La noche era muy clara porque al cielo le había salido una luna así de grande. El hombre llevaba el cuello del gabán subido y el ala del sombrero caída sobre los ojos. Se había bajado de un taxi en la esquina de la calle, y estaba recorriendo toda la manzana deteniéndose en la puerta de cada jardincito para leer el nombre de todos los chalés.
Detrás de él, ayudándole en aquella tarea, iba el taxista.
El hombre era joven y flaco. El taxista, en cambio, era maduro y calvo; aunque la calvicie no se le notaba, porque tenía la gorra puesta.
—«Villa Felisa» —leyó el hombre, deteniéndose una vez más—. Aquí es.
—¡Al fin! —suspiró el taxista—. En la media hora que llevamos buscándola, hemos recorrido todo el santoral por orden alfabético: desde «Villa Antonia» hasta «Villa Zoraida».
—No ha sido fácil dar con ella, desde luego —reconoció el hombre—. Como todas las casas de este barrio son completamente iguales…
—Hasta la vegetación de los jardines se parece —observó el taxista—: todos tienen el mismo arbolito en el centro y el mismo seto alrededor. ¿Se ha fijado?
El hombre no contestó a esta observación, porque estaba consultando el reloj de pulsera.
—¿A cuántos kilómetros calcula usted que estaremos de la estación? —dijo después.
—A sesenta y dos pesetas —respondió el taxista sin vacilar.
—¿Cómo a sesenta y dos pesetas? —se extrañó el hombre—. ¿Qué quiere usted decir?
—Los taxistas no aplicamos a las distancias la unidad kilómetro, sino la unidad taxímetro.
—¡Ah, ya entiendo! Pues sesenta y dos de ida —calculó el hombre— más sesenta y dos de vuelta, me va a costar un ojo la carrera.
—Un ojo no, caballero —le tranquilizó el taxista—: los dos. Porque a esa cifra hay que añadir lo que tengamos que esperar aquí, el sobreprecio de las maletas y la voluntad.
—¿Qué voluntad?
—La suya.
—Eso es lo único que me saldrá barato —dijo el hombre—, porque tengo poquísima voluntad. Ahora váyase y espéreme.
—¿Quiere que acerque el taxi hasta la puerta?
—No, no. Espere en la esquina, donde lo ha dejado.
—Le advierto que le va a costar igual —dijo el taxista.
—Pero prefiero que se quede en la esquina. No quiero que alguien pueda asomarse a una ventana y ver su taxi.
—¿Por qué no? —se ofendió el otro—. Mi taxi es muy bonito. Puede verlo todo el mundo, sin que nadie se avergüence.
—No es por eso, hombre. Es que he venido a buscar a una persona, ¿comprende? Y como ya es tarde, no quisiera despertar a los vecinos con el ruido del motor. Le ruego que vuelva a la esquina y me espere dentro del coche.
—Bueno. ¿Tardará mucho?
—Diez minutos como máximo.
—¿Y adónde tengo que llevarle después?
—A la estación.
—¿También en la estación tendré que quedarme esperándole?
—No —explicó el hombre—: en la estación le despediré, porque tomaremos un tren. Pero ¿a qué viene ese interrogatorio?
—Es que ya es un poco tarde y tengo que ir a encerrar. Si fuera más temprano, tendría que ir a comer. Ya sabe usted que los taxistas siempre tenemos que ir a alguna parte.
—Pero bueno: ¿me llevará a la estación?
—Si se da un poco de prisa, sí.
—Ya le he dicho que sólo tardaré diez minutos si no sigue dándome conversación.
El taxista se alejó hacia la esquina donde había dejado el coche, mientras el hombre se quedaba a la puerta de «Villa Felisa».
La luna suplía aquella noche las deficiencias del alumbrado eléctrico del barrio. Un vientecillo, demasiado fuerte y fresco para merecer el dulce nombre de brisa, hacía cabecear la copa del arbolito único colocado en el centro de cada jardín.
El hombre esperó a que el taxista se alejara. Después de mirar a derecha e izquierda cerciorándose de que nadie le veía, pasó una pierna por encima de la valla que rodeaba el minúsculo jardín de «Villa Felisa», para entrar en él.
Pero la valla, hecha de listones rematados en punta, resultó ser algo más alta de lo que el hombre había calculado. Y cuando quiso pasar la otra pierna, un listón de la valla tan puntiaguda como los demás se le clavó en los pantalones. Y el hombre quedó allí colgado, en una postura tan incómoda como ridícula. No podía desengancharse ni tomar tierra en el jardín.
—¡Demonio! —rezongó, iniciando una pataleta con la que no obtuvo ningún resultado práctico—. ¡Maldito pincho!… ¿Y qué hago yo ahora?…
Miró alrededor, temeroso de que alguien pudiera descubrirle en aquella situación. Y al cabo de un rato de debatirse inútilmente, tuvo que hacer señas llamando al taxista que le esperaba en la esquina, para que acudiera en su ayuda.
—¿Qué pasa? —dijo el taxista cuando captó el mensaje, aproximándose muy extrañado.
—Ayúdeme, haga el favor —suplicó el hombre, que seguía colgado de la valla—. Es que me he enganchado aquí…
—¿Y cómo se enganchó? —quisó saber el taxista, sin salir de su extrañeza.
—Al saltar la valla.
—¿Y por qué quería saltar la valla?
—Para entrar en el jardín.
—¿Y por qué no entró por la puerta?
—Porque está cerrada con llave —concluyó el hombre, dando por terminada su paciencia—. ¿Quiere dejar de hacer preguntas y ayudarme de una vez? Parece usted tonto.
—Puede que yo le parezca tonto —dijo el taxista iniciando las maniobras necesarias para desenganchar al hombre—, pero usted me está pareciendo algo mucho peor.
—Oiga: no interprete mal las cosas.
—¿Cómo quiere que las interprete? Primero me dice que le espere en la esquina para que los vecinos no le vean llegar, y después le veo saltando la valla de un jardín para colarse en una casa ajena.
—No estará pensando que soy un ladrón, ¿verdad? —dijo el hombre, poniendo al fin los pies en el suelo gracias a la ayuda del taxista.
—No; un ladrón, puede que no lo sea.
—¡Ah, vamos!
—Pero un mangante, desde luego.
—En seguida se convencerá de que está equivocado —prometió el hombre, satisfecho de haber salido de aquel apuro sin más daño que un roto en los pantalones—. En cuanto me vea subir al taxi con la persona que vine a buscar.
—¿Y quién me garantiza que volveré a verle el pelo? —desconfió el taxista—. Puede que tenga la intención de darse el bote.
—Mis maletas están en su taxi, ¿no? Creo que es bastante garantía.
El taxista lo pensó un poco antes de decidir:
—De acuerdo. Puesto que sus maletas le garantizan, le esperaré. Pero conste que su conducta no me gusta nada.
—No se preocupe; pronto lo comprenderá todo. Y ahora váyase.
Pese a que su desconfianza no se había disipado del todo, el taxista volvió a la esquina donde estaba su coche.
A la luz de la luna, el hombre avanzó cautelosamente por un caminito enarenado del jardín hasta llegar junto a la fachada de «Villa Felisa». Allí se detuvo un instante mirando hacia las ventanas cerradas y oscuras, en cuyos cristales se reflejaba la pálida luz lunar. El viento se había calmado, dejando de sacudir las copas de los arbolitos como si fueran sonajeros.
El hombre, entonces, se introdujo en la boca dos dedos de su mano derecha y emitió un silbido peculiar. El silbido se iniciaba con una nota grave, de la que partía para describir una curva sonora ascendente. Esta curva terminaba en una nota agudísima, que el silbador sostenía hasta agotar el aire de sus pulmones.
Por tres veces hizo uso de esta señal acústica, sin que se produjera ninguna alteración en la paz que reinaba en «Villa Felisa». Pero antes de que terminara de emitir el cuarto silbido, un nuevo personaje intervino en la escena. No entró en ella procedente del chalé, a cuyas ventanas iban dirigidas las llamadas del hombre, sino por la puerta del jardín y procedente de la calle: era el sereno del barrio, que al captar los silbidos acudía a cumplir con su deber.
El silbador, de espaldas al recién llegado y absorto en la interpretación de su concierto, sólo advirtió la presencia del vigilante cuando éste le puso una mano en un hombro al tiempo que le decía:
—¡Alto! ¿Qué hace usted aquí?
—¿Eh? —pegó tal brinco el hombre, que por poco se traga sus propios dedos que tenía dentro de la boca para silbar—. ¡Menudo susto me ha dado!
—Y se asustará mucho más cuando le lleve a la comisaría —añadió el vigilante bajando la mano desde el hombro al brazo del hombre, para sujetarle e impedir que huyera—. Queda usted detenido.
—¿Yo?… ¿Por qué?
—Porque al fin te he cazado, amiguito. Ya no te me escapas. Tú eres el bribón que desde hace varios meses se dedica a desvalijar esta barriada.
—Vamos, no diga tonterías —protestó el hombre—. Y suélteme, que me está haciendo daño.
—¡Más daño debería hacerte, sinvergüenza! Primero robaste en «Villa Josefa», luego en «Villa Carlota», más tarde en «Villa Ramona», y ahora en «Villa Felisa». Pero ya se acabaron tus fechorías.
—Está usted equivocado —siguió protestando el hombre—. Y le ruego que no hable tan fuerte, porque va a despertar a todo el mundo. Yo le explicaré…
—Ya se lo explicarás al comisario —cortó el vigilante, tirando del brazo que tenía sujeto—. Vamos, andando.
—Espere, por favor. Puedo aclarárselo en dos palabras.
—Déjate de cuentos.
—No es ningún cuento —insistió el hombre—. Comprendo que mi presencia aquí, a estas horas de la noche, se presta a interpretaciones erróneas.
—Nada de erróneas, majo: sólo hay una interpretación posible, que es la que le he dado yo.
—Le aseguro que no vine por razones criminales, sino sentimentales.
—Sí, ¿eh? —rio el vigilante, encontrando aquella coartada tan burda como absurda.
—Puedo jurárselo. No estaba conjugando el verbo robar, como usted supone, sino el verbo amar.
—A mí no me vengas con gramáticas. ¿Me acompañas por tu propio pie, o tengo que ayudarte con mi propio chuzo?
—Espere —se resistió el hombre, hincando los pies en la grava del suelo para impedir que el vigilante le arrastrara—. ¿Ha oído hablar alguna vez de Romeo y Julieta?
—No me suenan esos nombres —dijo el vigilante, después de pensar un momento—. ¿Viven en este barrio?
—No, hombre. Son los protagonistas de unos amoríos muy famosos.
—Vamos a no apartarnos de la cuestión.
—No me aparto, al contrario —aclaró el hombre—. Quería ponerle un ejemplo, en el que también la noche y el jardín desempeñaban papeles importantes. Porque yo no vine aquí para entrar en esta casa, sino para recoger a mi novia, que va a salir de ella.
—¿Su novia? —repitió el vigilante, incrédulo—. ¡Vamos, anda! ¿Qué clase de historia es ésa?
—Una historia de amor. Parecida a la de Romeo y Julieta, ¿comprende?
—Ni jota.
—Verá: mi novia y yo vamos a fugamos esta noche. Quedé con ella en recogerla a las doce en punto. En la esquina tengo un taxi esperando, que nos llevará a la estación. Dentro de ese taxi está mi equipaje. Puede usted comprobarlo.
—Una historia muy bonita —admitió el vigilante—, pero hace falta que yo me la crea.
—¿Y por qué no va a creérsela, si es verdad? —protestó el hombre—. Aparte del taxi, que puede usted ver en la esquina, aquí tengo otra prueba. Fíjese.
Y sacó del bolsillo dos cartoncitos amarillentos, parecidos a los que salen de las básculas automáticas cuando nos pesamos en la calle.
—¿Qué es esto? —dijo el vigilante, cuando el hombre le aproximó los cartoncitos a los ojos.
—Dos billetes de primera clase para Málaga, en el tren que sale esta madrugada. ¿Los ve?
—Los veo, pero no lo creo. Puede ser un truco. No me convence.
—¿Qué más pruebas necesita para convencerse? —empezó a desesperarse el hombre—. Puedo darle todas las que quiera.
—Ya veo que inventiva no le falta. Pero no crea que a mí me va a engañar.
—No trato de engañarle. Sólo quiero que comprenda que no estoy mintiendo. ¿Quiere que le enseñe mi carnet de identidad?
—No serviría de nada —rechazó el vigilante—. También los ladrones lo tienen. El carnet no sólo sirve para identificar al decente, sino también al mangante.
—Puedo demostrarle que es cierto cuanto he dicho —profirió el hombre—, puesto que mi novia vive aquí.
—Eso sí sería una prueba, porque conozco a todas las familias que viven en la zona que yo vigilo. ¿Cómo se llama su novia?
—Julita.
—¿Qué? ¿Igual que la de esa historia que quería encajarme?
—No —rectificó el hombre—: la de la historia no se llama Julita, sino Julieta.
—¿Y cómo se apellida su novia?
—García Salmón. Pero ella se come el García, y lo deja en Julita Salmón. Aunque sería más lógico que se comiera el Salmón y usara sólo el García.
—¡Ah! —exclamó el vigilante, aflojando la presión que ejercía en el brazo del hombre—. ¿Entonces es la hija de don Jaime García?
—Exactamente. ¿Conoce a la familia?
—Claro. Viven aquí, en «Villa Felisa». Por cierto que don Jaime es muy tacaño: sólo me da al mes un duro de propina.
—¿Ve cómo le he dicho la verdad? —dijo el hombre.
—Parece que sí —empezó a admitir el vigilante.
—Pues entonces, haga el favor de soltarme.
—A pesar de todo, aunque le suelte, debo hacerle algunas preguntas para cumplir con mi deber de vigilar el orden público. ¿Por qué se fugan ustedes?
—Por lo que se fugan todos los novios: porque los padres de ella se oponen a que nos casemos.
—¿Sí? ¿Y por qué se oponen?
—Dicen que soy poca cosa para Julita —se sinceró el hombre.
—¡Claro! —comprendió el vigilante—. Como es hija única, la tendrán muy mimada.
—No. Pero ya sabe usted cómo son los padres: sueñan con casar a sus hijas con un príncipe azul. Y como yo sólo soy un empleado incoloro…
—Tonterías. La oposición paterna, en estos casos, es contraproducente. Porque si ustedes se quieren de verdad…
—¡Y tanto que nos queremos! —afirmó el hombre con vehemencia—. Prueba de ello es que vamos a fugamos.
—Hacen ustedes bien —apoyó el vigilante—. Para cuatro cochinos días que vamos a vivir, hay que procurar vivirlos felizmente. La fuga, además, debe de dar emoción a los amoríos, ¿verdad?
—Mucha —dijo el hombre—. Y la emoción, como usted debe de saber, aviva la llama del amor.
—Naturalmente que lo sé. Los serenos, como trabajamos de noche, tenemos mucha experiencia de la vida amorosa.
—¿Quiere usted creer —confesó el hombre— que desde que decidimos fugamos mi novia y yo nos queremos más?
—No me extraña —filosofó el sereno—. Hacer las cosas que nos prohíben es mucho más excitante que hacer las que nos permiten.
—Desde luego —suspiró el hombre, poniendo los ojos en blanco—. En estos momentos, nos sentimos tan enamorados como Romeo y Julieta.
—Por lo que veo, son ustedes unos románticos de aúpa.
—Sí, bastante.
—Pues nada, pollo: que sean ustedes muy felices.
—Y usted que lo vea —dijo el hombre, apresurándose a rectificar la frase hecha—: Bueno, usted no lo verá. Como nos vamos a Málaga…
—Que tengan buen viaje —dijo el sereno amistosamente, tendiendo su mano al hombre.
—Gracias —replicó él, estrechándosela con efusión.
—Y perdone que le haya confundido con un ladronzuelo.
—No tiene importancia —disculpó el hombre—. Usted no hizo más que cumplir con su deber. Al fin y al cabo, era lógico que las apariencias le hicieran pensar eso.
—Sí. Vivimos en unos tiempos tan materialistas —concluyó de filosofar el sereno—, que nos resulta difícil creer en romanticismos. En cuanto vemos a un fulano rondando de noche una casa, no pensamos que es un Romeo que viene a raptar a su Julieta, sino un granuja que viene a usar la palanqueta.
Se oyeron entonces, a lo lejos, unas palmadas rápidas e insistentes que en el alfabeto Morse nocturno significan:
«Venga pronto, sereno, y no sea pelmazo».
Y el sereno, dirigiendo al hombre un cordial ademán de despedida, salió del jardín para atender la llamada.
Cuando sus pasos dejaron de oírse, perdidos en alguna sinuosa callejuela de la barriada, el hombre se aproximó a «Villa Felisa» y volvió a emitir aquel silbido especial que se iniciaba en una nota grave y subía hasta detenerse en una nota agudísima.
Casi inmediatamente, se abrió con precaución una ventana de la planta baja. Y una voz habló desde el interior a oscuras. Una voz sin timbre, que susurraba las palabras dejando pasar el aire por la laringe sin hacer vibrar las cuerdas vocales.
—¿Con quién hablabas? —preguntó la voz.
—Con el sereno —respondió el hombre, en un susurro también—. Quería saber qué estaba haciendo en el jardín. Pero ya está todo arreglado. Se ha ido. ¿Tienes ya preparada la maleta?
—Sí, aquí está.
—Dámela y sal. El sereno me ha hecho perder mucho tiempo. Tenemos que darnos prisa para coger el tren.
Una maleta bastante voluminosa pasó por la ventana a manos del hombre.
—¿Y el taxi? —preguntó la voz.
—En la esquina, con el resto del equipaje. ¡Vamos, salta de prisa!
Una sombra saltó por la ventana de la planta baja al jardín: la sombra de otro hombre, también con el cuello del gabán subido y el ala del sombrero echada sobre los ojos.
—Las he pasado moradas —murmuró el hombre que había estado en el jardín, al oído de su compañero—. Si el sereno llega a saber que la familia se marchó esta mañana a pasar el fin de semana fuera, esta vez nos cazan.
Y los dos ladrones que en menos de dos meses habían robado en «Villa Josefa», «Villa Carlota» y «Villa Ramona», remataron su actuación en aquel barrio desvalijando también «Villa Felisa».
Mientras corrían presurosos hacia el taxi, en el cielo seguía brillando una luna así de grande.