Estamos en el vestíbulo de un hotel modesto, construido al borde de una carretera secundaria. Tan secundaria que sólo sirve para unir un pueblo, llamado Colmenar del Valle, con otro llamado Avispero del Monte.
La carretera se usa poco, debido a que las «abejas» del Colmenar se llevan muy mal con las «avispas» del Avispero.
Salta primero a la vista y luego a la imaginación que la idea de construir un hotel en el kilómetro 10 de una ruta tan poco frecuentada, fue un auténtico disparate del constructor.
El vestíbulo está decorado en ese estilo tan poco apto para la hostelería llamado «rústico». Porque la rusticidad es sinónimo de incomodidad, y este defecto es el único imperdonable en la industria hotelera.
Además de muebles baratos e incómodos, hay en este vestíbulo una puerta de entrada al hotel. Esta puerta no es muy grande. Ni falta que hace, pues los huéspedes son tan escasos que nunca se producen en ella aglomeraciones para entrar y salir.
Cerca de la entrada puede verse un pequeño mostrador, en el que están agrupados todos los servicios fundamentales del establecimiento: recepción, conserjería, administración… Y bar también, aunque a primera vista no se advierta, pues el mostrador oculta varias botellas para atender a los clientes que desean echar un trago.
En la pared opuesta a este mostrador polifacético, vemos un arco en el que se inicia un pasillo que conduce a las habitaciones.
Y ya no hace falta que veamos más cosas, pues los elementos citados son los únicos que nos interesa tener en cuenta para la presente historia.
Empieza la presente historia a las diez de una noche cualquiera. Las luces del vestíbulo están encendidas. Detrás del mostrador está don Pablo, leyendo un periódico. Es un hombre muy maduro, modo elegante de llamarle viejo sin ofenderle. Aparte de su avanzada madurez, don Pablo lleva a cuestas el peso de una pésima salud compuesta de mil distintos alifafes. Para resumir los largos diagnósticos de todos los médicos que le reconocieron y recetaron, diré sencillamente que don Pablo está hecho una birria.
Mediada la lectura de una noticia, empieza a oírse a lo lejos, en la carretera, el motor de un automóvil. El muy maduro (por no llamarle viejo), levanta la vista del periódico al oír el ruido, y lo escucha atentamente. Durante unos segundos, un gesto de esperanza ilumina su rostro.
«¿Será un cliente que se detendrá a pasar la noche en el hotel?», piensa.
Pero el automóvil pasa de largo. Y a medida que el rumor se desvanece en la lejanía, se apaga la esperanza en el rostro de don Pablo. Decepcionado, baja de nuevo los ojos al periódico.
Por el arco del pasillo, entra en este momento Rosita. Es una chica joven, fresca y pimpante como su nombre. Lleva en la mano una bandejilla, con un vaso de agua y una caja de píldoras.
—Buenas noches, papá —dice a don Pablo.
—Buenas noches, hija —contesta él—. Acaba de pasar otro coche, y tampoco se detuvo. Con éste ya van siete.
—No te preocupes. Acuérdate de lo que pasó ayer: tampoco a estas horas había venido nadie, y luego tuvimos tres clientes.
—¡Ojalá ocurra hoy igual! —suspira el viejo—. Porque fíjate la hora que es: las diez y pico de la noche, y tenemos el hotel vacío.
—No pienses más en eso. Ya sabes que todos los médicos te han dicho que debes huir de las preocupaciones. De manera que no le des más vueltas, y tómate tu medicina.
—¿Otra? —protesta don Pablo—. ¡Pero si hace sólo un rato ya tomé una!
—Pero ésa era la de las nueve y media, para el estómago —explica Rosita, sacando una píldora de la caja y echándola en el vaso—. Ésta es la de las diez, para el riñón.
—Deja que haga memoria… Creo recordar que tomé algo para el riñón a las ocho menos cuarto. ¿No fue una píldora igual que ésta?
—¡Claro! —aclara su hija—: aquélla era para un riñón. Y ésta es para el otro.
—Está bien —se resigna el viejo, tomándose la medicina—. A veces pienso que hice una tontería comprando este hotel. Con la cantidad de medicinas que consumo, hubiera sido mejor negocio comprar una farmacia.
—Para mí no —bromea Rosita—, porque a estas horas ya habrías consumido todas las existencias. Y si no nos quedara nada que vender, ¿de qué íbamos a vivir?
—Tienes razón. Pero no creas que hay mucha diferencia entre una farmacia sin medicinas y un hotel sin huéspedes. Temo que cuando yo falte no voy a dejarte en muy buena situación.
—Vamos, papaíto, no empieces. Tú no faltarás nunca, porque tienes cuerda para rato. Estás hecho un roble.
—Pero los robles también se secan —filosofa don Pablo con un carraspeo en la garganta—. Y yo estoy ya para que me hagan astillas. ¿Por qué crees que invertí todos los ahorros de mi vida en comprar este hotel? Pensé que así te dejaría el porvenir asegurado. Y estoy viendo con pena que me equivoqué.
—Nada de eso —protesta la muchacha—. Hasta ahora nos vamos defendiendo. Hace sólo dos meses que lo inauguramos, y nunca estuvo del todo vacío. Hay noches que se ocupan dos habitaciones, otras tres, y algunas incluso cuatro.
—Cuatro, sólo una vez —subraya don Pablo—: el día que tuvimos la suerte de que se estrellara aquella camioneta en el único árbol que hay enfrente.
—¡Papá, por Dios!
—¡Qué quieres, hija! Aunque me esté mal decirlo, te confieso que me alegré. Como el chófer se pegó un buen trastazo, le tuvimos de cliente hasta que se le pasó la conmoción cerebral.
—Ya verás cómo aumenta poco a poco el número de huéspedes.
—No lo creo. Como no plantemos más árboles enfrente, para que se estrellen más camionetas…
—Vendrán por las buenas —pronostica la chica—, sin necesidad de estrellarse. Pero tienes que tener paciencia. Al fin y al cabo, esta carretera no es precisamente una autopista.
—¿Qué tienes que decir contra ella? —protesta el viejo—. ¿Qué tienen las otras carreteras que no tenga ésta? A mí me parece muy bonita.
—Bonita sí es —reconoce Rosita—. Pero sólo a ti se te ocurre inaugurar un hotel en este sitio.
—¿No te parece el lugar adecuado? —se extraña el viejo—. Reúne las condiciones ideales para un negocio de esta clase: el edificio está en una curva con mucha visibilidad, tiene un pozo con agua abundante, y hasta puede vanagloriarse de tener un árbol muy frondoso enfrente. Lo cual, en esta provincia tan pelada, tiene su mérito. ¿Qué más se puede pedir?
—En ese aspecto, nada —admite la muchacha—. Pero el éxito de un hotel de carretera no depende sólo de su belleza, sino de su estrategia. Si el kilómetro diez, en el que estamos, fuera el de Madrid a San Sebastián, ya seríamos ricos. Pero como es el de Colmenar a Avispero del Monte…
—¿Tú crees que eso tiene mucha importancia? —pregunta don Pablo.
—Bastante. ¿No comprendes que la clientela principal de estos hoteles son los turistas que vienen a ver cosas?
—Pues no hay ninguna razón para que no vengan también aquí —se defiende el viejo—. Porque en Colmenar hay una fuente muy maja, que hicieron los romanos. Y en Avispero está la noria del señor Celedonio, que tiene una mula de mucha edad.
—No basta, papá —dice Rosita con dulzura—. El turismo necesita catedrales, y museos, y palacios, y tiendas donde vendan panderetas. Y nada de eso pueden encontrarlo en Colmenar ni en Avispero. Yo confío, sin embargo, en que no faltarán algunos despistados que pasen por aquí, y eso nos salvará. Además, como cada año hay más turistas, llegará un momento en que llenarán hasta las carreteras tan apartadas como ésta. Y entonces el hotel será un negocio espléndido.
—Dios te oiga —vuelve a suspirar don Pablo—. Porque ¡si tú supieras lo que sufro pensando que me puedo morir sin haberte dejado la vida resuelta!
—¡Calla! —le interrumpe de pronto Rosita, escuchando—. He oído pasos fuera. Me parece que viene alguien.
—No lo creo —niega el viejo, escéptico—. Puede que sea algún conejo, que habrá entrado a comerse las flores del jardín. Es mejor que no te hagas ilusiones.
—No, espera —le hace callar Rosita—. Son pasos, estoy segura. Y se acercan aquí.
Segundos después, la puerta de entrada se abre y entra un hombre. Es alto y no tiene más de treinta años. Lleva una maleta en la mano y un sombrero gris en la cabeza. Viste un traje de buen corte. Se adorna el rostro con un bigotillo ligero e intrascendente. Sus ademanes son desenvueltos, mundanos y un tanto afectados. Avanza con decisión hacia el mostrador.
—Buenas noches —saluda, correcto—. Un fastidioso percance me obliga a pernoctar aquí. ¿Tienen ustedes habitaciones libres?
—¡Ya lo creo! —contesta don Pablo, jovial—. Todas las que usted quiera.
—Con una me basta, siempre que sea amplia y con baño.
—Sí, señor. Podemos complacerle. Anda, Rosita: recoge el equipaje del señor, y llévalo a la habitación número uno.
Rosita obedece y se acerca al hombre diciéndole:
—Con permiso…
—Tome —dice el hombre, entregándole la maleta—. Y gracias.
Rosita sale con la maleta por el arco del pasillo, camino de las habitaciones.
—Linda muchacha —comenta el recién llegado, dirigiéndose a don Pablo—. ¿Es nativa?
—No —replica el viejo—: es mi hija. ¿Y usted? ¿Es turista?
—No: soy millonario —explica el hombre con desenvoltura—. Iba camino de París, y mi coche tuvo una avería. Lo he mandado al pueblo con mi chófer, para que lo repare en un taller. Seguiré viaje mañana temprano.
—Espero que pasará bien la noche en el hotel —dice don Pablo, cogiendo el libro-registro y una pluma—. ¿Quiere darme su nombre?
—Bernardo Vanderhoven Hollenbilt Raisenfolen.
Don Pablo vuelve el registro hacia el hombre y le alarga la pluma.
—Escríbalo usted mismo, por favor —le ruega—. ¿Es usted extranjero?
—Pues sí, bastante —contesta él, escribiendo en el registro—. Con estos apellidos, como comprenderá, no es fácil ser de Valladolid.
—Sí, claro, ¡qué tonto soy!
—Eso estaba yo pensando.
—¿Quiere poner también su domicilio habitual?
—Pondré simplemente Europa —decide el hombre—. Como paso la primavera en París, el verano en Italia, el otoño en Londres, y el invierno en Suiza…
—¡Qué bárbaro, con perdón! —se le escapa a don Pablo—. Lo pasará usted de maravilla.
—¡Psch! En algo tiene uno que gastarse los millones, ¿no le parece?
Rosita vuelve de dejar la maleta.
—Tiene ya su equipaje en la habitación número uno, señor —dice al huésped.
—Fíjate, Rosita —dice su padre—: tú opinabas que esta carretera no era estratégica, y ya ves. El señor Vander-no-sé-cuántos pasaba por aquí camino de París.
—¿Es posible? —se asombra la chica.
—En efecto, señorita —explica el viajero—. He viajado tantas veces por las carreteras principales, que ya me aburren. Prefiero ir a los sitios dando rodeos por estas carreterillas tan pintorescas. Colmenar del Valle me ha parecido una aldea muy interesante. ¿El molino que hay a la entrada es románico?
—No —aclara don Pablo—: es más bien «ramónico». Pertenece al señor Ramón, que es también el dueño de la panadería. ¿Quiere el señor que se le despierte mañana a alguna hora?
—No, de ninguna manera —rechaza el hombre, con un gesto entre fatuo y fastidiado—. Con una fortuna como la mía, puedo permitirme el lujo de dormir todo lo que quiera y despertarme cuando me dé la gana.
—Sí, claro —comprende el viejo—. Aquí tiene la llave de su habitación.
Coge la llave del casillero que hay detrás del mostrador, y se la entrega.
—Buenas noches —se despide el hombre, dirigiéndose al pasillo que conduce a las habitaciones.
—Buenas noches —le responden Rosita y su padre.
Cuando el hombre desaparece, don Pablo suspira aliviado.
—Ya tenemos un huésped —comenta—. Menos mal.
—¿No te dije que no debías preocuparte? —le recuerda su hija—. Tarde o temprano, siempre viene alguien.
—Cuando le hagas la factura a éste, como es millonario, cárgale un pico —sugiere el viejo—. A las cifras que pagan los huéspedes ricos, lo mismo que a los números de los teléfonos, hay que ponerles un dos delante.
—Descuida —le tranquiliza Rosita—. Le sacaré todo lo que pueda.
—Si tuviéramos la suerte de que viniera alguno más… Porque uno solo es poco. Deberíamos hacer algo para aumentar la clientela.
—Ya hemos puesto ese cartelón al borde de la carretera, con el nombre del hotel en letras fluorescentes —observa Rosita—. Podríamos añadir que aquí se habla inglés y francés, para que picaran los turistas.
—Pero nosotros no hablamos absolutamente nada de eso —apunta el viejo.
—¿Qué más da? Al que pique y pare, le diremos que el intérprete se ha puesto enfermo y nos entenderemos por señas.
—No es mala idea, pero tampoco me parece suficiente. Con los carteles se consigue que la gente pare si le apetece. Y habría que inventar algo para que parase aunque no le apeteciese.
—Es difícil —mueve la cabeza Rosita, pensativa.
—No lo creas —insiste su padre—. Imagínate por ejemplo que compramos un bote de tachuelas, y las echamos a puñados en la carretera cerca del hotel. Los neumáticos de los coches que pasen se pincharán…
—… y a ti, al segundo pinchazo, te meterán en la cárcel.
—¿Tú crees?
—Estoy segura.
—Entonces tendré que idear algo más seguro y menos arriesgado. Déjame que piense…
En ese momento vuelve a abrirse la puerta de entrada. Y aparece en el umbral un nuevo huésped que llega al hotel. Es alto y no tiene más de treinta años. Es, en resumidas cuentas, el mismo hombre que entró antes. El lector y yo le reconocemos en seguida, aunque su aspecto ha variado un poco. La maleta que lleva en la mano es la misma, pero el sombrero que lleva en la cabeza, no: el de ahora es negro. Su chaqueta es negra también. Y su rostro no luce ya el bigotillo de su caracterización anterior: luce, en cambio, un par de hermosas gafas.
—Buenas noches —dice dirigiéndose al mostrador—. ¿Tienen habitaciones libres?
—Desde luego, señor —se apresura a informar don Pablo—. Bien venido al hotel.
—Deseo habitación tranquila —explica el señor—, con una ventana que dé al campo.
—Nada más fácil, caballero —sonríe don Pablo, complaciente—. Aquí todas nuestras ventanas dan al campo.
—Deseo también que por la ventana de mi cuarto, a ser posible, entren insectos. Muchos insectos.
—¿Sí? —se sorprende don Pablo—. ¡Qué capricho tan raro! Eso no lo suele querer nadie.
—Es que soy catedrático de entomología —aclara el recién llegado—. Me dedico a estudiar las costumbres de los insectos.
—Pues de los nuestros no tendrá queja —le advierte el viejo—. Tienen unas costumbres muy moderadas: vienen, pican y se van.
—Espero que encontraré algún ejemplar raro —dice el hombre—. Hace unos días, en la región montañosa de esta misma comarca, capturé un díptero de la familia «tse-tsé».
—¿Sí? —se asombra Rosita—. ¿Y qué clase de bicho es ése?
—Una mosca cuya picadura produce sueño.
—Pues aquí encontrará una variedad más interesante todavía —promete don Pablo—. En esta zona abunda una mosca cuya picadura, en lugar de producir el sueño, se lo quita al que está dormido y no le deja pegar ojo.
—Me quedaré a estudiarla —dice el huésped, muy en serio—. ¿Le importa que cace algunos ejemplares y me los lleve?
—Al contrario: por mí, puede cazarlos todos y llevarse la plaga completa —concluye don Pablo. Y añade, volviéndose a su hija—: Rosita, deja la maleta del señor en la habitación número dos.
Rosita obedece, y sale por el arco con la maleta.
—Deme la llave, se lo ruego —dice el hombre—. Si no le importa, llenaré mañana las formalidades del registro. Estoy cansado del viaje.
—Como guste.
Don Pablo se vuelve hacia el casillero para entregarle la llave. Y el hombre, a sus espaldas, le grita de pronto:
—¡Quieto, no se mueva!
—¿Eh?… —dice don Pablo, permaneciendo inmóvil y asustado—. ¿Qué ocurre?
—¡He dicho que no se mueva! —repite el hombre, aproximándose a él.
—¡Por favor!… —suplica el viejo—. ¡Tenga piedad!… ¿Qué es lo que quiere?
—¡Esto! —exclama el hombre, que ha levantado la mano y la deja caer ahuecada sobre el hombro de don Pablo. Luego la cierra, la retira, y contempla con precaución el insecto que ha capturado—. ¡Magnífico ejemplar! ¡Una preciosa mariposilla nocturna de color ambarino! ¡La que me faltaba para mi colección de lepidópteros! Hace años que la andaba buscando, ¡y estaba posada en su chaqueta!
—Vaya, me alegro —dice el viejo, tranquilizado después del susto—. Como habrá visto, aquí tenemos de todo para complacer a nuestros clientes.
—Ya lo veo. Me complace tanto el hallazgo, que puede cargármelo en la cuenta.
—¡No, por Dios! —protesta don Pablo, generoso—. Acéptelo como obsequio del hotel.
—Muchas gracias. Le prometo que si esta visita es tan fructífera como espero, no tardaré en volver. Y haré propaganda de este establecimiento.
—Muy agradecido. Pero no la haga diciendo que aquí se encuentran insectos de todas clases, por favor. Al que no es aficionado a coleccionarlos, esa propaganda le resulta contraproducente. Aquí tiene su llave.
Rosita vuelve de nuevo por el arco que conduce a las habitaciones.
—Cuando quiera —dice al hombre—, puede ocupar su cuarto. Ya está preparado. Cumpliendo sus deseos, he dejado la ventana abierta y la luz encendida. Dentro de un rato se habrá llenado de mosquitos.
—Muchas gracias y buenas noches —se despide el hombre, abandonando el vestíbulo.
—Pero ¿tú has visto? —comenta don Pablo con su hija—. ¡Qué tipo tan raro! Uno se pasa la vida procurando que no haya bichos en el hotel, y de pronto llega un huésped que quiere tener la habitación llena de ellos.
—¿A ti qué más te da? —se encoge de hombros la muchacha—. El caso es que ya tenemos dos habitaciones ocupadas. Y aún es temprano. Puede que todavía llegue alguien más.
—Sí —se le alegran los ojillos al viejo—. Parece que la noche se está dando bien. Si esto sigue así, creo que podré morirme tranquilo.
—No te morirás si haces todo lo que te han dicho los médicos. Y te dijeron que media hora antes de irte a dormir tomaras las medicinas para el asma.
—Es verdad —recuerda don Pablo, sacando un tubo del bolsillo y tomándose una píldora—. Lo malo de esta medicina es que, para calmar el asma, te quita las ganas de dormir. Y luego tengo que tomar otras tabletas para que me entre sueño.
—De todas formas —aconseja Rosita—, ya va siendo hora de que te metas en la cama.
—Déjame un ratito más —suplica el viejo—. Puede que llegue alguien todavía.
—Bueno, quédate —accede la hija.
—Estaba pensando —empieza a decir el padre— que, puesto que el sistema de echar tachuelas en la carretera es un poco arriesgado, podríamos hacer un bache gordo al entrar en la curva.
—¿Cómo?
—Con una pala y un pico. Se hace una pequeña zanja, se rellena con un poco de tierra…
—Pero, papá, ¿aún sigues pensando en eso?
—Claro, hija. En esta carretera hay tantos baches, que uno más no se notaría. Y entonces tendríamos la seguridad de que ningún coche pasaría de largo. Porque ¿quién es el guapo que se atreve a seguir viaje con las ballestas hechas pedazos?
—¡Calla! —le interrumpe Rosita, escuchando—. ¡Me parece que viene alguien!
—¿Sí? ¡Qué maravilla! —se alegra el viejo—. Hoy nos vamos a forrar, hija.
Una vez más se abre la puerta. Y una vez más, también, vuelve a entrar el mismo hombre de las dos entradas anteriores. Lleva en la mano la misma maleta, pero su indumentaria ha variado: ahora no lleva chaqueta y sombrero negros, sino una gorra a cuadros y una chaqueta cuadriculada también. Pretende hablar con acento inglés, pero un conocimiento superficial de esta lengua bastaría para comprender que el hombre la desconoce y que su ficción es bastante burda.
—Good night! —dice a modo de saludo, pues eso lo sabe cualquiera—. ¿Tener ustedes habitación?
—Ya lo creo, míster —responde don Pablo—. Pase, pase.
—Yo alegrarme mucho. Hoteles de ciudad siempre llenos. Yo salir de Madrid buscando habitación, y no encontrar ninguna hasta aquí. Yo hacer muchos kilómetros preguntando.
—Pues aquí estará usted tan ricamente —promete el viejo, que añade volviéndose a su hija—: Lleva el equipaje del señor a la habitación número tres.
Rosita obedece y sale con la maleta, mientras el hombre se informa:
—¿De qué categoría ser ese hotel?
—De segunda B —dice don Pablo—. La B significa que es buenísimo.
—¿La clientela ser distinguida? —quiere saber el presunto míster.
—De lo mejorcito —garantiza el viejo—. Hoy, sin ir más lejos, tenemos un millonario y un catedrático. Ayer tuvimos a un joyero de París; y a un fabricante de pastillas de café con leche, de Logroño.
—¡Espléndido! —aplaude el hombre—. ¿Y hay muchas cosas interesantes para ver en estos poblados?
—Pues la verdad es que no hay muchas —confiesa don Pablo, un poco avergonzado.
—Me alegro —exclama el hombre—. Porque llevo un mes haciendo turismo, y ya estoy hasta el sombrero de ver museos, piedras góticas, más museos, más piedras góticas… La verdad es que los antiguos tener poca imaginación y hacer siempre mismas cosas.
—Ya, ya.
—¡Uf! Mí no poder más. Me escuecen ya ojos de tanto mirar pedruscos.
—Aquí descansará —asegura el viejo—. ¿El señor ha venido en coche?
—¿Por qué lo dice?
—Es que no he oído el ruido del motor.
—Dejé coche en garaje pueblerino. Viene hasta aquí en bicicleta alquilada.
—¿Sí? —se extraña don Pablo—. ¡Qué curioso!
—Yo adoro bicicleta. Gusto de ir en ella. Se ve mejor el panorama.
—Desde luego. ¿Quiere llenar la hoja de registro?
—¡Oh, yes! —acepta el hombre tomando la pluma—. Me llamo Jim Ferguson, y soy de Australia.
—¡Qué interesante! —piropea el viejo—. ¡El país de los canguros!
—Sí, pero no ser parientes míos. Yo ser británico.
—¿Qué profesión tiene usted?
—Fabricante de goma.
—¿Qué clase de goma? —curiosea el viejo—. ¿De mascar?
—No: de rodar. Fabrico neumáticos. ¿Ha oído hablar de la marca Firestone?
—¡Cómo no! Es una fábrica muy famosa.
—Pues ésa no ser mía. La mía se llama Ferguson.
Rosita vuelve al vestíbulo, sin la maleta.
—Su equipaje —dice al hombre— ya está en la habitación.
—Gracias, miss.
—De nada, míster.
—Voy a descansar —bosteza el presunto inglés—, porque la bicicleta me ha cansado mucho. Good night!
Coge la llave que le da don Pablo, y se dirige a su habitación.
—Hoy no te quejarás, papá —comenta la muchacha—. ¡Ya tenemos tres clientes!
—Y los tres de categoría —se entusiasma don Pablo—. Porque éste tiene una fábrica en Australia.
—Creo que ya puedes irte a la cama tranquilo.
—Sí —transige el padre—. Ahora, en cuanto me tome las pastillas correspondientes, dormiré bien. ¿Vendrá todavía alguien más?
—A estas horas, ya no es probable. Pero si viene, descuida: te avisaré.
—No dejes de hacerlo —ruega don Pablo—. Ya sabes que cuando llega un huésped es como si me pusieran una inyección de optimismo.
—Lo sé. Y ahora vete a la cama, que los médicos te han recomendado mucho reposo. Y antes de dormir tómate las cuatro tabletas que te faltan. Te las he dejado en fila, sobre la mesilla de noche.
—Bien, hija. Hasta mañana. Y ten preparadas las facturas, para cuando se vayan los huéspedes. También al turista puedes cargarle un buen pico. Como es inglés y no maneja bien nuestro dinero…
—Descuida —promete Rosita, que estira de pronto una oreja para escuchar—. Pero espera… Parece que viene alguien…
—¿Será posible? —se entusiasma su padre—. ¡Qué noche! La mejor desde que inauguramos el hotel.
Por cuarta vez se abre la puerta de entrada. Y aunque esto nos produzca una extrañeza rayana en el estupor, ¡entra de nuevo el mismo hombre de las veces anteriores! Esta vez se ha quitado su atuendo de turista británico y lleva una camisa abierta de un modo muy deportivo. Unas grandes gafas antisolares y la consabida maleta completan su nueva caracterización.
—Buenas noches —dice con desparpajo, aproximándose al mostrador con paso elástico—. ¿Podrían darme habitación para esta noche?
—Pues sí —responde don Pablo—. Ha llegado a tiempo, porque tenemos el hotel casi lleno.
—Vaya, me alegro —suspira el hombre, dejando la maleta en el suelo—. He hecho un viaje infernal. Vine en el coche de línea hasta Colmenar del Valle, y se nos rompió una ballesta en un bache que hay a la entrada del pueblo. Parece que los hacen a propósito.
—Todavía no —dice don Pablo, enigmático—, pero quizás hagan algunos muy pronto. Le daré una habitación que tiene unas vistas preciosas.
—Me es igual, porque no pienso verlas. Me iré mañana muy temprano. Voy a la finca de unos amigos, que está más allá de Avispero del Monte. ¿Hay medio de ir hasta allí?
—Puede alquilar un coche en Colmenar —dice don Pablo, y se apresura a rectificar—: Bueno, uno no: el único que hay. Lo alquila Bernardo, el herrero.
—Menos mal —suspira el recién llegado.
—Lleva la maleta del señor al número cuatro, Rosita —ordena el viejo.
—No se moleste —rechaza el hombre—. Yo mismo la llevaré. Deme la llave.
El viejo se la entrega y pregunta:
—¿Quiere darme su nombre, para que lo anote en el registro?
—Marqués de Fuentes Gallardas.
—Bien, señor marqués —dice el viejo, inclinándose ante el presunto noble—. Que pase buena noche.
—Gracias —contesta el otro, alejándose hacia el pasillo de las habitaciones—. Hasta mañana.
—Hasta mañana, señor marqués.
Y cuando el hombre ha salido, don Pablo no puede ocultar su satisfacción. Frotándose las manos, dice a su hija:
—¿Has oído? ¡Todo un marqués! Hoy es el día más feliz de mi vida. ¡El negocio marcha viento en popa!
—¿Qué te dije yo siempre? —comenta Rosita—. Era cuestión de tener paciencia. Con el tiempo, hasta puede que el hotel se ponga de moda y esté siempre lleno.
—¡Dios te oiga! Así podría morirme tranquilo.
—Mucho antes de que llegue ese momento, te convencerás de que hiciste una inversión magnífica con este negocio. Y ahora vete a dormir.
—Sí, ya voy —accede por fin don Pablo—. Hoy dormiré mejor que nunca, puedes tener la seguridad.
—Pues hasta mañana —le despide su hija—. Yo me quedaré levantada todavía, por si viene alguien más.
—Hasta mañana, hija.
—Adiós, papá. Y tómate las tabletas.
—Descuida —promete el viejo, yendo hacia el pasillo que conduce a las habitaciones—. Hoy me sabrán a gloria. ¡Cuatro clientes nada menos! ¡Y todos de categoría! Hacía mucho tiempo que no me sentía tan feliz como hoy. ¡Mucho tiempo, sí…!
Al quedar sola, Rosita suspira. Va al mostrador, se coloca detrás en el sitio que ocupó su padre, y empieza a preparar las facturas de los huéspedes.
Cuando está absorta en esta tarea, vuelve a abrirse la puerta de entrada. ¡Y entra por quinta vez el hombre cuyas apariciones anteriores nos produjeron tanta perplejidad! En esta ocasión se presenta a rostro descubierto, sin gafas, patillas ni bigotes postizos.
Rosita, al verle, no experimenta la sorpresa que cabría esperar.
Sin inmutarse, se lleva un dedo a los labios y le hace esta advertencia:
—¡Chssst!…
—¿Qué pasa? —pregunta el hombre, bajando la voz.
—Papá acaba de marcharse y puede oírte.
—No me oirá. Ya debe de estar en su cuarto —calcula el hombre, aproximándose al mostrador. Y al llegar junto a Rosita, exclama—: ¡Uf! ¡Estoy rendido! Me alegro de que por hoy haya terminado la función.
—Muchas gracias, Juan —dice ella, mirándole con ternura—. Has estado magnífico.
—Pero no creo que pueda resistir mucho tiempo —advierte él, secándose con un pañuelo el sudor de la frente—. Cada día me resulta más difícil inventar nuevas caracterizaciones para consolar a tu papá.
—Pues lo siento —dice ella dulce, pero enérgica—; tienes que seguir. ¡Si vieras lo contento que está el pobre! Desde que empezamos esta farsa ha mejorado muchísimo.
—Yo, en cambio, estoy empeorando una barbaridad —suspira el hombre—. ¿Tú sabes los apuros que paso haciendo estos papeles sin ser actor?
—Pues te salen muy bien —elogia Rosita.
—Pero es un trabajo tremendo: me visto fuera, entro, me inscribo, charlo, salto después por la ventana de la habitación, vuelvo a vestirme en el jardín, vuelvo a entrar… ¡Y así cuatro veces! ¿Tú crees que hay quien lo resista?
—Lo siento mucho, pero mañana tendrás que hacerlo otras cuatro.
—¿Otra vez? ¡Rosita, amor mío!…
—Es necesario. Cuando el pobre papá compró el hotel y vio que no venía nadie, estuvo a punto de morirse del disgusto. Los médicos aseguraron que si continuaba así, no duraría más de dos meses. Fue entonces cuando se me ocurrió este truco para animarle.
—Se te ocurrió a ti —vuelve a suspirar el hombre—, pero todo el peso del trabajo lo estoy haciendo yo.
—Y yo te lo agradezco mucho —dice Rosita, inclinándose para besarle en una mejilla—. Eres un sol.
—Un sol que se va apagando por agotamiento —se lamenta él, aceptando el beso pero protestando todavía—. Te aseguro que ya no puedo más, tesorito.
—Pues tienes que hacer un esfuerzo, vidita, hasta que empiecen a venir clientes de verdad. Porque tú me quieres, ¿no?
—Con locura, ya lo sabes —confiesa el hombre.
—¿Y estás deseando que nos casemos?
—¡Claro!
—Pues en ese caso, ayúdame a salvar a papá. No podremos casarnos hasta que yo no esté segura de que no peligra su salud.
—Está bien —suspira el hombre, resignado.
—Gracias, cariño —agradece Rosita—. Sabía que no me fallarías. ¿De qué vas a venir mañana?
—¡Qué sé yo! Ya no se me ocurre nada. Uno del pueblo va a prestarme un bombín, con el que vendré de lord inglés.
—¡Magnífico! —aplaude la muchacha.
—Luego —sugiere su novio— puedo ponerme una barba, y pasar por existencialista francés.
—De eso ya viniste el otro día.
—Pues tengo que repetir algún papel —discute el hombre—, porque se me agota el repertorio. Después vendré de fabricante catalán, y por último de señorito andaluz. ¿Estás contenta?
—Mucho —dice Rosita, besándole de nuevo—. Eres un ángel y te quiero una barbaridad. Pero ahora márchate, porque tengo que ir a ver si papá se ha tomado todas sus tabletas. Hasta mañana, vida mía.
—Hasta mañana —se despide Juan. Y va diciendo mientras se dirige a la puerta—: Voy a ensayar todos los papeles que me tocará representar. A ver si me acuerdo de todos: lord inglés primero, luego existencialista, después fabricante catalán y por último señorito andaluz… ¡Qué vida!… ¡Y todo para salvar a mi futuro suegro!… ¡Es el colmo!…
Sale mientras Rosita, sonriéndole amorosamente, le envía desde el mostrador, mediante un soplido, un beso que ha colocado previamente en la punta de sus dedos.