Aquella mujer era, lisa y llanamente, una vieja. Sin paliativos. Porque un paliativo sería llamarla «señora de edad». Y otro paliativo, aunque más pequeño, sería llamarla «anciana». Las señoras de edad, e incluso las ancianas, no parecen tan mayores como las viejas a secas. La benevolencia de esos calificativos rejuvenece ligeramente a las mujeres provectas. Pero la decrepitud de aquella que solicitó ser recibida por el comisario, sólo permitía designarla con el nombre descarnado y casi soez de vieja. Y así fue como el agente de servicio la anunció a su jefe
—Ahí fuera está la vieja.
—¿Otra vez? —gruñó el jefe, fastidiado—. Es la tercera visita que me hace esta semana. ¡Y aún estamos a jueves! Dígale que no estoy.
—Ya se lo dije. Pero como ha visto su abrigo y su sombrero en el perchero de la antesala, no se lo creyó.
—Dígale entonces que estoy muy ocupado.
—También se lo he dicho. Pero como vio que en la antesala no hay nadie esperando, tampoco se lo ha creído.
—¡Maldita vieja! —volvió a rezongar el comisario, dejando sobre su mesa la pluma con que estaba resolviendo el crucigrama del diario matinal—. Aunque no tenga visitas, puedo estar ocupándome en otros asuntos importantes, ¿no cree?
—Yo sí me lo creería —admitió el agente—. Pero ella no, porque hace más de cincuenta años que vive en este distrito. Y sabe perfectamente que aquí nunca pasa nada. Me lo ha repetido en varias ocasiones.
—Y la condenada tiene razón —tuvo que reconocer el comisario con un suspiro—. En lo que va de año sólo se ha producido media docena de sucesillos sin importancia: tres robos, si así puede llamarse a la sustracción de unas cuantas sábanas y camisas puestas a secar en los tendederos de los jardines, dos broncas en esa taberna que llaman «El gallo afeminado», porque por las tardes se reúnen en ella señoras casadas a tomar refrescos, y hallazgo en una calleja solitaria del cuerpo de míster Foster.
—Este último suceso parecía que iba a ser interesante —recordó el agente con nostalgia.
—También lo pensé yo cuando usted vino a comunicarme que el agente Mills, en su ronda nocturna, había encontrado el cuerpo.
—Se puso contentísimo.
—¡Figúrese! Me imaginé que íbamos a enfrentarnos con el cadáver de un hombre misteriosamente asesinado. Uno de esos casos que apasionan a cualquier policía y le ayudan a ascender en su carrera…
El comisario hizo una pausa soñadora, que remató con otro suspiro antes de concluir:
—Por desgracia, el cuerpo de míster Foster no estaba muerto, sino borracho.
—Fue una lástima —dijo el agente, apenado.
—Una verdadera lástima —continuó su jefe—. Porque si a ese imbécil, en lugar de meterse él solo doce copas en el cuerpo, le mete alguien dos balazos, no estaría yo resolviendo crucigramas en este distrito de las afueras, sino resolviendo crímenes en el centro de la ciudad. Como mi primo Ernesto, que está destinado en el distrito segundo y lo pasa divinamente. Su par de asesinatos semanales no hay quien se los quite.
—¡Qué maravilla! —exclamó el agente, con los ojos brillándole de sana envidia profesional.
—Allí se mata que da gusto, y se pasa uno el día interrogando a criminales auténticos. Aquí, en cambio, lo único que se mata es algún pollo los domingos. Y yo tengo que recibir a viejas fantásticas, que inventan historias descabelladas.
—¿Qué clase de historia ha inventado esta chalada?
—Que su sobrina está planeando asesinarla. Nada original, como verá.
—Desde luego que no —le dio la razón el agente, que también tenía experiencia policíaca—. Estos casos de manía persecutoria son muy frecuentes en personas que empiezan a chochear.
—Frecuentísimos —dijo el comisario—. Puede calcularse que de cada diez viejas, nueve están convencidas de que sus familiares desean deshacerse de ellas. Y ésta no es la excepción.
—¿Va usted a recibirla?
—Será mejor —se resignó el comisario—. Cuanto antes me suelte el rollo, antes se irá a casa y dejará de dar la lata. Hágala pasar.
El agente salió del despacho.
Un momento después entró la vieja que había protagonizado la conversación de los dos policías. Era menudita, aunque por las grandes bolsas de piel fláccida que ocupaban el sitio de sus mejillas podía deducirse que había sido más gorda e incluso más alta antes de empezar a encoger con la edad. Sería más propio decir no que vestía un traje negro, sino que iba metida en un saco de ese color, con una abertura para que sacara la cabeza y pudiera respirar.
La blanca cabellera de aquella pequeña ruina humana, partida en dos por una raya central, presentaba un curioso aspecto: los cabellos de la mitad derecha habían sido peinados cuidadosamente. Los de la mitad izquierda, en cambio, caían desordenadamente en guedejas y mechones. Se tenía la impresión de que la vieja se había visto obligada a interrumpir su peinado para correr al despacho del comisario.
Esta impresión inicial se confirmaba al observar el temblorcillo de miedo que sacudía aquel frágil y vetusto organismito.
—¡Señor comisario!… ¡Por favor, señor comisario! —fue lo primero que dijo muy asustada, aproximándose a la mesa—. ¡Ya lo han decidido!… ¡Será esta noche!… ¡Esta noche!
—Vamos, cálmese —empezó a decir el policía, armándose de paciencia—. ¿Qué es lo que ocurrirá esta noche?
—¡Me matarán! —gritó casi la vieja—. ¡Lo decidieron hace un rato! Yo misma lo oí. Fue espantoso. Mi sobrina estaba hablando con su marido… Y lo planearon todo. ¡Los muy canallas!… ¡Los muy desagradecidos!… Cuando pienso en todo lo que hice por ellos… Porque cuando se casaron no tenían ni un céntimo. Y yo les ofrecí que se vinieran a vivir conmigo mientras él encontraba trabajo. Pero ¿cómo iba a encontrarlo si nunca lo buscó? Tony siempre fue un gandul.
—¿Quién es Tony? —preguntó el comisario por decir algo, pues como las historias de la vieja no le interesaban, nunca prestó atención a los nombres de los personajes que tomaban parte en ellas.
—El marido de mi sobrina Mary —continuó la vieja—. Nunca me gustó. Estoy segura de que la idea de matarme fue suya. Porque mi sobrina, antes de casarse con Tony, era muy buena. Y me quería. Pero como ella es mi única heredera, su marido ha logrado convencerla de que lo mejor es deshacerse de mí para cobrar la herencia. Así él podrá vivir tan ricamente, sin tener que trabajar. Desde que se instalaron en mi casa, lo único que él hizo fue comer y dormir.
—¿Qué profesión tiene?
—¿Tony?
—Sí, Tony.
—Una profesión de millonario: es cazador. Todas las semanas se va al campo con sus dos perros. ¿No le conté ya que tiene una pareja de perros odiosos, que me destrozan el jardín?
—Sí, creo que sí —dijo el comisario, que en realidad no recordaba ningún detalle de aquella absurda historia.
—También tiene una escopeta —añadió la vieja, con un visible estremecimiento de horror—. ¿Se da usted cuenta, señor comisario? ¡Una escopeta!
—Es lógico que la tenga siendo cazador —dijo el policía, empezando a impacientarse—. No pretenderá que cace los conejos a puntapiés.
—¡Pero con esa escopeta me matará esta noche! —gimió la vieja, al borde del histerismo.
—Vamos, señora. ¿Qué le hace suponer eso?
—¿No le dije que lo decidieron hace un rato? Yo misma lo oí, y por eso he venido corriendo a contárselo.
Tan atribulada estaba la infeliz, que el comisario transigió resignado:
—Bueno, bueno. Cuénteme todo lo que oyó.
—Verá usted —empezó la vieja, serenándose un poco—: Esta mañana, después del desayuno, me fui a mi cuarto a peinarme con toda tranquilidad. Bueno: con toda la tranquilidad que puede tenerse en una situación como la mía, que no es mucha. La puerta de mi cuarto da al comedor, y estaba abierta. Mientras yo me peinaba, oí a mi sobrina trajinar recogiendo de la mesa las tazas y los platos del desayuno. Poco después, a aquel ruido se agregó el de las pisadas de Tony, que había entrado en el comedor.
»—¿Por qué traes la escopeta? —oí que Mary preguntaba a su marido.
»—Voy a limpiarla —contestó él.
»—¿Piensas ir mañana a cazar?
»—No.
»—Entonces no veo la necesidad de que la limpies ahora.
»—Es que voy a necesitarla hoy —oí decir a Tony.
»Y al oírlo, agucé el oído para no perderme ni una sílaba de lo que dijeran después. Y puedo asegurarle, señor comisario, que no me perdí ninguna. Voy a repetírselas literalmente:
»—¿Que vas a necesitar hoy la escopeta? —preguntó Mary, extrañada—. ¿Para qué?
»—¿Para qué va a ser? —gruñó Tony—. Pues para acabar de una vez.
»—¡No, Tony! —dijo ella—. Me prometiste que esperarías.
»—¿Y crees que ya no he esperado bastante? ¡Más de tres meses! Y ahí la tienes, vivita y coleando.
»—Vivita sí —admitió Mary—, pero coleando no. La pobre está tan estropeada…
»—Así puede durar mucho tiempo todavía. Y ya no aguanto más, ¿te enteras? Estoy harto de tus sensiblerías.
»—Bueno, haz lo que te parezca —cedió ella—. Pero prométeme que no sufrirá.
»—¡Claro que no, tonta! —rio él, sin ganas—. ¿Cómo va a sufrir si le apoyo el cañón de la escopeta en la sien y le meto una perdigonada en los sesos? Ni se enterará.
»—Siendo así…
»Pero antes de darse por convencida del todo, mi sobrina sugirió:
»—¿Y no crees que la pobre sufriría menos si le diéramos un veneno en la comida?
»—Al contrario —rechazó Tony—. El tiro en el cráneo es más rápido y menos doloroso.
»—Pero para dispararle en la sien —fue la última objeción de mi sobrina—, tendrás que acercarte a ella. Y en cuanto te vea…
»—No te preocupes: no me verá porque lo haré esta noche, cuando duerma profundamente.
»Eso fue todo lo que dijeron, señor comisario. Yo, en mi cuarto, quedé paralizada por el terror. Mi corazón, que ya me dio varios disgustos serios en estos últimos años, estuvo a punto de darme uno definitivo. Noté un dolor brutal en el pecho, que se me extendía por todo el brazo izquierdo hasta la punta de los dedos. Y pensé:
»—¡Vaya! ¡Ya tenemos aquí al consabido infartito!
»Pero gracias a Dios se me pasó el arrechucho. Y en cuanto reuní las fuerzas suficientes, solté el peine y salí por la ventana.
El comisario la miró asombrado.
—Sí. Mi cuarto está en la planta baja, y su ventana queda al nivel del jardín. La puerta da al comedor, donde estaban ellos. Y no quise que me vieran salir hacia aquí. Es evidente que hablaron con tanta crudeza porque no sospechaban que yo estaba en mi habitación escuchándolos. ¿Qué opina de todo esto?
—Que es fantástico —fue todo lo que, de momento, se le ocurrió opinar al comisario.
—Esta vez no creerá que son figuraciones mías, ¿eh? —dijo la acongojada vieja, tratando de alisarse con mano temblona la mitad despeinada de su cabellera.
—Dejemos a un lado lo que yo creo —empezó a decir el comisario, echando una ojeada nostálgica al crucigrama sin terminar que tenía encima de la mesa—, y examinemos los hechos con objetividad.
¡Ah, qué bien hablaba el comisario cuando se lo proponía! ¡Y cómo le gustaba a él escucharse! Con razón, porque muy pocos de sus colegas eran capaces de analizar un caso de un modo tan ordenado y minucioso. Con destreza de comensal experto que trincha un pollo, el comisario iba desglosando todos los aspectos para examinarlos por separado y por orden de importancia: a un lado la pechuga de la cuestión, al otro las patas, las alas, los higadillos… ¡Lástima que estas valiosas virtudes analíticas, indispensables para la investigación policíaca, sólo pudiera desplegarlas en aquel distrito para examinar la disparatada historia de una vieja!
Escuchándose complacido, el comisario eliminó todas las ramificaciones accesorias del caso y lo redujo al tronco fundamental:
—Usted dice haber oído que el marido de su sobrina, con el consentimiento de su esposa, se propone asesinarla esta noche.
—Lo digo porque lo oí —puntualizó la vieja.
—Correcto —concedió el comisario, que había visto muchas películas de su especialidad en la televisión—. Pero permítame observar que en su relato hay un extremo completamente inverosímil.
—¿Cuál?
—La forma en que el presunto asesino piensa llevar a cabo su propósito. Es inadmisible que un homicida en pleno uso de sus facultades mentales pretenda eliminar a un pariente cercano en la forma que usted me ha contado.
—¿Y quién le ha dicho a usted que mi sobrina y su marido están en pleno uso de las facultades esas? —rebatió la vieja—. Tony es un hombre sin escrúpulos, capaz de hacer la mayor barbaridad, y Mary hará lo que él diga, porque la tiene completamente dominada.
—Pero razone un poco, señora…
—¿Cree usted que con el miedo que tengo encima estoy para razonamientos? —cortó la vieja con voz destemplada.
—Deje entonces que yo razone por usted —dijo el comisario en tono pensativo—. Trato únicamente de poner las cosas en su sitio, para que las vea en sus dimensiones exactas y comprenda lo absurdos que son sus temores. ¿Está dispuesta a seguirme?
—Bueno —accedió ella, de mala gana.
—Por bruto que sea Tony, no será tan tonto como para cometer un crimen tan burdo: descerrajarle un tiro a quemarropa en su propia casa.
—A quemarropa no —rectificó la vieja—: a quemasesos, que es peor.
—Pero ¿no comprende que si la mata así, a lo bestia, le cogeremos ipso facto?
—Eso no me tranquiliza —porfió la vieja—. A mí no me importa que cuando me haya matado le cojan ipso facto, sino que antes de que me mate le cojan «ipso lo que sea».
—Lo siento —dijo el comisario—: no puedo detenerle sin pruebas, basándome únicamente en una conversación oída por usted que me parece bastante absurda.
—¿Cómo absurda? ¡Le aseguro que la oí tal y como se la he repetido!
—Pues con toda mi experiencia profesional, yo le aseguro también que me parece inverosímil. Sólo un loco se atrevería a cometer un crimen así. No me cabe en la cabeza.
—¡Pero a mí sí me cabrá en la cabeza la perdigonada del escopetazo! —estalló la vieja histéricamente.
—Tranquilícese, por favor —rogó el comisario, deseando poner fin a aquella escena que empezaba a aburrirle—. Pese a que no creo que corra ningún peligro, le prometo que haré una investigación.
—¡Yo no necesito que investigue, sino que impida que me maten!
—Está bien —concluyó el comisario, levantándose para que la vieja comprendiera que daba por terminada la entrevista—. Le prometo también que, en cuanto anochezca, enviaré un agente para que vigile su casa.
Esta promesa calmó a la vieja, que quiso saber aún:
—¿El agente estará allí toda la noche?
—Sí. Y suponiendo que sus sospechas tengan algún fundamento, entrará en acción inmediatamente. Espero que así podrá dormir tranquila, ¿no?
—Desde luego, señor comisario —dijo la ancianísima, aligerada de casi todo el miedo que había pesado hasta entonces sobre su frágil cuerpecillo—. Se lo agradezco mucho.
—Y ahora —añadió el policía acompañándola hasta la puerta—, vuelva a su casa y no se preocupe. El agente estará allí todas las noches que sean necesarias, hasta que usted recobre la calma y se convenza de que sus temores son infundados.
—Gracias, señor comisario. ¡Muchas gracias! —se despidió la vieja, con lágrimas de agradecimiento asomadas a sus párpados.
—No hay de qué —concluyó el policía, satisfecho de haber despachado al fin a aquella pelmaza—. Espero que con esta medida de seguridad se tranquilizará muy pronto y no volveré a tener el gusto de verla por aquí.
—Volverá a verme en seguida —profetizó la anciana—, en cuanto el agente tenga que intervenir para salvarme. Porque estoy segura de que Tony lo intentará esta noche.
—Si lo intenta, peor para él —dijo el comisario cerrando la puerta de su despacho, por la que la vieja acababa de salir.
Y mientras se dirigía a su mesa, donde le esperaba el crucigrama, iba murmurando:
—¡Hace falta estar chalada!… ¡Creer que alguien va a ser tan cretino como para matarla de un escopetazo!… ¡Y en su propia cama!… Si los asesinos fueran tan estúpidos, no haría falta que los policías fuéramos tan inteligentes… ¡Esa vieja ve visiones! Achaques de la chochez…
Y empuñando la pluma, se puso a pensar el nombre de unas cataratas famosas situadas en América del Norte, con siete letras.
* * *
—¿Quieres más? —preguntó Mary, empujando la fuente hacia Tony.
En la mesa del comedor, el matrimonio ocupaba sus puestos habituales. El de la tía, situado en la cabecera, estaba vacío. Por la ventana, abierta de par en par, entraba un poco de aire fresco. Muy poco, porque eran las dos de la tarde y el sol de junio inundaba el jardín.
—No has comido casi nada —dijo Mary.
—Lo mismo que tú —replicó Tony.
—Yo no tengo apetito.
—Ni yo.
—Debe de ser el calor, ¿no te parece?
—Seguramente.
Fuera, en el jardín, empezaron a ladrar dos perros. Sostenían también, a su manera, un diálogo parecido al que se desarrollaba en el comedor. El ladrido de uno era bronco y enérgico. El del otro, más agudo y lastimero.
—No comprendo por qué tarda tanto la tía —dijo Mary, nerviosa—. Cuando sale por las mañanas, siempre vuelve antes de la una.
—¿Sabes a dónde fue? —preguntó Tony, examinando el frutero que había en el centro de la mesa para elegir una fruta.
—Ni idea —contestó Mary, retirando el plato de Tony y poniéndole otro más pequeño para el postre—. No la vi salir esta mañana.
—Ya vendrá, no te preocupes.
Los perros seguían intercambiando ladridos: uno, bronco y enérgico; otro, agudo y lastimero. Uno, bronco; otro, agudo…
—¡Pobrecilla! —dijo entonces Mary.
—¿Quién? —preguntó Tony, que por fin había elegido una pera del frutero.
—¡Quién va a ser! —exclamó Mary, con tono levemente irritado.
—Es mejor que no pienses en eso —aconsejó su marido, empezando a pelar la pera.
—¿Cómo quieres que no piense?
—Ya sé que no es fácil, pero haz un esfuerzo —insistió él, pelando la pera con tan poca destreza que dejó casi toda la pulpa adherida a las tiras de piel.
Los perros empezaron a ladrar con más intensidad. Mary, que había alargado la mano hacia el frutero, la retiró bruscamente. Su ademán indicaba, sin lugar a dudas, que había renunciado al postre.
—No puedo —dijo.
Y esta frase indicó, sin lugar a dudas tampoco, que había renunciado también a realizar el esfuerzo que su marido le aconsejaba.
—¡Ni yo! —saltó de pronto Tony, levantando la voz—. ¡Pero hay que hacerlo, y lo haré! ¡Y cuanto antes mejor, para acabar de una vez con esta espera insoportable!
Con un movimiento brusco de su cuchillo de postre atravesó el corazón de la pera que yacía en el plato.
La vieja, cuya llegada habían saludado los dos perros aumentando la intensidad de sus ladridos, entró entonces en el comedor. Un ligero sofoco teñía de rosa pálido el pellejo de sus mejillas.
—Me he retrasado un poco —dijo a modo de saludo y disculpa, yendo a ocupar su puesto en la mesa.
—¿Dónde has estado? —preguntó Mary, mirándola con severidad.
Menos severa, pero más escrutadora, fue la mirada que Tony le dirigió.
—Pues… dando un paseo —dijo la tía, entre sorbo y sorbo del agua que bebió de su vaso para apagar su sofoco—. ¡Hace un día tan bueno!…
—Estarás rendida —supuso Tony.
—¿Por qué? —dijo la vieja, que al oír la voz de su sobrino político tuvo un imperceptible sobresalto.
—Mary dice que no te vio salir porque te fuiste muy temprano. Y si desde entonces no has hecho más que pasear…
—También estuve sentada —se apresuró a explicar la vieja, bebiendo más agua.
—¿Dónde? —preguntó la sobrina.
—En… en un banco del parque. Cerca del estanque. Había muchos niños y me entretuve viéndolos jugar.
—Voy a calentarte la comida —dijo Mary levantándose.
—No te molestes —la detuvo su tía—, porque no tengo hambre. Entre el calor y los menús tan poco suculentos que me permite el médico…
—Pero no puedes quedarte en ayunas —protestó Mary.
—Tomaré un vaso de leche. Ya que estás levantada, tráemelo de la nevera. Y alcánzame también la medicina para el corazón. Está allí —añadió señalando a un punto del gran aparador que ocupaba casi totalmente una de las paredes—, en el segundo estante.
—¿Es que no te encuentras bien? —se interesó Tony, mientras su mujer iba a buscar el vaso de leche.
—Sí, sí —dijo la vieja—. Sólo estoy un poco cansada. Y cuando me canso, me dan palpitaciones.
—¡Claro! —observó el sobrino con cariñoso reproche—. Si has estado andando toda la mañana…
—Pues te aseguro que el paseo, a pesar del cansancio, me ha sentado estupendamente —dijo la tía, mirando a Tony con cierto desafío—. Porque antes de salir esta mañana estaba muy nerviosa, y ahora, en cambio, ya estoy tranquila.
—¿Tranquila? —sonrió el sobrino político, fijándose en la mano de la vieja, que sostenía el vaso de agua—. Pues tienes un tembleque…
—El tembleque es cosa del corazón, y se me pasará en cuanto tome la medicina. Pero la excitación de los nervios se me pasó con el paseo.
Volvió Mary de la nevera con la leche.
—¿No estará demasiado fría? —dijo solícita, mientras colocaba el vaso ante la vieja.
—Mejor. Así me refrescará.
La sobrina fue al aparador y cogió del segundo estante la medicina cardíaca. Era un frasquito de cristal, pequeño y de un color extraño, como todos los envases que contienen medicamentos fuertes e importantes.
—Pero, tía —dijo Mary, sacudiendo varias veces el frasquito—. Aquí ya no queda ninguna píldora. ¿Tienes otro frasco?
—No —dijo la vieja—. ¿Estás segura de que está vacío?
—Sí, mira —se acercó la sobrina a enseñárselo.
—¡Qué fastidio! —se lamentó la vieja—. Hace días que pensaba comprar, pero he estado tan nerviosa últimamente… Y el caso es que ahora me convendría tomarla, porque toda la mañana he sentido un poco de fatiga.
—No te preocupes —dijo Mary—: en cuanto quite la mesa y friegue los platos, iré a la farmacia y te la traeré. ¿Puedes esperar hasta entonces?
—Claro —dijo la vieja, mirando de reojo a Tony—. Con tal de tomarla por la tarde, para estar por la noche completamente bien…
—Pues antes de una hora la tendrás aquí.
—Gracias, sobrina —agradeció la tía—. La verdad es que me encuentro un poco pachucha. Creo, que voy a echarme un rato.
—Si tienes fatiga, es lo mejor que puedes hacer —aprobó Mary, mientras la vieja se levantaba para dirigirse a su cuarto—. Pero ni siquiera has probado la leche. ¿Por qué no te la tomas?
—Ahora no me apetece. La tomaré después de la siesta, con la píldora.
—Como quieras, tía.
Y la vieja entró en su dormitorio, mientras Mary apilaba los platos sucios del almuerzo para llevárselos a la cocina.
* * *
Media hora después la vieja dormitaba sobre la colcha florida de su cama. El corazón, resentido por las fuertes emociones de aquel día, le brincaba en el pecho como una codorniz en su jaula. Sentía un dolor agudo en el brazo izquierdo y respiraba con alguna dificultad. Pero su visita a la policía y la promesa del comisario de hacer vigilar la casa a partir de aquella noche, la habían tranquilizado hasta cierto punto. Si el infame Tony intentaba llevar a cabo su siniestro propósito, el agente le detendría en el acto.
En cuanto anocheciera y se montara la guardia prometida, desaparecería por completo ese miedo constante que la vieja había sentido en las últimas semanas, agarrado al pecho como los dientes de un mordisco.
Sí, en cuanto anocheciera. Pero… ¿y si antes del anochecer?… ¿Y si aquella misma tarde?…
Aquel pensamiento cruzó fugazmente su imaginación, deslizándose por los resquicios de su duermevela con la rapidez de una lagartija. Era, sin duda, un residuo del miedo acumulado en sus nervios. Residuo reactivado, quizá, por el cuchicheo de una conversación sostenida en voz baja en el comedor.
Asustada, se incorporó. El brusco movimiento hizo que su pobre corazón emprendiera un trotecillo rápido y doloroso. Trató de oír lo que hablaban en el cuarto contiguo, pero llegó tarde a la escucha y el diálogo ya había concluido.
Poco después llegó a sus tímpanos un ruido seco y brusco.
«La puerta del vestíbulo —pensó la vieja—. Mary ya ha terminado su quehacer en la cocina, y ha ido a la farmacia a comprarme las píldoras».
Volvió a tumbarse, porque su corazón insistía en sostener aquel trote tan fatigoso. En esa postura, siguió escuchando y pensando:
«¡Qué silencio! Hasta los perros se han callado. Deben de estar durmiendo… ¿Cuánto tiempo tardará Mary en volver? Menos de media hora, calculo. La farmacia no está demasiado lejos…
»Tampoco oigo a Tony… ¿La habrá acompañado? Como él nunca tiene nada que hacer, a lo mejor…»
Esta idea tranquilizó a la vieja durante breves momentos. Muy breves, porque unas pisadas quebraron el silencio que reinaba en la casa.
«¡Dios mío! —palideció, llevándose una mano al pecho—. ¡Tony no se ha ido!… Debe de andar por la cocina… ¿Qué estará haciendo?… Puede que haya decidido aprovechar ahora, que estamos solos, para… ¡No quiero ni pensarlo!… ¡Ay, cielo santo!… ¡Qué sofoco!… Tengo tantas palpitaciones, que casi no puedo respirar… ¿Sospechará mis visitas a la policía y querrá acabar conmigo antes de que el comisario pueda impedirlo?… Le oigo moverse de un lado para otro… ¿Qué ruido es ése?… Ha abierto la puerta de la cocina que da al jardín… ¿Para qué?… ¿Pensará salir al jardín con el calor que hace?… Pues sí, ha salido… Oigo sus pisadas en la grava del sendero que rodea la casa… Pero no las oigo bien… Parece que anda con cuidado, para que no le oigan… ¡Para que no le oiga yo!… Pero ¿qué me pasa?… Unos temblores horribles me recorren todo el cuerpo y estoy empapada de sudor… ¡Vuelve pronto con la medicina, Mary!… ¿O quizá tú también estés de acuerdo con él?… ¡Dios mío!… ¡Si yo pudiera levantarme!… Pero este calor, cada vez más insoportable…»
Poco después, en el marco de la ventana abierta, apareció la silueta de Tony. El sol arrancó un destello azulado a los cañones de la escopeta que llevaba en las manos. La vieja, estremecida por un temblor espasmódico, abrió la boca para gritar. Pero no obtuvo ningún sonido de su garganta, paralizada por el miedo.
* * *
A las cinco de aquella misma tarde, el comisario llegó a su despacho. Un casquete de la ceniza del puro que fumaba le había caído sobre la chaqueta, desparramándose por toda la solapa. No hacía falta ser un detective experto para darse cuenta de que el comisario estaba un poco alegre, con esa alegría simpática que dan dos copas de buen coñac después de una buena comida.
—Llego tarde, ya lo sé —dijo sonriendo, como si hubiese captado una mirada de reproche en el agente de servicio—. La sobremesa fue tan agradable que se prolongó más de la cuenta. Estuve almorzando con mi primo Ernesto. Me contó los casos que ahora tienen entre manos en el distrito segundo.
—¿Sí? —se interesó el agente—. Tendrán un buen surtido.
—Como de costumbre. Aparte de otras cosillas menos importantes, se están ocupando de un robo a mano armada en una joyería, y del asesinato del banquero judío.
—¿Cómo? —dijo el agente, asombrado—. ¿También ese asesinato les ha correspondido a ellos?
—También —suspiró el comisario—. El distrito segundo tiene la suerte por arrobas.
—Desde luego. Porque ese asesinato es una perita en dulce.
—En cambio aquí, ya lo ve usted: se muere uno de aburrimiento. Tenemos que conformarnos con robos de sábanas y pequeñas denuncias estúpidas. Como la de esa vieja que ve visiones, por ejemplo; a la que por cierto prometí enviar un agente esta noche para que vigile su casa. A ver si así se tranquiliza y deja de darme la lata. Dígale al sargento que establezca un turno de vigilancia.
—Creo que ya no es necesario —dijo el agente.
—¿Por qué no? —preguntó el comisario, sorprendido.
—Porque hace una hora —explicó el subordinado con voz grave— encontraron a la vieja muerta.
El respingo que dio el comisario, hizo que el puro que estaba fumando dejara caer sobre su solapa un nuevo casquete de ceniza.
—¿Eh?… Pero ¿qué está usted diciendo?
—Me limito a repetir lo que me dijo su amigo el doctor Fuster —prosiguió el agente—. Hace un rato llamó él por teléfono, para excusarse por no haber podido ir a tomar café con usted y el inspector. Le avisaron de casa de la vieja, y tuvo que ir a certificar su defunción.
—¿Será posible? —dijo el comisario, agitado—… ¿Y cómo murió?
—No sé. El doctor no me lo dijo.
—Vamos allá inmediatamente —decidió el comisario—. Tengo que investigar.
Y pareciéndole demasiado frívolo emprender una investigación tan seria fumándose un puro, lo aplastó en el cenicero de su mesa antes de abandonar el despacho.
—Sería espantoso —murmuró al salir seguido del agente— que después de considerar a la vieja una chiflada con manía persecutoria, la hubieran asesinado de verdad.
* * *
Estaba anocheciendo, pero ni a Mary ni a Tony se les ocurrió levantarse de las sillas que ocupaban para encender la luz. Tuvo que ser el comisario quien diera la orden al agente de que accionase el interruptor.
La lámpara del techo, fea porque era vieja, pero aún le faltaban muchos años para ser antigua, alumbró el comedor con manchas luminosas de intensidad desigual.
La sobrina y su marido, sentados junto a la mesa, parpadearon al recibir en los ojos haces de luz que proyectaban como pequeños focos las tulipas de cristal.
—Mi tía llegó tarde —empezó Mary cuando se habituó a la luz—. Mi marido y yo estábamos terminando de almorzar. Nos dijo que no se encontraba bien y que no tenía apetito. ¿Verdad, Tony?
—Sí —confirmó él, dirigiéndose al comisario—. La pobre llevaba mucho tiempo muy delicada del corazón. Rogó a Mary que le trajera un vaso de leche, para tomar su medicina.
—¿Qué clase de medicina? —preguntó el comisario.
—Un estimulante cardíaco —aclaró Tony—. Lo tomaba con frecuencia, cuando se sentía mal.
—Yo traje el vaso de leche que me había pedido —intervino Mary, cogiendo de nuevo el hilo del relato.
—¡Ah, el vaso de leche! —dijo el comisario, pues en muchas novelas la clave del enigma se oculta en la blanca inocencia de esos vasos bebidos por las víctimas—. ¿De manera que usted se lo trajo?
—Pero tampoco se lo tomó —dijo Mary—, porque la medicina se había terminado.
—¡Ah! —volvió a exclamar el policía—. ¿Dice usted que la medicina se había terminado?
—Sí. El frasco de las píldoras estaba vacío.
—¿Y por qué estaba vacío?
—¿Cómo que por qué? —preguntó Mary, extrañada—. Porque mi tía se había tomado todo el contenido.
—¡Qué casualidad! —murmuró el comisario.
—¿A qué casualidad se refiere?
—A que las píldoras se acabaran precisamente hoy.
—No le entiendo —dijo Mary—. Un día u otro tenían que acabarse, puesto que últimamente mi tía tomaba esas píldoras con mucha frecuencia. Desde que su corazón empezó a empeorar.
—Bien, continúe.
Y Mary continuó:
—Prometí a mi tía que en cuanto terminara de alzar la mesa y de fregar los cacharros, iría a comprarle la medicina.
—Un momento —interrumpió el comisario—. ¿Por qué no fue inmediatamente, si usted sabía que esas píldoras eran de vital importancia para ella?
—Porque la farmacia del barrio estaba cerrada. No la abren hasta las tres y media. Además, mi tía me dijo que no necesitaba la medicina con urgencia.
—Sí, señor —intervino Tony en apoyo de su mujer—: lo dijo. Yo estaba delante y lo oí.
—Bueno, en ese caso… —admitió el comisario—. ¿Qué ocurrió después?
—Mi tía se fue a su cuarto a dormir la siesta, y yo a la cocina a fregar los cacharros. Cuando terminé, salí a comprar las píldoras.
—¿Cuánto tiempo estuvo fuera de la casa? —quiso puntualizar el comisario.
—Una media hora. Cuando volví, entré en su cuarto para que se tomara la medicina. Y al acercarme a la cama me di cuenta de que la pobre… Estaba tumbada boca arriba, con los ojos muy abiertos… Fue espantoso… ¡Espantoso!…
Mary se cubrió la cara con las manos, mientras un acceso de llanto le rompió la voz. Su marido se levantó y fue hacia ella para tranquilizarla.
—Vamos, cálmate —dijo Tony con dulzura. E inmediatamente se endureció para añadir volviéndose al comisario:
—No comprendo por qué ha venido a molestarnos con esas preguntas en momentos tan dolorosos, cuando nos aflige una desgracia familiar.
—Vine por eso precisamente —replicó el policía—: para ver con mis propios ojos la intensidad de su aflicción.
—¿Qué quiere usted decir? —dijo Tony, enderezándose ofendido.
—Simple curiosidad policíaca —dijo el comisario con calma, mirándole a los ojos—. Puede que a mí me parezca que el fallecimiento de su tía los ha afligido menos de lo que cabría suponer.
—No comprendo adónde quiere ir a parar —se enderezó Tony más todavía, como poniéndose en guardia.
—Quiero ir a parar a la verdad por el camino más directo. Por eso pregunto a los que pueden indicármelo —dijo el comisario sin dureza, pero con energía—. ¿Puede decirme qué hizo usted mientras su mujer fue a la farmacia a comprar la medicina?
—Antes de que se fuera, se lo dije a ella.
—¿Qué le dijo?
—Lo que iba a hacer. Exactamente, esto: «Cuando tú no estés en casa, mataré a esa perra».
El comisario tuvo un sobresalto y hasta sintió un ligero escalofrío. Hizo una pequeña pausa antes de preguntar:
—¿A qué perra se refería usted?
Se advertía que a Tony no le agradaba tocar ese tema. Por eso sin duda suspiró disgustado antes de abordarlo.
—Tengo una pareja de perros de caza —explicó al comisario—. Bueno, tenía. La perra era muy vieja y estaba muy enferma. Todo el día se lo pasaba ladrando y quejándose. Daba pena ver sufrir al pobre animal, y decidí abreviar su agonía.
—Yo me opuse —intervino Mary— porque quería mucho a Sultana. La teníamos desde que era un cachorro.
—¿Discutieron ustedes últimamente por ese motivo? —siguió atando cabos el comisario.
—Muchas veces —dijo Tony—. Esta misma mañana, sin ir más lejos. Pero yo estaba decidido a acabar de una vez con los sufrimientos de Sultana. Y esta tarde, cuando Mary fue a la farmacia, salí al jardín con la escopeta, y… lo hice.
—¿En el jardín? —preguntó el comisario.
—Sí. La perra estaba durmiendo en su caseta. No se enteró de nada.
—¿Cómo tuviste valor? —le reprochó Mary.
—Fue muy desagradable —bajó la cabeza su marido—, pero era necesario.
Y añadió, volviéndose al policía:
—Allí fuera está el cuerpo. Iba a enterrarlo en un rincón del jardín cuando Mary regresó.
—Entré directamente en el cuarto de la tía —dijo Mary—. Y al verla en la cama, tan quieta y con los ojos tan abiertos, me asusté. Corrí a llamar por teléfono al doctor Fuster, pero ya era demasiado tarde. ¡Pobre tía!
—Sí, pobre —repitió el comisario—. Ustedes ya sabían que tenía un corazón delicadísimo, ¿no?
—Tanto como delicadísimo… —dijo Mary—. Sabíamos que no era muy fuerte. Pero no esperábamos que le diera un ataque tan de repente. Hoy, aunque algo fatigada, parecía muy animosa. ¿Verdad, Tony?
—Sí —confirmó el aludido—. Nos dijo que lo había pasado muy bien esta mañana, dando un largo paseo. Incluso aseguró que el paseo la había tranquilizado.
—La había tranquilizado, en efecto —repitió el comisario con cierto misterio. Y cambió de tono para añadir—: ¿Dónde dijo usted que mató a la perra?
—En el jardín —contestó Tony.
—¿En qué parte del jardín? —quiso concretar el comisario.
—En ésta —dijo Tony, señalando a la ventana del comedor—. Allí, junto a la casa, están las casetas de los perros.
—¿Cree usted que su tía le vio?
—¿A mí?… —Y Tony tuvo una ligera vacilación, como si meditara la respuesta—. No creo. Salí por la puerta del vestíbulo y ella estaba durmiendo en su habitación.
—Pero oiría el disparo seguramente —dedujo el comisario.
—No sé —dijo Tony, encogiéndose de hombros—. Puede que no. Si estaba dormida…
—¿No vio usted si la ventana del cuarto de la tía estaba abierta? —insistió el comisario.
—Pues… no me fijé —replicó Tony, empezando a ponerse nervioso—. ¿A qué vienen tantas preguntas?
—Simple curiosidad —dijo el comisario sin dejar de observarle—. Me gusta estudiar los hechos y las personas que toman parte en ellos. Y tengo la impresión, querido Tony, de que es usted un tipo listo.
—¿Yo?… ¿Por qué?
—Hay que ser un cazador inteligente —comentó el policía— para matar dos pájaros de un solo tiro.
—¿Cómo? —saltó Tony—. ¿Qué quiere usted decir?
—Una idea mía nada más —contestó el comisario, yendo hacia la ventana y asomándose al jardín—. Suena un solo disparo, y mueren al mismo tiempo dos seres vivos: uno, de la perdigonada. Otro, del susto.
—No sé de qué me habla —dijo Tony, con gesto de extrañeza—. ¿Quiere explicármelo mejor?
—Podría explicárselo, pero no vale la pena porque no puedo probarlo.
—¿Qué es lo que pretende probar? —dijo Mary, extrañada también—. Mi pobre tía ha muerto de un ataque al corazón. Así lo ha certificado el doctor Fuster.
—Y nadie lo pone en duda —replicó el comisario, volviendo de la ventana—. Ha sido un caso clarísimo de muerte natural. Nadie sería capaz de demostrar lo contrario. Nadie, excepto sus propias conciencias.
—¿Qué? —exclamó Tony.
—Sí —continuó el comisario, dirigiéndose a la puerta—. Sería interesante saber lo que piensan sus conciencias de todo esto. Pero sé que de momento no hablarán. Sin embargo, ¡quién sabe! Puede que algún día el silencio les resulte insoportable y decidan ir a hacerme una visita. Yo no pierdo la esperanza. Buenas tardes, señores.
El comisario salió del comedor seguido por el agente, mientras Tony y Mary intercambiaban una mirada.
Una mirada intensa, interrogativa y llena de preocupación.