«TÚ SERÁS UNA GLORIA NACIONAL»

Éstas fueron las palabras de la gitana, después de examinar atentamente la mano izquierda del muchacho. Y toda la pandilla que iba con él, que había presenciado el examen quiromántico con aire burlón, prorrumpió en una estrepitosa carcajada.

—¿Habéis oído? —se dijeron los chicos unos a otros, dándose codazos y llorando de risa—. ¡Dice que Pierre Dubois será una gloria nacional!

Al propio Pierre le hizo gracia también, y se unió al jolgorio de sus compañeros, con su boca ancha y bobalicona.

—No os burléis, mocosos —se enfadó la gitana, reteniendo entre las suyas la mano de Pierre—. En estas rayas lo dice claramente. Veo personas de gran importancia, príncipes, e incluso reyes, inclinándose ante él.

—¡Es lo más gracioso que oí en mi vida! —estalló un mocito pelirrojo y vivaracho, dándose palmadas en los muslos.

—Esta tía debe de estar borracha —dijo un mocetón grosero, que había llegado a ser capitán de la pandilla no tanto por su finura intelectual como por su potencia muscular.

—O puede que nos esté tomando el pelo —terció un pecoso con las piernas ya demasiado peludas para los pantaloncitos cortos que lucía.

—Eso creo yo —dijo el pelirrojo, encarándose con la gitana—. Porque usted debe de saber quién es Pierre Dubois, ¿no?

—Yo soy forastera —replicó ella con dignidad—. Llegué hoy para trabajar en la feria de este pueblo, y no conozco a nadie aquí. Todo lo que he dicho, lo he leído en la mano de este joven.

—¡Pues se ha lucido, amiguita! —volvió a reír el mocetón que capitaneaba el grupo.

—¡Y tanto! —coreó el pecoso—. Porque, ¿sabe quién es en realidad esa gloria nacional que usted ha profetizado?

—No. Ya he dicho que soy forastera.

—¡Pues es el tonto del pueblo!

Y después de ensordecer a la gitana con una carcajada colectiva, todos los muchachos echaron a correr y se perdieron entre los bulliciosos tenderetes de la feria.

Todos, incluso Pierre Dubois, a quien no le había ofendido en absoluto que le llamaran el tonto del pueblo.

Porque lo era.

¿Y qué podía hacer él, si había nacido así? Otros nacen jorobados, o epilépticos, o patizambos, que es muchísimo peor. Porque ser tonto de pueblo en un país europeo, no es tan grave como serlo en un país subdesarrollado. El nivel de la tontería en Francia, una de las naciones que están a la cabeza de la cultura occidental, es mucho más alto que en cualquier otra nacioncilla más modesta.

Lo que quiere decir que un tonto pueblerino francés no es tan bestia como un tonto pueblerino de cualquier otra parte. Un tonto provenzal o normando, por ejemplo, nunca llega al extremo de que se le caiga la baba como a los tontos sicilianos o chipriotas. Un tonto provenzal o normando, por otro ejemplo, no vive como una alimaña tirando piedras a los demás y recibiendo las que le tiran a él. Un tonto provenzal o normando, en resumidas cuentas, es un tonto que no desentona en una comunidad compuesta de individuos que pasan por listos.

Pierre, por lo tanto, no se avergonzaba de ser el tonto de aquella pintoresca aldea llamada Piedepoule, famosa por ciertos quesitos fermentados que se vendían en cajitas de madera. Dentro de las cajitas, junto a los quesitos, se incluía una pequeña pinza para que el consumidor pudiera taparse con ella las narices; pues el aroma de los fermentos lácticos era tan penetrante, que no había forma de aguantarlo a nariz descubierta. Pero los gourmets aseguraban que no había en todo el mundo un queso tan aromático como el de Piedepoule —¡y tanto que no, afortunadamente para las pituitarias mundiales!—, y el pueblo vivía del prestigio de que gozaba en todas las guías gastronómicas.

Como casi todos los habitantes de Piedepoule, el padre de Pierre era quesero. La madre, en cambio, era una especie de coneja desorejada que había parido una larga ristra de pequeños Dubois.

—A partir de hoy —había decidido el matrimonio después del nacimiento del niño que precedía a Pierre en el escalafón fraternal— se acabó la descendencia. Colgaremos un calendario en la cabecera de la cama, para aplicar con todo rigor el método de las fechas propicias.

Y colgaron el calendario, en cuyas hojas se llevó la contabilidad de sus expansiones amorosas con la misma exactitud que en las páginas de un Libro Mayor.

Pese a todas estas precauciones, por fallo del método y no de los cálculos, volvió a surgir una nueva situación embarazosa.

—¿Cómo le llamaremos? —dijo la madre cuando aquella situación tomó cuerpo y vino al mundo.

—Yo le llamaría Ogino —contestó el quesero, que había estado todo el día fermentando leche para sus quesos y estaba de muy mal talante.

—¿Por qué?

—Para desprestigiar al imbécil que inventó ese sistema.

Pero la madre se opuso a que un hijo suyo llevara un nombre japonés. Y optó por llamarle Pierre, único nombre de apóstol que faltaba en su larga colección de hijos.

Puede que el haber nacido tan a contrapelo, tan poco deseado por sus progenitores, contribuyera al escaso desarrollo mental del muchacho. Porque en su casa fue creciendo como buenamente pudo, sin que nadie se ocupara de él.

A las horas de comer, que por el número de sus hermanos tenían cierto aire de rancho cuartelero, él formaba el último en la cola de los comensales. Y cuando le llegaba el turno sólo le servían el caldo aguado que queda en las soperas al terminarse los sustanciosos tropezones de las sopas y la costra requemada de los guisos que el fuego pega en el fondo de los pucheros.

Si a esta alimentación deficiente añadimos una serie de tortazos y capones que conmocionaban a diario el cráneo de Pierre, a nadie podrá extrañarle que su cerebro nunca llegara a alcanzar una completa madurez. Porque nada afecta tanto al desenvolvimiento de las células cerebrales como recibir golpes frecuentes que las atontan y adormecen. Y la caja craneana de aquel pobre Ceniciento, tan malvenido al seno de la familia Dubois, era un buzón que recogía toda clase de tortas, puñetazos y percusiones diversas.

Cuando sus padres le mandaron a la escuela para quitárselo de encima, Pierre ocupó desde el primer día el último puesto de su clase. Y en los seis años que duraron sus estudios escolares, dando pruebas de una tenaz ineptitud, consiguió mantenerse en ese puesto sin que ningún otro chico lograra arrebatárselo.

Era ya un espigado zangolotino al concluir sus estudios primarios, pues nunca tuvo elasticidad intelectual suficiente para saltar a los secundarios. Salió de la escuela sabiendo leer despacio las letras mayúsculas y gordas de los periódicos, porque a las minúsculas y menudas nunca se atrevió a hincarles el ojo.

También aprendió algo de escritura, pero nunca quiso practicar esta habilidad debido a que su caligrafía era tan lenta y enrevesada como la de los jeroglíficos egipcios. Y Pierre suponía, con razón, que la gente no iba a tener a mano un egiptólogo todos los días para que descifrara sus escritos. Razón por la cual se abstuvo de escribir.

Dieciocho años tenía cuando empezaron a considerarle el tonto del pueblo. No se trataba de un nombramiento oficial, porque en la Francia de los años anteriores a 1914 los tontos pueblerinos no estaban incluidos en la nómina del Municipio. Algo quedaba aún del bienestar que se había disfrutado durante la belle époque, y nadie necesitaba todavía enchufarse en los presupuestos del Estado para poder comer. Entonces comía todo el mundo sin recurrir a esos trucos: desde el más astuto al más imbécil. Por eso Pierre vivía bien siendo únicamente un tonto local oficioso.

Cuando sus padres le echaron de casa avergonzados de haber engendrado a semejante estúpido, al mozo nunca le faltó el pan ni el cobijo. Los pajares suministran lechos cómodos y frescos durante el verano, y los establos son bastante confortables en el invierno con sus instalaciones de calefacción animal.

Los capítulos manutención y vestidos eran fáciles de resolver gracias a la generosidad de los mozalbetes, que tenían en Pierre un compañero siempre ocioso y dispuesto a participar con ellos en sus diabluras callejeras. Pierre era mayor que casi todos los componentes de aquellas pandillas, pero el retraso de su reloj cerebral le colocaba al nivel de los más pequeños. Era cómodo contar con Pierre para cualquier fechoría, pues él se limitaba a obedecer las órdenes que se le daban sin tomar ninguna iniciativa. Y como además de dócil era alto y fuerte, tenía múltiples aplicaciones en cualquier aventura: desde aupar a un chiquitín hasta la copa de un árbol, para que pudiese robar la fruta, hasta cargar como un borrico con el peso de toda la fruta robada durante la excursión.

Pierre, con su ancha risa, cumplía entusiásticamente todas las misiones que le encomendaban golfillos más jóvenes que él, pero con el cerebro más maduro.

—¡Corta ese tronco, Pierre!

—¡Levanta esta piedra, Pierre!

—¡Súbeme en tus hombros para cruzar este arroyo!

—¡Espanta a ese toro a pedradas, Pierre!

Y Pierre, cuya risa se parecía mucho al relincho de una bestia de carga, se apresuraba a obedecer.

En pago a los servicios que prestaba a todos los muchachos del pueblo, éstos compartían con él sus almuerzos y meriendas.

—Toma este trozo de queso, Pierre.

—¿Quieres medio bocadillo de jamón?

—¡Qué tortilla tan grande me ha hecho mi madre! ¿Te apetece un trozo?

Todos trataban bien a Pierre, no sólo porque les era útil en sus correrías, sino porque además les resultaba simpático. Podían decirle las mayores barbaridades, gastarle las bromas más feroces sin que él se enfadara ni la emprendiera a mamporros. En vez de irritarse, Pierre abría la compuerta de su risa bobalicona; y se divertía como si él fuera el bromista, en lugar del embromado. Cómo se divirtió en la feria aquella tarde, con las burlas sangrientas que le dedicaron sus amigos a cuenta de la profecía hecha por la gitana.

—¡Honremos a nuestra futura gloria nacional! —propuso el mocito pelirrojo y vivaracho, cuya imaginación estaba siempre chisporroteando de ideas divertidas.

Todos los componentes de la pandilla, entusiasmados con el proyecto, rodearon a Pierre y se pusieron a hacerle grandes reverencias.

—¿Qué tratamiento debemos dar a un hombre tan importante? —dijo el pecoso de las pantorras peludas.

—Como quizá llegue a ser príncipe de los tontos nacionales —propuso el capitán del grupo—, en lugar de Su Alteza, podríamos llamarle Su Tonteza.

—¡Eso, eso! —aplaudieron los demás, repitiendo sus inclinaciones ante Pierre con exagerados aspavientos—. ¡A los pies de Su Tonteza!

La gente que paseaba entre los puestos de la feria se detenía un momento a presenciar el juego de los muchachos.

—¿A qué jugáis? —preguntó con envidia un mocito zanquilargo, que había ido a la feria con sus padres y no podía separarse de ellos.

—No jugamos, nene —fingió que se ofendía el pelirrojo—. Estamos haciendo los honores a una futura gloria nacional.

—¿A ése? —se asombró el mocito, señalando a Pierre—. Pero ¡si es el tonto del pueblo!

—¡Calla, insensato! —le amonestó la pandilla—. ¡Trata con más respeto al que será algún día un prohombre, ante cuya estatua se inclinará el mundo entero!

Esta alusión a la estatua dio una nueva idea al pelirrojo, que se apresuró a exponerla:

—¡Subámosle a un pedestal, para ver el efecto que hará cuando esté en el centro de una plaza!

Dos chicos trajeron rodando un barril de cerveza vacío, que encontraron a espaldas de un merendero. Y allí tuvo que subirse Pierre, que disfrutaba de lo lindo viendo cómo los muchachos se divertían a su costa.

Las ceremonias culminaron en la coronación de Su Tonteza con un bicornio de papel, comprado a un vendedor de gorros, mientras la pandilla interpretaba un himno grotesco golpeando cajas de cartón, bidones y panderetas.

—¡Mirad, mirad! —gritó de pronto el pecoso, señalando a un punto frente a él—. ¡Allí está la gitana que adivinó el porvenir de nuestro príncipe!

—¡Eh, gitana! —la llamó el pelirrojo—. ¡Acérquese para que vea lo en serio que tomamos sus profecías!

Pero la gitana estaba ocupadísima diciéndole a un gañán que una mujer rubia se cruzaría en su camino, y no se acercó.

Cuando los chicos se aburrieron de burlarse de Pierre, regresaron a sus casas. Y aún les quedó la diversión de contar a sus familiares lo ocurrido:

—Pagamos dos francos a una gitana, para que le echara la buenaventura a Pierre. ¿Y sabéis lo que le dijo? ¡Que llegaría a ser una gloria nacional! ¡El tonto del pueblo! Menudo planchazo, ¿eh? ¿Verdad que es para morirse de risa?

—¡Y pensar —comentaron los parientes— que aún hay desgraciados que creen en la quiromancia…!

El glorioso futuro de Pierre Dubois suministró materia a la pandilla para zaherirle durante algunas semanas. Pero en vista de que al zaherido no le dolían aquellos zaherimientos, los chicos se dedicaron a idear burlas más punzantes y eficaces. Y nadie volvió a acordarse de aquella desventurada buenaventura. Ni siquiera el propio Pierre, que a pesar de ser tan tonto, no era tan vanidoso como para pensar que aquella predicción pudiese contener una remota probabilidad de acierto.

* * *

Meses después se detuvo en el pueblo un carromato tirado por dos caballejos. En realidad, sólo tiraba el enganchado a la derecha, pues su compañero había alcanzado tal grado de decrepitud que se limitaba a sostener en pie su propio esqueleto.

El carromato, rudimentario precursor de las viviendas rodantes que llevan a remolque de sus coches los turistas actuales, estaba pintado con la más chillona de todas las pinturas amarillas. Y en sus cuatro costados, con letras del grosor de un muslo, podía leerse a gran distancia:

«PROFESOR RHAMHAY».

Nada más. Los letreros no especificaban las especialidades científicas del profesor, pues éstas eran múltiples y se adaptaban a las necesidades de la clientela que iba encontrando en su interminable gira por provincias:

¿Que se detenía en un lugar donde predominaban los calvos? Pues Rhamhay no sólo era un especialista en alopecia y deserciones capilares de todas clases, sino que además vendía a tres francos el frasco un específico maravilloso llamado «Macho cabrío»; que en poco tiempo hacía nacer el pelo hasta en la superficie de un huevo. Y cuando los compradores se daban cuenta de que el nombre adecuado para aquel potingue no era «Macho cabrío» sino «Caballo de Atila», pues donde caía una gota no volvía a crecer la cabellera, el profesor ya estaba demasiado lejos para poder presentarle reclamaciones.

¿Que paraba en un pueblo durante la celebración de las fiestas patronales? Pues el profesor hacía exhibiciones de faquirismo, adivinación y ciencias ocultas. Para sus números de faquir iba equipado con un sable que se tragaba y una antorcha cuyo fuego se comía. Su equipo de adivino se componía de un turbante muy voluminoso, que desenrollado le servía de toalla para el baño, y una bola de cristal muy parecida a esos globos que cubren las bombillas de las lámparas en las pensiones baratas. Para sus ciencias ocultas, que practicaba por las noches fuera de programa, disponía de una ganzúa para abrir los gallineros y de un saco para meter las gallinas.

Como puede verse, las especialidades del profesor abarcaban muchos campos, con sus corrales incluidos.

Y el caso es que de Rhamhay, pese a ser fundamentalmente una mezcla de charlatán y sinvergüenza, emanaba un poco de ese fluido misterioso que envuelve a los sabios orientales. Aunque por necesidades de su oficio hablaba con desganado desparpajo, usando y abusando de las expresiones barriobajeras, su voz tenía una sugestiva musicalidad; como si vibrara en ella la nota grave y sostenida de uno de esos gongos enormes, que sustituyen en los templos hindúes a las campanas de las catedrales católicas.

Porque pese a que, según su documentación, Rhamhay había nacido en Marsella, de padres completamente franceses, no había más que verle para comprender que por sus venas corría sangre india. Y no a gotas, sino a raudales.

(Si algún lector no se explica cómo un matrimonio marsellés puede tener un hijo casi hindú, le insinuaré que en el puerto de Marsella fondean marinos apuestos de todas las nacionalidades. Y si el lector es despabilado, esta insinuación le bastará para comprender el fenómeno sin que yo me vea obligado a insultar a la madre de nadie).

Prescindiendo caballerosamente de los motivos insinuados, lo cierto es que el profesor no parecía descendiente de franceses, sino un auténtico hijo de Calcuta. Delgado, con una de esas delgadeces increíbles que sólo se dan en las razas que ayunaron durante milenios a orillas del Ganges, el cuerpo de Rhamhay no se movía impulsado por músculos, sino por nervios.

Era difícil calcularle una edad ni siquiera aproximada, pues su misma delgadez mantenía tensa y sin arrugas su piel morena. Tampoco era posible hacer el cálculo por las canas de su cabeza, ya que el profesor llevaba siempre un turbantillo de diario encasquetado hasta las orejas, que no se quitaba ni para dormir.

Pero lo más asombroso de aquel pintoresco flaco eran sus ojos, redonditos y negrísimos como botones de sotana. Tan penetrante era la mirada de aquellos ojos, que se tenía la impresión de que traspasaba la piel con la facilidad de esos agujones que usan los faquires para atravesarse la lengua y los pellejos del cuello. Con estas pupilas electrizantes, de potencia casi hipnótica, conseguía aquel curioso charlatán la sugestión colectiva de los públicos pueblerinos, y les hacía creer en la veracidad de sus charlas.

La llegada del carromato produjo en Piedepoule bastante expectación. La Feria del Queso, único pretexto anual para borracheras y jolgorios, había cerrado dos meses antes su divertido paréntesis. Y como el pueblo estaba ya metido en bufandas y gabanes, dispuesto a pasar un invierno sin más diversión que la de ver el bailoteo de las llamas en la estufa, recibió con agrado el espectáculo del espectacular Rhamhay.

Éste, con su táctica de adaptar a las circunstancias sus polifacéticas especialidades, había renunciado, en vista del frío reinante, a las exhibiciones al aire libre. Y como supo que en la región abundaban los habitantes supersticiosos, se presentó a los piedepoulenses en su faceta de adivino.

Colgó un cartelón a la puerta del carromato anunciando el precio y horario de sus consultas, se puso el aparatoso turbante que reservaba para estas ocasiones, y esperó.

Los consultantes no tardaron en llegar. Total, por cinco francos, ¿quién no está dispuesto a matar el ocio de una tarde fría y desapacible? Crédulos en el fondo, aunque disfrazados de escepticismo burlón, todos los vecinos fueron desfilando por el carromato para conocer su porvenir.

Rhamhay los recibía en un saloncito que ocupaba la mitad de su vivienda rodante, iluminado por quinqués con camisas de cristal rojizo. Y aunque ninguno de sus clientes lo confesó, todos salieron bastante impresionados de la consulta. Sólo el dueño de una taberna muy concurrida, que en cuanto se enjuagaba la boca con medio litro de vino se le quitaban todos los pelos de la lengua, comentó en su mostrador:

—Ese tipo tiene algo. ¿Se han fijado en su forma de mirar? A mí me pareció que me metía sus ojos en los sesos, para ver todo lo que tenían dentro.

Para la chiquillería del pueblo, sin frutas que robar en los árboles y con temperaturas demasiado bajas para hacer excursiones por los alrededores, el carromato constituyó un acontecimiento importante. Las pandillas se dedicaban a rondarlo, aunque sin atreverse a entrar en él. Observaban desde lejos la puerta y las ventanas, con la esperanza de ver al enjuto e imponente profesor. Porque la verdad es que les imponía y no eran capaces de burlarse de él, como solían hacer con todos los charlatanes y feriantes que acampaban por allí durante las fiestas. Rhamhay, con sus poderes ocultos importados de la India, inspiraba a los chicos un temor supersticioso.

Contra este temor se rebeló aquel mocito inquieto y pelirrojo que siempre estaba planeando diabluras. Fue él quien pinchó el amor propio de sus compañeros haciéndoles este reproche:

—Tenéis miedo al indio porque sois unos gallinas. A mí me parece un farsante como aquel sacamuelas que vino el año pasado, que decía que era chino porque le gustaba comer arroz.

—¿Tú crees? —dudó el pecoso—. Pues todo el pueblo dice que adivina muchas cosas. Al lechero Cabriolet le adivinó que echaba agua en la leche.

—¡Bah! —despreció el pelirrojo—. No hay que ser hindú para saber que eso lo hacen todos los lecheros.

—No sé qué decirte —siguió dudando el pecoso—. Antes de irse a París en viaje de negocios, mi padre fue a consultarle para que le dijera lo que iba a sucederle allí. Y Rhamhay le anunció que se liaría con una rubia.

—¿Y qué?

—Que ha debido de suceder lo que él predijo, porque mi padre ha puesto un telegrama diciendo que «un asunto imprevisto» le retendrá en París más tiempo del calculado.

—Tampoco eso quiere decir que el indio adivine —siguió rebatiendo el rebelde—. Todos los provincianos que van a París en viaje de negocios se acuestan con alguna fulana rubia. Para demostrar al pueblo entero que ese profesor es un engañabobos, os propongo que le tomemos el pelo.

—¿Cómo?

—Llevándole a Pierre para que le adivine el porvenir. ¿Os acordáis de lo que nos reímos cuando aquella gitana le echó la buenaventura? ¡Menudo planchazo se tiró la tiparraca al decir que semejante imbécil llegaría a ser una gloria nacional!

—Yo creo que el profesor no meterá la pata como la gitana —dijo con cierto respeto el zanquilargo que capitaneaba la pandilla.

—Eso ya lo veremos —concluyó el pelirrojo—. Si le predice a Pierre el porvenir que lógicamente debe corresponderle a un tonto de pueblo, me convenceré de que es un adivino de verdad.

Reunieron entre todos los cinco francos que costaba la consulta, y avisaron al personaje que iba a protagonizar el experimento. Pierre, como de costumbre, se prestó al juego con esa mansa docilidad que sólo tienen algunos perros y todos los imbéciles.

Y una tarde lluviosa, aprovechando que un fuerte chaparrón retenía en sus casas a los posibles consultantes adultos, la pandilla llamó a la puerta del carromato.

Salió a abrir el profesor, que visto de cerca les pareció a los chicos mucho más impresionante de lo que se habían imaginado. Hasta el punto que todos se quedaron cortados cuando Rhamhay preguntó:

—¿Qué queréis?

Sólo después de una larga vacilación, el pelirrojo que había embarcado a todos los demás en aquella aventura, se atrevió a contestar:

—Quisiéramos hacerle una consulta.

—¿Todos? —dijo el profesor, envolviendo a la pandilla entera en una de sus miradas electrizantes.

—No —aclaró el chico, señalando a Pierre—. Sólo éste desea conocer su porvenir.

—Pues todos no podéis entrar. Que pase él, y uno más que quiera acompañarle.

Los chicos se miraron dudando, porque a ninguno le hacía demasiada gracia meterse en el misterioso cubil del hindú.

—Yo le acompañaré —decidió por fin el pelirrojo, pues él había sido el inventor de aquella travesura y se consideró obligado a dar la cara—. Vamos, Pierre.

Subiendo los peldaños de una corta escalerilla, el tonto y el vivaracho entraron en el carromato. Rhamhay cerró la puerta, dejando bajo la lluvia a los demás en espera de que terminara la consulta.

—Sentaos —invitó el profesor, señalando un par de sillas colocadas junto a una mesita.

Una estufa provista de larga chimenea que atravesaba el techo, convertía el interior del carromato en un pequeño infierno de agobiante calor. El tono rojizo y un poco diabólico de las luces acentuaba esta impresión infernal. Al otro lado de la mesita, en cuyo centro estaba la bola de vidrio, frente a las sillas que ocupaban los muchachos, había un sillón en el que se sentó Rhamhay.

Lo primero que dijo con voz cavernosa, después de contemplar la bola fijamente durante algunos instantes, fue esto:

—Son cinco francos. Las consultas se pagan por adelantado.

Y tendió una mano huesuda, en la que el pelirrojo se apresuró a depositar el dinero.

De la mano las monedas pasaron con rapidez a un bolsillo del profesor, en cuyas profundidades produjeron al caer un lejano tintineo. Luego, esa misma mano, ayudada por su compañera, comenzó a acariciar suavemente el cristal de la bola mientras los labios de Rhamhay murmuraban palabras ininteligibles. Digo palabras porque mis conocimientos idiomáticos acaban mucho antes de llegar a la India, y puede que esos extraños murmullos inarticulados emitidos por el profesor perteneciesen al vocabulario de un dialecto hindú.

El tonto de Pierre, que encontró muy divertido aquello, no pudo impedir que le estallara en la boca una pequeña e irritante carcajadita. Pero los ojos de Rhamhay, redondos y negros como los cañones de una escopeta, le dispararon una mirada de eficacia equivalente a dos perdigonadas simultáneas. Y la carcajadita murió en el acto, lo mismo que un pichón alcanzado de lleno por los perdigones.

Algo más tarde, mientras su frente y su turbante se fruncían en profundos pliegues a consecuencia del esfuerzo que realizaba para concentrarse, empezó a decir sin levantar la vista de la bola:

—Tu vida actual, muchacho, no tiene nada de particular. Haces las mismas estupideces que cualquier pueblerino jovencito, y eres completamente feliz… Veo que vivirás así algún tiempo todavía… Pero no mucho… Algunos meses quizá… Luego, sufrirás de pronto un cambio radical… Sí, sí… Tu vida cambiará por completo… Veo viajes… Muchos viajes… Veo tierras nuevas que conocerás… Tierras áridas y fértiles… Campos y ciudades en los que sólo estarás de paso hacia otros lugares más lejanos todavía… Pero en esas tierras no serás feliz… No… Veo que tendrás que luchar mucho para abrirte camino… Y después de tanta lucha… ¡¡Oh!!…

Esta exclamación final rompió, como un acorde brusco en un concierto pianissimo, el relato de las predicciones que el adivino iba viendo en la bola. Rhamhay lanzó el «¡oh!» en un tono destemplado, saliéndose del carril grave y monótono por el que hasta entonces había discurrido su voz.

—¿Qué ocurre? —preguntó el pelirrojo, con un sobresalto.

El profesor se tapó los ojos con las manos, mientras decía con cierta excitación:

—He visto de pronto un resplandor que me ha cegado… Una luz muy fuerte…

Y se detuvo para observar, lleno de asombro, la cara bobalicona de Pierre.

—Pero ¿es posible que tú… —empezó, pero se detuvo en seguida para rectificar—… que usted…? Porque después de lo que he visto, ya no me atrevo a tutearle.

Pierre hizo un rápido guiño a su amigo, para darle a entender que se daba cuenta de que aquel tipo era por lo menos tan cretino como él mismo. Y el pelirrojo, que también empezaba a divertirse, preguntó al profesor con curiosidad:

—Pero ¿qué es lo que ha visto, señor adivino?

—He visto —repuso Rhamhay— el fulgor de la gloria.

Y clavando de nuevo sus ojos en la bola, continuó:

—Ese fulgor significa que este muchacho, de la noche a la mañana, llegará a ser célebre. Y su celebridad será inmortal.

—¿Quiere usted decir —quiso aclarar el pelirrojo conteniendo la risa— que cuando Pierre sea famoso ya no se morirá?

—Quiero decir, mocosuelo, que cuando él se muera su fama le sobrevivirá. Y muchos años después de su muerte, la gente seguirá recordándole y honrando su memoria. Veo mariscales cuadrándose ante él… Y oigo músicas que suenan en honor suyo…

—¡Igual que la gitana! —estalló Pierre, acompañando el estallido con una risotada francamente imbécil.

—¿Qué gitana? —dijo Rhamhay, alzando molesto los ojos de la bola.

—No tiene importancia —disculpó apresuradamente el pelirrojo a su compañero—. ¿Quiere decirnos si ve algo más en su bolita?

—Por cinco francos ya no puedo ver nada más —cortó el adivino, que era muy picajoso y le había sentado como un tiro que aquellos imberbes le compararan con una gitana vulgar.

Y se levantó del sillón, dando por terminada la consulta.

Fuera, protegidos a medias de la lluvia por el alero del carromato, esperaban los restantes miembros del grupo.

—¿Qué te ha dicho, Pierre? —preguntaron al tonto cuando salió seguido del pelirrojo.

—¡Igual que la gitana! ¡Igual que la gitana! —repitió él, riendo estrepitosamente.

—¿Os convencéis ahora de que yo tenía razón? —dijo el pelirrojo triunfalmente—. Este adivino es un farsante y dice las mismas majaderías que todos los de su oficio. ¡También él ha pronosticado a nuestro tonto que llegará a ser una gloria nacional!

Y todos rompieron a reír.

Así, alborotando como una banda de gorriones, la pandilla abandonó la protección del carromato y echó a correr bajo la lluvia hacia la plaza del pueblo.

El disparatado futuro predicho por Rhamhay a Pierre, que los chicos divulgaron entre todo el vecindario, mermó la fe de Piedepoule en las dotes adivinatorias del profesor. La merma fue tan considerable, que la clientela disminuyó hasta desaparecer por completo. Y el carromato tuvo que partir, a buscarse la vida con nuevos embustes en nuevos lugares.

* * *

Muchos meses después, como siempre que la Humanidad lleva un rato largo siendo feliz, las cosas de la política mundial empezaron a ponerse feas. Esto es debido a que los arsenales de todas las naciones, durante los años de paz, se van llenando de armas hasta los topes; y llega un momento en que no hay más remedio que darles salida. Porque si el mundo dejara de consumir periódicamente fusiles y cañones, ¿de qué iban a vivir los pobres obreros de las fábricas que los fabrican?

Para resolver ese problema laboral y evitar el paro de esos trabajadores, sólo hay esta solución bastante paradójica: que se maten muchos para que vivan unos pocos.

Cuando llega el momento de aplicar esta solución, cualquier pretexto sirve para que se desencadene la matanza: unos soldados distraídos que cruzan sin querer una frontera, un avión despistado al que se le escapa una bomba…

En aquel verano de 1914, el pretexto fue un exaltado que disparó contra un archiduque. Y la mayoría de los países europeos, a los que el archiduque les importaba un pepino, se pusieron tan furiosos como si el archiduque fuera suyo.

Así fue cómo por una futesa, por un quítame allá esas balas, se desencadenó una guerra tremenda para descongestionar el material acumulado en los arsenales de Europa.

Y como el material era mucho, la mortandad fue atroz. Tan atroz que no tardó en escasear la carne de cañón en todos los mercados, y fue necesario extender el reclutamiento a quintas más jóvenes. (Del mismo modo que, cuando escasean en las carnicerías los filetes de vaca, se envían al matadero cándidas terneras).

Esta movilización progresiva alcanzó a todos los muchachos de Piedepoule, que habían crecido mucho desde el principio de la guerra y ya estaban hechos unos hombrecitos.

A Pierre le llegó también la correspondiente citación, y tuvo que presentarse en la caja de recluta. Otros jóvenes como él, que no eran imberbes pero tenían aún fresco en la memoria el escozor del primer afeitado, hacían cola en la puerta esperando turno para entrar a servir a la patria. Y como ya sabemos que Pierre era tonto, preguntó al mozo que le precedía en la espera:

—¿Puedes decirme por qué a los centros de reclutamiento se les llama «cajas»?

—Es un modo muy fino de aludir a los ataúdes que esperan a los reclutados.

En la oficina de la caja había un oficial que examinaba la documentación de los mozos que se iban presentando.

—Si tiene algún defecto físico —les decía a cada uno de ellos—, hágalo constar cuando pase el reconocimiento médico.

También se lo dijo a Pierre cuando le llegó el turno. Y después de presentar sus papeles, el tonto pasó a una habitación contigua en la que un doctor con uniforme militar, seco y autoritario, reconocía a los futuros soldados.

—Desnúdese —ordenó a Pierre sin mirarle, mientras rellenaba la ficha de aptitud para el servicio activo del mozo precedente.

El doctor, por tener en el ejército rango de oficial, iba armado de una pistola reglamentaria. Y resultaba paradójico que un hombre cuya meta profesional era dar la vida, llevara al cinto un instrumento para quitarla.

—Por lo que veo —dijo examinando las atléticas desnudeces de Pierre—, no tiene usted ninguna tara que le haga inútil para ir al frente.

—Sí, señor: tengo una —dijo el mozo, un poco azorado.

—¿Sí? —se extrañó el médico, disponiéndose a auscultarle—. ¿Algo de corazón quizá?

—No, señor.

—¿Pies planos?

—Tampoco.

—Pues no siendo ninguna de esas dos cosas —empezó a impacientarse el médico—, no veo otras deficiencias que le impidan empuñar las armas. Porque usted da de sobra la talla, el perímetro torácico y todas las demás medidas.

—Eso sí —admitió Pierre—, pero tengo un defecto muy grave.

—¿Cuál?

—Soy tonto.

—¿Cómo? —enarcó las cejas el médico, perplejo—. ¿Qué ha dicho?

—Que soy tonto —repitió Pierre, bajando con modestia la vista al suelo—. Todo el mundo dice que en mi pueblo no hay nadie más tonto que yo.

Chispas de cólera asomaron a los ojos del doctor, porque creyó que aquel mozo le estaba tomando el pelo. Pero las chispas se extinguieron cuando, después de observarle atentamente, el doctor comprendió que el mozo no bromeaba.

—La tontería —dijo entonces a Pierre— no es causa de inutilidad en el ejército. Ser tonto no es un inconveniente para ser soldado, sino una ventaja. La disciplina militar se basa en la obediencia. Y se obedecen mejor las órdenes superiores, que a veces son estúpidas, cuando los que las reciben son estúpidos también. De manera que su estupidez no es un defecto, sino una virtud. Ya puede vestirse.

Mientras Pierre se vestía a toda prisa, el doctor escribió la palabra «Apto» junto al nombre del nuevo recluta.

Así fue cómo el tonto de Piedepoule obtuvo un papel en el drama importantísimo que se estaba representando en Europa. Un papel insignificante, de simple comparsa, pero que le permitió salir al escenario donde se realizaba la trágica representación.

* * *

Después de un corto período instructivo, en el que le enseñaron lo poquísimo que hay que saber para morir en la guerra, Pierre fue destinado con cien reclutas más a cubrir bajas en un regimiento de infantería. Desde el cuartel donde le instruyeron hasta la línea de fuego, hizo el viaje en tren. Y como el vagón en el que viajó no tenía ventanillas porque era de ganado —la carne de cañón se transporta igual que la carne para filetes—, Pierre no pudo ver nada durante el viaje.

—¿A qué frente nos llevan? —preguntó a los compañeros que compartían con él aquel vagón tenebroso.

—¿Qué más te da? —le contestaron—. ¿Tú crees que a los terneros debe de importarles hacia qué matadero se dirigen para ser sacrificados?

Muchas horas después, se detuvo el tren en mitad del campo. Una noche húmeda y fría se estaba retirando del paisaje.

—¡Abajo todo el mundo! —ordenaban sombras uniformadas que recorrían el convoy abriendo las puertas de los vagones.

Pierre bajó medio dormido. Un sargento tuvo que despabilarle a empellones.

—¡Vamos —le gritó—, forma con tus compañeros! ¡Pareces tonto!

—No lo parezco, señor —contestó Pierre con humildad—: es que lo soy.

El terreno junto a la vía era fangoso y resbaladizo. Las flamantes botas de aquellos soldados bisoños se hundieron en el barro hasta el empeine, recibiendo su bautismo bélico. Porque el barro es un ingrediente fundamental en la composición de la guerra, y su presencia contribuye eficazmente a hacerla más desagradable.

Chapoteando y maldiciendo, los soldados formaron como pudieron. El cielo, enfangado también por nubes blandas y sucias, estropeó el fenómeno de la aurora que tiene fama de ser tan bonito.

Una luz amarillenta y tristona, como la de farol de gas, fue manchando el horizonte y extendiéndose a brochazos por toda la bóveda celeste. No llovía, pero el viento traía en sus ráfagas gotitas de chaparrones que cayeron lejos de allí.

Hacia el Norte, en la línea donde terminaba el paisaje, empezaron a verse relámpagos que el alba hacía palidecer. Y a los relámpagos, como sucede siempre, siguieron los truenos que llegaban amortiguados por la distancia.

Pierre, después de observar aquella curiosa tormenta, detuvo, cuando pasó a su lado, al suboficial que organizaba la formación.

—Oiga, señor —le dijo.

—¡No me llames señor! —se sulfuró el sargento.

—Usted perdone —dijo el bisoño tontorrón—. ¿Cómo quiere que le llame si no sé su nombre?

—¡Tienes que llamarme sargento a secas!

—Pues bien, sargento a secas —dijo Pierre—. ¿Puede explicarme por qué en esta región, donde hace tanto frío y hay tanta humedad, es posible que estalle una tormenta?

—Ni son relámpagos el resplandor que ves, ni son truenos el ruido que oyes —explicó el sargento—. C’est la guerre, morceau de bête! (Que quiere decir: «¡Es la guerra, pedazo de bestia!»)

Y hacia allí precisamente, hacia aquel sitio tan desagradable donde reventaban tantos cañonazos, se dirigió la formación.

—Me gustaría saber dónde estamos —dijo Pierre al soldado que marchaba junto a él.

—¿Para qué? —preguntó el otro, que quiso encogerse de hombros, pero no pudo porque su macuto pesaba demasiado y le impidió el encogimiento.

—Como es el primer viaje que he hecho en toda mi vida, me da rabia no saber adónde he ido. Toda la gente que viaja sabe adónde va, y envía, cuando llega, tarjetas postales a sus amigos.

—Por eso no tienes que preocuparte —le tranquilizó el que no podía encogerse de hombros por la pesadez de su macuto—: nosotros vamos al infierno, y desde allí no hay ninguna obligación de enviar saludos a las amistades.

Cuando la aurora terminó su número espectacular, que nadie vio porque lo hizo detrás de un grueso telón de nubes, empezó un día pálido y ojeroso a cuya luz todas las cosas parecían moribundas. Era un día ideal para batallar, porque la tristeza de aquella luz quitaba las ganas de vivir.

La formación avanzaba con paso irregular, sin ninguna marcialidad, por lodazales que fueron sembrados en tiempos de paz. Y al irse acortando la distancia que separaba a la tropa del frente, la tormenta de cañonazos sonaba más próxima.

Al soldado que marchaba junto a Pierre, le entró un temblorcillo que hacía repiquetear su plato de aluminio para el rancho contra una hebilla de su correaje.

—¿Tienes miedo? —le preguntó Pierre.

—Mucho —confesó el tembloroso—. ¿Y tú?

—Yo no. Nunca lo he tenido. Y no porque sea valiente, sino porque soy tonto. Y los tontos, como no nos damos cuenta del peligro, no tenemos miedo.

Pero en la formación había por lo visto pocos tontos como Pierre, y fueron muchos los platos de aluminio que iniciaron un creciente repiqueteo.

—¡Cantad! —ordenó el sargento, que era veterano y sabía que las canciones levantan la moral y ayudan a suavizar en los tímpanos el acobardante estampido de los cañonazos.

Se oyeron carraspeos de muchas gargantas, pero nadie cantó. El temblor que hacía repiquetear los platos se había transmitido también a las laringes. Y los tontos como Pierre, que aún no habían perdido la serenidad, no sabían cantar.

—¡He dicho que cantéis, nom d’un chien! —insistió el suboficial, cada vez más irritado.

Al oír aquello, Pierre preguntó a su acobardado compañero:

—Eso de Nom d’un chien, ¿es el título de la canción que el sargento quiere que cantemos?

El bisoño le explicó que no; que «nombre de un perro» es en francés una «frase-válvula», para desahogar los malos humores de los sargentos y de la gente baja en general.

Por pura obediencia y sin ningún entusiasmo se alzaron algunas voces tarareando destempladamente el estribillo de una marcha militar. Pero nadie tuvo tiempo de corearla, porque en aquel momento entró en acción la artillería pesada del enemigo y los obuses de largo alcance empezaron a batir la zona que la formación estaba atravesando.

—¡Cuerpo a tierra! —ordenó el sargento volviéndose a sus hombres.

—¿Y eso qué quiere decir? —preguntó Pierre, mirando muy extrañado a su alrededor.

—¡Que te tires al suelo, insensato! —le gritaron—. ¿No ves que te van a matar?

Por si Pierre lo dudaba todavía, la onda expansiva de un obús que acababa de caer allí cerca, le derribó después de hacerle describir una airosa parábola. Puede que el golpe le atontara un poco; pero como llovía sobre mojado, porque Pierre ya era tonto de capirote, no se le notó.

A partir de aquel momento, la marcha de aproximación hacia la línea de fuego hubo que proseguirla a gatas unas veces y reptando otras, para ofrecer el menor blanco posible a los artilleros alemanes. Como Pierre reptaba bien, porque en su pueblo se había arrastrado muchas veces sobre el vientre para entrar en las huertas por debajo de las alambradas, avanzó hasta situarse junto al sargento y le dijo:

—¿Sigue usted con la idea de que cantemos?

—¡Calla, estúpido, y vuelve a tu puesto en la formación!

A mediodía, cuando habían recorrido unos cuantos kilómetros más, al concierto de los cañonazos se sumó una nueva música: el tableteo de las ametralladoras, cada vez más próximo, salpicado con disparos sueltos de fusilería.

—¡Ánimo, muchachos! ¡Ya estamos llegando! —dijo el sargento alborozado, como si el frente con su ensalada de tiros fuera la meta ideal para descansar después de un fatigoso viaje.

Llegaron a las trincheras al anochecer, cubiertos de pies a cabeza por un camouflage natural hecho de sudor y barro. En una especie de cueva, techada con troncos y una montaña de sacos terreros, les sirvieron un rancho caliente. El rancho consistía en una sopa, con el color y el sabor que tiene el agua de un río al revolver el légamo del fondo. En su superficie flotaban unos corpúsculos oscuros y difíciles de identificar, que quizá fueran los restos de un naufragio. Pero todos los bisoños, disciplinados, se tragaron sin rechistar el caldo y sus misterios flotantes.

¡Ah, disciplina, disciplina! ¡Cuántos crímenes culinarios se cometen en tu nombre!

—Y ahora que ya habéis reparado vuestras fuerzas —dijo el sargento, que era un optimista incorregible—, vamos a hacer la guerra un poco para facilitaros la digestión.

Salieron a la intemperie, que ya estaba cubierta por una nueva noche. Los cañones se habían callado para no desperdiciar sus proyectiles en la oscuridad, pero la fusilería continuaba manteniendo un animado diálogo a balazos con el enemigo. Pierre y sus asustados compañeros seguían al sargento en fila de a uno, caminando por trincheras angostas.

—Los «boches» traman algo —oyó Pierre decir a un centinela cuando fueron a relevarle.

—Sí —dijo el sargento que mandaba el relevo—. Hoy han estado muy nerviosos durante todo el día.

—Creo que mañana habrá jaleo.

—Y de los gordos.

—Como no lleguen pronto refuerzos…

—Si no llegan —pronosticó el sargento—, à la merde tout le monde!

Y los bisoños continuaron andando, para tomar posiciones en el parapeto que les habían asignado.

* * *

La grosera profecía del sargento se cumplió.

Y a la profetizada merde fue a parar todo el sector al día siguiente. Porque allí se inició, al amanecer, una fuerte ofensiva alemana que a la larga se convertiría en una resonante victoria francesa.

Pero a la corta, en el primer empujón, la oleada enemiga barrió todos los obstáculos que se le pusieron por delante.

Uno de estos obstáculos fue Pierre, que recibió un tremendo metrallazo en el pecho sin haber tenido tiempo de disparar ni un solo tiro con su fusil nuevecito.

El obús al que pertenecía la metralla que le alcanzó le hizo salir volando de la trinchera en dirección al cielo. Pero cuando sólo había volado quince metros, la ley de la gravedad le recordó que no era un pájaro. Y al recordarlo, cayó bruscamente al suelo. Por suerte, pese a haber caído desde una altura tan considerable, no se hizo ningún daño porque ya estaba muerto. Menos mal, pues si no llega a estarlo se hubiera dado un coscorrón muy doloroso.

—¡Pierre! —le llamó el sargento cuando, al disiparse la humareda del cañonazo, vio únicamente un cráter vacío en el puesto que él había ocupado.

Pero Pierre ya no podía obedecerle, ni contestar dócilmente «¡a sus órdenes, mi sargento!».

Porque los muertos sólo obedecen las órdenes de Dios.

Y Dios le había ordenado que dejara su cuerpo allí, tirado en el barro con las entrañas rotas, y que fuera a presentar su alma al Limbo, que es el sitio donde van a parar las almas de los niños y de los tontos.

* * *

Durante varios días y sus correspondientes noches, el cadáver de Pierre ocupó un puesto sumamente estratégico en uno de los capítulos más importantes de aquella guerra.

¿Fue la batalla de Verdún la que se desarrolló a su alrededor, en aquellos campos enfangados y baldíos? ¿O quizá la del Marne? Pierre no lo supo nunca. Sus ojos, vidriosos, ya no podían ver el tremendo espectáculo que dejó la tierra cubierta de cadáveres iguales al suyo. Y tampoco importa demasiado que lo sepamos nosotros con exactitud, porque todas las batallas se parecen entre sí como dos gotas de sangre. Varía únicamente el número de muertos que quedan tendidos en los prados, pero no el hedor que se desprende de ellos cuando empiezan a pudrirse.

Al acabar aquella batalla memorable, todos los seres vivientes del sector guardaron muchas horas de silencio por las víctimas. El paisaje enmudeció por completo. Hasta los pájaros, respetuosos, se abstuvieron de trinar. Sólo se oía el tenue zumbido de los insectos, que rondaban las carroñas porque son unos puercos que no respetan nada.

Después, mientras en París seguían celebrando ruidosamente la victoria, llegaron al lugar de la matanza unos soldados silenciosos, sin armas, para identificar y recoger a los muertos.

¡Triste reverso de la medalla del heroísmo!

La tarea de estos soldados era ingrata, porque tenían que meter las manos en los bolsillos de los cadáveres para buscar su documentación. Y cuando abrían aquellas carteras encontraban, mezcladas con los documentos, fotografías de esposas que ya eran viudas y de niños que ya eran huérfanos.

Así, poco a poco, iba confeccionándose la larga lista de héroes. Porque ya se sabe que todos los soldados caídos en una batalla victoriosa, pasan a ser héroes automáticamente. A los que caen en una derrota, en cambio, se les llama «bajas» a secas y se procura olvidarles lo antes posible.

Cuando a algún cadáver no se le encontraba la cartera en ningún bolsillo, bien porque no la tuvo o porque la perdió en el ajetreo de la batalla, se recurría a la chapa de identificación que todo soldado lleva colgada al cuello (que recuerda un poco a las medallas que se ponen en los collares de los perros, en las que figura para casos de extravío el nombre del animal y el domicilio de sus dueños).

A medida que los cadáveres iban siendo identificados, se les daba sepultura en un cementerio que se habilitó en una loma cercana. Varios árboles que fue necesario talar, porque estorbaban, suministraron el material para el único adorno que remataba la austera sencillez de cada tumba: una cruz de madera.

Pero hubo muertos con menos suerte, que no pudieron ser enterrados inmediatamente y descansar en paz: los que habían sufrido tales destrozos anatómicos, que perdieron todos los elementos de identificación. A éstos, con carácter provisional, se les dejó alineados a la intemperie mientras se cavaba una amplia fosa común. Y entre ellos estaba el cuerpo de Pierre, al cual el metrallazo que recibió en el pecho le había arrancado la cartera que llevaba en el bolsillo y la chapa que colgaba de su cuello.

¡Doble tragedia la de aquellos desgraciados, que además de perder la vida perdieron también su personalidad en la muerte! Porque casi tan triste como morirnos es no tener una tumba a la que los vivos puedan acudir para llorarnos.

El mismo día en que los restos de Pierre fueron alineados junto a otros igualmente anónimos, llegó de París una furgoneta militar. Iba pintada con esas manchas ocres y verdosas del camouflage, que dan aspecto de extraños reptiles a los vehículos del ejército.

De la furgoneta bajaron dos oficiales. Debían de pertenecer al Estado Mayor, porque ambos eran muy mayores. Uno de ellos, sobre todo, tenía aspecto de auténtico carcamal.

—Venimos —dijeron— a llevarnos el cadáver de un soldado que no haya sido posible identificar.

—¿Para qué? —preguntó extrañado el jefe de los hombres que daban sepultura a los caídos.

—Órdenes del Alto Mando —replicaron los oficiales, exhibiendo un papel cubierto de firmas y sellos.

Como en el ejército hay que obedecer cualquier orden, por disparatada que parezca, los oficiales fueron acompañados al lugar donde iban concentrándose los muertos no identificados.

—Elijan el que más les guste.

—Éste —decían levantando el trapo que tapaba a cada muerto y echándole un vistazo—. Pero no. Está demasiado roto. Necesitamos uno más enterito.

—Éste podría servir si no tuviera la cara tan desfigurada.

—Aquí hay uno que está muy bien, pero tampoco sirve porque tiene galones de sargento. Y nosotros necesitamos un simple soldado.

Levantaron varios trapos más sin que la mercancía expuesta acabara de complacerlos, y se detuvieron al fin ante uno de los cuerpos.

—Éste reúne las condiciones necesarias —acordaron después de examinarlo con atención—. Es un soldado raso; y aunque tiene el tórax destrozado, está enterito. Nos lo llevamos.

—Bien —dijo el encargado de la limpieza del sector—. ¿Quieren que se lo envuelva?

—Sí, por favor. Y que lo pongan en la furgoneta.

Minutos después los oficiales partieron, contentos de haber podido cumplir satisfactoriamente el encargo que les habían hecho.

* * *

Muchos años han transcurrido desde aquellos días. Y sin embargo, la vistosa ceremonia sigue repitiéndose con gran frecuencia.

De pronto, una caravana de coches se detiene en la plaza circular.

Del que va en cabeza, que suele ser el más lujoso de todos, desciende una persona cargada de flores. Pero no una persona corriente, sino un personaje. A veces es un ministro extranjero, o un presidente de alguna república. A veces, también, es un príncipe o un rey.

El personaje, seguido a respetuosa distancia por su séquito, avanza hacia el arco monumental que se alza en el centro de la plaza. Y al llegar a un sitio determinado, el personaje se arrodilla. A veces, en este instante, suena una música. A veces, no. Depende. Pero el instante tiene siempre una honda emoción.

Luego, después de orar un rato, el personaje deposita su carga de flores sobre una tumba que hay en el suelo: la del Soldado Desconocido, a cuyo lado arde permanentemente una llama tan eterna como su gloria.