA CLAVAZÓN»

No se trata, aunque lo parezca, de un apellido compuesto, sino de una jugarreta que me han gastado las pertinaces lluvias vascas al borrar un grueso punto negro que separaba ambas palabras. Este punto, lavado por los chaparrones, ponía las cosas en su sitio y evitaba las actuales confusiones: dividía el «Gorostiza», que es mi apellido, del «Clavazón», que es el producto de mi fábrica.

Aunque parezca una tontería fabrico clavos, y gano con esta industria bastante dinero. He aquí el motivo de que me haya resignado a vivir en Esparragorrieta, pese a que para mi gusto es un sitio inhabitable.

Pero oigo en este momento la voz penetrante de Julia, mi mujer, que me grita desde el comedor:

—¡Baja, Arturo! ¡La cena ya está en la mesa!

—¡Ya voy! —respondo con un gruñido.

Ahora dejaré de escribir, guardaré este «Diario» bajo siete llaves, e iré a sentarme en la mesa frente a ella. Y cuando empiece a cenar, la observaré con disimulo por encima de mi cuchara pensando rabiosamente:

«¡Ya no aguanto más! ¡Tengo que encontrar algún sistema para deshacerme de esta pelmaza!»

MARTES

Sigo dándole vueltas al asunto, pero no se me ocurre nada con suficientes garantías de impunidad.

Leo envidioso en los periódicos esas breves noticias de París, Londres y Nueva York, que dan cuenta del fallecimiento accidental de mujeres casadas.

Unas se carbonizan al incendiarse su casa, otras se electrocutan al enchufar una plancha, otras se despanzurran al caer a la calle cuando estaban limpiando los cristales de una ventana…

Pero yo veo la verdadera causa de esos accidentes: veo, escondidos detrás de la noticia, maridos tan hartos de sus esposas como yo de la mía.

Los veo arrojando una colilla encendida en el colchón sobre el cual ella duerme profundamente, después de haber tomado su pastilla de somnífero.

Los veo manipulando en las tripas de la plancha eléctrica, para provocar el cortocircuito mortal en cuanto sea enchufada.

Los veo aproximándose por la espalda a la esposa que limpia los cristales, para darle ese leve empelloncito que la hará perder el equilibrio y caer por la ventana…

Los veo, sí, escudados en la indiferencia de varios millones de conciudadanos, que viven demasiado absortos en sus propios problemas para preocuparse de lo que hacen los demás. Y me tiro de los pelos —cuando nadie me ve, claro está—, al no poder utilizar ninguno de estos trucos.

Porque con Julia fallarían todos.

Imposible provocar un incendio mientras duerme, porque tiene un sueño muy ligero y un olfato finísimo. El crepitar de una llama bastaría para despertarla, y su nariz detectaría el olor a chamusquina con antelación suficiente para evitar el siniestro.

Tampoco me serviría preparar los cables de la plancha para intentar electrocutarla, porque en casa tenemos dos criadas y Julia no tiene que molestarse en manejar ningún chisme electrodoméstico.

Por la misma razón me resulta imposible tirarla por la ventana, pues jamás ha cogido un trapo para limpiar ningún cristal. Además, aunque lo cogiera, de nada serviría: nuestra casa es un chalé de dos plantas, y la caída desde cualquiera de sus ventanas sólo provocaría a la víctima un chichón en la cabeza o la torcedura de un tobillo.

¡Nuestra casa! Mi pirámide la llamo yo, pues la mandé construir como un faraón para enterrarme en ella cuando me casé. No es tan grande como uno de esos monumentos funerarios egipcios, ni tiene tampoco la forma piramidal. Pero las piedras de sus muros pesan sobre mi vida como las de Keops sobre los restos faraónicos.

Y para que me resulte más pesada todavía, ¡se llama «Villa Julia», como la mujer que detesto! La culpa de que se llame así la tuve yo, que la bauticé con ese nombre cuando aún estaba reciente y caliente nuestra luna de miel. No quiero decir con esto que en aquella época estuviera locamente enamorado de mi mujer, porque no lo estuve nunca. Pero el desgaste de las primeras noches que pasamos juntos me había debilitado, predisponiéndome a hacer esa concesión sentimental de poner a mi cárcel el nombre de mi carcelera.

Diez años y un día, lo que dura una condena por haber cometido un delito gordo, han transcurrido desde que ingresé en «Villa Julia». Y mi encierro será a perpetuidad, si no encuentro el medio de romper esta cadena perpetua matrimonial a que fui condenado por el cura.

Pero no le culpo al cura, puesto que me entregué voluntariamente. Una serie de cálculos me llevaron a la conclusión de que casándome con Julia Oyarzábal haría un negocio excelente, puesto que el padre de ella era fabricante de herramientas y yo tenía una fábrica de clavazón.

«Con la ayuda de los martillos de Oyarzábal —razoné—, los clavos Gorostiza penetrarán más profundamente en el mercado nacional».

Este razonamiento me impulsó a cortejar a Julia. Y como la chica era ingenua —¿qué remedio le quedaba, si la pobre siempre había sido feúcha?— se tragó los tejos que le lancé.

Mi boda, por lo tanto, fue en realidad una ampliación de mi industria. Gracias a este enlace, a las ferreterías que compran diez docenas de clavos Gorostiza, se les regala un bonito martillo Oyarzábal. Con lo cual la producción de ambas fábricas, desde que se unieron en nuestro lecho nupcial, aumenta progresiva y considerablemente.

Pero no tardé en darme cuenta del gravísimo error que había cometido. Para conseguir esta prosperidad de mis negocios, arruiné del todo mi vida privada. Tuve la mala suerte de que Julia fuera una mujercita muy afectuosa y pegajosa, con lo cual empecé a pasar unos malos ratos insufribles.

Mucho más desagradable que amar sin ser correspondido, es vivir con una persona que nos ama y a cuyo amor no correspondemos. Y si se vive en Esparragorrieta, mucho peor. Porque en las ciudades, por pequeñas que sean, siempre queda el recurso de inventar un pretexto para huir momentáneamente de esa empalagosa adoración: una cena de negocios, una tertulia en el café con los amigos, un acto oficial…

Pero en Esparragorrieta, no.

En este poblachón las cenas de negocios tienen que celebrarse en el domicilio del interesado, porque no hay más restaurante público que un tabernucho en las afueras, a orillas de la carretera general, donde sólo para algún camionero novato que nunca probó sus groseros guisotes.

Tampoco es posible pretextar una tertulia de amigos, porque no está bien visto en el pueblo que las personas decentes y laboriosas pierdan su tiempo en el café.

En cuanto a actos oficiales que permitan a un marido separarse durante algunas horas de su mujer, hace tiempo que no se celebra ninguno en la comarca. Hará unos ocho años que tuvo lugar la celebración del último, que consistió en el entierro del alcalde saliente, seguido de un banquete al alcalde entrante.

Es fácil imaginar lo que habré sufrido desde entonces sin salir de casa, condenado a Julia perpetua. Y eso que la pobre es buena, dócil y servicial. Eso no se le puede negar. Pero es también ñoña, fea y monótona. Y aunque su ñoñería no ha empeorado desde que la conocí, manteniéndose al mismo nivel de los primeros tiempos, su fealdad aumenta sensiblemente con los años.

Añádase a esto que la infeliz nunca fue muy inteligente —yo calculo que toda su masa encefálica cabe con holgura entre las valvas de un mejillón—, y se comprenderá que cada día me resulta más difícil soportarla.

No obstante, la muy desgraciada, que no sospecha mis intenciones de acortar su porvenir, continúa ocupándose de atenderme con una solicitud exasperante:

—Abrígate bien, Arturo, que hoy hace frío…

—Coge el paraguas, Arturo, que va a llover…

—Mastica bien, Arturo, que te vas a atragantar…

—Vamos a misa, Arturo, que hoy es domingo…

Y así todos los días, a todas horas, me repite los mismos tópicos con su voz monocorde y machacona. No exagero ni pizca. Ya está ahí otra vez, al pie de la escalera, llamándome como todas las noches:

—¡Baja, Arturo, que la cena está en la mesa!

«¿Cuándo lograré dejar de oír esa voz odiosa?», pienso mientras grito sin poder ocultar del todo mi irritación.

—¡Ya voy, Julia!

MIÉRCOLES

Anoche tuve una pesadilla deliciosa. Tan deliciosa que, en lugar de «pesadilla», yo la llamaría «ligerilla».

Me desperté de madrugada suavemente, bañado en un sudor frío y agradable. Había soñado que Julia iba andando por uno de esos extraños terrenos, blandos y algodonosos, que sólo existen en los sueños.

Yo la seguía a poca distancia, sin que ella lo advirtiera.

Estábamos solos en una inmensidad verdosa, que se prolongaba hasta un horizonte mucho más distante que el de los paisajes reales.

Nadie podría ver lo que allí ocurriera, puesto que nuestra soledad era absoluta. Ni siquiera había pájaros. Ni plantas.

Y lo que ocurrió fue que, aproximándome a Julia por la espalda, le puse una zancadilla.

Ella dio una voltereta en el aire, como los conejos cuando son alcanzados por una perdigonada, y cayó patas arriba dándose en la cabeza un golpe mortal.

El placer que experimenté entonces fue tan intenso, que me despertó. Y al abrir los ojos en la oscuridad de mi cuarto, me llevé un gran disgusto al comprobar que había estado soñando.

«¡Claro! —me dije decepcionado—. Debí suponer que estas soluciones a todos los problemas, tan maravillosamente fáciles, sólo se encuentran en los sueños».

Sólo en sueños, en efecto, era posible suponer que bastaba una simple zancadilla para eliminar a Julia. Porque ese procedimiento lo he intentado ya un par de veces estando bien despierto, y fracasé rotundamente.

El primer intento lo realicé en la primera planta de nuestra casa, junto a la escalera, cuando mi mujer se disponía a iniciar el descenso. Me las compuse para situarme a sus espaldas, y conseguí zancadillearla dando a mi zancadilla la apariencia de un tropezón fortuito. Pero ella, que tiene unos reflejos endiabladamente rápidos, logró asirse con fuerza al pasamanos y evitar la caída escalones abajo.

—Por poco me rompo la crisma —dijo Julia, recobrando la posición vertical.

«No caerá esa breva», pensé yo mientras me disculpaba por haber tropezado con ella.

La «breva», efectivamente, no cayó en aquella ocasión. Ni en la siguiente.

Esta segunda intentona la realicé fuera de casa, en un paraje ideal para hacer caer a la breva más dura con la completa seguridad de que jamás volverá a levantarse.

Me refiero al «Mirador del Pelotari», plataforma natural situada en la cumbre de la Peña Maitea.

Como las distracciones no abundan en Esparragorrieta, los esparragorrietarras subimos a esa peña con frecuencia para ver el panorama y respirar aire puro. El panorama ya nos lo sabemos de memoria; pero la pureza del aire siempre viene bien para secar un poco nuestros pulmones, encharcados por la humedad del pueblo.

El mirador, que se llama «el Pelotari» por estar al borde de un acantilado tan liso y vertical como la pared de un frontón, no tiene más defensa que una balaustrada rústica hecha con troncos delgaditos. Yo he calculado que esta balaustrada, medio podrida a consecuencia de las lluvias que azotan la cumbre, cedería sin dificultad si un cuerpo chocara contra ella. Y para verificar la exactitud de este cálculo, decidí hacer el experimento con el cuerpo de mi mujer.

En una de nuestras múltiples excursiones a Peña Maitea, aprovechando un instante en que tanto Julia como yo nos hallábamos en las posiciones propicias, volví a zancadillearla con la misma habilidad que la primera vez.

No lo digo por presumir, puesto que escribo este «Diario» para mí solo, pero la zancadilla fue perfecta: al tropezar con el pie mío que introduje entre los dos suyos, Julia perdió bruscamente la verticalidad y fue a caer con todo su peso sobre la frágil balaustrada.

Pude observar cómo los troncos se cimbreaban al recibir la carga del cuerpo, y oí los crujidos que emitía la madera anunciando su rotura inminente. Pero esa maldita pelmaza, dando una prueba de elasticidad impropia de su vida sedentaria, se contrajo como un muelle y logró enderezarse antes de que la balaustrada se partiese.

—¡Cielo santo! —exclamó, poniéndose bastante paliducha—. ¿Te imaginas lo que me hubiera ocurrido si estas maderitas no me aguantan?

—Sí —dije yo con demasiada sinceridad, pues llevaba mucho tiempo imaginándomelo con todo detalle.

Como el fracaso de mi plan me había producido cierta irritación, añadí con rudeza:

—Eso te pasa por no mirar dónde pisas.

—¡Pero si has sido tú el que ha metido un pie entre los míos! —protestó ella con cierto reproche.

—Entonces —rectifiqué apresuradamente—, eso te pasa por no mirar dónde piso yo.

Como lo dije en un tono tan seco y rotundo, Julia quedó convencida de que la culpa había sido suya. ¡Y hasta me pidió perdón por no haber sabido eludir la zancadilla que yo le había puesto!

Tragué toda la bilis que me produjo esta reacción estúpida, y renuncié a seguir zancadilleándola. Porque está visto que, además de tener una suerte imponente, mi mujer es ágil y veloz como una liebre. Y aunque es tonta de capirote, su capirote no le tapa los ojos hasta el punto de no entrar en sospechas si las zancadillas vuelven a repetirse.

Cuando renuncié a este sistema al comprobar su ineficacia, puse en práctica otro que podría llamarse «zancadilleo indirecto».

Consistía mi idea en sembrar de materiales resbaladizos los caminos recorridos habitualmente por Julia, con el fin de que resbalara al pisarlos y se produjera el anhelado golpazo mortal. Coloqué con este objeto cáscaras de plátano en los senderos del jardín, y pastillas de jabón en el fondo de la bañera. Ambas cosas tienen fama de ser excelentes agentes provocadores de caídas, contando en su historial con un número considerable de víctimas. Los resbalones en la calle por cáscara de plátano, o en la ducha por pastilla de jabón, han causado en el mundo tanta mortandad como la primera guerra europea.

Pero el cráneo de Julia debe de ser más duro que el casco de un soldado alemán, pues ni las cáscaras ni los jabones lograron perforarlo. A pesar de que en la segunda caída que sufrió, al ducharse, estuvo a punto de partir con la nuca un grifo.

¡Es dura de pelar, caramba! Y tengo que librarme de ella cuanto antes, porque Begoña se impacienta.

JUEVES

Hoy, una vez más, Begoña me ha hecho una escena tremenda. Yo acababa de dictarle unas cartas en mi despacho de la fábrica, y al concluir el dictado me aproximé para besarla en el cogote. Como de costumbre.

Otros jefes, según he visto en las páginas publicitarias de los periódicos, aprovechan las pausas en el trabajo para fumar un cigarrillo de una marca determinada. Yo, en cambio, en los descansos de mi jornada laboral, me digo:

—Ahora es el momento de besar en el cogote a Begoña.

Y la beso, sin que mi secretaria oponga habitualmente ninguna resistencia.

Porque nos amamos. Yo, desde hace más de un año, estoy loco por ella. Y ella me corresponde, aunque con reservas. Con muchas reservas, pues nunca me ha permitido traspasar la frontera del cogote. Y esto hace crecer mi locura, hasta alcanzar las cimas de la desesperación. Porque el beso no es más que un agradable aperitivo, que abre el apetito para ingerir el plato fuerte del banquete amoroso. Y no sólo de aperitivos se nutre el hombre. Pero Begoña es decente, como todas las muchachas esparragorrietarras, y me encuentro en la triste encrucijada de estos dos caminos: ni la tomo, ni la dejo. Y sigo aguantando escenas tan desagradables como la de hoy.

Porque hoy, antes de que mis labios alcanzaran su cogote para depositar en él uno de mis acostumbrados besos, Begoña se retiró dando un respingo, dejándome con la boca en forma de «o».

—No, Arturo —me dijo—. Esto tiene que terminar. No podemos seguir así.

—¿Cómo? —pregunté extrañado, aprovechando que tenía la boca en forma de «o».

—Debes comprenderlo. Tú eres un hombre casado, y yo una chica formal. ¿Qué porvenir nos espera?

—Todo cambiará, ya verás —traté de tranquilizarla.

—No sé cómo —rebatió ella—. ¿Lo sabes tú acaso?

—Todavía no —admití—. Pero te prometo que lo sabré muy pronto.

—¡Qué estupidez! ¿Cómo puedes llegar a saber el porvenir? ¿Eres pitoniso?

—No, cariño —dije con dulzura, añadiendo después con cierto misterio—: Pero hay veces en que el porvenir depende de uno mismo. Ciertos obstáculos, por ejemplo, pueden desaparecer si uno se lo propone.

Begoña no captó la macabra insinuación que contenían mis palabras, y yo no quise ser más explícito para que la captara. Es tan inocente, que se horrorizaría si supiera a quién me refiero al hablar de «obstáculos» y de qué modo radical me propongo eliminarlos. Porque ésta será la única forma de que podamos unirnos y ser felices para siempre.

Begoña apareció en mi vida cuando yo estaba a punto de ahogarme en un pozo de aburrimiento. Julia había alcanzado un grado de insoportabilidad difícil de superar, y las montañas que rodean el pueblo se me caían encima aplastándome el ánimo. La benigna neurastenia que siempre padecí desde que me casé, se me agudizó hasta producirme dolor físico. Y empecé a perder el apetito, síntoma de suma gravedad en un vasco como yo. Porque cuando un vasco pierde las ganas de comer, es señal de que está perdiendo el deseo de vivir.

Fue en ese momento crítico cuando conocí a Begoña.

Una oportunísima pulmonía doble, complicada con una pleuritis crónica, se llevó al otro mundo a mi secretaria anterior. Al principio lo sentí, porque la señorita Isabel formaba parte de la herencia que recibí de mi padre. (Junto con la fábrica de clavos, como un clavo más, me legó también a esa mujer seca y huesuda que había sido su secretaria durante más de quince años). Pero en seguida me alegré, cuando vi a la sustituta que eligió el jefe de personal para ocupar la vacante.

La elección de Begoña no fue justa, pues en el departamento administrativo de la fábrica había empleadas más antiguas, más expertas, y con más derecho, por lo tanto, a cubrir esa plaza. Pero Begoña, en cambio, era sobrina del jefe de personal. Y el requisito del parentesco, en los escalafones españoles, es a veces más valioso para ascender que la antigüedad y la experiencia.

En mí, habituado al espantapájaros con faldas que ocupó hasta entonces mi secretaría, la aparición de aquella muchacha actuó como un estimulante de mi capacidad laboral. Empecé a entrar más temprano a mi despacho y a salir más tarde. Nunca hasta entonces había experimentado tanto placer dictando aquella árida correspondencia con mis clientes, cuyo argumento era el más antipoético que un escritor puede elegir: la ferretería.

Ver a Begoña frente a mí era un espectáculo tan agradable, que no dejé ni una sola carta sin contestar y dicté otras muchas que en realidad no hacían ninguna falta. Supongo que toda mi clientela debió de quedar gratamente sorprendida de mi amabilidad epistolar, pues no es frecuente que hasta de los pedidos más insignificantes que se hacen a una fábrica acuse recibo el propio dueño. Pero nadie podía figurarse que, gracias a este truco, el dueño podía contemplar durante varias horas los encantos de su secretaria.

Me di cuenta de que estaba enamorado de Begoña por lo largas que se me hacían las horas que pasaba junto a Julia. Pero oculté mis sentimientos. Porque a los cuarenta años un hombre serio, vasco y fabricante por añadidura, no puede arriesgarse a cargar con unas calabazas que le dé una muchachuela.

No, ¡qué horror! A mi edad, hay que poner pies de plomo al corazón para no dar pasos en falso. Por eso dejé transcurrir muchas semanas de veladas insinuaciones y de cautos avances, hasta tener la certeza de que mi amor era correspondido. Incluso ahora que lo sé, he echado el freno a todos mis impulsos para avanzar hasta el final con la máxima lentitud y prudencia.

Pero mis frenos ya están echando humo y huelen a quemado. Por eso prometí hoy a Begoña que haré desaparecer muy pronto el obstáculo que se opone a nuestra felicidad. Cuanto antes, mejor.

¡Ah, si fuera posible esta misma noche!… En el caso de que no se me ocurra otro sistema, quizá vuelva a intentar la zancadilla, o el empujón…

Pero ya estoy oyendo la odiada voz de Julia, que me grita desde el comedor:

—¡Baja de prisa, Arturo, que se te enfría la sopa!…

* * *

En cuanto se supo la desgracia, todo el vecindario de Esparragorrieta fue acudiendo a casa de los Gorostiza para dar el pésame.

—¡Quién lo iba a decir! —comentaba uno, apesadumbrado.

—¡Una persona tan querida de todos! —decía otro.

—¡Y en plena juventud!

—¡Y pensar que ayer eran todavía un matrimonio feliz!…

—Es atroz. Morir así, tan de repente…

—Y de un modo tan inesperado. Porque eso le puede pasar a cualquiera.

—Desde luego. Nadie está libre de un accidente así.

—¿Cómo fue? —pedían detalles los que iban llegando.

—De la manera más tonta: por lo visto tropezó en lo alto de escalera con el palo de una escoba…

—¡Válgame Dios!

—… y cayó rodando hasta el piso de abajo…

—¡Qué horror!

—… y se rompió la cabeza al dar con el filo de un escalón…

—¡Virgen Santísima!

—… y murió en el acto.

—Menos mal. Por lo menos no sufrió.

—¡Pobre!

—Parece mentira: ayer tan campante, y en un momento…

—Eso: en un momento, ¡pataplaf!

—No somos nadie.

Y todos iban entrando en el salón, donde la viuda de Arturo Gorostiza recibía los pésames con una entereza impropia de una mujercita tan insignificante.

Empezado en Nueva York, al principio del verano.

Terminado en Alicante, a mediados del otoño 1964.