EL FIN DEL MUNDO AUTÉNTICO

Un chaparrón de llanto, en el que los partes meteorológicos recogerán cien litros de lágrimas por metro cuadrado, está a punto de caer.

Caerá en cuanto la gente, el año menos pensado, se percate del gigantesco fraude que está sufriendo en toda su vida material. Porque poco a poco, sin darnos cuenta, estamos empezando a vivir en un mundo sintético. Un mundo frío, producto de la química, en el que todas las cosas van perdiendo su autenticidad.

No hace muchos años todavía, cuando la última —¡ojalá!— guerra mundial empobreció los recursos mundiales, nacieron los sucedáneos como solución transitoria para remediar la escasez. Por aquello de que a falta de pan buenas son tortas, los sabios sustituyeron a los panaderos. Y en las retortas de los laboratorios se hicieron tortas para llenar el hueco dejado por los panes en los hornos.

Fue entonces cuando los periódicos iniciaron la publicidad de ciertas fibras textiles, obtenidas destilando diversas porquerías, con las cuales sería posible cubrir nuestras desnudeces mientras escasearan los tejidos de verdad.

Ésta fue la razón de que el consumidor no tuviera más remedio que cargar con aquellas telas incluseras, de paternidad desconocida, cuyo resultado nadie se atrevía a garantizar. Un encogimiento de hombros del vendedor, con el cual se descargaba de toda responsabilidad, era el único certificado de garantía que acompañaba al producto.

Aquellas fibras de emergencia, bautizadas en los laboratorios con nombres de fonética extranjerizante, cumplieron su misión de vestir al desnudo mientras todos los campos eran de batalla y no había en ellos pastos para el ganado lanar, ni tranquilidad para que floreciesen las plantas algodoneras.

Pero llegó la paz. Hierbas tiernas cubrieron los cráteres abiertos por la artillería, y los rebaños de ovejas relevaron en las praderas a los regimientos de soldados.

La lana, con toda su familia de fibras auténticas, quiso recobrar los puestos que durante tantos siglos había ocupado en todos los telares. Y aquella noble familia, con gran asombro, observó que no era bien recibida en un amplio sector de la industria textil.

—Lo siento —rechazaban en una fábrica a la lana y a toda su parentela—, pero aquí ya no las necesitamos a ustedes. Nuestros talleres trabajan ahora con «cacalene».

—¿Y eso qué es? —decía la lana, perpleja.

—Una fibra artificial que se obtiene del estiércol. Fue inventada durante la guerra, cuando se aprovechaba todo, para aprovechar también los residuos de los escuadrones de caballería. El público empezó a usarla entonces, y la sigue pidiendo por rutina.

En muchas fábricas más, el recibimiento fue tan poco cordial como el que acabo de contar.

Aquellas fibrillas de emergencia, creadas de cualquier manera y provisionalmente, no se resignaban a perder las posiciones que habían conquistado. Perfeccionadas y modernizados sus sistemas de fabricación, contrataron agentes de publicidad y se atribuyeron cualidades excepcionales que en realidad no poseían. Afirmaron con aplomo que eran más fuertes, más duraderas y más guapas que las fibras naturales. Y se pusieron nombres, tan sonoros como enigmáticos, para fascinar al público.

Así nacieron esos tejidos, usurpadores de las nobles hilaturas tradicionales, llamados «cacalene», «puñetil», «cucufatol» y «planchipoco».

En su larga peregrinación buscando trabajo, la lana recibió muchos desaires. Tantos, que la pobre está poniendo anuncios en los periódicos para encontrar colocación. Como si fuera una de tantas marranaditas sintéticas, nacidas de padres tan sucios como el petróleo y el carbón; o tan pegajosos como el caucho y la resina.

Yo, cuando veo en la prensa que la lana se ofrece en las páginas publicitarias como una criada que busca casa, siento un nudo de pena en la garganta.

En la garganta, sí, porque recuerdo aquellas bufandas que me ponía de niño para ir al colegio. Aquellas bufandas, que conservaban siempre un poco del calor maternal de las madres que las tejieron con sus propias manos.

Recuerdo los ovillos de lana, cálidos y vivos como animalitos domésticos, rodando al suelo juguetones desde las faldas maternas, y moviéndose después impulsados por los leves tironcitos de la hebra que iba enredándose poco a poco en las agujas. ¿Quién ha podido olvidar esas largas agujas de hacer punto, que tenían movimientos semejantes a los palillos chinos para comer arroz?

Tengo también grabados en la memoria los jerséis escolares, en cuyo interior nunca se perdía del todo la grata temperatura hogareña.

No he olvidado tampoco el grueso paño de los gabanes antiguos, que al acariciarlo se tenía la sensación de estar pasando la mano por el lanudo lomo de una oveja; y en cuyos bolsillos no nos hubiera sorprendido encontrar el almuerzo de un pastor, compuesto de pan y queso.

Por estos detalles, pequeños pero entrañables, me duele que la lana, con todo su rancio abolengo a cuestas, ande pidiendo limosna por las páginas de los periódicos.

—¡Un consumidor, por el amor de Dios! —suplica tendiendo la mano de sus anuncios.

Y mi dolor se agudiza cuando pienso que nada conseguirá, pues ya es imposible destronar a todos los sucedáneos que nuestra cacareadísima civilización ha entronizado.

Pero no sólo lloro vuestra desaparición, nobles fibras desplazadas por los «cacalenes» y «puñetiles», que disteis muchos siglos de esplendor a nuestros guardarropas. Lloro la ausencia de otras muchas materias auténticas, cuyo puesto ocupan hoy equivalencias sintéticas de pacotilla.

Vierto lágrimas también por ti, vajilla de loza barata, en la que comimos a gusto muchos años antes de que inundara nuestros vasares el insípido «duralex». En tus platos, decorados ingenuamente por un artista sin pretensiones, los sencillos guisos de la cocina casera resultaban más sabrosos.

Todas tus piezas, hechas por el arcaico procedimiento de cocer con gracia un poco de tierra, se rompían con tanta facilidad como el «duralex». Pero con la ventaja sobre este nuevo material de que no se hacían polvo. Solían partirse en dos o tres pedazos, que algunas amas de casa pegaban mañosamente para seguirlas utilizando unos cuantos años más. Y cuando la rotura no tenía arreglo, era fácil cubrir la vacante por cuatro perras gordas en cualquier cacharrería.

Las pueriles cenefas floridas de aquellos platos y soperas ponían una nota alegre en todos los comedores. Las mesas puestas con «duralex», en cambio, tienen algo de mesas de operaciones. A mí, por lo menos, en estos modernos platos transparentes las sopas me saben a caldo de laboratorio para cultivos microbianos. Y su transparencia quita a las paellas toda la ilusión de la sorpresa, pues a través del material se ven los tropezones escondidos bajo la sábana del arroz.

Te echo de menos, vieja loza obtenida por simple cocimiento de tierras, porque en el frío «duralex» los pollos y los pescados parecen más muertos aún, como si estuvieran expuestos en el depósito de cadáveres.

Continuando mi examen de las cosas verdaderas a cuya agonía estamos asistiendo, tengo que llorarte también a ti, seda natural. Fuiste durante docenas de siglos una obra maestra que dignificaba a las criaturas más despreciables y repelentes del reino animal: los gusanos.

Gracias a los chinos, que se aburrían encerrados en sus murallas como almejas en sus conchas, dejaste de ser una baba pegajosa para convertirte en la más fina de todas las hilaturas. Sólo a una raza sabia, y al mismo tiempo ociosa, puede ocurrírsele la idea de transformar una verdadera marranada en una maravilla manufacturada. Porque mucha sabiduría hay que tener, y mucho tiempo también, para que a alguien se le ocurra que la salivilla de un bichejo puede transformarse en un quimono.

Pero también a ti, maravillosa invención admirada durante milenios con el nombre de seda natural, te han salido competidores que te usurpan el puesto. Antes, eras tú la que enfundabas en exclusiva todas las piernas de las mujeres distinguidas. Ahora, ellas prefieren otros hilos que no segregan los gusanos auténticos, sino unos falsos gusarapos de vidrio llamados alambiques.

Quiero que mi torrencial derramamiento de lágrimas alcance también a otras nobilísimas materias auténticas, contra las cuales la fría ciencia contemporánea ha iniciado una ofensiva.

En esta hora dramática, en la que tantas cosas buenas van desapareciendo, no puedo olvidar a la madera. A la dócil y manejable madera, que hizo más cómodos y acogedores nuestros hogares. Porque ella, hija legítima de los más frondosos árboles genealógicos, nos proporcionó elementos indispensables para la vida hogareña: techo, suelo, muebles, puertas y ventanas. En las mesas que salieron de sus tablones, comimos; en sus sillas nos sentamos, y en sus camas dormimos. Ella se dejó cortar, clavar y tornear, para hacer habitables nuestras casas.

La madera, desde que el mundo es mundo, puso a la disposición del hombre su extensa gama de calidades y durezas: desde el humilde pino, barato y blancucho, al linajudo y costoso ébano, cuya dureza le permite ser tallado con cinceles como el mármol y el marfil.

¿No es natural que me alarme primero y me entristezca después, al ver que decoradores y mueblistas desprecian y vuelven la espalda a una materia tan leal?

El tablón de madera, acoplado por el carpintero a los más diversos usos, empieza a ser sustituido por extraños tableros de absurdas virutas prensadas, plastificadas o vitrificadas. Y los metales, reservados hasta ayer para la fabricación de máquinas, puentes, grúas y otros pesados chismes de uso externo, entran hoy en nuestros domicilios poniendo patas a nuestras sillas, marcos a nuestras ventanas y tableros a nuestras mesas.

Antes de que mis ojos se sequen del todo, quiero verter algunas lágrimas sobre otras muchas cosas que se nos van:

El cuero, sustituido por el plástico.

El suave miraguano de nuestras almohadas, hecho de blandísimo plumón, reemplazado por un bloque de espuma de goma.

El corcho que taponaba las botellas, desplazado por chapas metálicas con una faldita plisada alrededor.

Los cordones del calzado, suprimidos al hacer los zapatos con empeines elásticos y en forma de mocasines indios.

Los pianos de cola y las guitarras de seis cuerdas, instrumentos relevados de las orquestas por esos pianejos y guitarricos bastardos, que se enchufan como las estufas para dar a la música el calor que los ejecutantes no son capaces de arrancarles con el talento de sus manos.

La receta del médico, elaborada en la coctelera del mortero por aquel barman de la salud que fue el farmacéutico, sustituida actualmente por medicamentos ya elaborados y metidos en frascos.

Los carritos para el pequeño transporte, tirados antaño por burros silenciosos, y relevados hogaño por motocarros estrepitosos.

El dinero que valía de verdad, porque sus monedas eran de plata verdadera, pobremente representado ahora por aleaciones metálicas de valor ínfimo…

El fin del mundo auténtico ha llegado ya, y se abren ante nosotros las puertas de una fría era artificial.

Una era en la que todo, lo que toquemos y lo que comamos, será de mentirijillas.