«ALBERTO ME DECÍA…»

Ella y él se conocieron como corresponde a protagonistas de novela distinguida y un poco «sofisticada»: en una exposición de pintura.

El lugar no tiene nada de sorprendente, ya que basta advertir en las invitaciones que se servirá una copa de vino español para que acuda a esos sitios una concurrencia numerosa. Lo que ya resulta más extraordinario es que ninguno de los dos fue a la exposición por la copa gratuita, ni por ser parientes del expositor, ni por guarecerse de la lluvia que caía en la calle: fueron, sencillamente, porque les interesaba la pintura.

Se advertía su interés en que eran los dos únicos asistentes que no bebían ni charlaban de espaldas a las obras expuestas. Al contrario que todos los demás, ellos fueron dando la vuelta completa a la sala, deteniéndose en silencio frente a cada uno de los cuadros para observarlo y experimentar la correspondiente emoción estética.

La verdad es que las emociones de esta clase que ambos experimentaron aquella tarde fueron poco intensas, pues el artista pertenecía al grupo de los que pintan al «estilo rabieta».

Este estilo, que aún no ha entrado oficialmente en la Historia del Arte y que ojalá no entre nunca, se practica del modo siguiente:

Cuando un individuo que quiere ser pintor se da cuenta de que no sabe pintar, le entra una rabieta tan espantosa que abre los tubos de pintura y los arroja furiosamente contra el lienzo.

Ella y él, que habían recorrido la sala cada uno por su lado, coincidieron frente a un cuadro particularmente incomprensible: sobre la blancura de la tela aparecía en el centro una mancha roja bastante redondita, rodeada de unos trazos irregulares del mismo color. Con muy buena voluntad por parte de los espectadores, aquello podía ser una versión estilizada de la bandera japonesa, una puesta de sol, o un tomate estrellado contra la encalada pared de un cortijo andaluz.

Ella y él, al mismo tiempo, consultaron sus programas respectivos esperando que el título del cuadro les aclararía un poco su significado. Y al mismo tiempo también, sus ojos encontraron esta explicación:

«Número 18. - Dispersión de cromosomas».

Alzaron los dos la vista y se miraron asombrados. Luego, rompieron a reír sin subterfugios, francamente.

—En esta clase de pintura —comentó él— es difícil saber qué es más disparatado: si los propios cuadros o los títulos que les ponen.

—Pues a esos dos disparates —dijo ella— hay que añadir un tercero mayor todavía: los precios. Porque por esta dispersión el autor pide diez mil duros.

—¿Cincuenta mil pesetas por unos cuantos cromosomas? ¡Qué abuso! ¡Ni que fueran salmonetes! ¿A cuánto está entonces el kilo de cromosomas?

Rieron otra vez y continuaron charlando. Charla limitada exclusivamente a temas pictóricos, materia en la que sus gustos encontraron bastantes afinidades.

Una hora después, cuando la gente empezó a marcharse porque se habían acabado las copas de vino español, decidieron presentarse. Ella supo, entonces, que él se llamaba Juan, y él supo a su vez que ella se llamaba Laura. Y como a los dos les interesaba la pintura, quedaron en ir juntos al día siguiente a otra exposición.

A partir de entonces, salieron muchas tardes. Unas veces veían cuadros impresionistas y otras disparates impresionantes. El radio de acción de sus conversaciones, en salidas sucesivas, fue ampliándose y abarcando más temas que el de la pintura. Y poco a poco se dieron cuenta, con creciente satisfacción, de que sus puntos de vista en diversos aspectos eran muy compatibles.

Las ideas de Juan eran sanas, limpias y exactas, como las de todos los ingenieros jóvenes que tienen todavía la carrera fresca. Las matemáticas que tuvo que ingerir en dosis indigestas para obtener el título, no atrofiaron su afición a las Artes que siguen llamándose Bellas, pese a que algunos abstractos pretendan afearlas con sus pintarrajos. Juan tenía una personalidad clara, culta y simpática, unida a un físico de buena estatura y atlética complexión. Si a estas cualidades añadimos una holgada situación económica por parte del padre, tendremos un prototipo bastante perfecto del soltero que puede llegar a convertirse en marido ideal.

Laura, por su parte, poseía también virtudes estimables. En primer lugar era muy guapa, virtud estimabilísima que yo antepongo en la mujer a todas las demás. Y el que no la anteponga como yo, o es un hipócrita, o es un invertido.

Laura pertenecía a una de estas generaciones recientes, a las que ya alcanzaron los beneficios de las modernas técnicas alimenticias para el desarrollo de la infancia. Quiero decir con esto que no era una retaca morenucha con tendencia a engordar, como la mayoría de las mujeres españolas anteriores a las vitaminas y al «pelargón», sino una chica alta; con todas sus carnes firmes, musculadas y puestas en las zonas precisas de su esqueleto. Tenía también unos ojos inmensos y grises, de un gris brillante y casi plateado, que se movían en las cuencas orbitales con la vivacidad de dos pececillos en dos pequeñas peceras. Una cabellera atendida regularmente en la peluquería —donde la aclaraban, pero no la teñían— enmarcaba un rostro gracioso con pómulos espolvoreados de pecas. Y ya se sabe que las pecas son una especia semejante a la canela, que sirve para dar un excitante sabor a las facciones más insípidas.

Un día, al salir de la décima exposición que visitaban juntos, Juan se puso sentimental. Pero a su manera: como se ponen sentimentales los ingenieros modernos y prácticos, que no se andan por las ramas de la cursilería y van directamente a las raíces de la cuestión.

—Me gustaría hablar con tus padres —dijo Juan.

—Te va a ser difícil —replicó Laura—, porque soy huérfana.

Lo confesó con naturalidad, sin ese suspiro ñoño de falsa tristeza que las señoritas antiguas consideraban obligatorio añadir al hacer una confesión así.

—¡Vaya por Dios! —exclamó él, fastidiado—. Entonces, ¿a quién tengo que pedirle tu mano?

—A mí misma —dijo ella—, puesto que soy la interesada. Y si a ti te interesa también, será mejor que tratemos el asunto sin intermediarios.

Cuando Juan la miró, sorprendido por semejante respuesta, una sonrisa de Laura le aclaraba que no había empleado en serio aquel lenguaje comercial. Y le anticipaba además que su estado de ánimo se hallaba bien dispuesto para llegar a un acuerdo en aquel asunto tan delicado.

El anticipo se confirmó en la conversación que sostuvieron después, en el curso de la cual ella no tuvo inconveniente en admitir que le quería.

—¿Desde cuándo? —quiso saber Juan, que como buen ingeniero necesitaba saber con precisión todos los datos para trazar un plano detallado de su amor.

—Desde que los cromosomas de aquel cuadro disparatado, al dispersarse, unieron nuestras miradas atónitas.

Respuesta que, traducida al lenguaje vulgar, quería decir: «Desde que te vi la primera vez».

Juan confesó que también él había experimentado su reacción favorable hacia ella en el mismo instante, con lo cual llegaron a la conclusión de que habían nacido el uno para la otra. Y para sellar el compromiso de unir sus vidas para siempre, hicieron buen acopio de aire en sus pulmones antes de besarse. Gracias a esta precaución, el beso que se dieron duró mucho. Porque para besar, lo mismo que para bucear, hay que tener reservas de oxígeno. De lo contrario hay que interrumpir el ejercicio precipitadamente, para tomar aliento y no asfixiarse.

—Ahora —dijeron los dos al salir de las profundidades de aquel beso—, si fuéramos extranjeros, nos haríamos amantes. Pero como somos católicos, apostólicos y españoles, nos haremos novios nada más.

Y fueron a celebrar su noviazgo con una buena comida, que es como en España suelen celebrarse todos los acontecimientos. Laura eligió un restaurante húngaro, con velas encendidas encima de las mesas y violinista tocando alrededor.

—Como quieras —aceptó Juan.

—Alberto opinaba —explicó ella— que los restaurantes húngaros son los más apropiados para las celebraciones sentimentales.

—¿Quién es Alberto? —quiso saber él.

—Fue mi primer amor —dijo Laura sin que su voz se alterara lo más mínimo, con esa indiferencia que damos a la evocación de hechos pasados que ya no nos afectan—. Hace ya más de un año que terminé con él.

—¡Vaya! —exclamó Juan.

—¿Por qué has dicho «¡Vaya!»?

—Por nada. Fue una pequeña exclamación de sorpresa. Como nunca me hablaste del Alberto ese…

—Tampoco te hablé de mis padres —aclaró Laura—, porque no me gusta hablar de los muertos.

—¡Ah! ¿Es que Alberto murió?

—Para mí, sí. Y eso es lo principal. No he vuelto a verle, ni sé qué ha sido de su vida.

Juan, naturalmente, quiso saber la historia de aquel primer amor. Los hombres, aunque sean ingenieros y tengan sus impulsos equilibrados por las matemáticas, son siempre morbosos y desean conocer la biografía de sus antecesores en el corazón de la mujer que aman.

Y Laura, sin más interrupciones que las impuestas por el violinista húngaro, que se acercaba de cuando en cuando a meterles el violín entre el plato y la nariz, le contó de un tirón aquel episodio de su vida llamado Alberto.

—Yo sólo tenía dieciocho años cuando le conocí. Había oído hablar de él, porque entonces ya era bastante famoso, pero nunca le había visto trabajar. Me lo presentó una amiga común en un café de artistas al que solíamos ir cuando terminaban nuestras clases en la Universidad. Yo, como suele ocurrir siempre en las presentaciones, no me enteré de su nombre. Y poco después, cuando se sentó a tomar una copa con nosotros, me estuve fijando en su cara y le dije:

»—¿Sabes a quién te pareces una barbaridad? A ese actor de cine que se llama Alberto Prado.

»—No es la primera vez que me lo dicen —me contestó muy serio—. La verdad es que todo el mundo me descubre el mismo parecido.

»—Qué fastidio, ¿verdad? —continué—. Te molestará horrores que la gente no vea tu verdadera personalidad, y que te confunda con uno de esos monigotes de celuloide.

»—Pues no me molesta demasiado, porque mi personalidad es ésa precisamente.

»—¿Cuál? —pregunté, despistadísima.

»—La de monigote de celuloide —dijo él, sonriendo—. Y temo que toda mi vida tendré que soportar mi parecido con Alberto Prado, porque no se ha descubierto aún el sistema de que uno deje de parecerse a sí mismo.

»Tuvo la doble delicadeza de mirar hacia otro lado mientras yo me ponía colorada, y de cambiar de conversación para que yo pudiera sacar la pata que acababa de meter. Cuando la sangre se retiró de mis mejillas y recobré el aplomo, le pedí perdón por haberle llamado monigote. Le expliqué que yo no había visto sus películas en particular, pero que despreciaba el cine en general porque me parecía un arte falso y sin ninguna calidad.

»—Pues si me das una oportunidad —me dijo Alberto—, te haré cambiar de opinión.

»Le di esa oportunidad, que consistía simplemente en permitirle que me llevara al cine algunas tardes. Y allí empezó todo.

—¿Todo? —preguntó Juan, alarmado, levantando la vista del plato de goulasch que se estaba comiendo—. ¿Qué entiendes tú por todo?

—Mi amor por Alberto y el suyo por mí —explicó Laura—. Empezó en el cine.

—Permíteme que te diga, y por favor no te ofendas, que me parece una vulgaridad.

—¿Por qué?

—Los cines están llenos de parejas jóvenes que hacen manitas y se enardecen en la oscuridad de las últimas filas.

—Te equivocas —dijo Laura sin ofenderse en absoluto—, porque nosotros nunca nos sentábamos en las últimas filas, sino en las primeras. Y nuestros contactos durante la proyección fueron siempre exclusivamente verbales. Nosotros éramos una de las pocas parejas que iban al cine para ver la película, ¿comprendes?

—Comprendo —admitió Juan.

—Así me enamoré de Alberto: oyendo las explicaciones que me daba de las películas que veíamos. Logró convencerme, efectivamente, de que el cine era un arte más importante de lo que yo había supuesto. Me hizo ver lo que no vi nunca: la belleza plástica de un plano, la emoción humana de una secuencia, el mérito de una interpretación… Alberto hablaba muy bien y sus opiniones eran inteligentes. No era como yo pensaba, un muñeco de celuloide, sino un hombre listo, con auténtica vocación de actor, que sólo estaba enamorado de su carrera. Hasta que me conoció y me incluyó también en la órbita de su enamoramiento.

—¿Cuánto tiempo fuisteis novios? —quiso concretar Juan, tragando goulasch.

—Casi dos años.

—¿Y por qué no te casaste con él?

—Porque él no quiso —respondió Laura con naturalidad—. Como muchos artistas, era enemigo del matrimonio. Yo traté de convencerle, pero no lo conseguí. Alberto, a su vez, trató de convencerme de que fuera su amante; pero tampoco lo consiguió.

—¡Qué canalla! —dijo Juan.

—No lo creas —le defendió ella—. En el mundo de Alberto, esas cosas tienen menos importancia que en el nuestro. Los artistas son más libres en el terreno sexual.

—Son más frescos —rezongó Juan.

—Quizá —concedió Laura—. Ellos son más frescos y nosotros más rancios.

—No irás a decirme que te parece bien que dos personas, cuando se enamoran, se líen la manta a la cabeza por las buenas.

—No. En primer lugar, porque eso de hacer el amor con la cabeza liada en una manta tiene que ser incomodísimo. Y en segundo, porque yo no soy artista y tenga otra formación moral. Prueba de ello es que no quise ceder sin firmar previamente mi contrato de cesión en una sacristía. Pero admito que en el mundo del arte, donde el espíritu es más abierto y goza de más libertades, ser amante de alguien no es un pecado completamente mortal. Cuando Alberto y yo comprendimos que ninguno de los dos estaba dispuesto a entrar en el mundo del otro acatando sus formalidades o informalidades respectivas, decidimos romper nuestro lazo sentimental. Y desde que tomamos aquella decisión, no hemos vuelto a vernos.

—Pero tú le recuerdas todavía —dijo Juan, con una pizca de reproche.

—Sí —admitió Laura—, pero sin ningún amor. Eso ya pasó por completo.

—¿Seguro?

—Segurísimo. Me queda el recuerdo de las cosas que me decía, de los sitios a los que fuimos juntos… Ten en cuenta que yo entonces era muy joven, y que él tenía mucha personalidad. En estos casos, los primeros amores dejan siempre una huella bastante indeleble. No en el corazón, pero sí en el cerebro.

El infatigable violinista húngaro, en su incesante deambular por el local, llegó en aquel momento junto a su mesa. Y metiéndoles el violín en los platos, les sirvió una ración de estrepitosas y lánguidas czardas. Laura, enternecida por la música, cogió sobre el mantel la mano izquierda de Juan, pues la derecha él la tenía ocupada por el tenedor.

—¡Cómo te quiero! —le dijo, envolviéndole en una mirada tan cálida de sus ojos grises, que parecía una mirada de franela.

—¿Qué? —se hizo repetir él, pues el violín del húngaro zumbaba tan cerca de su oído que no había forma de oír nada.

—¡Que te quiero mucho! —volvió a decir ella casi gritando, para atravesar la barrera del sonido.

Juan, embelesado, devolvió la mirada a Laura y dejó caer la porción de goulasch que sostenía su tenedor. Pero como el violín estaba tan cerca, el picante guiso con paprika no cayó en el plato, sino en los dedos del violinista.

—¡Podía tener más cuidado, leñe! —gruñó el magiar con acento vallisoletano.

Se oyeron un par de acordes desafinados, y el músico se fue rápidamente con la música a otra parte. Rota la atmósfera romántica con aquella pedrada, Juan y Laura rompieron a reír. Luego cambiaron de conversación, y la historia de Alberto quedó enterrada para siempre.

* * *

Lo que no hubo forma de enterrar nunca fueron las alusiones a Alberto que Laura hacía periódicamente. Las hacía sin malicia, de un modo espontáneo, sugeridas por el ambiente de un lugar o por la frase de una conversación.

—Me gusta contemplar el amanecer —decía, por ejemplo, Juan, cuando se sentía lírico al salir muy tarde de alguna fiesta—. Es el fenómeno de la Naturaleza que más me entusiasma.

—Alberto, en cambio, prefería el crepúsculo —comentaba Laura—. Me decía que el crepúsculo, al fin y al cabo, es lo mismo que un amanecer al revés. Y tiene la ventaja de que puede contemplarse a una hora mucho más cómoda, sin necesidad de madrugar.

Entraban en un restaurante, o una boîte, y Laura observaba:

—Aquí estuve una vez con Alberto. En esto de elegir sitios, los dos tenéis gustos muy parecidos. A él también le gustaban los locales con poca luz, porque decía que la penumbra es una crema embellecedora que suaviza todos los defectos de la gente. Decía también que la luz del sol es demasiado cruel: sólo la resisten los jóvenes y los animales.

A Juan no le importaban estas citas, porque ella le demostró que le quería el doble por lo menos de lo que quiso a Alberto.

—Creo que si tú me pidieras que fuéramos amantes —llegó a decirle—, accedería con bastante facilidad. A Alberto, en cambio, que me lo pidió muchas veces, se lo negué siempre.

Pero como Juan pertenecía a ese mundo, cada vez más reducido, que respeta la moralidad tradicional, no hizo nunca tal petición. Lo que sí hizo, cuando observó que su sangre alcanzaba a cada beso una temperatura insoportable, fue acortar el noviazgo y casarse con ella.

La boda fue sencilla e íntima, como deben ser las bodas de las parejas inteligentes. Tanto a Laura como a Juan les parecía de mal gusto, e incluso morboso, convocar a un grupo más o menos nutrido de pasmarotes para anunciarles:

«Señoras y señores: Esta noche, nosotros dos vamos a acostarnos juntos. Y a partir de ahora haremos el amor siempre que nos dé la gana. Ustedes, al oír esto, deberían escandalizarse. Sería lo lógico, porque no está bien decir en público cosas tan privadas. Cuando una pareja siente la llamada del amor y del deseo, lo normal es que busque un lugar solitario y sin testigos. Sin embargo, ustedes no se escandalizaron al recibir nuestra invitación para que testificaran las relaciones íntimas que iniciaremos esta noche.

»Y no sólo no se escandalizaron, sino que se vistieron con sus mejores ropas y se acicalaron con esmero para acudir a esta cita absurda. Absurda, sí. Porque, bien mirado, ¿qué les importa a ustedes que nosotros hayamos decidido unir nuestros apellidos con una conjunción copulativa? Este interés era explicable en la antigüedad, cuando los señores feudales que asistían a las bodas podían ejercer el derecho de pernada. Pero abolido este derecho en los códigos modernos, ¿a quién, salvo al propio novio, puede interesarle contemplar los encantos físicos de la novia?

»Más absurda es la costumbre de que, para amenizar esta exhibición estúpida, nosotros hayamos tenido que gastarnos un dineral en obsequiarles con bebidas y comistrajos. Pero como somos un par de imbéciles que respetan las tradiciones más anacrónicas, coman, beban y miren a la novia. Desnúdenla con los ojos, y diviértanse imaginando lo bien que lo vamos a pasar en cuanto ustedes se larguen con la barriga llena y nos dejen solos».

Esto, poco más o menos, es lo que vienen a decir de un modo tácito los contrayentes a sus invitados, en todas las ceremonias nupciales. Por eso Laura y Juan, demasiado refinados para decir cosas tan feas incluso tácitamente, redujeron el reparto de su boda a los personajes indispensables: ella, él y el sacerdote. Los testigos para firmar el acta fueron reclutados en la propia sacristía, entre los sacristanes y personal subalterno de la iglesia, que por su carácter más o menos eclesiástico se abstuvieron de lanzar a la novia miradas rijosas.

Concluida la nada solemne ceremonia, salieron del templo y montaron en el coche.

—¿Dónde te parece que vayamos a pasar la luna de miel? —preguntó Juan, sentándose al volante y poniendo el motor en marcha.

Y Laura repuso:

—Sigue todo derecho, hasta salir a la primera carretera que encuentres. Y continúa después por ella, hasta que se nos acabe la gasolina. En el sitio donde nos paremos, pasaremos la primera noche.

—¡Magnífico! —se entusiasmó Juan, apretando alegremente el acelerador—. Acabas de hacer un invento que rompe los aburridos moldes tradicionales, e introduce en el matrimonio una modificación tan moderna como excitante: la «luna de miel-sorpresa».

La primera carretera que encontraron fue la de Andalucía, y por ella siguieron hasta agotar todo el carburante del depósito. El coche se detuvo a la entrada de un pueblo que aún era manchego, pero que ya se disfrazaba de andaluz poniéndose macetas en los balcones y pintando sus fachadas de un blanco rabioso.

Aprovechando el declive de la carretera se deslizaron hasta el centro urbano, en el que encontraron una fonda que presumía de hotel. Y allí, en un cuarto sin baño, sobre un colchón relleno con bolondrones de lana tan grandes y duros que parecían las ovejas completas, pasaron su noche de boda.

Y fueron tan felices, que se olvidaron de levantarse al día siguiente para comer perdices.

* * *

Un año después exactamente, Laura le dijo a Juan:

—¿Recuerdas qué día es hoy?

—Si no lo recordara —contestó él—, deberías correr al abogado más próximo y pedir nuestra separación.

—¿Te acordabas entonces de que hoy se cumple el primer aniversario de nuestra boda?

—¿Cómo crees que se me puede olvidar el día más importante de toda mi vida? Antes se me olvidaría la fecha de mi cumpleaños. Y esto, que en una mujer no tendría ningún mérito porque siempre la olvidáis en cuanto cumplís los treinta, en un hombre sí lo tiene.

—Cumplir el primer año de matrimonio —comentó ella— debería celebrarse como cuando se cumplen veinticinco o cincuenta. La celebración podría llamarse bodas de un metal más modesto que el oro y la plata.

—Muy modesto tendría que ser el metal para una celebración de tan poco tiempo —opinó Juan—. Tendrían que llamarse bodas de plomo.

—¡No, por Dios! —rechazó Laura—. El plomo es sinónimo de pesadez, y parecería que los cónyuges celebraban el haberse aburrido como ostras. Por el mismo motivo, tampoco podrían llamarse bodas de lata ni de latón. Quizá bodas de cobre, o de aluminio… A Alberto, seguramente, se le hubiera ocurrido el nombre apropiado. Tenía una habilidad especial para bautizar las cosas con mucha gracia.

—Aunque yo no tenga esa habilidad para poner nombre a estas bodas —dijo Juan abrazando con ternura a su mujer—, me he ocupado en cambio de organizar una fiestecita para celebrarlas.

—¿Sí? —se puso muy contenta Laura—. ¿Y en qué consistirá la fiestecita?

—En una cena por todo lo alto. Ya he reservado la mesa en «Karíssimus».

—¿«Karíssimus»? —repitió Laura—. No conozco ese restaurante.

—Acaban de inaugurarlo —explicó su marido—. Como su nombre indica, es el sitio más caro del país. El dueño es un cocinero centroeuropeo sensacional, que no hace ni un solo plato por menos de cincuenta duros. Su especialidad es un huevo relleno de caviar, llamado «ojo de la cara» por lo que cuesta.

—Me hace una ilusión enorme cenar allí —dijo ella.

—Te hará más ilusión aún la sorpresa que te preparo —anticipó él, sonriendo.

—¿Cómo? ¿Además de la cena una sorpresa? Si hubiera una Olimpiada de maridos, tú ganarías sin discusión la medalla de oro.

—A propósito de oro —recordó él, sacando un estuche del bolsillo—. Había olvidado que, para que tuvieras un recuerdito del aniversario, te compré esta chuchería.

La «chuchería» contenida en el estuche era una pulsera de oro macizo, con rubíes gordos como gotas de sangre incrustados en los eslabones, que Laura contempló fascinada.

—¡Qué preciosidad! —dijo levantando la joya de la almohadilla donde descansaba, y poniéndosela sobre la muñeca para ver el efecto—. ¿Era ésta la sorpresa que me ibas a dar?

—No. Eso es únicamente un recuerdo sin importancia. La sorpresa te la serviré en bandeja, a la hora de la cena.

—¿No vas a decirme en qué consiste? —rogó ella, intrigada.

—Sólo puedo adelantarte que se trata de un detalle importante para nuestra felicidad futura.

Aunque Laura insistió, porque no por ser inteligentes las mujeres dejan de ser curiosas, Juan no quiso desvelar el misterio que envolvía a su sorpresa.

* * *

Un imponente portero de librea, colocado a la puerta de «Karíssimus», advertía a todo el mundo que los precios de aquel local eran exorbitantes.

No es que el portero hiciera la advertencia acercándose a los transeúntes y diciéndoles al oído: «Si se les ocurre entrar aquí, los van a desplumar».

No, eso no. El portero no decía nada, pero bastaba ver su librea para darse por advertido. Porque la riqueza de aquella prenda en dorados de todos los tipos era incalculable: alamares de domador en el pecho, charreteras de mariscal en los hombros, pijaditas deslumbradoras por todas partes… Aquella librea parecía tener luz propia. Y el hombre que la ocupaba imponía también, tanto por su estatura como por su corpulencia.

—Si los señores no tienen mesa reservada —advirtió a Juan y Laura cuando se aproximaron a la puerta—, es inútil que se molesten en entrar. Está todo lleno.

—Reservé la mesa hace ocho días —dijo Juan.

—En ese caso…

Y aquella montaña dorada, que debía de tener unas bisagras bien engrasadas en la cintura, se dobló hasta formar un ángulo de noventa grados. Aquella reverencia significaba que podían pasar.

El joven matrimonio avanzó hacia la entrada del palacio gastronómico. La doble puerta de cristal, movida por un oculto y costoso mecanismo electrónico, se abrió ante ellos mágicamente.

—Estas puertas automáticas dan un poco de miedo —comentó Laura—. Alberto decía que dan la sensación de que las abren los fantasmas.

—Es cierto —estuvo de acuerdo Juan—. Pero cuando se cobra por comer más de mil pesetas por persona, lo menos que puede pedir el comensal es no tener que hacer ningún esfuerzo. Ni siquiera el mínimo de accionar un picaporte.

Una vez dentro, se colocaron en el primer peldaño de una escalera que en el acto se puso en movimiento para subirlos al comedor. Allí los aguardaba un maître con cara de políglota, que vestía un impecable frac azul pálido. Cuando Juan le dijo su nombre, consultó un papelón que tenía en la mano y les rogó que le siguieran.

—Mira qué frac lleva —murmuró Laura a su marido—. ¿No te parece un poco ridículo?

—Yo lo encuentro práctico —dijo él—. Así, cuando se celebran cenas de gala, ningún comensal corre el riesgo de pedirle a un ministro que le sirva un consomé por haberle confundido con el maître. Y eso ocurre con frecuencia cuando el frac del maître es tan negro como el de los clientes.

Atravesaron un amplio comedor, en el que todas las mesas estaban ocupadas por señores bien vestidos y señoras enjoyadas. Se veían por todas partes mesitas supletorias, en las que los camareros trinchaban los asados, encendían lamparillas de alcohol para mantener calientes determinados manjares, y realizaban otras manipulaciones para servir los exquisitos platos del excelentísimo cocinero internacional. No faltaba, en resumen, ninguno de los elementos teatrales que convierten una comida en un espectáculo, y que justifican al final una cuenta también espectacular.

Al fondo de aquel comedor arrancaba un largo pasillo, con puertas a ambos lados que comunicaban con varios comedorcitos aptos para la celebración de comidas privadas.

—¡Qué romántico, Juan! —exclamó Laura, cuando el maître abrió una de aquellas puertas y los invitó a entrar—. ¡Cenar juntos en un reservado, como si fuéramos novios atrevidos o amantes discretos!

El comedorcito estaba decorado con el buen gusto propio del refinadísimo local. Había grabados antiguos en tres de las cuatro paredes, y en la cuarta un pequeño tapiz con una escena de caza. Había también una consola con un reloj de bronce, escoltado por dos candelabros de plata cuyas velas estaban encendidas.

—Muy bonito —elogió Laura, recorriendo todos los detalles de la decoración.

Al terminar el recorrido de las paredes, su vista se posó en la mesa que ocupaba el centro del reservado. Y allí se detuvo, perpleja.

—¿Cómo? —exclamó dirigiéndose a Juan—. ¿Qué significa esto?

Y al decirlo señalaba sorprendida a la mesa, sobre cuyo mantel no había dos cubiertos como ella esperaba, sino cuatro.

—Significa —aclaró Juan con una sonrisa— que tenemos dos invitados.

—¿Sí? —dijo ella, un poco desilusionada—. Yo pensé que cenaríamos solos.

—Estoy seguro de que encontrarás muy interesantes a los que nos acompañarán —afirmó su marido.

—¿Quiénes son? —quiso saber ella.

—No puedo decírtelo —contestó él—. En eso consiste precisamente la sorpresa que te había prometido. Pero lo sabrás en seguida, porque no tardarán en llegar. Los cité a las diez en punto, y son menos cinco.

En los cinco minutos que faltaban para la cita, el cerebro de Laura barajó toda clase de nombres tratando de adivinar la identidad de los misteriosos invitados. Fue repasando una larga lista de parientes y amistades, sin llegar a ninguna conclusión.

Juan, mientras tanto, sonreía divertido viendo los esfuerzos de su mujer para anticiparse a la sorpresa que él había preparado.

Y sonrió más aún poco después, al observar la cara de asombro que puso Laura cuando se abrió la puerta del reservado y aparecieron los invitados en el umbral. Era una pareja, formada por un hombre rubio y una mujer morena.

—¡Alberto! —exclamó Laura por fin, después de mirar al hombre durante unos instantes con incredulidad.

—¡Hola, Laura! —saludó él, aproximándose a besarle la mano—. ¡Cuánto tiempo sin verte!

Tan asombrada estaba la mujer de Juan, que retiró nerviosamente la mano cuando Alberto acababa de asirla. Y el beso que el actor iba a depositar en ella, cayó al suelo desde sus labios al no encontrar la sólida superficie del metacarpo donde debía posarse.

Para acentuar aún más la ridiculez de la postura en que se hallaba Alberto, inclinado para besar una mano que se le había escapado de las ídem, la morena que había llegado con él dijo, con acritud, a sus espaldas:

—¿A qué esperas para presentarme?

—Perdona, cariño —se excusó Alberto, irguiéndose y precipitándose a cumplir ese deber social—. Ésta es Matilde, mi esposa.

—Tanto gusto —dijo la presentada, con una voz tan vulgar como la fórmula cortés que había empleado.

Laura la miró con curiosidad mientras decía dirigiéndose a Alberto:

—No sabía que te hubieras casado.

—Pues sí —confesó él. Y a Laura le pareció que lo decía con algo de vergüenza—. Nos casamos en secreto hace tres meses.

—¿En secreto? —repitió Laura—. ¿Por qué?

—Tonterías de este majadero —explicó Matilde, refiriéndose a su marido—. Cree que el matrimonio perjudica a los actores guapos, porque decepciona a las admiradoras que sueñan con ellos.

—Yo no digo que perjudique, vidita —rectificó Alberto con suavidad—, pero es indudable que no favorece. Sobre todo a los que hacemos en la pantalla papeles de galán.

—Bobadas —insistió Matilde—. Todos los galanes extranjeros, que son mejores y más famosos que tú, cuando se casan no lo ocultan. Al contrario: incluso les sirve de propaganda.

—Nosotros nos casamos hace un año —intervino Juan para cambiar de conversación—. Y como hoy celebramos el aniversario, quise darle la sorpresa a Laura de que cenaran con nosotros. Como ella admira tanto a Alberto…

—¿Sí? —dijo Matilde, más extrañada que halagada—. ¿Ha visto todas sus películas?

—Algunas —contestó Laura—. Últimamente no, porque voy poco al cine.

—Pues no se ha perdido nada —añadió la esposa del actor—, porque las últimas han sido bastante flojas.

—No exageres, mujer —protestó Alberto—. En La noche del crimen estuve muy bien.

—Porque te mataban en el cuarto rollo —comentó Matilde, implacable.

—¿Y si fuéramos encargando la cena? —propuso Juan.

—Buena idea —aplaudió Matilde—. Estoy que me caigo de debilidad. Esta manía que tienen en Madrid de comer a las tantas…

—¿No es usted de aquí? —preguntó Laura, sin atreverse a tutearla en vista de que Matilde no había iniciado el tuteo.

—No, y a mucha honra. Soy de Bilbao.

—Bonita ciudad —dijo Juan para ser amable.

—Y trabajadora —añadió Matilde—. Allí la gente trabaja en firme. En cambio, los madrileños no dan golpe.

—No se puede generalizar, vidita —dijo Alberto—. En Madrid también hay gente que trabaja de firme.

—Pero menos que en Bilbao —insistió Matilde—. En Bilbao madruga todo el mundo. Mi padre, por ejemplo, se levanta todos los días a las siete. Y a las ocho en punto está en la fábrica.

—¿Trabaja en una fábrica? —se interesó Juan.

—No: es el dueño.

—Usted perdone.

—Pero él entra a las ocho —continuó ella—, como cualquier obrero.

—Tiene mucho mérito —elogió Laura.

—Pues no crea usted que mi padre es el único que hace eso —continuó Matilde.

—¡Ah, no!

—¡Quia! Puede decirse que todos los dueños de fábricas, en Bilbao, hacen lo mismo. En cambio aquí, díganme ustedes: ¿cuántos madrileños están en las fábricas a las ocho de la mañana?

—No lo sé —reconoció Laura—. Yo a esas horas no me he levantado todavía.

—¿Puede decírmelo usted? —insistió Matilde, volviéndose a Juan.

—Pocos, desde luego —admitió Juan—. Pero eso quizá se deba a que aquí, como hay menos fábricas que en Bilbao, no cabe tanta gente dentro.

—Pues que hagan más —concluyó Matilde—. Pero como ustedes sólo se preocupan de hacer cafés, para ir a charlar y a perder el tiempo…

El maître, al presentarles la carta para que eligieran la cena, cortó aquella absurda conversación comparativa del rendimiento industrial vasco-madrileño.

—Yo tomaré unas ostras —decidió Laura—, y un poco de venado a la austriaca.

—Bien —dijo el maître, aprobando la elección, que le pareció muy atinada—. ¿Y la señora? —añadió, dirigiéndose a Matilde.

—Yo, en estas listas tan largas —dijo ella—, nunca encuentro lo que me gusta. Además, con tanto nombre raro…

—Sugiero a la señora que empiece con una crema vichysoise

—Las cremas, en Bilbao, sólo las usamos para la cara —se hizo la graciosa Matilde. Y encarándose con el maître, le preguntó de sopetón—: ¿Tienen «purrusalda»?

—¿«Purru»… qué? —se hizo repetir el cosmopolita frac azul, que conocía toda la cocina internacional, pero no la vasca.

—«Purrusalda» —repitió Matilde—. Pero si no tienen, ustedes se lo pierden. Porque es riquísima.

—Lo siento mucho…

—Tráigame entonces una sopa de fideos espesita —decidió la norteña—, y un buen filete con verduras.

Y volviéndose a sus anfitriones, explicó:

—A mí me chiflan las patatas fritas, sobre todo como se fríen en el Norte. Pero como éste no quiere que engorde, me sacrifico.

—Las patatas fritas —sentenció «éste», que era Alberto— desnivelan el peso que produce la balanza de la felicidad conyugal.

—Tú siempre con tus frases —le reprochó su esposa.

Y Alberto, un poco corrido, encargó unas almejas cardinale y un steak au poivre.

—Te sentará como un tiro —profetizó Matilde—. Ya sabes que la pimienta te da ardor de estómago. Pero como los hombres no tenéis ni la menor idea de cuidaros…

Cuando Juan eligió un lenguado al champagne, precedido de unos espárragos «dos salsas», aquella vasca terrible ofendió al establecimiento preguntándole al maître:

—¿De qué marca son las latas de espárragos que sirven aquí? En el Norte hay unos muy ricos que se llaman «Muguruza».

—Nuestros espárragos no son de lata, señora. Los cultivamos en invernaderos especiales para servirlos frescos durante todo el año.

Y con una inclinación tan respetuosa como elegante, el frac azul pálido se retiró a preparar la cena que habían encargado.

—Bien, bien —dijo Juan, para romper el silencio y reanudar la conversación.

—Vaya, vaya —le secundó Laura.

—Me alegro mucho de que hayan venido —continuó Juan, dirigiéndose a sus invitados.

—También yo me alegro de estar aquí —dijo Alberto.

—No mientas —le censuró Matilde.

—¿Por qué dices eso?

—Confiesa que tú, al principio, no querías venir. Tuve que convencerte yo.

—¿Sí? —dijo Laura, envolviendo a Alberto en una mirada interrogativa—. ¿Y por qué no querías venir?

—¡Qué sé yo! —trató él de disculparse—. Cuando deja uno de ver a alguien durante tanto tiempo, las cosas cambian.

—Desde luego —admitió Laura, mirando a Matilde—. ¡Y de qué manera!

—Pensé que ya no te acordarías de nuestra antigua amistad —concluyó el actor.

—¿Cómo que no? —intervino Juan—. Se acuerda tanto, que le menciona a cada momento.

—Tanto como a cada momento… —protestó Laura.

Admitida la protesta, Juan rectificó:

—Con mucha frecuencia en todo caso. Raro es el día que no saca a relucir su nombre un par de veces.

—¿Es posible? —dijo Alberto, desconcertado.

Esta vez fue Laura la que se azaró mientras trataba de justificarse:

—Juan exagera. Puede ocurrir que alguna vez, en el curso de una conversación, recuerde algo que tú me dijiste: una definición, una frase…

—¡Ésa es la especialidad de Alberto! —saltó Matilde, burlona—: las frases. En cuanto puede, le encaja una al mismísimo lucero del alba. Yo me he acostumbrado ya, pero al principio me freía la sangre.

—¿Por qué dices eso, mujer? —se quejó Alberto, dolido.

—Porque es la pura verdad —machacó su esposa—. En cuanto se habla de cualquier tema, ¡zas!, colocas tu frasecita.

—Hace bien —le defendió Juan—. El ingenio es una cualidad intelectual muy estimable. No es nada fácil hacer frases ingeniosas. Y si Alberto tiene el talento necesario para improvisarlas…

—¿Improvisarlas? —se burló Matilde—. ¡Ni hablar! Lo que tiene es memoria para aprenderlas.

—Por favor, cariño —trató de detenerla su marido—, cambia de tema. No creo que a estos amigos pueda interesarles…

—Usted perdone —le interrumpió Juan—, pero es natural que todo lo concerniente a un actor tan popular como usted, nos interese a sus admiradores.

Y volviéndose a Matilde, añadió:

—¿Dijo usted que Alberto no improvisa sus frases ingeniosas?

—Claro que no. Anda, Albertín: explícales tú mismo el truco que te ha dado tanta fama de hombre espiritual.

—Pero… si es una bobada —balbuceó el actor, visiblemente violento.

—Pues a mí me hizo mucha gracia cuando lo descubrí —continuó Matilde, muy divertida—. Porque él no me lo contó, ¿verdad, tesoro?

—¿Para qué iba a contárselo —replicó Alberto ásperamente— si no tenía ninguna importancia?

El sommelier, que entró en aquel momento a presentarles la carta de los vinos, cortó aquella conversación que al actor empezaba a resultarle poco agradable. Juan, en cuyos ojos brillaba una leve chispa maligna, eligió con pericia de buen catador el vino adecuado para cada plato. Y al retirarse el sommelier, cuando Alberto pensaba que se había roto definitivamente el hilo de la conversación anterior, fue Laura la que lo anudó de nuevo preguntando a Matilde:

—¿Y en qué consistía ese descubrimiento tan gracioso que usted hizo?

—En un tomo muy gordo de frases célebres, que mi marido tenía escondido en su biblioteca.

—Escondido, no —protestó Alberto, enrojeciendo ligeramente—. Estaba en un estante, entre otros muchos libros que tengo.

—Pero ése tenía las tapas arrancadas, para que no se supiera el título —detalló Matilde—. Y estaba muy manoseado. En cuanto lo hojeé, supe la razón de que Alberto lo hubiera usado tantísimo.

—No había ninguna razón especial —se defendió el actor.

—Sabes muy bien que sí —continuó su mujer—. Las hojas estaban tan manoseadas, porque en ellas venían todas las frases bonitas que me dijiste durante nuestro noviazgo, y que te habías aprendido de memoria.

—Todas no —protestó Alberto.

—Casi —insistió su mujer—. En el tomo están clasificadas por secciones. Y la sección «Amor», me la fuiste soltando íntegra a pequeñas dosis. Omitiendo el nombre de los autores originales, claro está. Así te tragaste a Goethe, a Campoamor, a Baudelaire, a Amado Nervo… ¡Hasta a Balzac, que era tan gordo, te lo tragaste también!

—Pero, Alberto —dijo Laura, en tono decepcionado—, ¿es posible que hicieras eso?

—Bueno —trató él de justificarse, arrancando una miga al panecillo que tenía al lado y convirtiéndola en una bolita—; mi delito no me parece tan grave. Yo, al fin y al cabo, soy actor. Y el trabajo de los actores consiste en aprenderse de memoria los papeles que escriben los autores, para repetirlos ante el público.

—¡Muy bonito! —dijo Matilde—. De manera que a mí, cuando me hacías la corte, me considerabas simple público ante el cual estabas representando.

—Un actor auténtico —sostuvo Alberto— no olvida del todo su profesión en ningún momento.

—Pero no debe olvidar tampoco —dijo Laura con cierta ironía— citar el nombre de los autores que escribieron las obras que representa.

—Es que si cada vez que Alberto pronuncia una frase bonita tuviera que decir a continuación el nombre del autor, parecería que estaba recitando una lista de nombres famosos —dijo Matilde, riendo.

—La verdad es que sólo me aprendo citas de autores antiguos —siguió defendiéndose el acusado—, que ya son del dominio público y no cobran derechos de autor.

—Hace usted muy bien —le apoyó Juan.

—¿Tú crees? —le miró, asombrada, Laura.

—Naturalmente. Cuando uno carece de ingenio propio y pretende presumir de ingenioso ante los demás, ese truco resulta estupendo.

—Sí, claro —concedió Laura—. Pero el respeto a la propiedad intelectual…

—¡Bah! —rechazó su marido—. ¿Crees que puede quitar prestigio a Cervantes, o a Shakespeare, o a otros genios de esa envergadura, el hecho de que algún charlatán les robe unas migajas de su talento? Y quien dice un charlatán, dice un conversador que quiera deslumbrar a su auditorio.

—Pues confieso que a mí me deslumbró —dijo Matilde, mientras entraban dos camareros a servirles el primer plato—. Porque a mí no me avergüenza reconocer que la lectura nunca fue mi deporte favorito. Y cuando éste empezó a camelarme diciéndome unas cosas tan majas, se me caía la baba.

«Éste», para disimular su azoramiento, arrancó otra miga del panecillo y se puso a modelar otra bolita.

—Eso demuestra que el truco da excelentes resultados —subrayó Juan—. Porque, gracias a él, usted se enamoró de Alberto y son ahora muy felices. ¿No es así?

—Sí, no me puedo quejar —admitió Matilde—. Y le advierto que yo, al principio, no tenía intención de casarme.

—Ni él tampoco, supongo —dijo Laura—. Porque Alberto nunca fue partidario del matrimonio.

—¿No? Está usted muy equivocada —rectificó Matilde—. A los dos días de conocerme, me propuso que me casara con él.

—¿Es posible? —se asombró Laura.

—Como lo oye. Yo, naturalmente, le di calabazas. ¿No es cierto que te di calabazas, Albertín?

—Sí, tesorito —tuvo que reconocer Alberto, tragando bilis al mismo tiempo que una almeja cardinale.

—¿Lo ve? —continuó Matilde—. Nunca tuve ningún pretendiente con tantas ganas de casarse como Alberto. Y no lo digo por presumir, pero habrá habido pocas chicas solteras con tantos moscones alrededor como tuve yo.

—No me extraña —piropeó Juan, galante—, porque es usted el prototipo de la belleza española: morena, estatura mediana…

—¿Prototipo yo? ¡Vamos, ande! —rechazó la piropeada—. Sé de sobra que soy corrientucha, más bien bajita y con tendencia a engordar. Lo que se dice una mujer del montón.

—Pero del montón de las guapas —insistió Juan.

—Déjese de bromas. Ni soy una belleza, ni un prototipo de nada. Pero la nube de moscones no me rodeaba por mi prototipo, sino por mis perras.

—¡Ah! —comentó Laura, distraída—. ¿Es usted aficionada a los animales?

—¡Huy, qué despiste! —rio Matilde—. No me refiero a las hembras del perro, sino a los millones de mi padre.

—Claro, mujer —explicó Juan a su esposa—. Las perras, en lenguaje vulgar, quiere decir el dinero.

—Es verdad, no me acordaba —se excusó Laura—. ¿Y dice usted que todos sus pretendientes sólo la cortejaban por su dinero?

—¡Toma, claro! ¡Menudos mangantes son los hombres!

—Perdona, vidita —dijo Alberto—. Hubo algunos que se enamoraron de ti sinceramente.

—¡Ni uno! —afirmó Matilde, rotunda—. Bueno, tú sí. Pero fuiste el único. Y eso que, cuando te conocí, pensé que eras como todos los demás.

—Matildita, por favor —se molestó su marido.

—Pues sí, te lo confieso —insistió ella, cuya lengua, ya suelta de por sí, se iba soltando más todavía con el vino de la cena—. Al fin y al cabo, ni tu vida ni tu profesión eran garantías suficientes para una familia bilbaína seria y decente. Un actor bohemio no es el yerno ideal con el que sueña el propietario de una fábrica. Por eso mi padre, cuando le hablé de ti, se opuso a que saliera contigo.

—¡Ah! —exclamó Laura, curiosa—. ¿Se opuso?

—Al principio, sí —explicó Matilde—. Y se comprende, porque a ningún padre le hace maldita la gracia que su hija se enamore de un artista guapo, informal y sin trabajo.

—¿Cómo sin trabajo? —dijo Juan con extrañeza—. Tengo entendido que Alberto es uno de nuestros galanes más cotizados.

—Pero cuando yo le conocí estaba atravesando una de esas crisis tan frecuentes en el cine español. Y mi padre, claro está, pensó que salía conmigo por mis perras.

—Matildita, te suplico…

—Es la pura verdad. No te fue nada fácil convencernos de que tu amor era sincero. Y lo digo en plural, porque yo también tenía mis dudas. Tuviste que hacer méritos durante más de un año para que te aceptáramos papá y yo. ¿Vas a negarlo ahora?

—No —tuvo que reconocer Alberto enrojeciendo, por efecto del vino quizá—. Pero ¿no crees, palomita, que a estos amigos puede aburrirles que les hables tanto de nosotros?

—Al contrario —se apresuró a decir Juan—. La vida de un hombre célebre resulta siempre apasionante. Y la suya es una auténtica novela, ¿verdad, Laura?

—Tanto como una novela —dijo Laura—, puede que no. Pero un cuento, desde luego.

A Alberto se le atragantó la almeja que estaba comiendo, y tuvo que beber rápidamente un sorbo de agua.

En el segundo asalto (perdón, en el segundo plato) la conversación languideció, debido en gran parte a que Matilde se había consagrado a la tarea de devorar el suculento trozo de carne que le sirvieron.

—Hay que reconocer —elogió entre dos bocados— que guisan bien aquí.

Alberto, en cambio, parecía haber perdido el apetito y sostuvo con Juan un desmayado diálogo sobre cine nacional:

—El sistema de las coproducciones —dijo—, que a veces llegan a ser cocococoproducciones porque participan cuatro países en la misma película…

Laura escuchaba indiferente, sin intervenir. Sólo cuando Alberto dijo que el cine era un sistema de escribir literatura para analfabetos, ella levantó la vista de su plato para comentar:

—Bonita frase, Alberto. ¿Es tuya o del libro?

Y a partir de aquel momento, el actor ya no dio pie con bola. Privado por la indiscreción de su mujer del arma que le daba brillantez como conversador, sólo dijo unas cuantas vulgaridades deshilvanadas. Hasta que optó por callarse.

Juan, perfecto anfitrión, se esforzaba en impedir que el ambiente se enfriara. Y tuvo que apelar a Matilde en cuanto ella terminó con su filete:

—¿De qué es la fábrica de su padre? —le preguntó.

—Siendo ingeniero —le reprochó ella—, debería saberlo. ¿No ha oído hablar de «La Calderera Norteña»?

—Sí, me suena —mintió Juan.

—Pues ésa es —dijo Matilde con orgullo—. Fue fundada por mi abuelo, que en paz descanse; y ampliada por mi padre, que no descansa para hacerla prosperar. Empezó fabricando calderetas para la leche, y ahora fabrica calderas para locomotoras.

—Parece mentira.

—Pues es verdad. Muchas de las locomotoras que andan por ahí, llevan la caldera hecha por papá.

—¡Qué mañoso! —dijo Laura, por ser amable.

—También hacemos calderas para barcos —siguió explicando la hija del calderero—, pero ésas son menos lucidas: como no se ven porque siempre las llevan encerradas en las bodegas…

—Claro, claro.

La elección del postre sirvió para endulzar un poco la charla, que se iba haciendo cada vez más insípida y difícil. El maître les presentó una larga lista de complicadas golosinas internacionales, con nombres tan dulces y sugestivos que prometían al paladar los placeres más insospechados.

Después de leer atentamente esta letanía de la exquisitez mundial, Matilde se encaró con el maître para preguntarle:

—¿Hay natillas?

—¿Cómo ha dicho la señora? —se hizo repetir el frac azul pálido, palideciendo más todavía.

—Natillas, hombre —explicó Matilde, impertérrita—. Esas gachas tan ricas que se hacen con azúcar, leche y huevo.

—Temo que no —dijo el maître, compungido—. Pero puedo ofrecerle en cambio un helado de frambuesa con crema caliente de chocolate…

—¡Quite, quite! —rechazó Matilde—. Esas cosas, además de indigestas, no son nada sanas. Donde estén unas buenas natillas caseras con bizcochos…

Se decidió al fin por un flan, pero haciendo esta advertencia:

—Desnudito, ¿eh? Sin salsas por encima ni pamplinas alrededor.

Los demás, como si desearan acortar la duración de la cena, renunciaron al postre y pidieron café.

Con unas cuantas trivialidades más sobre el tiempo y otros temas generales, acabó la cosa. Luego, se intercambiaron las habituales mentirijillas propias de las despedidas:

—He tenido mucho gusto…

—Ha sido una cena muy agradable…

—Cualquier día los llamaremos para reunirnos otra vez…

—Hacía mucho tiempo que no lo pasábamos tan bien…

—Hasta pronto…

Salieron juntos hasta la calle.

Alberto y su mujer montaron en un coche impresionante, regalo sin duda del padre de Matilde, porque era largo y negro como la caldera de una locomotora. Mientras Juan abría la portezuela del suyo, pequeño y rojo, preguntó a Laura:

—¿Lo has pasado bien?

—Desde luego —contestó ella—. Ha sido una sorpresa que te agradezco mucho. Valía la pena.

Lo dijo sinceramente, mirando a su marido con amor y sin rencor.

¿Hace falta añadir que, a partir de aquella cena, el nombre de Alberto quedó borrado para siempre en la memoria de Laura?

De este modo, sin un reproche directo, sin una escena desagradable, Juan hizo desaparecer aquella única nubecilla que empañaba el limpio firmamento de su felicidad:

—Alberto me decía…