DESPUÉS DE LA CENA

En cuanto terminaron de cenar, como todas las noches, Penny se fue a la cocina para hacerle el café a su marido.

Como todas las noches también, cuando volvió al comedor con la taza humeante, él ya se había levantado de la mesa para ir a sentarse en su sillón favorito.

El sillón, de alto respaldo y anchas orejas, era el mueble más cómodo de toda la humilde casa. Y también el más importante. Estaba colocado frente al ventanal que daba al jardín, volviendo la espalda despectivamente a todo el mobiliario del comedor.

Fue el propio Tom, al año justo de estar casado con Penny, el que lo colocó en esa posición para evadirse un poco de aquel hogar que cada día le resultaba más inaguantable. Así al menos, durante las sobremesas dejaba de ver el rostro de su esposa y daba reposo a sus ojos viendo las copas de los árboles, las flores cuando las había y el cielo cuando estaba azul.

Así también le era más fácil no prestar atención a las palabras de Penny, que ella llamaba «conversaciones», pero que eran en realidad interminables monólogos.

—Aquí tienes tu café —dijo ella como todas las noches, dejando la taza en la mesita auxiliar que había junto al sillón—. Que te desvelará, aunque tú sostengas que no. Porque a todo el mundo le desvela el café, y tú no vas a ser la excepción.

Hizo una pausa, porque la hacía siempre antes de decir una cosa desagradable, y añadió:

—Para ser la excepción en algo, hay que ser excepcional. Y entre un hombre excepcional y tú, mi pobre Tom, hay la misma diferencia que entre un tigre y un gato. ¿Crees que porque el médico te haya dicho que tienes la tensión un poco baja puedes hacer esos excesos?

Ninguna respuesta.

—Allá tú —reanudó Penny su rosario de lamentaciones—. Eres tan terco, que nunca haces caso de lo que te digo. ¿Me estás escuchando?

Esta última pregunta la hizo mirando hacia el respaldo del sillón, que ocultaba por completo a su marido.

—Sí —contestó lacónicamente desde allí la voz de un hombre aburrido.

—Me oyes como quien oye llover —continuó ella, empezando a retirar de la mesa los cacharros y cubiertos de la cena—. A propósito de llover: no vendría mal que cayera de una vez esa tormenta que se ha estado preparando durante toda la tarde. Un buen chaparrón refrescaría un poco el ambiente. Porque este bochorno no hay quien lo aguante. Y menos aún en este barrio infecto, rodeado de fábricas que huelen mal y no dejan pasar ni una gota de aire. Has hecho bien en abrir el ventanal de par en par, pero no servirá de nada. Fíjate: no se mueve ni una hoja. Aquí se ahoga cualquiera. Tú no, claro, porque sales de aquí por las mañanas y sólo vuelves a dormir. Te pasas el día respirando aire puro, fuera de este infierno. Pero yo, que tengo que quedarme ocupándome de la casa…

Hizo una mueca de asco mirando a su alrededor antes de proseguir:

—Bueno: suponiendo que a esto se le pueda llamar una casa. El día menos pensado la declararán en estado ruinoso, y nos echarán a la calle para derribarla. Porque tampoco es tan bonita ni tan antigua como para respetarla como una ruina histórica. Estarás de acuerdo conmigo en que aquí no se puede vivir decentemente, ¿verdad?

Nueva mirada de Penny al sillón mientras iba a llevar unos platos al aparador, y nueva respuesta lacónica desde detrás del respaldo:

—Sí.

—En invierno te hielas sin calefacción, y en verano te achicharras sin ventilación. Pero claro: cuando una se deja embaucar por la palabrería de un charlatán y se casa con él, ya sabe a lo que se expone. Porque, según tú, íbamos a vivir frente a Hyde Park, en un palacete precioso que alquilarías con la fortuna que estabas a punto de heredar de tu tía Margaret. Yo, tonta de mí, me lo creí. Y resultó que tu famosa tía, cuando murió, era más pobre que una cucaracha. Si no fuera porque cada vez que lo recuerdo me dan ganas de llorar, me moriría de risa. El fantástico palacete de naipes que habías levantado se derrumbó, y tuvimos que refugiarnos en esta pocilga. De los aires puros que íbamos a respirar en Hyde Park, pasamos a estos humos apestosos que tenemos que tragarnos junto al Támesis.

Se oyó entonces en el sillón una tos breve y seca.

—¿Has dicho algo? —preguntó la mujer.

—He tosido —contestó el hombre.

—¿Lo estás viendo?: la humareda de las fábricas. En esta atmósfera viciada acabaremos tísicos perdidos. Y sin remedio, porque nunca ganarás lo suficiente para que salgamos de este agujero. ¿Qué ingresos puede llegar a tener un pobre agente de seguros? Ya sé que mucha gente gana un dineral con esa profesión, pero no tú, que eres un insensato. Porque sólo a ti se te ocurre la insensatez de dedicarte a asegurar automóviles sin tener automóvil. ¿Crees que un automovilista puede tomar en serio a un agente que va a visitarle en autobús? Es natural que, en la mayoría de los casos, te den con la puerta en las narices. Supongo que estarás de acuerdo conmigo. ¿No tienes nada que decirme?

—No —fue la respuesta que llegó del sillón.

—¡Claro que no! ¿Qué me podrías decir, si sabes de sobra que tengo más razón que una santa? Siempre fuiste una nulidad para ganar dinero. Si no fuera por mí, que hago milagros para estirar los cuatro cuartos que ganas…

Penny, al terminar de recoger todos los accesorios de la cena, había doblado las servilletas y el mantel para guardarlos en un cajón del aparador. Luego, cogió un cestillo que usaba como costurero y se puso a coser sin parar de hablar.

—¡Milagros, sí! —repitió, mirando rencorosamente hacia el sillón—. Milagros en la cocina para adecentar los comistrajos que puedo traer, y milagros con la aguja para zurcir los trapos que nos podemos poner. ¿Sabes cuánto hace que no me compro un vestido nuevo?

—No —respondió la voz del sillón, cada vez más fastidiada.

—¡Casi un año! —dijo ella, inexorable—. El nuevo, que dejó de serlo hace muchos meses, es el que me pongo los domingos cuando me atrevo a salir. Porque con la ropa que tengo parezco una mendiga. Debería darte vergüenza que tu mujer fuera por la calle hecha un mamarracho. Pero no te la da, porque tú siempre has sido eso también: un perfecto mamarracho. ¿Has oído?

—Sí.

—¡Sí, no, sí, no!… —gritó Penny, exasperada—. ¡Ésa es toda la conversación que puedo arrancarte desde hace cuatro años! Muchas veces me pregunto cómo he podido aguantar tanto tiempo a un marido como tú. ¿Es que no tienes sangre en las venas? Hablar contigo es como hacerlo con una pared.

Silencio en el sillón.

—En vista de lo comunicativo que estás hoy, pondré la radio si no te molesta —decidió ella—. ¿Te molesta?

—No.

—¡Estaría bueno que te molestara! —aprovechó Penny el monosílabo para indignarse, mientras encendía el modesto aparato que estaba sobre un mueble al alcance de su mano—. Encima de que apenas te dignas dirigirme la palabra, lo menos que puedes hacer es dejarme que oiga un poco de música. Es mi único entretenimiento, ya que ni siquiera puedo ver la televisión. ¿Crees que algún día saldremos de esta pobreza y podrás comprarme un televisor?

—No sé.

—Pues yo sí lo sé —dijo ella amargamente—, y creo que no. Siempre serás un pobrete. Acabaré muriéndome de asco a tu lado.

La emisora de radio que Penny sintonizó transmitía un programa de trepidantes bailables. Ella, después de dar una puntada, detuvo la aguja en el aire y levantó la vista del calcetín que estaba zurciendo.

—¿Oyes esta música tan alegre? —dijo después de escuchar un instante—. Pues a mí me entristece. Porque me recuerda la época más feliz de mi vida, cuando yo era joven y no te había conocido aún. Entonces, casi todas las tardes, salía con una pandilla de chicos y chicas. Íbamos a bailar a diferentes sitios. Unas veces a algún club, otras a la casa de alguien… Organizábamos unos guateques muy divertidos.

Dio rabiosamente una nueva puntada al calcetín, y estuvo a punto de pincharse en un dedo.

—Después de los guateques —continuó con nostalgia— me acompañaba a casa alguno de los chicos. En su coche. Porque todos los de la pandilla tenían coche. Y dinero de sobra para invitarnos a las chicas a todo lo que quisiéramos. Eran de muy buenas familias. Ricos, simpáticos… Todo lo contrario que tú. Yo bailaba con ellos, y más de uno se enamoró de mí. Pero yo, entonces, era demasiado joven para tomar esas cosas en serio… Y al final, ya ves la tontería que hice: fui a caer en tus manos. Me dejé engañar por un tipo insignificante, sin oficio ni beneficio. ¡Si supieras lo arrepentida que estoy! El peor de aquellos pretendientes era cien veces mejor que tú. Esta música, que siempre me alegró cuando la bailaba con ellos, me suena ahora a marcha fúnebre cuando la oigo contigo. ¿Te das cuenta de lo desgraciada que soy encerrada siempre aquí, pelando patatas y cosiendo calcetines?

—Sí.

—¡Pero no basta con que digas sí! Tienes que hacer algo para resolver esta situación. Porque ya no puedo más, ¿comprendes?

—Sí.

—¡Eres insufrible! —casi gritó Penny.

Aquellos monosílabos espaciados y monótonos, que caían en la conversación a trechos regulares, eran para los nervios de ella como las inocentes gotas de agua que consiguen horadar la piedra.

Es probable que la infeliz hubiera empezado a derramar todas las lágrimas que acudían a sus ojos si en aquel momento la radio no hubiese interrumpido bruscamente su programa musical.

—¡Atención, atención! —se oyó con voz grave a un locutor de la emisora—. La policía acaba de comunicarnos una noticia del máximo interés para todos nuestros oyentes: el tristemente célebre Jack Morrison, más conocido por «el estrangulador de Sussex», continúa en libertad desde que se fugó hace tres días de la cárcel de Lewis. Varias personas, que viven en las afueras de Londres, aseguran haber visto en el día de hoy a un individuo cuyo rostro es idéntico al de las fotografías que de este peligroso criminal publican los periódicos. Según los denunciantes, le vieron merodeando por las callejuelas menos frecuentadas del distrito industrial, cerca del río. Pese a que Scotland Yard está realizando una minuciosa batida en aquel sector del Támesis, se recomienda al vecindario que permanezca alerta y cierre bien todas las puertas y ventanas. Hasta que «el estrangulador» sea detenido, hay que extremar las precauciones para impedir que añada nuevas víctimas a su ya larga lista de asesinatos. Continuamos nuestro programa de música de baile, con el twist

No llegó a oírse ni el primer acorde del bailable anunciado, porque Penny apagó el aparato.

—¿Has oído, Tom? —dijo bastante asustada dirigiéndose al sillón.

—Sí.

—¡«El estrangulador de Sussex» anda suelto por la ciudad! y según dice la radio, le han visto muy cerca de aquí. ¿No te da miedo?

—¡Bah! —fue la respuesta despectiva del ocupante del sillón.

—Es un asesino que ha matado a mucha gente. No comprendo cómo ha podido escaparse de la cárcel. Mató a un guardia cuando se fugó, ¿verdad?

—A dos —rectificó la voz.

—¡Qué horror! —exclamó la mujer con un estremecimiento—. La policía hace bien en advertir que tengamos cuidado. Recomiendan que se cierren bien las puertas y ventanas. Pero ¡cualquiera cierra todo con este bochorno! Nos ahogaríamos. Además, la tapia del jardín es bastante alta y difícil de saltar. Y esta casucha es tan chiquitaja, que ni siquiera se ve desde la calle. Mira por dónde, el que seamos unos pobretes nos va a servir esta vez para librarnos de un peligro. Porque un asesino tan célebre como «el estrangulador de Sussex», no va a rebajarse a asesinar a una gentecilla tan insignificante como nosotros, ¿no te parece?

Hubo un gruñido por toda respuesta.

—Sería lo mismo que si un cazador de leones perdiera el tiempo cazando a dos conejos —añadió ella, satisfecha de su ingeniosa comparación—. No tenemos categoría ni para eso: ni para que nos mate un criminal famoso. Porque ha habido pocos que hayan conseguido una fama tan espeluznante como ese Jack Morrison. Todos los días hablan de él los periódicos. ¿Has visto el espacio que le dedican hoy?

—Sí.

—Casi una página completa —continuó Penny, dejando un calcetín que acababa de zurcir y desplegando un periódico que había encima de la mesa—. Cuentan cómo se fugó de la cárcel, y hacen la historia de todos sus asesinatos. Cinco mujeres y tres hombres. ¡Qué atrocidad!

Detuvo los ojos en un punto del periódico, y los abrió desmesuradamente mientras comentaba:

—La foto que publican de él es impresionante. Porque no parece que un hombre así pueda haber cometido tantas salvajadas. Tiene una cara muy vulgar, sin ningún rasgo que destaque. Como tú, poco más o menos. También él es bastante calvo y tiene la mirada triste. Si no fuera porque en la foto aparece con una barba de varios días y está muy pálido, casi me atrevería a decir que se parece un poco a ti.

Penny alejó el periódico para ver mejor el efecto de la fotografía entornando los ojos, y miró después hacia el sillón trazando comparaciones mentales.

—Pues sí —añadió—: decididamente, tenéis cierto parecido. Es gracioso, ¿verdad? ¡Que un infeliz como tú, incapaz de matar una mosca, se parezca al «estrangulador de Sussex»! Porque no sólo te das cierto aire con él en el físico, sino también en el carácter. Dice el periódico que Jack Morrison, antes de que le entrase esa locura homicida, era un empleaducho de poca categoría que ganaba diez libras semanales. Lo mismo que vienes a sacar tú con esos seguros que haces. Pero a él le volvió loco el haber fracasado en la vida, y tú lo resistes muy bien. Por mucho que yo te pinche, nunca perderás los estribos. Eres manso como un cordero, mi pobre Tom.

Del cielo cargado de nubes que gravitaba sobre la ciudad, salió en aquel momento un trueno.

—¡Dios mío! —exclamó Penny—. ¡Ya está aquí la tormenta! Ojalá llueva pronto y refresque el ambiente. Falta hace, porque nos estamos asando. Lo siento por la pobre mamá. A ella la asustan mucho las tormentas. Siempre la asustaron, pero ahora más. Desde que murió papá y se quedó sola por tu culpa… Por tu culpa, sí, porque no quisiste que viniera a vivir con nosotros. Por un lado, lo comprendo. Con la miseria que ganas, no podemos permitirnos el lujo de tener invitados. Ni hay sitio tampoco para ella en esta casucha. Pero no deja de ser una crueldad dejar que una señora tan mayor viva sola en un barrio tan apartado. Porque el barrio de mamá, aunque es mucho mejor que éste, resulta un poco solitario. Y ahora que se aproxima la tormenta, me figuro que la pobre estará temblando. No sólo por los truenos, sino por todas esas noticias de que el estrangulador anda suelto por ahí. Lo mejor será que la llame por teléfono para tranquilizarla, ¿no te parece?

—¡Bah! —respondió el sillón con indiferencia, mientras Penny se levantaba y se dirigía al anticuado teléfono de pared instalado junto a la puerta de la cocina.

—Ya sé que a ti no te importa mi madre —dijo ella mientras descolgaba el auricular y marcaba el número—. Me consta también que no la quieres, y que incluso la odias. Como a mí. ¿Crees que no me he dado cuenta? Nos odias porque estás convencido de que mi familia y yo tenemos la culpa de que hayas fracasado en la vida. Piensas que soy una carga insoportable y te encantaría perderme de vista. Si fueras un hombre de verdad, me lo dirías cara a cara. Pero como eres un cobarde, llevas muchos años odiándome en silencio. Si alguna vez estallara todo el odio que has ido acumulando, no sé lo que pasaría.

Como para llamar por teléfono Penny tenía que dar la espalda al sillón, no vio que el hombre que lo ocupaba se había levantado.

Tom era alto y casi calvo. De su rostro vulgar, sin ningún rasgo sobresaliente, había desaparecido la máscara habitual de abulia y aburrimiento. Sus ojos brillaban de un modo extraño cuando, después de mirar a su mujer, fue acercándose a ella procurando no hacer ruido.

—¿Oiga?… —dijo Penny al teléfono cuando respondieron a su llamada—. ¿Eres tú, mamá? Te llamaba para saber cómo estás… Pensé que te apetecería charlar un rato conmigo para distraerte. Como te conozco, y sé la poca gracia que te hacen las tormentas… Tampoco por aquí ha descargado todavía, pero no creo que tarde. Nos vendrá bien a todos, porque la atmósfera está cargadísima. Y como será corta, como todas las tormentas de verano, no tienes que preocuparte… ¿Cómo?… ¿Que te preocupa más lo otro?… ¡Vaya por Dios! ¿También tú lo oíste por la radio?… ¡Dichoso estrangulador! Nadie habla de otra cosa. Parece mentira que un solo individuo pueda tener en vilo a una ciudad tan enorme como ésta.

Tom, de puntillas, continuaba aproximándose.

—Pero, mamá, sé razonable. Pensándolo un poco, llegarás a la conclusión de que es absurdo preocuparse. Hazte el mismo razonamiento que me hice yo… ¿Cuál? Pues éste, escucha: si Londres y sus alrededores tienen casi diez millones de habitantes, hay sólo una diezmillonésima probabilidad de que la próxima víctima del estrangulador seas tú. ¡Fíjate si es difícil! Más que difícil, imposible. Sería una casualidad increíble que…

Pero Penny no pudo continuar.

Las manos de Tom, en aquel momento, habían hecho presa en su cuello y apretaban con fuerza salvaje.

Ni un sonido volvió a salir de aquella garganta, cerrada para siempre por aquel collar mortal.

Los dedos de Penny soltaron el auricular del teléfono, que quedó colgado del cable balanceándose con movimiento pendular.

Luego, las manos de Tom soltaron el cuerpo, que cayó al suelo como una marioneta a la que cortan todos sus cordelitos de un tijeretazo.

Tom sonrió, satisfecho de su obra. Con la punta de un zapato volvió cuidadosamente hacia la pared el rostro de su mujer, que había quedado boca arriba mostrando el poco agradable espectáculo de su lengua negruzca y sus desorbitados ojos.

Después, colgó el teléfono en la horquilla y sacó un pañuelo del bolsillo para enjugarse el sudor de la frente.

Tuvo de pronto una idea, y se agachó para limpiar con el mismo pañuelo el cuello de Penny.

«Por si las moscas —pensó—, y por si las huellas».

Varios relámpagos, seguidos de sus correspondientes truenos, dieron a la macabra escena la debida ambientación.

Tom seguía sonriendo un poco más tarde, cuando descolgó el teléfono para marcar el número de la policía. Pero cuando le contestaron se puso repentinamente serio, para cargar su voz de fingidos matices dramáticos:

—¿Oiga?… ¿Es la policía? —dijo con exagerada angustia—… ¡Vengan en seguida!… ¡Mi mujer!… ¡Han asesinado a mi mujer!… ¡Es horrible!… Acabo de llegar a mi casa. El ventanal que da al jardín estaba abierto… La encontré en el suelo… ¡Muerta!… ¡Estrangulada!… ¡Vengan pronto, por favor!… ¿Cómo quiere que me calme, si acabo de verla así?… Me llamo Tom Hardy… Vivo en la calle Denvers, número diez… Cerca del río, sí. Junto a la fábrica Collins… ¿Cómo?… ¿Que si oí la radio? No. ¿Por qué?… ¡Dios mío! ¿Dice usted que le vieron en este barrio?… ¡Pues entonces ha sido él! Porque la han estrangulado… ¡Dense prisa! Quizás ande por aquí cerca todavía… No, descuide: no tocaré nada… Adiós.

Al colgar, terminada aquella farsa, la sonrisa volvió a los labios de Tom. Pero durante unos segundos nada más. Porque mientras hablaba por teléfono, de espaldas al sillón y al ventanal abierto, no vio que había entrado un hombre procedente del jardín. Un hombre pálido y sin afeitar; sus manos, grandes y vigorosas, hicieron honor, una vez más, en el cuello de Tom, al título que le habían dado los periódicos: «El estrangulador de Sussex».