Fragmentos de un «juguete trágico» original, que escribí en colaboración con el autor húngaro Juan Vaszary, y que constituyen una hermosa historia.
PRIMERA PARTE
(Estamos en una habitación grande y abuhardillada, en un ático de Moscú. Puerta de acceso al pasillo común del piso, en el centro del lateral derecha. Otra puerta, estrecha y de altura muy inferior a una persona, en el lateral izquierda primer término. En el ángulo de este lateral con el foro, donde el techo alcanza su máxima inclinación, escalera de caracol que sube a una buhardilla. Gran ventana hacia la mitad del foro, con los cristales empañados por el frío y la nieve. Una fea cama metálica, pegada a la pared que queda bajo la ventana. Monumental estufa de ladrillos en la esquina del foro y la pared derecha. Un sofá viejo, con la tapicería en pésimo estado, entre la puerta del pasillo y la estufa. Camastro en el lateral izquierdo, semioculto por un biombo con remiendos. Ante la puertecita que hay en esta pared, un colchón enrollado con almohada y mantas dentro, y junto a él un taburete que se utiliza como mesilla de noche. Otro colchón en la misma forma, a los pies de la cama metálica. Primer término derecha, cocina económica. Una mesa, de madera sin barnizar, en el centro de la escena. Una única silla decente junto a la mesa. Algún taburete más y un par de cajones completan el mobiliario de la habitación. En los diferentes rincones que se han ido adjudicando los inquilinos, están sus efectos personales: líos de ropa, cajas, maletas de cartón, zapatos, etcétera. Del techo cuelga una bombilla solitaria, de potencia insuficiente, adornada con una tulipa de papel. Época actual, aunque parezca mentira.
Parodiando el «telón de acero», en esta obra no debe emplearse el telón habitual, sino el metálico para casos de incendio.
Al levantarse el telón metálico son las nueve de la noche. Igor está acostado en la cama metálica. Es un enfermo crónico, ya viejo, que no se levanta desde hace muchos años. Tiene mal carácter, barba canosa, y usa como pijama una absurda camiseta de manga larga. Junto a su cama está el doctor Leo, cincuentón y perezoso, que tiene entre sus manos un pie de Igor y lo reconoce atentamente. Sentado ante la mesa central, el profesor Andreiev escribe sin hacer caso de lo que ocurre a su alrededor. Hay un gran montón de papeles ya escritos a su derecha, y otro a su izquierda de cuartillas en blanco para abastecer su inacabable pluma. Andreiev es hombre de cuarenta y tantos años, bastante sabio, calvo y con un estupendo bigote. Junto a la puerta del pasillo, sentado en un cajón, el joven Fedor se mueve inquieto. Está nervioso, como en espera de algo que tiene para él la máxima importancia).
LEO (después de palpar el pie de Igor en diferentes zonas). —Tienes el pie muy enfermito, compañero. Tus síntomas no pueden ser más evidentes: manchas en la planta, astrágalo débil, insensible a las cosquillas… Muy enfermito.
IGOR. —¿Crees que no lo sé? Por eso te he mandado llamar.
LEO. —Pero yo de poco puedo servirte. Lo que tú necesitas es un buen cirujano.
IGOR. —¿Qué quieres decir?
LEO. —Que los pies son como los árboles: cuando empiezan a secarse, hay que cortarlos.
IGOR. —Habla claro de una vez. ¿Es una amputación lo que me propones?
LEO. —Nadie habla de amputación, no seas exagerado: yo sólo he dicho que te lo cortes.
IGOR. —En eso estoy pensando. No me lo cortaré. ¡No me cortaré nada!
LEO. —Vamos, razona un poco. ¿De qué te sirve conservarlo? Por su culpa no puedes levantarte, no puedes andar…
IGOR. —¿Y qué falta me hace andar? No necesito ir a ningún sitio.
LEO. —Pero es una cosa que nunca está de más. Piénsalo con calma, no seas testarudo: haces un vale, y la Ortopedia del Estado te proporciona un bonito miembro artificial. Con la ventaja de que, si no perteneces al partido, te lo pintan de rojo gratis.
IGOR. —Es inútil que insistas. Malo y todo, prefiero el mío.
ANDREIEV (dejando de escribir). —Perdonad un momento: ¿alguno de vosotros sabe cómo se escribe la palabra «chocolate»?
FEDOR (extrañadísimo). —¿Choco… qué?
ANDREIEV. —Chocolate. Un producto que se consumía antiguamente.
FEDOR. —¡Vaya un nombre raro! Es la primera vez que lo oigo.
ANDREIEV. —No me extraña: como que tú no habías nacido.
LEO (haciendo memoria). —Yo sí lo recuerdo. Era una sustancia marrón, que se vendía en forma de tabletas. Disuelto en leche resultaba muy reconstituyente.
ANDREIEV. —Ni reconstituyente ni narices: resultaba estupendo.
IGOR (adusto). —Pero fue la golosina predilecta de la infancia capitalista. Por eso se suprimió, y bien suprimido está.
LEO. —No te enfades, hombre. Todos odiamos el chocolate, como comprenderás.
IGOR. —Y no era marrón como tú dices, sino verde.
ANDREIEV. —¿Verde el chocolate? ¡Qué va! Si acaso negro. Tú te confundes con los caramelos de menta.
FEDOR (de nuevo extrañadísimo). —¿Qué quiere decir «caramelo»?
IGOR. —Será mejor no hablar de esas cosas delante del joven. Lo vais a pervertir.
ANDREIEV. —Es verdad, perdona. (Continúa escribiendo).
LEO (suelta el pie de Igor y se dirige a la puerta). —Ya sabes mi diagnóstico: o te amputas, o te mueres.
FEDOR (se levanta del cajón y se acerca al médico). —Escucha, doctor: soy el candidato a inquilino, que ocupará la plaza del viejo cuando quede vacante.
IGOR (que lo ha oído). —¡Ah, perro! ¿A eso has venido? ¡Pues envejecerás esperando! ¡Pienso sobrevivirte!
FEDOR (sin hacerle caso, a Leo). —¿Crees que durará mucho ese individuo?
LEO. —¡Quién sabe! En la Rusia actual sólo hay dos maneras infalibles de morir: si te encuentran en el cuerpo un cáncer, o si te encuentran en el bolsillo un retrato de Stalin. Fuera de estos casos, nunca se sabe.
FEDOR. —Pero estando apuntado en el Sindicato de Moribundos, como el viejo, tendrá que morirse pronto. Sería un acto de indisciplina.
LEO. —Instálate provisionalmente en otro sitio.
FEDOR. —No tengo otro. Salí ayer del Instituto Máximo Gorki, donde cursé mis estudios.
LEO. —¡Ah! ¡Ex alumno del Gorki, nada menos! Allí se forman todos nuestros intelectuales. ¿A qué especialidad te dedicas?
FEDOR. —Soy poeta. Y no creas que un poeta corriente: me han dado el carnet número seis de la nueva promoción. ¿Quieres que te lea mi último poema? (Saca un papel del bolsillo).
LEO (horrorizado). —¡No, por favor! Muchas gracias. No te molestes.
FEDOR (guardándose el papel). —Tú te lo pierdes. Entonces, ¿puedo contar con la vacante del viejo?
IGOR. —¿Qué andáis cuchicheando ahí?
LEO. —Nada: aquí el compañero, que se interesa por tu salud.
IGOR (indignado). —¿No te da vergüenza, buitre? ¡Rondar la cama del agonizante, para caer sobre él en cuanto fallezca! Pero no pondrás tus garras en mi almohada.
LEO. —Vamos, calma. No te conviene agitarte.
FEDOR. —Que se agite, déjale. Así se consumirá más pronto.
NICOLAI (entra por la puerta de la derecha. Es un joven de veintiocho años. Afable y muy soñador. Lleva gorro de piel y una larga bufanda al cuello. Se acerca a la estufa para calentarse y saluda a todos). —Salud nocturna.
ANDREIEV (levantando la vista de sus papeles). —¡Hola, Nicolai! Salud nocturna.
NICOLAI (por Fedor y Leo). —Caras nuevas. ¿Más inquilinos?
ANDREIEV. —Aspirantes solamente. Acuden al tufillo del posible cadáver.
IGOR. —¡Como hienas! Eso es lo que son.
NICOLAI. —Pues abundan los candidatos. Me crucé en el portal con dos mujeres que pretenden lo mismo. Discutían con el encargado de la portería política.
FEDOR. —No hay nada que discutir, porque ya he tomado posesión del puesto. Que las echen.
NICOLAI. —Eso pretende el portero político; pero ellas insisten, alegando que acaban de llegar a Moscú.
FEDOR. —Que aleguen lo que quieran. Tendrán que irse de todos modos…
NICOLAI (a Leo). —¿Otro aspirante?
LEO. —No. Me ha llamado el moribundo. Soy médico.
NICOLAI. —¡Ah, vaya! Un colega.
LEO. —¿Eres médico también?
NICOLAI. —No: astrónomo. Pero la astronomía también es una ciencia.
LEO. —Y más fácil de ejercer que la medicina. Porque yo no paro en todo el día. Tú, en cambio, en cuanto llega la noche, te sientas en una silla, te metes el telescopio en un ojo, y ya has cumplido. ¡Qué comodidad!… ¿Dónde trabajas?
NICOLAI (señala la escalera de caracol). —Allí arriba. Mi buhardilla es pequeña, pero tiene una ventana con un cielo inmenso.
LEO. —¿Cómo se te ocurrió ese oficio tan bueno?
NICOLAI. —Me aficioné de niño. Yo era pastor en una estepa llena de hierba. A menudo pasaba semanas enteras al aire libre, con mi rebaño, y me entretenía por las noches mirando el cielo.
LEO. —¿Qué había en el cielo? ¿Moscas?
NICOLAI. —No: estrellas. Yo trataba de contarlas con los dedos; pero estrellas hay muchas, y dedos pocos. Así les tomé cariño.
LEO. —¿De qué era tu rebaño?
NICOLAI. —De lo que son todos por aquí: de astracanes. Y ahora perdona que te deje, pero tengo que subir a trabajar. Hoy no hay nubes en el cielo y quiero aprovechar la noche.
LEO. —Pues salud nocturna, y hasta otro rato. (Nicolai sube por la escalera de caracol y desaparece en su buhardilla mientras Leo se dirige a la puerta de la derecha y le dice al pasar a Igor:) Que tengas buena suerte, mala pata. (A Fedor:) Si insiste en no operarse, la cama es tuya, muchacho.
(Sale, al tiempo que por la misma puerta entra Olga. Es una mujer vulgar, ya madura, huésped del sofá situado entre la puerta y la estufa. Se quita el abrigo).
IGOR (a Olga). —¿Qué os han servido hoy en la cocina popular?
OLGA. —Una cena riquísima: primero caldo de repollos, y después los repollos del caldo. ¡Y qué repollos! ¿Será que hay que comerlos secos, como las pasas y los arenques?
FEDOR. —Al contrario: los botánicos aseguran que frescos nutren más. Pero de Ucrania a Moscú, la ruta del repollo está erizada de saboteadores. Precisamente en el poema que acabo de escribir se alude a eso. (Saca del bolsillo el mismo papel que antes). ¿Queréis que os lo lea?
TODOS. —¡Déjalo!… ¡No hace falta!… ¡Otro día!… (Fedor, muy triste, vuelve a guardarse el poema).
IGOR. —¿Y qué hará el maldito Sergio Semjonovich? ¿No le has visto?
OLGA. —Llegó a la cocina al mismo tiempo que yo.
IGOR. —¿Cómo no habrá vuelto con mi cena? ¡El muy canalla!… Siempre se come las mejores tajadas por el camino.
OLGA. —Pierde cuidado, que no hay tajadas mejores ni peores: todas son pésimas.
SERGIO (entra en este momento. Tiene cuarenta y muchos años. Aspecto cansado. Lleva en las manos un cacharro que contiene la comida de Igor). —¡Ya está aquí tu cenita, compañero! Prueba el caldo antes de que se enfríe. Verás qué bueno está: recién salido del grifo. (Entrega el cacharro a Igor, que empieza a comérselo ávidamente).
ANDREIEV (se levanta furioso). —¿Queréis callaros de una vez? El trabajo intelectual requiere un mínimo de silencio.
FEDOR. —¿Intelectual? ¿De qué clase? ¿Prosa o verso?
ANDREIEV. —Prosa. Soy profesor de economía. Hago estadísticas.
FEDOR (despectivo). —¿Estadísticas? ¡Bah!, pintar filas de hombrecitos cada vez más pequeños, con una cifra encima de la cabeza. Eso no es nada. Lo difícil es versificar, como hago yo.
ANDREIEV (despectivo también). —¿Difícil versificar? ¡Bah! En otra lengua, no digo: pero en ruso que casi todas las palabras acaban en «of» y en «vich»…
SERGIO (a Fedor, por Andreiev). —En lo suyo es una eminencia. Ha inventado una fórmula para que los planes quinquenales, que hasta hoy sólo duraban cinco años, puedan durar veintisiete.
IGOR. —¡Cuánto me alegro! Porque el defecto de los planes quinquenales era ése precisamente: que sabían a poco.
(Por la derecha entra Katia, seguida de su hija Soniuska. Katia es una campesina de cincuenta y tantos años, charlatana, astuta y embustera. Viste un traje disparatado de aldeana rusa en día festivo. Calza botas de fieltro, y se abriga con un chaquetón de cordero. Soniuska es una muchacha buena y apocada, tirando a tonta. Llevan entre las dos un gran fardo, que constituye su único y caótico equipaje).
KATIA (dejando el fardo en el suelo). —¡Salud nocturna, guapitos! ¡Aquí tenéis a vuestra Katia! ¡A la pícara Katia de los buenos tiempos!
ANDREIEV (mirándola, asombrado). —¿Katia?… ¿Quién es Katia?
KATIA. —¿No me recuerdas? ¡Soy Katia Constantinowna! Y ésta es Soniuska, mi hija. Llegamos de Siberia hace unas horas. La niña está encantada, figúrate. Es la primera vez que viene a Moscú.
SONIUSKA. —Qué clima tan cálido hace aquí, ¿verdad? No llega a diez grados bajo cero.
KATIA. —Viniendo de Siberia, se suda con cualquier temperatura. Porque allá el invierno es fresco, os advierto. Con deciros que de noche hay que dormir con nueve mantas… (Fijándose en Igor). Pero ¿qué le pasa al viejo Alexei? ¿Otro arrechucho de asma? ¡Pobrecito Alexei! Eso te pasa por no hacer las gárgaras que te receté hace veinticinco años.
IGOR (ofendido). —Yo no me llamo Alexei. Ni nadie me ha recetado gárgaras.
KATIA. —¿Cómo que no? Pero ¡qué hombre más ingrato! ¿No eres el abuelo de Vasili Popof? Recuerdo que entonces no tenías barba.
IGOR. —Esta barba la he tenido siempre.
KATIA (yendo hacia Andreiev). —Pero tú eres Wladimir Lunatcharsky.
ANDREIEV. —¿Eh?… ¿Cómo?…
KATIA. —Perdiste una pierna en la guerra, me acuerdo muy bien. Es ésta la de palo, ¿verdad? (Le da una patada en una pierna).
ANDREIEV (dando un respingo). —¡Ay!…
KATIA. —Entonces fue la otra. (Le da un puntapié en la otra pierna, y Andreiev vuelve a quejarse). ¿Tampoco?… Pues no me lo explico: o te ha crecido una pierna nueva, o no eres el cuñado de Ivanowna Krupskaia.
ANDREIEV. —No soy cuñado de nadie.
SERGIO. —¿Buscas a los Krupskaia?
KATIA. —¡Claro!
SERGIO. —¡Huy! Esa familia se disolvió hace mucho tiempo, mujer.
KATIA. —¿Disuelta? ¿Es posible?
SERGIO. —Como un terrón de azúcar en el Báltico. Ni el sabor queda de ellos.
KATIA. —¿Qué?… ¿Quieres decir que han muerto todos?
OLGA. —Tanto como morir… Pero que si unas deportaciones por aquí, unas hambres por allá…
KATIA. —¡Virgen Santa, y que me perdone la censura! ¿Y qué ha sido de mi amiga?
ANDREIEV. —Ivanowna Krupskaia está en la cárcel.
KATIA. —¡No!
IGOR (irónico). —Vive en la Lubianka desde hace siete años. Y no es fácil que la veas, porque sale muy poco.
KATIA. —¡En la cárcel!… ¡Es increíble! ¡Una mujer tan buena, tan revolucionaria! Porque era más roja que un cangrejo.
ANDREIEV. —Es mejor que no la nombres. Pueden encarcelarte a ti también, por cómplice.
KATIA. —¿De qué? Pero ¿qué es lo que hizo?
IGOR. —Hacer, nada. Pero la acusaron de tener malos pensamientos.
SONIUSKA (llorosa). —¿Y qué será de nosotras, mamuska? No conoces a nadie en Moscú.
KATIA. —No te preocupes, muchacha. Estos camaradas tan simpáticos tendrán mucho gusto en darnos albergue.
FEDOR (salta indignado). —¡Despacio, compañera! ¡Ni hablar de albergue! No tenemos sitio.
IGOR. —¡Oye, oye! ¿Qué es eso de «tenemos»? Tú aquí no tienes nada. Eres tan forastero como ellas.
KATIA. —Éste es el piso de Ivanowna Krupskaia, ¿no? Pues como ella no está en casa, esperaremos a que vuelva de la calle. O de la cárcel, que viene a ser igual.
FEDOR. —Tendrás que esperar en la escalera. Te repito que no hay sitio.
KATIA. —¡Claro que lo hay! El portero político me ha informado bien. Un inquilino ha tenido la delicadeza de fallecer, para dejarnos su cama.
FEDOR. —¡Pero esa cama me corresponde a mí!
KATIA. —¿A ti? ¿Y no te da vergüenza, zángano? ¡Regatear un colchón a unas pobres mujeres desvalidas! (A Soniuska:) Desembala, niña, que nos quedamos.
SONIUSKA. —Bien, mamuska. (Empieza a desatar los nudos del fardo).
IGOR. —¡Poco a poco, desvalidas! Que aquí el muerto soy yo, y también tengo derecho a opinar.
KATIA. —Si eres el muerto, lo mejor que puedes hacer es callarte. Tú sigue desembalando.
SONIUSKA. —Sí, mamuska. (Termina de deshacer los nudos del gran fardo, que al abrirse deja al descubierto un montón de ropas y objetos absurdos: latas de conserva vacías, un termómetro para el baño, pieles de conejo, un zapato, dos sandalias, una bufanda, trapos de colorines, faldas a cuadros, etcétera).
FEDOR (amenazador). —Os lo advierto muy seriamente: para ocupar esa cama, tendréis que pasar por encima de mi cadáver.
KATIA. —¿Del tuyo también? ¡Qué barbaridad! Con tantos cadáveres, vais a poner las sábanas perdidas.
FEDOR. —Y menos discusiones, que no soy un cualquiera. (Saca del bolsillo un carnet y se lo enseña). Mira mi documentación.
KATIA. —¿A ver? Veamos quién es este monigote. (Coge el carnet y lee:) «Sindicato de Cerebros Populares. Rama de la Rima».
FEDOR. —Más abajo.
KATIA. —«Fedor Fedorovich. Poeta de segunda clase. Promoción intelectual de la última hornada. Servicios literarios auxiliares». (Devuelve el documento a Fedor). ¿Y con este papelucho te crees más importante que yo? ¡Vamos, chico! Tú has oído balalaicas y no sabes dónde. Aquí tienes mis credenciales. (Le entrega un papel muy viejo que saca de un bolsillo). ¡Lee, lee! Antes de que tú nacieras, yo pertenecía ya en el partido a una célula de choque.
FEDOR (leyendo, mientras los demás se acercan). —«Comité Lateral del Soviet Central. Sección Frontal de la Célula Parcial».
ANDREIEV. —¿Quién lo firma?
FEDOR (leyendo). —José Stalin.
ANDREIEV. —Pero ¿estás loca? ¡Esconde ese documento donde nadie lo vea! Mejor es que lo quemes en la estufa ahora mismo.
KATIA. —¿Por qué voy a quemarlo?
ANDREIEV. —Si te lo pescan encima, estás perdida. De ese comité no ha quedado ni uno. Los fusilaron hace tiempo.
IGOR. —No seas tendencioso. Eso no es fusilar, sino relevar de sus funciones.
KATIA. —¡Qué horror! ¡Un Comité tan joven! ¡Y con un aspecto tan sano!
FEDOR. —Pues resultó que todos eran traidores. Y nosotros no consentimos la traición. Hemos matado a todos los Caínes, y ha vencido Abel.
KATIA. —¿Quién es Abel?
FEDOR. —El Soviet Supremo, al que ensalzo en mi poema. ¿Quieres que te lo lea?
KATIA. —¡No, por favor! ¿Cómo se puede hacer poesía de una cosa tan árida? Además, eso de que el Soviet Supremo es Abel, vamos a dejarlo. Si hubieras leído la Biblia, sabrías que el superviviente fue Caín.
FEDOR. —La Biblia miente. Como todos los folletos de propaganda que editan las plutocracias. De todas estas cosas hablo en mi poema. Y es tan bueno, que me lo han admitido en la radio estatal. Esta misma noche lo recitaré ante el micrófono.
KATIA. —Siempre me han dado pena los micrófonos, te lo confieso. ¡Las tonterías que tienen que repetir los pobres!
IGOR. —Cuidado con la lengua, camarada campestre. La radio es la voz del Estado.
KATIA. —Quizá por eso me imagino yo al Estado como un barítono manco: porque tiene una voz magnífica para prometer, pero le faltan manos para dar lo prometido.
FEDOR. —Ya verás si tiene manos o no. Y pies también, para pegarte una patada.
KATIA. —¿Qué quieres insinuar?
FEDOR. —No me rebajo a discutir con palurdas. Pero cuando vuelva de la radio, procura no estar aquí. Te pesaría. (Sale por la derecha).
SERGIO (a Katia). —Como sigas por ese camino, acabarás muy mal.
KATIA. —¿Yo? No os entiendo. ¿A qué vienen estos miedos? ¿Es que no se puede decir la verdad?
ANDREIEV. —Desnuda, no. Hay que vestirla un poco, para no ofender el pudor público.
KATIA. —Pero eso es una tiranía disfrazada. ¿Y la aceptáis tan frescos? ¡Ah, qué bien hice en venir! Espero que no será demasiado tarde.
ANDREIEV. —¿Para qué?
KATIA. —Para atizar el fuego de la causa, como en mi juventud. En los años heroicos del asalto al poder, fui una agitadora infalible. Unas veces agitaba a los obreros repartiendo proclamas, y otras agitaba a los capitalistas poniéndoles bombas. Hasta que un día, por desgracia, me agitaron a mí.
IGOR. —¿Qué te ocurrió?
KATIA. —No lo puedo contar en voz alta delante de mi niña. Te lo diré bajito. (Se aproxima a Igor, y le dice algo al oído señalando varias veces a Soniuska).
IGOR. —Será mejor que cambies de oreja. De ese lado soy sordo.
KATIA. —Más valdría que fueras mudo. (Cambia de oreja y lo repite).
IGOR. —¡Bah! ¿Tanto misterio para esa pequeñez? Pues no eres tú poco pudibunda.
KATIA. —Cuando mis padres supieron mi tropiezo, me trasladaron a Siberia para buscar un voluntario que se casara conmigo.
IGOR. —Trabajo les costaría encontrar un tonto de ese calibre.
KATIA. —Pues lo encontraron. Y no tenía mala facha. Era un poco tártaro, eso sí, pero con el pasamontañas apenas se le notaba. Junto a él he vivido muchos años lejos de la política. Y lejos de todo en realidad, porque el pueblo estaba en el quinto diablo.
SERGIO. —¿Y a qué has venido a Moscú? ¿De compras?
KATIA. —Ya os lo dije: a reunirme con mis camaradas. Soy libre otra vez. Enviudé hace dos meses, y quiero reanudar mis actividades políticas.
(Entra de la calle Tatiana. Es una chica guapa, de la misma edad que Soniuska, pero muy descarada en todos los sentidos. Trae la ropa muy sucia de barro y el pelo en desorden. Aunque resulte duro decirlo, la verdad es que viene borracha como una cuba).
TATIANA (canturreando). —¡Ay, largo y querido río Volga!… Mis lágrimas han aumentado el caudal de tus aguas… Sufro porque nadie me comprende. ¿Dónde está mi alma?: revolved en la basura, y allí la encontraréis… Hecha pedazos… Sucia… (Llora). Y eso es lo peor: que mi alma no protesta. Soy feliz entre inmundicias… ¿Nunca os lo he dicho?… Incluso me gusta que me escupan… (Se detiene ante Andreiev, implorando con las manos juntas). ¡Escúpeme en la cara!… ¡Te lo suplico!…
ANDREIEV. —Más tarde. Ahora no tengo tiempo. (Se sienta ante la mesa y continúa escribiendo).
KATIA. —¿Quién es esta joven? Tiene un aspecto muy corrompido.
SERGIO. —Es la inquilina de aquel rincón. Llega borracha todas las noches.
TATIANA. —¿Y tú, Sergio? ¿Me escupirás en la cara si te lo pido de rodillas?
SERGIO. —Anda, anda; vete a dormir.
TATIANA. —Nadie se compadece de esta pobre desgraciada. ¿Qué va a ser de mí?
KATIA. —¿No hay ningún voluntario que la escupa para que nos deje en paz?
TATIANA (acercándose a Katia). —Gracias. Eres muy generosa. Sólo tú me comprendes… Pero… no te conozco. O he bebido mucho, o eres una vieja nueva.
KATIA. —Las dos cosas. Y aléjate un poco, no sea que se te inflame el alcohol que llevas dentro. Tú, Soniuska, ponte de espaldas en aquel rincón. Esta perdida te está dando mal ejemplo.
IGOR. —Pues esto no es nada. Ya le dará ejemplos peores, verás. (A Tatiana, maligno). Oye, Tatiana: ¿no te sientes muy solita esta noche?
TATIANA. —Sí, tienes razón. Me agobia la soledad… ¿Y Nicolai?… Quiero tenerle entre mis brazos… ¡Nicolai!… ¿Dónde estás?… Esta noche me haces mucha falta.
KATIA. —¡Loado sea Lenin! ¡Qué descarada!
ANDREIEV. —Se tratan hace tiempo. Nicolai es el vecino de la buhardilla.
SONIUSKA. —¿Y para qué le hará falta esta noche?
OLGA (maliciosa). —Ya tienes edad de figurártelo, nena.
KATIA. —A mi niña no la dejo yo que se figure nada. ¡Tápate los oídos, Soniuska!
SONIUSKA. —Pero, mamuska…
KATIA. —¡Ni muska ni moska! ¡Tápate los oídos! (Soniuska obedece, pero poco). Y tú (a Tatiana) ya te estás yendo a dormir, que buena falta te hace. (La conduce a viva fuerza al camastro).
TATIANA. —No quiero dormir… ¡Déjame!… ¡Soy una mujer libre!
KATIA. —¡No me digas! ¿Ahora se las llama así?
TATIANA. —¡Nicolai!… (Katia tumba a Tatiana en su camastro). ¡Nicolingui!…
NICOLAI (baja por la escalera de caracol). —Voy, Tatiana. Ya voy.
KATIA. —¡Ah!… ¿De modo que éste es Nicolai? ¡El libertino!
NICOLAI (desconcertado). —¿Yo?… Perdona, pero… No sé a qué te refieres.
KATIA. —¡Lo sabes muy bien!: a tus idilios impuros con esta infeliz. Un muchacho honorable no debe hacer esas cosas.
NICOLAI (muy extrañado). —¿Idilios? ¿Que yo hice idilios?
KATIA. —No tendrás la desfachatez de negarlo. Estás en relaciones con esa chica.
NICOLAI. —¿Con Tatiana? ¡Qué va! Cuando viene alegre, me invita a pasar la noche con ella. Pero de eso a tener relaciones…
KATIA. —¿Habéis oído a este cínico? ¡Y le parece poca relación! ¿Cómo puedes hablar de esas barbaridades sin avergonzarte?
NICOLAI. —¿Avergonzarme yo?… ¿De qué?… ¿De tener ciertos apetitos carnales, perfectamente naturales?
KATIA. —Cuando se tiene apetito carnal, se come uno un filete. Pero no se deshonra a una pobre muchacha.
ANDREIEV. —Es tonto que te lleves un berrinche por tan poca cosa, mujer. Nicolai no tiene la culpa de que le hayan educado así. Toda la juventud es igual.
KATIA. —Pero ¿qué han hecho estos brutos durante mi ausencia? ¿Dónde está el amor, y la moral, y tantas otras cualidades que no recuerdo en este momento? ¡Mira a mi niña en cambio!: es tan pudorosa, que se ruboriza al ver un insecto en el cáliz de una flor. Es tan sensible, que suspira viendo el cielo estrellado.
NICOLAI (con extrañeza, a Soniuska). —¿Es verdad lo que dice tu madre?
SONIUSKA. —Sí.
NICOLAI (acercándose a ella como a un bicho raro). —¿Y por qué suspiras al ver las estrellas?
SONIUSKA. —No sé. Porque me gustan, sencillamente. Porque las encuentro maravillosas.
NICOLAI. —Eres la primera que me dice una cosa así. Todas las chicas que conozco sólo se preocupan de ir al cine, de ponerse trajes y de quitárselos. Pero de las estrellas, ni pizca.
SONIUSKA. —¿También a ti te gusta mirarlas?
NICOLAI. —Me encanta, imagínate. Soy astrónomo… (Se sientan los dos sobre el montón de bártulos salidos del fardo, y continúan hablando en voz baja).
KATIA. —Hay que decidir dónde pasaremos la noche. (Señalando la puertecita de la izquierda). ¿Qué hay detrás de esa puerta?
ANDREIEV. —Nada. Una leñera muy pequeña.
KATIA. —Puede ser una solución.
ANDREIEV. —No pensarás meterte ahí. Está llena de astillas para la estufa.
KATIA (abriendo la puertecita). —Veremos. Donde cabe un leño puede caber un ruso. Para algo nos tiene que servir el alma eslava. (Se agacha y entra en la leñera).
SERGIO. —A ésta ya no hay quien la eche.
SONIUSKA (a Nicolai). —Yo creí que sería muy fácil descubrir una estrella nueva. Habiendo tantas…
NICOLAI. —Casi todas están catalogadas. A veces localizas una muy pequeña, menos amarilla que las demás, y te da un vuelco el corazón. Pero siempre resulta que la vieron antes unos sabios occidentales.
SONIUSKA. —No te desanimes. Acabarás por encontrar alguna libre.
NICOLAI. —Es la ilusión de toda mi vida.
SONIUSKA. —¿Y cómo piensas llamarla, suponiendo que la encuentres?
NICOLAI. —Nicolaienka Kimirenchowsky.
SONIUSKA. —¡Qué horror!… Es un nombre feísimo.
NICOLAI. —Ya lo sé. Pero yo me llamo así.
SONIUSKA. —Perdona. No sabía…
NICOLAI. —Quizá no resulte bien, tienes razón. ¿Tú cómo te llamas?
SONIUSKA. —Soniuska.
NICOLAI. —Pues si me dejaras… la llamaría como tú. Pero con una condición.
SONIUSKA. —¿Cuál?
NICOLAI. —Que subas conmigo a mi buhardilla.
SONIUSKA. —¿Cuando encuentres la estrella?
NICOLAI. —No: ahora.
SONIUSKA. —¿Para qué?
NICOLAI. —Deja que te lo diga al oído. (Se acerca a Soniuska, y le dice algo al oído. Ella se indigna al oírlo y le da una hermosa bofetada).
SONIUSKA. —¿Por quién me has tomado?
NICOLAI. —¡Pero, Soniuska!…
SONIUSKA. —¡Fuera de aquí!
NICOLAI. —Te aseguro que lo dije con buena intención.
SONIUSKA. —¿No me has oído?: ¡vete! Y puedes dar gracias de que no se lo repita a mi madre.
NICOLAI. —Está bien, chica; perdona. (Se dirige a la escalera de caracol, acariciándose la mejilla dolorida). Hay que ver: ¡qué frías son estas siberianas!
(Nicolai sube por la escalera de caracol al tiempo que Katia sale a gatas por la puerta de la leñera. Viene manchadísima de yeso, polvo y telarañas).
KATIA. —Bueno: resuelta la papeleta. (Se sacude la ropa, de la que brota una gran polvareda).
SONIUSKA. —¡Pero, mamá! ¿Qué te ha ocurrido?
KATIA. —Gajes del alma eslava, hija. He apilado las astillas en un rincón, y nos queda una monería de alojamiento. Algo bajo de techo, eso sí; pero suficiente para esperar hasta que a ese monstruo se lo lleven los demonios. Anda, hija: traslada el equipaje al camarote. (Soniuska coge grandes brazadas del montón, y las va dejando junto a la puertecilla).
SERGIO. —Bueno se pondrá el poeta cuando vuelva de la radio.
KATIA. —Pues que no se hubiera ido, mira qué gracia. El que fue al Ladoga, perdió su alcoba.
ANDREIEV. —¿Por qué insistes en quedarte en Moscú?
KATIA. —¡Y dale! ¿Cuántas veces voy a tener que repetirlo? Me quedo para seguir perfeccionando la revolución.
IGOR. —Llegas con algunos años de retraso, Katia Constantinowna: la revolución ya está hecha.
KATIA. —Debí figurármelo. Y la ganaron los burgueses, ¿verdad? ¡Claro! Como ellos tenían entrenadores extranjeros…
ANDREIEV. —No: ellos no ganaron.
KATIA. —Pues entonces no me lo explico. ¿Qué pasó? ¿Empatamos a uno?
ANDREIEV. —Tampoco: ganó el pueblo.
KATIA (consternada). —¡Los míos! Nadie lo diría. Yo creí que el régimen de ahora era provisional. Una chapuza política mientras se afianzaba la victoria.
ANDREIEV. —Eso creíamos algunos. Pero un régimen provisional es como un abrigo de entretiempo: te lo haces con idea de usarlo quince días, y a falta de otro mejor no te lo quitas en treinta años.
KATIA. —¡Qué catástrofe!
ANDREIEV. —Yo no me atrevería a decir tanto.
KATIA. —Eso es lo malo: que no os atrevéis a decir nada. Estáis acobardados, entumecidos, acoquinados. Cuando algo no va bien, hay que decirlo. Todos tenemos derecho a exteriorizar nuestro descontento.
IGOR. —¿Quién está descontento?… (Nadie contesta). ¿Quién se atreve a poner en duda la perfección del gobierno?… Si hay alguien que no esté conforme, que lo diga. ¡Yo le denunciaré!
KATIA. —Te va ser difícil. Como no tires por la ventana un mensaje dentro de una botella, como los náufragos…
IGOR. —Lo haré a gritos. Gritaré para que acuda la policía y te detenga.
KATIA. —¿A mí? ¿Por qué?
IGOR. —Por blanca.
KATIA. —¿Blanca yo? Al contrario: soy más roja que tú.
IGOR. —¿Sí? Entonces ¿por qué hablas mal del régimen?
KATIA. —¿No lo has comprendido todavía? Pues está clarísimo, hombre: porque soy de izquierdas. La revolución, hasta ahora, no ha hecho más que empezar. Debemos llevarla más lejos aún, y conquistar el objetivo que nos habíamos propuesto.
ANDREIEV. —¿Qué objetivo?
KATIA. —La igualdad mediante el ascenso del pueblo al nivel de personas, y no mediante su descenso al nivel de animales. Que es, en resumidas cuentas, lo que se ha conseguido hasta ahora. ¿Comprendéis por qué considero que la revolución no ha hecho más que empezar? ¿Os dais cuenta de por qué soy más avanzada que vosotros y me considero una comunista de izquierdas?
(Los demás la miran asombrados, y no saben qué decir).
SEGUNDA PARTE
(Primeras horas de la mañana siguiente, en el mismo escenario anterior. Ligeras modificaciones en la habitación, convertida en dormitorio durante la noche: colchones extendidos en el suelo, trapo en la ventana que vela parcialmente la luz del día, ropas, zapatos, desorden en general.
Al levantarse el telón metálico, todos los inquilinos duermen en sus rincones respectivos: Olga, encima del sofá; Sergio, recordando tiempos lejanos en que fue ladrón, debajo; Andreiev, en el colchón que antes vimos enrollado; Igor continúa disfrutando la cama que todos codician, y Tatiana reposa su borrachera sin haber cambiado de postura desde que Katia la acostó. Silencio absoluto; hasta que la puertecilla de la leñera, entreabierta con fines de ventilación, se abre del todo y aparecen los pies de Katia. A la aparición de los pies sigue la de las piernas, que se mueven desesperadamente. Al cabo de algunas contorsiones, espectaculares y nada sencillas, el cuerpo completo de Katia logra salir de su minúscula madriguera).
KATIA (bostezando y dirigiéndose al interior de la leñera). —¡Vamos, dormilona! Levántate. Cualquiera diría que se te han pegado las sábanas: lo cual tendría mucho mérito, porque no tenemos sábanas.
SONIUSKA (sale soñolienta de la leñera). —¿Qué hora es? Ahí dentro está tan oscuro… ¿Ya cantaron los gallos?
KATIA. —Hace tiempo que no hay gallos en Moscú, pequeña. El pueblo, consciente, se los zampó. Si quieres saber la hora, asómate a mirar la posición del sol.
SONIUSKA. —¿Y si no hay sol?
KATIA. —Supongo que seguirá habiéndolo. Aunque no me extrañaría que le hubiesen relevado de sus funciones, porque el puesto es muy lucido.
(Soniuska quiere mirar por la ventana, pero la cama de Igor le impide acercarse lo suficiente. Decide entonces arrodillarse sobre los pies del enfermo, que despierta lanzando gritos de dolor).
IGOR. —¡Salvaje! ¿Qué haces aquí? ¡Me has aplastado el pie! ¡Bájate ahora mismo, si no quieres que te estrangule!
SONIUSKA (bajándose, muy asustada). —Perdona, camarada. Sólo quería ver el sol.
IGOR. —¿Es que no lo has visto nunca, estúpida? Pues es redondo, y está muy caliente. ¡Y ahora vete! ¡Quiero dormir! (Vuelve la espalda a Soniuska y trata de seguir durmiendo).
KATIA. —¡Cómo ha descendido el nivel cultural de Rusia, hija mía! De tan ignorantes que somos, ni la hora que es sabemos.
SONIUSKA. —Puede que la sepa el chico de arriba. Es lo menos que se le puede pedir a un astrónomo.
KATIA. —Buena idea.
SONIUSKA. —¿Quieres que suba y lo pregunte?
KATIA. —¿Tú? ¡Ni lo sueñes, criatura! ¡Entrar en la habitación de un hombre que quizás esté acostado!
SONIUSKA. —Pues aquí hay varios hombres acostados, y no por eso se me caen los anillos.
KATIA. —Pero con ésos no hay peligro, porque son viejos. Los hombres, hija mía, son como los grifos: cuando llegan a cierta edad, se pasan de rosca.
ANDREIEV. —¡A ver si dejáis dormir, habladoras!
SERGIO. —¡Que charlen fuera, en el pasillo!
IGOR. —A mí ya me han desvelado.
SONIUSKA. —Yo estoy segura de que Nicolai podrá decirnos la hora. Es un hombre de talento.
KATIA. —¿Cómo lo sabes?
SONIUSKA. —Anoche me habló de cosas muy interesantes: del sistema solar, de la Osa Mayor, de la Vía Láctea…
KATIA. —A propósito de láctea: hay que ocuparse del desayuno.
SONIUSKA. —Sí, claro. ¿Has traído el samovar?
KATIA. —¡Ni pensarlo! ¿Crees que iba a traerlo para que se me abollara en el viaje? ¡Un samovar tan antiguo! ¡De estilo Catalina XV!
SONIUSKA. —¿Y cómo harás el té?
KATIA. —Ya nos prestarán alguno, no te preocupes. ¿A quién despertamos primero?
SONIUSKA. —¡Al de la barba no, por lo que más quieras!
KATIA. —Empezaremos por aquel calvo. (Señala a Andreiev. Se acerca a él y le propina cariñosos puntapiés en las caderas). ¡Vamos, estadístico! ¡Aúpa!
ANDREIEV (se incorpora asustado). —¿Eh?… ¿Qué sucede?…
KATIA. —Que ya es la hora.
ANDREIEV. —¿La hora de qué?
KATIA. —De que yo me desayune. ¿Puedes prestarme un samovar?
ANDREIEV. —Con mucho gusto. Pero tienes que ir a buscarlo.
KATIA. —¿Dónde está?
ANDREIEV. —En este momento, no sé. Lo perdí de vista en 1934, cuando me lo robó un alférez de cosacos. Pero te será fácil reconocerlo, porque le faltaba una pata.
KATIA. —¿A quién?, ¿al alférez?
ANDREIEV. —No, al samovar. (Da media vuelta en el colchón). ¡Ah! (Añade antes de seguir durmiendo). Y vete al demonio.
SONIUSKA. —La cosa se pone fea.
KATIA. —En efecto. No hay más solución que lanzar un tejo al de la barba. Hay que arriesgarse. (Se acerca a la cama de Igor y le da cachetitos en las mejillas).
IGOR. —¿Otra vez tú? ¡Es el colmo!
KATIA. —Calma, no gruñas a priori. Sólo quería saber si se te apetece una taza de té.
IGOR. —Bueno. Si es gratis, dámela.
KATIA. —Claro que es gratis. Yo te invito. Tú sólo tienes que poner el samovar para hacerlo, el té para cocerlo y la taza para beberlo.
IGOR. —¡Vaya una invitación! ¿Y qué pones tú?
KATIA. —Lo principal: la mano de obra.
IGOR. —Sí, ¿verdad? ¡La mano te la van a poner a ti! ¡Pero no va a ser de obra sino de tortas! ¡Vete al diablo! (Se acurruca en las sábanas, procurando dormir).
KATIA. —¡Qué gente tan hospitalaria! No saben adónde mandarme para que me encuentre a gusto. Uno me recomienda el infierno, otro el demonio, otro el diablo… A ver si a ésta se le ocurre un sitio nuevo. (Se aproxima a Olga).
OLGA. —Es inútil que me despiertes. Si quieres samovar, pídeselo a Tatiana. Es la única que tiene. (Se duerme).
KATIA. —¿Tatiana? ¿Quién será Tatiana?
SONIUSKA (señalándola). —Aquélla. La que llegó anoche con esos mareos tan raros.
KATIA. —¡Ah, la alcohólica! Pues despídete del desayuno. Buena estará conmigo después del rapapolvo que le eché…
SONIUSKA. —A lo mejor ni se acuerda.
KATIA. —¡Ojalá! Probaremos. Lo más que puede pasar es que me mande a otro sitio poco agradable. (Se acerca a Tatiana y la zarandea con exquisita suavidad).
TATIANA (soñolienta). —¿Qué pasa?… Hoy es mi día libre. Os dije que no me llamarais.
KATIA. —Perdona, preciosa. Es una llamada particular. Me han dicho que tienes un cacharro para hacer té. Y como eres una chica tan complaciente…
TATIANA. —Si quieres el samovar, cógelo sin tanta historia. Ahí debajo está. (Vuelve a dormirse).
KATIA. —Gracias, monina. Que Lenin te lo pague. (Saca de debajo del camastro un samovar viejísimo, muy deteriorado).
SONIUSKA. —¡Vaya facha de artefacto!
KATIA. —Sí, pobrecillo. Parece que la revolución le sorprendió entre los dos bandos. (Nicolai, ya vestido, baja de su buhardilla).
SONIUSKA. —Habrá que encender la cocina. ¿Tienes cerillas?
KATIA. —Hace meses tuve una, pero la gaste. (Mirando indecisa a los durmientes). ¿A quién despertaría yo para pedírselas?
SONIUSKA. —Déjalos, son poco serviciales. Quizás el astrónomo nos saque del apuro. (Acercándose a Nicolai). ¿Puedes prestarme una cerilla?
NICOLAI. —No tengo.
SONIUSKA. —¿No? Es que vamos a hacer té, ¿sabes? Pero hay que preparar la lumbre, y…
KATIA. —Basta. Si él no te da cerillas, tú tampoco le des explicaciones.
NICOLAI. —Yo no tengo, pero sé dónde las hay. (Se inclina sobre Sergio, que duerme; le quita la manta, lo empuja hasta colocarle boca abajo, y le saca de un bolsillo una caja de cerillas). Aquí están.
SONIUSKA (cogiendo la caja). —Muchas gracias.
KATIA. —¡Qué distraída soy, es verdad! Olvidé que todo es de todos. Cuando necesitas algo, se lo quitas a otro, y listo. Ya sólo nos falta el agua.
SONIUSKA (a Nicolai). —¿Quién nos podría proporcionar un poco de agua?
NICOLAI. —Hay un grifo fuera, al final del pasillo. Si no te molesta, puedo acompañarte.
SONIUSKA. —Al contrario. ¡Sería delicioso!
KATIA. —Bueno: id juntos, para que no te pierdas. Pero no paséis del grifo.
SONIUSKA (coge el samovar). —Descuida, mamá. Volveremos en seguida. (Sale por la derecha con Nicolai).
KATIA. —Ahora unos papelitos que ardan bien, y ya está. ¿Dónde he visto yo papeles?… ¡Ah, ya sé! (Va muy decidida a la mesa donde están las cuartillas escritas por Andreiev, y empieza a revolverlas seleccionando las más aptas para el fuego).
ANDREIEV (al oír el ruido de los papeles, se incorpora bruscamente). —¿Qué estás haciendo?… ¡Mis estadísticas! ¡Deja esos papeles ahora mismo!
KATIA. —No te sulfures, hombre: sólo cojo algunos de los que ya están escritos. Como tienes tantos…
ANDREIEV. —¡Los necesito todos, analfabeta! ¡Es mi obra, en la que trabajé durante tres años!
KATIA. —Bueno, bueno. Cogeré de los blancos. Pero da más pena quemar unos pliegos tan limpitos. (Se acerca a la cocina y empieza a encender la lumbre, mientras Andreiev se duerme de nuevo. Vuelven del grifo Soniuska y Nicolai, trayendo entre los dos el samovar lleno de agua).
SONIUSKA. —Ya estamos de vuelta. Es una delicia hablar con Nicolai, mamuska. ¡Sabe tantísimas cosas!
KATIA. —Espero que no te habrá enseñado ninguna picardía.
SONIUSKA. —No, ¡qué va! Me explicó cómo se hace el agua.
KATIA. —¿El agua?
SONIUSKA. —Sí. Hay una receta para hacerla: se cogen dos pedacitos de «H» y un pedacito de «O»; se baten bien batidos, y…
KATIA. —¡Qué tontuna!
NICOLAI. —Nada de tontuna. Eso es lo que aprenden todas las personas cultas.
KATIA. —Pues, chico, si la cultura consiste en aprender recetas, enséñale a hacer pasteles. Y no agua, que la regalan hecha en todas partes.
NICOLAI. —¿Cómo vas a entender la cultura, si aún estás en los primeros peldaños de la civilización?
KATIA. —Es verdad: no me acordaba de que los jóvenes conseguisteis subir hasta los últimos. Pero allí se os escurrió un pie, y habéis bajado toda la escalera rodando.
NICOLAI. —Razonar contigo es perder el tiempo. Hay que dejarte por imposible. (Sube a su buhardilla).
KATIA (a Soniuska). —Pero ¿tú has visto qué valor tienen estos polluelos? ¡Atreverse a hablar de civilización, cuando vivimos peor que trogloditas!
FEDOR (entrando por la derecha). —Salud matutina.
KATIA. —¡Vaya! Mira quién está aquí. ¡El Dostoievski en miniatura!
FEDOR. —¿Cómo? ¿No os habéis marchado todavía?
KATIA. —No. Qué sorpresa más agradable, ¿verdad? Ahora que empezabas a tomarnos cariño…
FEDOR. —Guarda tus ironías para otra ocasión. No está el ruso para bromas.
KATIA. —Muy enfadado vienes. ¿Se rieron mucho en la radio con tu poema?
FEDOR. —No he venido a contar mis éxitos como poeta, sino a defender mis derechos como inquilino.
KATIA. —Nadie te los discute. Puedes meterte en la cama del cojo ahora mismo.
FEDOR. —Pero bueno: la niña y tú…
KATIA. —Por nosotras no te inquietes: quedaba por alquilar un cuartito supletorio, y lo hemos ocupado.
FEDOR. —¡Ah! ¿De manera que había una habitación libre y no me habíais dicho nada? Pues será para mí.
KATIA. —Tú sólo hablaste de la cama.
FEDOR. —Porque no sabía que hubiera otro sitio.
KATIA. —Ni yo. Pero una tiene olfato.
FEDOR. —Lo que una tiene es desvergüenza.
KATIA. —¿Eso te enseñaron en la escuela colorada? ¿A insultar a las personas respetables?
SONIUSKA. —No hables mal de la revolución, mamá, que este poeta es muy partidario.
KATIA. —Me es igual. ¡Ya estoy de la revolución hasta la coronilla! ¿Por qué no edifican más casas, vamos a ver? ¿Por qué fomentan la natalidad si el que nace no tiene donde meterse?
FEDOR. —Pues antes no estábamos mejor. Tampoco el zar hacía casas.
KATIA. —Pero al menos no recomendaba que se hiciesen niños.
FEDOR. —Me interesan mucho tus puntos de vista. ¿No estás de acuerdo con nuestra organización política?
KATIA. —Con la política, sí. Lo que no veo por ninguna parte es la organización.
FEDOR. —Bueno, esto colma la medida. Ahora me sobran motivos para denunciarte. (Se dirige a la puerta).
SONIUSKA (a Fedor). —¿Qué vas a hacer?
FEDOR. —Pronto lo sabrás. Un patriota no puede consentir que se hable del régimen en ese tono subversivo. (Sale por la derecha).
SONIUSKA (asustada). —¿Dónde irá?
ANDREIEV. —Me temo lo peor. Tu madre ha estado muy imprudente.
OLGA (se levanta del colchón). —Seguro que ha ido a la policía secreta.
SERGIO (levantándose también). —¡Qué espanto! ¡Vendrá la G.P.U.!
ANDREIEV. —Que venga. Nosotros no hemos dicho nada.
SERGIO. —Pero querrán aprovechar el viaje. Y una vez aquí, puede que nos detengan por cómplices.
ANDREIEV. —Tienes razón. Por si acaso, voy a esconder mis papeles.
IGOR. —¡Ah! ¡Por fin se descubre el misterio del profesor! Te dedicabas a escribir propaganda clandestina, ¿eh?
ANDREIEV. —Nada de eso. Son papeles inofensivos.
IGOR. —Cuando quieres ocultarlos, por algo será.
ANDREIEV. —Temo que la G.P.U. los interprete mal. Todo papel con letras encima les parece sospechoso. (Hace un rollo con todas sus cuartillas, y las esconde detrás de la estufa).
SONIUSKA. —¿Por qué tienen tanto miedo, mamaíta?
KATIA. —Porque el miedo no se considera propiedad privada. Es lo único que cada cual puede tener en grandes cantidades, sin que el Estado se lo confisque.
SERGIO. —Si viene la secreta, podéis prepararos. El que tenga costumbre de rezar, que rece un «Lenin-nuestro».
KATIA. —No os tocarán, estoy segura. Yo les diré cuatro cosas bien dichas, y…
ANDREIEV. —No, por favor. Tú te callarás.
TATIANA. —Sería más seguro coserle la boca con un alambre.
ANDREIEV. —Ni aun así. Con tal de comprometernos, se las ingeniaría para hablar por una oreja.
IGOR. —¡Qué feliz soy! (Canturrea muy contento). Al fin ha sonado la hora de mi venganza.
OLGA. —Supongo que no declararás en contra nuestra.
IGOR. —Suposición errónea, amiguita: pienso ser implacable.
KATIA. —Vamos, no os pongáis nerviosos. ¿Quién puede asegurar que el poeta haya ido a denunciarnos? Es una hipótesis nada más. Tened confianza en mí, y no penséis en eso. Pensad mejor en prestarme un poco de té, que es lo único que me falta para preparar el desayuno. ¿Quién tiene té?
IGOR. —¡Nadie!
SONIUSKA. —¿Saco nuestro paquete de té, mamuska?
KATIA. —¡Vaya! La niña metió la pata, como de costumbre.
IGOR. —¡Ah, miserable! ¡Roñosa! ¿Tienes té y se lo pides a los demás?
KATIA. —Gracias a eso lo tengo. Usándolo a diario, no me duraría nada. (Revuelve en sus bártulos apilados junto a la puertecilla, y saca un paquete de té. Va luego a la cocina económica y echa un pellizco dentro del samovar). Lo que siento es no poder ofreceros un desayuno más completo.
IGOR. —No hace ninguna falta. Nuestro deber es ser frugales.
KATIA. —¡Qué remedio! Pero ¿os imagináis una rebanada de pan caliente, sobre la cual se va derritiendo un gran tirabuzón de mantequilla? ¿Tenéis bastante fantasía para cubrirla después con mermelada de fresas casi enteras?
ANDREIEV. —Calla, mujer. Me estás abriendo el apetito.
OLGA. —A mí ya me lo ha abierto de par en par.
KATIA. —Nunca olvidaré los desayunos de mi infancia. Todas las mañanas, en mi casa, sacaban a la mesa una gran tarta de «chantilly». Y encima de la tarta, escrito con un chorro de moka, podía leerse el nombre de mi abuela.
SERGIO. —¿Quieres cambiar de conversación?
OLGA. —¡Qué crueldad!
ANDREIEV. —Eso mismo hacía un individuo apellidado Tántalo, y la gente le cogió mucha manía.
KATIA. —Está bien, me callaré. Pero también ahora se podrían hacer cosas más ricas. Porque comida hay. Lo malo es que no saben guisarla.
ANDREIEV. —¿Y quién la va a guisar? ¿Sabes quién dirige las cocinas populares de esta barriada?
SONIUSKA. —Un cocinero, supongo.
ANDREIEV. —Pues no: un pirotécnico.
KATIA. —¡Claro!: como que nadie está en su puesto. El que ayer ordeñaba una vaca, hoy quiere dirigir una orquesta sinfónica. Y así va la nación.
IGOR. —La nación va viento en popa.
KATIA. —Pero el viento es tan fuerte, que la popa se está hundiendo y nos vamos a pique.
SERGIO. —¿Qué quieres dar a entender?
KATIA. —Que estábamos mejor en tiempos del zarismo.
IGOR. —¿Eh?… ¿Cómo?… ¿Te das cuenta de lo que acabas de decir?
KATIA. —Y tanto. El zar, por lo menos, no era un ladrón. Sostenía a su familia con su sueldo de zar. Pero ahora roba todo el mundo.
IGOR. —¡Eso es falso!
KATIA. —¿Falso? Pues sé de buena tinta que los obreros ferroviarios se llevan a su casa pedazos de vía; y que los pescadores, en vez de pescar, se guardan los gusanos que les entrega el sindicato para sus anzuelos; y que los farmacéuticos escamotean medicinas para comérselas y engordar.
IGOR (exasperado, gritando). —¡Y los médicos también! Para un tubo de vitaminas que te recetan, se quedan con cinco. ¡Ésa es la plaga peor! ¿Cómo queréis que el bolchevismo prospere si esas sanguijuelas le chupan la energía? Hay que volver al látigo y dejarse de blandura. ¡Mucho látigo! Así se gobernó antiguamente, y había que ver cómo andaban las masas: más tiesas que un huso.
(Mientras hablaba Igor, ha entrado por la derecha un comisario de la G.P.U. seguido de dos agentes. Los tres van de uniforme, armados con fusiles ametralladoras. Detrás de ellos, entra también Fedor).
COMISARIO. —Creo que llegamos muy oportunamente. (A Igor:) ¿Acabaste de sacarle faltas al gobierno?
IGOR. —¿Yo?… Al contrario. Soy un comunista fanático. Éstos lo saben. Pero me encanta que hayas venido, porque quiero presentar una denuncia.
COMISARIO. —No te molestes: ya oí tu teoría del látigo y me basta. Levántate y ven con nosotros.
IGOR. —Lo has interpretado mal. Te aseguro que yo…
COMISARIO (tajante). —¿No me oyes? ¡Fuera de la cama!
IGOR (a los demás). —¿Por qué no habláis? Vosotros conocéis mis ideas. Explicadle al comisario…
COMISARIO. —¡Obedece sin rechistar! (Agarra a Igor por un brazo).
IGOR. —¡Espera! No me puedo mover. Soy un enfermo; un inválido…
ANDREIEV. —Es cierto: tiene un pie bastante podrido.
COMISARIO (a los agentes). —Bueno: pues llevadle con cama y todo. (Los dos agentes levantan en vilo la cama de Igor, y se dirigen a la puerta).
IGOR. —¿Adónde queréis llevarme?… ¡Escucha, comisario! ¡Tengo que darte informes gravísimos! Esta habitación es una guarida de reaccionarios. Todos lo son, menos yo. (Señalando a Fedor). ¡Díselo tú, poeta, para que me suelten!
FEDOR. —Buen tonto sería. Si te quitan de en medio, mejor para mí.
IGOR. —¡Oblígale a que diga la verdad! ¡Se calla porque quiere ocupar mi puesto! ¡Te lo juro! ¡Soy un bolchevique de pro!… ¡Soy un bolchevique de pro!… (Mutis de los agentes, de Igor y de la cama).
KATIA. —Ese viejo es un chiflado, no le hagas caso. ¡Mira que llamarnos reaccionarios! ¡Qué calumnia! Supongo que le oirás como quien oye nevar.
COMISARIO. —A ti, en cambio, te oiría con mucho gusto.
KATIA. —Pues me oirás, pierde cuidado. ¡Vaya si me oirás! Pero siéntate, haz el favor. Sin cumplidos. ¿Quieres que te cuelgue la ametralladora en el perchero?
COMISARIO. —No, gracias. ¿De manera que tú eres Katia Constantinowna?
KATIA. —Para servir a la U.R.S.S. y a usted. ¿De qué me conoces?
COMISARIO. —Me han hablado mucho de ti.
KATIA. —¿Bien o mal?
COMISARIO. —¡Psch! A nosotros, cuando nos hablan de alguna persona, nunca es para ponerla por las nubes.
KATIA. —Pues por mi parte, aunque no te conozco de nada, me has caído simpático. Juraría que eres caucasiano, ¿a que sí?: ojos redondos, alguna peca, cutis morenucho…
COMISARIO. —¡No hablemos de mí, sino de ti!
KATIA. —¡Qué atento! Pero poco jugo puede sacarse de una aldeana tan vulgar. ¡He vivido tantos años enterrada en Siberia!…
COMISARIO. —¿De qué parte de Siberia sois?
KATIA. —De la parte alta. ¿Cómo te lo explicaría yo?… De una meseta que hay según te destierran, a mano derecha.
COMISARIO. —¿Cómo se llama tu pueblo?
KATIA. —Krasnilerskoipotkoiewska; pero los vecinos le llamamos Kras. Es más corto.
COMISARIO. —¿Y a qué habéis venido a Moscú?
KATIA. —Si te digo que para visitar a unos parientes no me creerás, ¿verdad?
TATIANA. —Y haría bien. No somos parientes tuyos, ni queremos serlo.
KATIA. —Ni podríais serlo tampoco, ricura. En mi familia sólo admitimos personas honradas.
TATIANA. —¡Claro! Por eso están todos en la cárcel.
KATIA. —Por eso, efectivamente. (Mira al comisario y trata de rectificar). Bueno, quiero decir…
COMISARIO. —¿Tu familia está en la cárcel?
KATIA. —En realidad no se le puede llamar familia. Amigos a lo sumo. Y muy lejanos.
SONIUSKA. —¿Cómo, mamuska? Pero ¿no me dijiste que Ana Krupskaia y tú erais como hermanas?
KATIA (fastidiada). —Es asombroso, hija mía, que teniendo dos patas solamente, las metas con tanta frecuencia. (Al comisario:) Espero que no tomarás en consideración las afirmaciones de esta mocosilla.
COMISARIO. —No, desde luego. Pero se rumorea que tienes un «carnet» muy antiguo del partido. Firmado por un tal José.
KATIA. —¿«Carnet»? ¿Qué quiere decir «carnet»?
COMISARIO. —Pierdes el tiempo con tus evasivas. Ese «carnet» tiene que aparecer.
KATIA. —¿Sí? Pues me parece difícil, porque anoche lo quemé en la estufa.
COMISARIO. —¿Ah? ¿Luego admites que lo tenías?
KATIA. —Quise decir que, si llego a tenerlo, me hubiera deshecho de él. Mi inconsciencia no llega al extremo de conservar un documento tan comprometedor.
COMISARIO. —¿Cómo sabes que es un documento comprometedor?
KATIA. —¡Toma! Porque todos éstos palidecieron cuando se lo enseñé.
COMISARIO. —¿En qué quedamos? Primero dices que no existe, y ahora resulta que se lo enseñaste.
KATIA. —No tiene nada de particular. También vosotros incurrís en el contrasentido de enseñarnos cosas inexistentes: la igualdad, por ejemplo. Y la libertad.
COMISARIO. —¡Magnífico! (Entran los dos agentes que se llevaron a Igor). Esta declaración que acabas de hacer simplifica mi tarea. Muchas gracias, camarada.
KATIA. —No hay de qué, jefe.
COMISARIO. —Ya no es necesario buscar el documento. (Hace una seña a los agentes, los cuales se aproximan a Katia).
KATIA. —¡Claro que no! (A los demás). ¿Veis qué fácil? Mi elocuencia le ha convencido. (Los agentes la sujetan por ambos brazos)… ¿Qué pasa?… ¿Qué quieren estas tropas?
COMISARIO. —Nada. Vamos a dar un paseíto.
KATIA. —Muy agradecida, pero no me apetece pasear en ayunas.
COMISARIO. —Tendrás que sacrificarte. Sé que tienes proyectos muy originales para reformar el país, y estoy deseando que me los cuentes.
KATIA. —Yo tengo poca facilidad de palabra. (Señala a Andreiev). ¿Por qué no os lleváis a nuestro sabio? Él te asesoraría mejor, porque maneja esas cuestiones al dedillo.
COMISARIO. —¡Caramba! ¿También tú quieres hacer reformitas?
ANDREIEV. —¡No, no! (A Katia:) A mí déjame al margen.
KATIA. —Sólo he dicho que eres sabio.
ANDREIEV. —Pero los sabios están muy perseguidos. Por suerte yo no lo soy. Ni listo siquiera. Siempre fui completamente imbécil.
FEDOR. —¡Mentira! Los imbéciles no escriben libros. Y tú estás haciendo uno, cuyo protagonista es el chocolate.
COMISARIO (escandalizado). —¿Qué? ¿Te has atrevido a ensalzar el chocolate?
ANDREIEV. —No hagas caso. Es un bulo.
FEDOR. —Compruébalo. En la mesa está el manuscrito.
COMISARIO (inspeccionando la mesa). —¿Aquí?… No veo ningún manuscrito.
SONIUSKA. —¿Cómo vas a verlo, si el profesor lo escondió detrás de la estufa?
ANDREIEV. —¡Pero, niña! ¿Por qué no te tragas la lengua?
COMISARIO (Va a la estufa, y saca los papeles de Andreiev). —Muy interesante… Interesantísimo…
ANDREIEV. —Te aseguro que esos papeles son inocuos.
COMISARIO. —Cuando los leamos sabrás el resultado del análisis.
KATIA. —¿Ves? Si me hubieses dejado encender la lumbre con ellos, no hubieran descubierto tus tapujos.
COMISARIO. —¡Ah! ¿También intentaste quemar esta prueba acusatoria?
ANDREIEV. —Es una demente.
COMISARIO. —Pero su demencia me resulta muy práctica. (A Katia:) Sigue desahogándote, no te interrumpas. ¿Sabes de algún pájaro más que necesite unos años de jaula?
OLGA. —A mí, ni mencionarme. Yo vivo aislada del ambiente que me rodea.
KATIA. —Es cierto. El estómago es tu torre de marfil. Sólo hablas para lamentarte de lo tosca que es la cocina soviética.
COMISARIO. —No te satisface cómo guisa el gobierno, ¿eh? Pues también vendrás con nosotros, para que nos expliques lo que debemos hacer para mejorar nuestros platos típicos.
NICOLAI (baja corriendo la escalera, agitadísimo). —¡Sonia!… ¡Soniuska!… ¡La encontré!… ¡La encontré!… ¡Por fin!…
COMISARIO. —¿Qué se le había perdido a ése?
NICOLAI. —¡No hay duda!… ¡Una estrella nueva!… ¡Mi estrella!…
SONIUSKA (muy contenta). —¿De veras?
KATIA. —No alborotes tanto, chico. ¡Ni que hubieras encontrado una lata de caviar!
NICOLAI. —Anoche la localicé, pero hasta ahora no había consultado los mapas astronómicos. ¡Y no figura en ninguno! ¡Es mía! ¡Completamente mía!
COMISARIO. —Un momento. ¿Qué es lo que has encontrado?
KATIA. —¡No contestes, Nicolai! Aquí todos somos sospechosos.
COMISARIO. —¡Vaya! ¿Otro reaccionario?
SONIUSKA. —¡Qué va!: es un astrónomo. Y buenísima persona.
NICOLAI. —Pero ¿no os dais cuenta? ¡Soy dueño de una estrella!
COMISARIO. —¿Dueño? Más despacio. ¿Es que no conoces la legislación soviética? Todos los descubrimientos pertenecen al Estado.
NICOLAI. —Pero las estrellas, no.
COMISARIO. —Si están en cielo ruso, desde luego.
NICOLAI. —El cielo no es de Rusia.
COMISARIO. —Todo, todavía no. Pero el pedazo que hay encima de ella, sí. Y tú la encontraste en ese pedazo.
NICOLAI. —Pues no la entregaré. Ni al Estado, ni a nadie.
COMISARIO. —Peor para ti. La requisaremos a la fuerza.
KATIA. —¡Qué atropello! ¡Eso es un robo!
COMISARIO. —Tú a callar.
NICOLAI (implorante). —¡No puedes quitármela! Méteme en la cárcel si quieres, pero no me la quites. ¡Te lo suplico!… ¡Es tan pequeña la pobre!… ¡Tan frágil!…
COMISARIO. —Lo siento: mi deber es llevármela. ¿Dónde la tienes?
KATIA. —¡No le digas nada!: ¡que la busque! ¡Que revuelva todo el firmamento hasta dar con ella!
COMISARIO. —¡Basta, Katia Constantinowna! ¡Quedas detenida por entorpecer la acción de la justicia!
KATIA. —¿Detenerme a mí? Este guardia no sabe con quién se está jugando los rublos.
FEDOR. —No la dejes hablar, comisario. Si te descuidas, te detendrá ella a ti.
COMISARIO. —¿Tan lista es?
FEDOR. —Lista es poco: ¡sibilina!
KATIA. —Os equivocáis. Estos embrollos no se resuelven con inteligencia, sino con influencia.
COMISARIO. —Mucha vas a necesitar para librarte de los cargos que se te hacen.
KATIA. —Pues prepárate. Cuando sepas el nombre del personaje bajo cuya protección estoy, mandarás a tu escolta que me presente armas.
COMISARIO (intimidado). —¿Quién es? ¿Algún ministro?
KATIA. —Frío, frío…
COMISARIO. —¿Menos que ministro?
KATIA. —¡Hielo, hielo!…
COMISARIO. —¿Más que ministro?
KATIA. —¡Caliente, caliente!
COMISARIO (perplejo). —¿Estás segura?… ¡Más que ministro!
KATIA. —¡Que te quemas, que te quemas!
COMISARIO. —Déjate de acertijos. Di el nombre de una vez.
KATIA. —Mi protector murió. Pero, después de muerto, sigue siendo muy influyente. (Solemne). Se llamaba Vladimiro Illitch.
(Todos se aproximan a Katia, llenos de asombro).
ANDREIEV. —¡Vladimiro Illitch!
COMISARIO (con respeto). —¿Tú conociste a Lenin?
KATIA. —Ya lo creo. Éramos íntimos.
COMISARIO. —Mi enhorabuena. Todos admiramos mucho al que fue nuestro padrecito supremo. Pero el haberle conocido sencillamente no te exime de respetar las leyes.
KATIA. —Es que… verás: nuestra amistad no fue tan sencilla. La cosa se complicó.
COMISARIO. —¿Se complicó? ¿En qué sentido?
KATIA. —No puedo aclararlo en voz alta. Me daría mucha vergüenza.
COMISARIO. —¿Qué tratas de insinuar?
KATIA. —Te lo diré a ti solo.
(En medio de la expectación general Katia habla al oído del comisario. A medida que transcurre su explicación, el comisario lanza exclamaciones de asombro. Por la mímica de Katia, que señala varias veces a Soniuska, se adivina el argumento de su historia).
COMISARIO (al terminar el relato de Katia). —¡Qué espanto!… ¿De verdad?…
KATIA. —Como lo oyes. A grandes rasgos, así fue la cosa. Si quieres saber detalles…
COMISARIO. —¡No, no! Ya me has dicho bastante. ¡Quién iba a sospechar…! (Se acerca a Soniuska y la mira con respeto). Y sin embargo, fijándose bien, tiene cierto aire.
SONIUSKA (retrocediendo). —¿Qué tengo?… ¿Qué aire?… (Todos han comprendido y comentan la noticia en voz baja).
KATIA. —Supongo que tus proyectos de encerrarnos se habrán esfumado. Esto nos inmuniza a todos de la cárcel.
COMISARIO. —Se trata de un caso tan especial… Tendré que consultarlo con mis jefes.
FEDOR. —No hace falta que consultes. Yo retiro mi denuncia. (A Katia:) Y te ruego que me perdones.
KATIA. —Ya oyes, comisarlo. El panorama ha cambiado radicalmente. ¿Qué esperas para marcharte?
COMISARIO. —Nada, nada. (A los agentes:) Vámonos. (Al pasar junto a Soniuska, hace una inclinación de cabeza muy respetuosa). Salud matutina, compañera. (Aparte). ¡Demonio de Lenin!… ¡Con esa carita de apóstol, y hay que ver!… (Sale, seguido de los dos agentes).
ANDREIEV (pomposo). —Katia Constantinowna, quiero rogarte, en nombre de todos, que disculpes el recibimiento tan frío que os hicimos anoche. Si llegamos a saber vuestra verdadera identidad…
SONIUSKA. —¿Qué les has contado, mamuska?
KATIA. —A éstos, ni una palabra. Todo se lo dije al comisario.
ANDREIEV. —Pero lo comprendimos en seguida: tu mímica fue muy elocuente.
OLGA. —Cuando se enteren en la cocina popular, te aumentarán la ración.
NICOLAI. —¿Por qué no me lo dijiste antes? Ahora que había empezado a hacerme ilusiones…
SONIUSKA (extrañada). —¿Qué querías que te dijera?
NICOLAI. —Ya no querrás nada conmigo. Teniendo ese árbol genealógico…
FEDOR. —Yo he decidido modificar algunas estrofas de mi poema, y dedicárselo a la gran Katia. Veréis qué bien queda. (Saca el poema del bolsillo, y se sienta a escribir).
ANDREIEV (A Katia). —Siéntate en mi silla, mujer. Descansa un poco.
SERGIO. —Espera: te pondré un cojín para que estés más cómoda.
OLGA. —¿No quieres tumbarte en mi sofá? Yo me ocuparé del té.
SONIUSKA (más extrañada todavía). —Pero ¿a qué vienen esas finuras? ¿Qué le dijiste al comisario, mami?
FEDOR (levantándose). —¡Escuchad!: ¡ya he adaptado la primera cuarteta! (Leyendo:) «¡Ay Katia Constantinowna!… ¡Ay Katia, pasión de un genio!… De tu amor con Vladimiro… nació este fruto tan bello».
SONIUSKA (horrorizada). —¿¿Qué??… ¿Estás loca?… ¿Les has dicho que Lenin fue mi papá?…
KATIA. —Sí, hija. Algo había que inventar para espantarles.
ANDREIEV. —¿Cómo? ¿Lo inventaste?
KATIA. —Naturalmente.
SONIUSKA. —¡Es atroz! ¿Qué pensarán de ti?
KATIA. —Es igual. Más vale honra empañada que cabeza perdida.
FEDOR. —¡Y yo que estaba mutilando mi poema en honor tuyo!… (Se lo guarda en el bolsillo, furioso).
NICOLAI. —A mí, en cambio, me habéis quitado un peso de encima. Prefiero que Soniuska sea una muchacha sencilla, con un padre corriente.
SONIUSKA. —Gracias, Nicolai.
ANDREIEV. —¡Inconcebible! ¿No comprendes que esas atrocidades no se pueden decir a la ligera?
SERGIO. —Y tanto que no. Te juegas el cuello.
KATIA. —¡Tonterías! No es la primera vez que utilizo este truco con éxito. En plena revolución, una patrulla de soldados blancos ocupó mi pueblo y quiso detenerme. ¿Y sabéis cómo me libré? Diciendo que yo era el resultado de unas vacaciones que pasó mi madre en Crimea, con el zar.
ANDREIEV. —¡Con el zar!… ¡Qué monstruosidad!
OLGA. —Nadie se lo creería.
KATIA. —Creérselo, puede que no. Pero conseguí que no me molestaran hasta el día siguiente.
ANDREIEV. —¿Y qué ocurrió cuando comprendieron que les habías engañado?
KATIA. —No les dio tiempo a comprender nada, porque al día siguiente los rojos liberaron el pueblo.
ANDREIEV. —¡Bonita solución! ¿Y crees que ahora ocurrirá lo mismo? ¿Supones que el régimen cambiará de aquí a mañana para salvarte de tu mentira?
KATIA. —No pido tanto. Me basta con haber ganado tiempo para huir de aquí.
SERGIO. —¿Huir?
KATIA. —¡Claro! ¿Te figuras que voy a dejar que me pesquen in fraganti? Vamos, niña: recoge todo, que puede volver el guardia.
ANDREIEV. —¿Y nosotros qué?
KATIA. —Vosotros os quedáis para cubrirnos la retirada. Estas cosas conviene hacerlas con estrategia.
NICOLAI. —¿Y yo? Si Soniuska se va… ¿Me dejáis que os acompañe?
ANDREIEV. —¡Ni hablar! De aquí no sale nadie.
KATIA. —¿Cómo que no? ¡Y tanto que nos iremos! Y ¡ay del que se interponga en nuestro camino! ¡De aquí, a la estación!
COMISARIO (que mientras habla Katia, ha entrado de nuevo seguido de los dos agentes). —¿A qué estación? ¿A la del Norte, o a la del Sur? Porque te prometo que iré a decirte adiós.
KATIA (pese al estupor de todos, es la primera en reaccionar). —¡Vaya! ¿Cómo por aquí otra vez? ¿Te dejaste olvidado algún armamento?
COMISARIO. —No. Pero me desagrada haber interrumpido una despedida tan conmovedora.
KATIA. —¿Despedida? No nos estábamos despidiendo.
COMISARIO. —Como hablaste de ir a una estación…
KATIA. —Pero eso no significa que pensemos marcharnos. Es comprensible, siendo forasteras, nos guste verlo todo: los museos, los monumentos, las estaciones…
COMISARIO. —¿Y las cárceles? ¿No te interesa visitar alguna?
KATIA. —También, claro. Pero creo que no dejan entrar sin invitación.
COMISARIO. —Por eso no te preocupes: la tendrás. Y allí te sobrará tiempo para repasar algunas fechas fundamentales de la Historia rusa.
KATIA. —¿Fechas? ¿Qué fechas?
COMISARIO. —La muerte de Lenin, por ejemplo. Lenin murió el veintiuno de enero de mil novecientos veinticuatro. ¡Por eso quedas detenida!
KATIA. —¿Por eso? ¿Supones que yo le maté?
COMISARIO. —Supongo que nos has engañado. (A Soniuska:) ¿Tú en qué año naciste?
SONIUSKA. —En mil novecientos treinta y siete.
KATIA. —¡No digas majaderías! ¿Ella qué sabe?
COMISARIO. —Mejor que la interesada, nadie puede saberlo. (Hace un gesto a los agentes, que se precipitan sobre Katia). ¡Detenedla!
KATIA. —¡Ten compasión!… ¡No iréis a separarme de mi hija! ¿Qué será de ella si yo falto?
COMISARIO. —Pierde cuidado: iréis juntas. Ella comparecerá ante el tribunal como cuerpo del delito.
SONIUSKA (llorando). —¿De qué delito?… Yo he sido buena… Y mi cuerpo también.
NICOLAI. —No llores, Soniuska. Haré que me encierren en tu misma celda.
ANDREIEV. —Eso, eso: ¡animarse! Cuanto más nutrida sea la redada, más anchos nos quedaremos.
COMISARIO. —No seas optimista: la redada también te incluye a ti.
ANDREIEV. —¿A mí?
COMISARIO. —Tiempo habrá de soltarte cuando los censores examinen tu libro.
OLGA. —¿Ves a lo que conduce el vicio de escribir? Yo jamás he cogido una pluma, y mírame: estoy tan campante.
COMISARIO. —Pero vas a dejar de campar, porque también vendrás con nosotros. Por haber criticado la cocina gubernamental.
SERGIO (a Tatiana). —¡Qué solitos nos van a dejar!
COMISARIO. —Nada de solitos: vosotros completaréis el lote.
TATIANA. —¡Yo soy inocente!
SERGIO. —¡Y yo!
COMISARIO. —Imposible: todos los habitantes de Rusia son culpables, mientras no se demuestre lo contrario. Y para eso está la G.P.U.: para que se demuestre lo menos posible. ¡Vamos, en marcha! ¡Desalojad el local!…
TERCERA PARTE
(Amplia celda en el Presidio Central de la G.P.U. Tanto el tamaño como la distribución de huecos y enseres, coinciden casi exactamente con el escenario anterior. A primera vista, parece el mismo cuarto destartalado del caserón. Pero al fijarse un poco, se nota que aquí falta la escalera de caracol, y que una pesada reja protege la ventana. La única puerta es metálica, provista de una mirilla con barrotes. El mobiliario, en cambio, es algo mejor: la mesa no es tan tosca, y hay varias sillas en lugar de taburetes. También los colchones están en mejor estado. Un cesto con leña ya preparada, junto a la estufa. Por no haber ropas, cacharros y trastos de los inquilinos, la celda tiene un aspecto más limpio y ordenado. Es de noche y la bombilla central está encendida.
Al levantarse el telón metálico, la celda está vacía. Se abre la puerta y entran dos soldados, transportando la cama de Igor con Igor dentro. La colocan bajo la ventana, en la misma posición que ocupó en la otra casa).
IGOR (gritando). —¿Por qué me meten en la cárcel? ¿Por qué? ¿Estáis sordos? ¡No quiero que me encierren! Y menos aquí, donde estaré solo.
SOLDADO 1. —Cierra el pico. (Dejan la cama. El soldado 2, sale. El soldado 1 inicia el mutis, detrás de su compañero).
IGOR. —¡No te vayas, sicario! ¿No ves que soy un inválido? Necesito alguien que me ayude.
SOLDADO 1. —Tranquilízate. Tu soledad durará poco.
IGOR. —Pero no me juntarán con los demás; con los que vivían conmigo.
SOLDADO 1. —Sólo hay esta celda libre. No los vamos a soltar por darte gusto.
IGOR. —¡Protesto! ¡No podéis obligarme a convivir con esos indeseables!
SOLDADO l. —¿No acabas de decir que necesitas ayuda?
IGOR. —De esos canallas, jamás. ¡Los odio! Y ellos también a mí. ¡Bichos inmundos!… Como comunista de historial sin mácula, tengo derecho a exigir que no se me mezcle con bandidos.
SOLDADO 1. —Todos nuestros huéspedes lo son. Los honrados, suponiendo que quede alguno, andan por ahí sueltos.
IGOR. —Pero habrá bandidos que, prescindiendo de sus delitos, serán intachables políticamente.
SOLDADO 1. —Sí los hay. Pero ésos no están en la cárcel, abuelo: ésos son los que gobiernan. (Se abre la puerta bruscamente, y el soldado 2 empuja dentro de la celda a Olga).
OLGA. —Ya voy, hombre… Sin empujar… ¿Para qué nos han traído a este edificio? ¿Es una cárcel?
IGOR (irónico). —No: es una «villa» de recreo, para pasar el fin de semana.
OLGA (al soldado 1, que se dirige a la puerta). —Oye, compañero: ¿puedes decirme cuándo nos darán de comer? Desde esta mañana que nos trajeron a declarar, no hemos probado nada.
SOLDADO 1. —Cenaréis a las nueve.
OLGA. —¿Qué es eso de «cenaréis»? ¿Y la comida de mediodía? Porque nos detuvieron cuando acabábamos de levantarnos, y no pudimos ir a la cocina popular.
SOLDADO 1. —Allá cuentos. Yo cumplo las ordenanzas. (Sale y cierra la puerta).
OLGA. —No admito que me estafen. Puesto que ingresamos esta mañana, se nos debe un cubierto.
IGOR. —Siempre estás pensando en tragar, heliogábala.
OLGA (echándose a llorar). —Verás cómo nos saltan el turno. ¡Y habremos perdido una comida completa!… ¡Para siempre!… ¡Una comida que no recuperaremos jamás!… ¡Jamás!… (Maquinalmente se dirige al rincón que ocupaba en la casa anterior, y se sienta. Vuelve a abrirse la puerta, y el soldado 1 empuja dentro de la celda a Tatiana y Andreiev).
TATIANA (al soldado 1). —Te advierto que presentaré una reclamación. Me han quitado el peine. Y la barra de labios.
IGOR. —Es costumbre. A los presos les quitan todo, para impedir que se suiciden.
TATIANA. —No seas imbécil. ¿Cómo voy a suicidarme con una barra de labios?
IGOR. —Pero con el peine, sí: podrías clavarte una púa.
SOLDADO 1. —Los objetos que os pertenecen se depositan en la oficina. Los recuperaréis al salir.
TATIANA. —Conque en la oficina, ¿eh? ¿Y cómo se guardó ese capitán mi barra de labios en un bolsillo?
SOLDADO 1. —No la cogió para quedarse con ella, como comprenderás.
TATIANA. —Pues ¿para qué?
SOLDADO 1. —Para regalársela a su novia. (Sale y cierra la puerta).
ANDREIEV. —También a mí me han quitado mis papeles. ¡Mi obra maestra, en la que trabajé tantos años!
TATIANA. —Eso no es nada. Si te acuerdas del argumento, puedes escribirla otra vez.
ANDREIEV. —La economía política no es ninguna novela, niña. El fiscal ha dicho que quiere examinarla detenidamente.
IGOR. —No puedes quejarte: al menos habrá uno que haya leído ese tostón.
TATIANA. —¡Y pensar que todo esto se lo debemos a esa aldeana odiosa!…
IGOR. —Nos ha hecho polvo. Ya sé que es absurdo; pero me gustaría que existiera Dios durante cinco minutos, para pedirle de rodillas que se la llevara al infierno. (La puerta se abre. Los dos soldados empujan dentro de la celda a Katia y a Soniuska).
KATIA. —Gracias, caballeros. Sois muy amables. Estos empujoncitos ayudan mucho. (Los soldados salen y cierran).
IGOR. —¡Maldición! Ya está aquí la condenada.
KATIA. —Condenados somos todos, peludo: nos echaron la condena por igual. Pero yo me desquité. Les dije todo lo que pienso de ellos. Eso alivia bastante.
ANDREIEV. —Tú siempre tan diplomática.
KATIA. —Me di el gustazo de ponerlos verdes. Hasta los llamé «aves de rapiña», que es un insulto que suena tan bonito.
ANDREIEV. —¡Qué bárbara!
KATIA. —¿Por qué? Estoy muy satisfecha de mí misma. Allá en el pueblo siberiano, cuando decía pestes de la revolución, me tomaban a broma. Ahora, en cambio, he tenido éxito: tres señores muy importantes apuntaron mis declaraciones sin perder ni una sílaba. Y al final, por si fuera poco, sellaron todas las páginas y yo las firmé.
IGOR. —¡Estupendo! ¡Ahora sí que no tienes escapatoria!
ANDREIEV. —Pero ¡desgraciada! ¿Sabes lo que has hecho?
KATIA. —Naturalmente: les he abierto los ojos. Les he señalado sus errores, para que puedan enmendarlos. Verás cómo me lo agradecen.
SONIUSKA. —Tengo la impresión de que has obrado con poco tacto, mamuska. Yo fui más lista, y me dediqué a elogiarlo todo.
ANDREIEV. —Bien hecho. ¿Te hicieron muchas preguntas?
SONIUSKA. —No. Primero quisieron saber mi opinión sobre Stalin.
ANDREIEV. —¡Caramba! ¿Y qué dijiste?
SONIUSKA. —Lo mejor: que era el político de más talento que ha tenido Rusia.
ANDREIEV. —No sigas, criatura. ¡Qué atrocidad! Sólo con esa respuesta hay cuerda de sobra para ahorcaros a las dos.
KATIA. —¿Por qué? Puede que Soniuska sea un poco mema, pero tiene la conciencia muy limpia.
ANDREIEV. —¡Bah! En estos tiempos, una conciencia limpia protege menos que una camisa planchada.
TATIANA (a Katia). —Cuando pienso que tú nos has metido en este jaleo, me dan ganas de morderte.
KATIA. —¿Qué dices? Yo no he metido a nadie. Yo asumí toda la responsabilidad desde el primer momento. En mi declaración consta. Y de vosotros hablé con mucho cariño.
ANDREIEV. —¡Tiemblo! Hay cariños que matan. Y el tuyo es de esos.
OLGA. —¿Qué has dicho de nosotros? ¡Vamos, queremos saberlo!
IGOR. —Habrá dicho la verdad: que sois una pandilla de sinvergüenzas.
KATIA. —¡No, no! Al contrario. Expliqué al tribunal que sois revolucionarios de pura cepa. Gente honrada, inteligente y sensata. Gente, en una palabra, convencida como yo de que en este país la vida es inaguantable.
ANDREIEV. —¿Eh?…
TATIANA. —¿Cómo? ¿Eso les dijiste?
ANDREIEV. —¡Qué horror! Siento ya en la nuca la cosquilla siniestra de un balazo.
KATIA. —No lo entiendo. ¿Por qué os habéis quedado tan abatidos?
ANDREIEV. —Mejor será que te calles.
IGOR. —Y mejor aún que te mueras.
TATIANA. —Hay personas que deberían nacer sin lengua. (Se abre la puerta. Impulsados por un fuerte empellón de los soldados, entran Nicolai y Sergio).
NICOLAI. —¡Ah, qué felicidad! ¡Juntos otra vez! ¿No es una suerte? Temí que me separaran de vosotros.
IGOR. —¿Tanto cariño nos tienes, vida mía?
NICOLAI. —A ti ninguno.
TATIANA. —¿Entonces a quién? ¿Te has enamorado de la vieja? ¿O será que te gusta el retoño?
KATIA. —Ni a mi hija ni a mí nos interesan los sentimientos de ese joven.
ANDREIEV (a Nicolai). —¿Cómo duró tanto tu interrogatorio?
NICOLAI (señalando a Sergio). —Por culpa de este idiota. Dijo que yo no vivía con vosotros, sino en la buhardilla; que no me enteraba de lo que sucedía abajo. Y se negaron a detenerme, ¡figúrate! Tuve que hacer méritos para conseguirlo. Declaré que todos los dirigentes del partido son una pandilla de cretinos, y que Lenin era un vejete presumido.
IGOR (indignado). —¿Y no te ametrallaron en el acto?
NICOLAI. —Al contrario: creyeron que estaba borracho y me querían echar. Afortunadamente, se me ocurrió escupir a un miembro del tribunal. A eso debo el estar aquí.
IGOR. —¡Increíble! O tú estás loco de remate, o yo soy una señorita encantadora, de cabellos rubios y cutis de nácar.
SONIUSKA (a Nicolai). —¿Por qué querías reunirte con nosotros?
NICOLAI. —¿Y tú me lo preguntas? ¡Precisamente tú!
KATIA. —No te pregunta nada. No nos importas lo más mínimo. Ven, Soniuska: vamos a elegir nuestro rincón.
IGOR. —Tú elegirás la última, intrusa. Antes tienen que instalarse los auténticos inquilinos de la casa.
KATIA. —Calla, ingrato. ¿Gracias a quién os han admitido en esta cárcel? ¡Gracias a mí! Luego soy la inquilina más importante, y me instalaré donde me convenga. (Señalando el mejor de todos los colchones que hay arrollados contra la pared). Aquí, nena. Es un colchón perfecto, míralo: mucha paja, y poco piojo.
NICOLAI (señalando el colchón contiguo al elegido por Katia). —Y yo aquí, a vuestro lado.
KATIA. —¡De ningún modo! Tan cerca, ni hablar. Quieres aprovecharte de la niña mientras yo duerma, ¿verdad? ¡Lárgate, promiscuo! ¡A la pared de enfrente!
NICOLAI. —Lo siento, amiga. Aquí no manda nadie. Es el único sitio de Rusia donde la gente puede hacer lo que le plazca. (Se tumba en el colchón que ha elegido).
KATIA. —Si empiezas con insolencias, será peor. Te echaré a la calle.
NICOLAI. —¡Ja, ja! Soy un preso que ha cumplido todos los requisitos. La ley me protege.
KATIA. —Pero soy más astuta que tú, y puedo decirle a la ley que has mentido. ¡Puedo acusarte de ser inocente!
NICOLAI (levantándose). —Está bien, ya me voy. Prefiero no contradecirte. Eres capaz de todo. (Se aleja del colchón, mientras Katia golpea el suyo para mullirlo).
KATIA. —Pues no es incómoda esta celdita. En todo caso, la encuentro más acogedora que vuestro caserón.
OLGA. —¡Menuda diferencia! Y los colchones son mucho mejores.
KATIA. —El mío es una delicia. Tiene esa propiedad tan poco frecuente que los físicos llaman «blandura».
OLGA. —Y toda la habitación está más limpia. Y las paredes mejor pintadas.
ANDREIEV. —¿Pues qué me decís de las sillas? Casi hay una para cada uno. Y una mesa espléndida, en la que yo trabajaría si tuviera mis papeles.
OLGA. —Falta por despejar la incógnita fundamental: ¿cómo será la comida?
KATIA. —Por el estilo. Los repollos estarán igual de pochos que en todas partes. Es una pochez standard.
SERGIO. —Pero con la ventaja de que te los servirán aquí. No tendremos que ir con los cacharros a la cocina popular, ni hacer colas en la calle a cuarenta grados bajo cero.
OLGA. —¿Tú crees?
KATIA. —¡Claro! Si soltaran a los presos tres veces diarias para que comiesen, ¡vaya un desbarajuste! Además, volverían poquísimos.
SERGIO. —Pues yo volvería siempre. Me encanta esta cárcel. ¿Os habéis fijado en el detalle de la leña para la estufa? Ya no necesitamos robar muebles a los vecinos para hacer astillas, como antes.
IGOR. —Debo confesar que tampoco me disgusta el local. Ahora nadie deseará mi muerte para ocupar mi cama. En las cárceles nunca falta sitio.
ANDREIEV. —¿Cómo quieres que falte? Creo que están calculadas para albergar a toda la población civil…
KATIA. —Es lo único decente que ha hecho el régimen, lo reconozco. A cada cual lo suyo.
NICOLAI. —Sólo falta mi buhardilla. Y mi telescopio.
SONIUSKA. —Es verdad. ¿Cómo vas a trabajar?
NICOLAI. —No trabajaré.
IGOR (burlón). —Te vendrán muy bien unos añitos de descanso. Estarás agotado de mirar al cielo a través de un tubito.
ANDREIEV. —Yo seguiría trabajando si no me hubiesen quitado mis papeles.
NICOLAI. —A mí, en cambio, me han quitado todas las estrellas. Sólo conservo a «Soniuska».
KATIA. —¡Oye, oye! ¿Quién eres tú para conservar a mi niña?
NICOLAI. —Me refiero a la estrella que descubrí. La he llamado «Soniuska».
TATIANA. —¡Vaya hombre! Le iría mejor algo más sonoro; más armonioso… «Tatiana», por ejemplo.
IGOR. —Ninguno de los dos. Son indignos de una mentalidad marxista. Tu estrella debe llamarse «Carlos Marx».
KATIA. —Ya existe una constelación que se llama así.
IGOR. —¿Cuál?
KATIA. —No estoy muy segura; pero a juzgar por el aspecto de Carlos Marx, supongo que le habrán adjudicado la Osa Mayor.
IGOR. —¡No tolero que ofendas a nuestro pensador más excelso!
KATIA. —Eres tú quien le ofende, dando su nombre a una estrellita tan birria. El padre del marxismo se merece un astro más gordo. Si en mi mano estuviera, yo le llamaría Carlos Marx al sol. ¿Verdad que resultaría muy bien? Todos diríamos entonces: «Ha salido Carlitos», «He tomado baños de Carlitos», «Parece que hoy pica Carlitos»…
IGOR. —Como sigas diciendo payasadas, no morirás de muerte natural.
KATIA. —Tampoco tú, qué gracioso. A ver si crees que es natural morirse con un pie de color caoba.
SONIUSKA (mientras los demás discuten, se ha acercado a Nicolai. Sentándose a su lado). —No me has hablado apenas de tu estrella. ¿Cómo es?
NICOLAI. —Fabulosa. Toda blanca. Blanquísima. Una pizca de diamante en el tesoro del cielo.
SONIUSKA. —¿Muy pequeña?
NICOLAI. —No todo lo que parece pequeño lo es. Puede que en esa pizca haya otro mundo, otra Rusia, otra vida… Quizás existan allí prados sin colectivizar, y cascadas inútiles que no muevan ninguna turbina… Y hasta hombres que todavía no han inventado la rueda; o que la inventaron hace milenios, y ya se aburrieron de verla dar vueltas.
SONIUSKA. —Es lástima que tu estrella esté tan lejos.
NICOLAI. —Estar lejos o cerca son valores relativos. Para los astrónomos no existe la palabra lejanía, porque nuestra misión es ésa precisamente: acortar la distancia que nos separa del objetivo. (Al decir esto, se acerca más a Soniuska).
KATIA. —Ojo, Nicolai, que aquí las distancias no se acortan de ninguna manera.
NICOLAI. —Déjame en paz. ¡Tú qué sabes de astronomía!
KATIA. —Lo bastante para saber lo que es lejos y cerca. Tú ahora, por ejemplo, estás muy lejos de engañarme; pero muy cerca de recibir dos bofetadas.
NICOLAI. —¿Por qué?
KATIA. —¡Vuelve a tu sitio, seductor!
SONIUSKA. —No hacemos nada feo, mamá. Sólo estamos hablando de estrellas.
KATIA. —El tema es lo de menos. También yo, hace muchos años, consentí que un hombre me explicara cuántos habitantes hay en Rusia. Y cuando quise darme cuenta, había un habitante más. ¡Ven inmediatamente! (Soniuska se levanta a regañadientes y se acerca a su madre. Los soldados abren la puerta y arrojan a Fedor dentro de la escena).
FEDOR. —¡Esto es un error judicial, compañeros! Puedo probar la pureza de mis ideales… ¡Escuchad!… (Los soldados salen y cierran la puerta sin hacerle caso).… ¡Bestias!… ¡Cretinos!… ¡Ratas sucias!…
IGOR (severo). —Supongo que esos insultos no se los dedicarás a la justicia soviética.
FEDOR. —A la justicia, no; pero sí a los ineptos que se equivocan al ponerla en práctica. Para ser juez, hay que tener algo en la cabeza.
IGOR. —Ya lo tienen: todos llevan un gorrito colorado.
FEDOR. —No me refiero a los gorros, sino a los sesos.
IGOR. —Para ser juez, lo que hace falta es una mano muy dura. Y una pistola en la otra.
TATIANA (acercándose a Fedor). —Desde que llegué aquí, he deseado con toda mi alma que vinieras, y aquí estás. ¿No es prodigioso? Parece un milagro laico.
FEDOR (furioso). —Una canallada, eso es lo que es. Me harté de repetirles que yo era el denunciante; que yo fui quien avisó al comisario para que os detuviera. Todo inútil. Me trataron como a cualquiera de vosotros. Incluso me dieron una paliza.
KATIA (con alegría). —¿Cómo? ¿Te han pegado? ¡Qué bien! A mí en cambio, ni rozarme con un dedo.
SERGIO. —Ni a nadie. Ni siquiera a Nicolai, que escupió al juez en las narices.
FEDOR. —¡Qué curioso! ¿Por qué me zurrarían a mí solo? Es incomprensible.
KATIA. —A lo mejor, como eras el último, te dieron las raciones de todos.
TATIANA. —¿Y de qué te acusan? ¿Cómo pueden encerrarte siendo el autor de la denuncia?
FEDOR. —Tuve un pequeño tropiezo. Por ser amable con el tribunal, me empeñé en leerles mi poema.
KATIA. —No digas más: la paliza queda justificada con creces.
FEDOR. —Calla, bruja, que tú eres la culpable de mi desgracia. En vez de leer mi canto al Soviet Supremo, me equivoqué de papel y leí la adaptación que hice en honor tuyo. Y cuando quise rectificar, la mano de la justicia me había señalado los dedos en la cara. (Se frota una mejilla).
ANDREIEV. —¿Qué pasó después? ¡Cuenta, cuenta!
FEDOR. —Que a la primera mano, se sumaron otras muchas. Y piernas. Y hasta la culata de un fusil… (Todos ríen). Carecéis de sentimientos. Es una crueldad reírse del dolor de un semejante.
KATIA. —Depende. Cuando el semejante es un soplón, todas las crueldades son pocas.
TATIANA (abrazando a Fedor). —Todos están en contra tuya, pobrecito. Son malos y egoístas. Ven conmigo. (Lleva a Fedor hasta su colchón y le invita a sentarse). ¿Dónde te duele, chiquitín? Díselo a Tatiana, y te dará un beso en el sitio de cada golpe.
IGOR. —¿También en los sitios donde le hayan dado puntapiés?
TATIANA. —No le hagas caso. Yo te consolaré con mis caricias, no te apures.
FEDOR. —Gracias. Eres la única que tiene corazón.
IGOR. —Además del corazón, tiene cosas más atrayentes. Ya la irás conociendo.
(Entra la pareja de soldados, con un montón de cucharas y platos de aluminio).
SOLDADO 1. —¿Cuántos sois?
KATIA. —Yo cuento muy mal. Pero aquí hay prohombres de talento. ¿Por qué no se lo preguntas a ellos? Uno es profesor de economía, otro astrónomo, otro…
SOLDADO 1. —¡Limítate a contestar sin rodeos! ¿Me has entendido? (Acercándose a Katia, amenazador). ¡Quiero saber cuántos sois!
NICOLAI. —Somos nueve.
SOLDADO 1. —¿Seguro?
NICOLAI. —Si no me crees, cuéntanos tú mismo.
SOLDADO 1. —Yo no tengo que contar nada. Mi obligación es preguntarlo y la vuestra contestarme. Os daremos un plato individual a cada uno, y una cuchara también individual. (Ayudado por su compañero, va repartiendo los platos y cucharas).
KATIA. —¡Cuánto confort!
SOLDADO 1. —Pero el que pierda alguna de estas piezas, peor para él: no se le dará otra.
KATIA. —La advertencia me parece superflua. ¿Cómo vamos a perderlas sin salir de este pañuelo?
SOLDADO 1. —Podríais tragaros la cuchara. Se han dado casos.
OLGA. —¿Y cuándo nos servirán la cena?
SOLDADO 1. —En seguida. Se os entregará al mismo tiempo un cubo lleno de agua.
KATIA. —¿También individual?
SOLDADO 1. —No. Uno para todos. Y os tiene que durar veinticuatro horas.
KATIA. —¿Y para lavarnos?
SOLDADO 1. —Administradlo como queráis. Báñate en el cubo si te apetece. Pero no os traeré ni una gota más. (Ha terminado ya el reparto y sale con su compañero).
IGOR (a Katia). —¿Por qué los irritas con tus preguntas tontas? Se han ido muy enfadados. Ahora se vengarán de tus burlas escupiendo en la comida.
SERGIO (examinando su plato y su cuchara). —¡Es magnífico! El plato está casi nuevo. ¡Y qué cuchara tan sólida! Hace años tuve una cuchara para mi uso exclusivo, pero no como ésta: de madera y gracias.
IGOR. —¿Te vas convenciendo, derrotista? El Estado es muy generoso.
OLGA. —Veremos. Falta saber si los manjares serán tan buenos como la vajilla.
(La puerta se abre y vuelven los soldados. El 2 lleva un cubo de agua, y el 1 una perola de comida).
SOLDADO 1. —Ya está aquí el rancho.
KATIA. —¡Huy, rancho! Si no te importa, llámalo cena. Nos hará más ilusión.
SOLDADO 1. —Se llama rancho y no discutas. Colocaos en fila de a uno, para que el reparto se haga con orden. (Todos obedecen. Olga se las arregla para colocarse la primera). A medida que recibáis vuestra ración, poneos aparte. Pero que nadie empiece a comer hasta que todos estén servidos.
KATIA. —¡Qué detalle más delicado! ¿Se hace para fomentar la buena educación entre los presos?
SOLDADO 1. —Déjate de pamplinas. Se hace porque, si falta rancho para los últimos, se les quita la mitad a los primeros.
OLGA. —En ese caso… (Corre a situarse en mitad de la cola. El soldado 1 inicia el reparto de la sopa con un cucharón).
IGOR. —¡Eh, camarada! ¿Y yo? Yo no puedo levantarme.
SOLDADO 1. —Si no puedes levantarte, señal de que estás enfermo. Y si estás enfermo, señal de que no tienes apetito.
IGOR. —¿Por qué no? Sólo tengo un pie malo. Y los pies quedan muy lejos del estómago.
SOLDADO 1. —El reglamento dice que, para recibir la comida, hay que ponerse en cola.
KATIA. —Pues ponemos su cama en la cola, y ya está.
SOLDADO 1. —No es solución. Las colas tienen que ser de presos, no de muebles.
KATIA. —Entonces trae acá el plato. Yo te lo llenaré. (Arrebata el plato a Igor y vuelve a la cola).
SOLDADO 1. —Tampoco vale. El reglamento no permite que se entreguen dos raciones a una misma persona.
KATIA. —Haz la vista gorda, hombre. Y dile al reglamento que no sea tan pelma.
SERGIO. —Vas a conseguir que estos señores se ofendan y nos dejen sin cenar.
OLGA. —Y sería una lástima, porque el caldo suelta un perfume exquisito.
KATIA. —¡Qué egoísta! Cada cual sólo piensa en sí mismo. ¿Así entendéis vosotros la fraternidad?
TATIANA. —¡Ordénala que se calle, soldado!
FEDOR. —¿Por qué no la trasladan a otra cárcel?
SERGIO. —¡O a Siberia, que es lo tuyo!
SOLDADO 1. —¡Silencio! (A Katia:) Si no fuera porque el reglamento prohíbe usar el cucharón fuera del caldo, te daría con él en la cabeza. Toma y déjame en paz. No quiero seguir oyéndote. (Sirve comida en los dos platos que le presenta Katia).
KATIA. —Muchas gracias, coronel. Si no fuera porque lo tomarías como un insulto, te diría que eres un santo. (A los demás:) ¿Veis? Todo resuelto. (Se dirige a la cama de Igor, para entregarle su plato).
SOLDADO 1 (furioso). —¿Adónde vas? ¿No has oído mis órdenes? Espera con todos a que termine de servir, por si falta.
KATIA (sin hacerle caso). —No seas chinche. Si no hemos cumplido la orden de hacer cola todos, ni la de coger cada cual una sola ración, ¿por qué vamos a cumplir ésta? (Entrega un plato a Igor). Aquí tienes, precioso. (Pone su plato en la mesa, se sienta y empieza a comer).
SOLDADO 1 (que ha terminado de repartir la comida, al otro soldado). —Déjales el cubo de agua. A ver si se ahoga alguno. (El soldado 2 obedece. Recogen después la perola de la comida, salen y cierran la puerta).
OLGA. —¿Qué opináis del caldo? ¿Verdad que está bueno?
SERGIO. —Te quedas corta, Olguska: está genial.
KATIA. —Lo habrá cocinado un preso. Si llega a hacerlo un guardián, estaría intragable.
OLGA. —Sea quien sea el autor, ha puesto su alma en el guiso. ¡Toda su alma!
IGOR. —Preferiría que hubiera puesto el cuerpo. Al menos tendría tropezones de carne.
OLGA (feliz). —Yo, por mi parte, creo que nunca pagaremos a Katia Constantinowna el favor que nos hizo trayéndonos aquí.
SERGIO. —Eso hay que reconocerlo: mejor no estaríamos en ninguna parte.
SONIUSKA. —La cena ha sido muy sabrosa. Escasita, eso sí, pero sabrosa.
FEDOR. —¡Bah! Os conformáis con poco. En el Instituto Máximo Gorki, para festejar el primero de mayo, nos daban todos los años un pez frito.
OLGA. —¿Entero?
FEDOR. —Sí. Y más aún: en los aniversarios de la muerte de Lenin, teníamos derecho a un bollo así de grande.
OLGA. —¿Seco, o con mermelada?
FEDOR. —Seco, mujer.
KATIA. —Y ya está bien. Bastante lujo es gastar tanto bollo en un solo fiambre. Verás, en cambio, cuando muera el gobierno actual: toda la mermelada será poca.
IGOR. —¿Qué quieres insinuar?
KATIA. —Que los festejos conmemorativos serán mucho mayores. ¿O acaso crees que los gobernantes actuales no se lo merecen?
IGOR. —Claro que se lo merecen. Pero tengo la impresión de que lo has dicho con doble sentido. Por si acaso, no vendría mal denunciarte.
KATIA. —Puedes hacerlo con toda tranquilidad. Tendrían que hacer otra cárcel dentro de ésta, para poder reencarcelarme.
OLGA. —Lo malo es que te suelten. ¿Dónde ibas a encontrar sopa y casa como éstas?
SERGIO. —Yo he decidido portarme lo peor posible, para que no me pongan nunca en libertad.
FEDOR. —¡Qué aberración! La libertad es el anhelo supremo del hombre.
SERGIO. —¿De cuál?
FEDOR. —De todos los que no han nacido para esclavos. La libertad es el aire puro, el cielo azul, el ir adonde uno quiera…
SERGIO. —Todo eso está muy bien para los pájaros, que se arreglan con un palo y dos lombrices. Pero el hombre, al menos el mío, necesita techo, colchón y almuerzo.
FEDOR. —Así piensan los seres inferiores. Pero escucha al profesor, que es un hombre de talento. Escucha la importancia que tiene la libertad para los cerebros privilegiados como el suyo. (A Andreiev:) ¿Tú qué opinas de este sitio, profesor?
ANDREIEV. —¿Yo? Que lo único que nos falta para estar completamente a gusto, es un aparato de radio.
FEDOR (indignado). —No lo dirás en serio. Tú no puedes resignarte a vegetar entre cuatro paredes.
KATIA. —Desengáñate, poeta: esto es la gloria. ¿Por qué no te conformas? Podrías dedicarte a divertirnos escribiéndonos poesías graciosas.
FEDOR. —¿Escribir aquí? La poesía se extingue en el cautiverio. Admito que aquí se está muy bien. Pero un idealista nunca piensa en su bienestar. Tiene que sacrificarse y ser libre.
ANDREIEV. —Pues eres un héroe, chico. Ya hace falta valor para echarse a la calle después de haber probado esto.
TATIANA. —Resígnate, Fedorín. ¿Qué te importa la libertad teniéndome a tu lado? Yo seré tu musa. Te contaré mi vida, y en ella encontrarás asuntos para muchos poemas.
KATIA. —Seguro. Pero los asuntos que tú puedas proporcionarle, no podrían publicarse nunca.
TATIANA. —¿Por qué no?
KATIA. —Los tacharía la censura, por excesivamente pornográficos.
ANDREIEV (saboreando su comida). —Me gusta oírte, Katia. Reúnes esa mezcla de imbecilidad y sentido común que caracteriza a nuestro pueblo. Tu sabiduría es estúpida, y tu estupidez sabia. Eres como el río Volga.
KATIA. —Pero no tan larga.
ANDREIEV. —Lo mismo que el Volga: unas veces salvaje y torrencial, y otras dócil en su cauce. Rebelde si encuentra obstáculos, y obediente cuando se le canaliza. Eres el prototipo de nuestra raza. De esta pobreza eslava, que se alimenta de ideales.
OLGA. —Hasta que encuentra una alimentación más sustanciosa. Como este caldo, por ejemplo.
ANDREIEV. —Sí. Entonces los ideales pasan a un segundo término, y la raza eslava se resigna a ser feliz con el estómago lleno.
(Hay un silencio general, interrumpido únicamente por el ruido de todas las cucharas al chocar en los platos, y por el rumor ansioso de todas las bocas al sorber el caldo estatal. Sobre este cuadro de bienestar colectivo, logrado al fin por todos los personajes en la celda de una cárcel, va cayendo lenta y definitivamente el telón metálico).