ARMAGEDON
Goddard, ministro de Energía Nuclear, se había puesto bruscamente de pie y miraba alternativamente a Haze-Gaunt y al Cerebro Microfílmico.
—¿El Cerebro… Kennicot Muir? ¡Imposible!
Phelps, de Vías Aéreas, se aferraba a los brazos de la silla; las uñas de sus dedos blancos y temblorosos se rompían bajo la presión.
—¿Por qué dice usted que es imposible? —gritó—. ¡Es él quien debe responder a esa pregunta!
Keiris tragó saliva, sumida en un éxtasis de angustia. Había precipitado algo para lo cual el Cerebro no estaba, quizá, preparado. Al recordar su pregunta no podía hallar más motivos para formularla que su intuición femenina. Pero Haze-Gaunt estaba equivocado, sin lugar a dudas. Era obvio que el Cerebro no podía ser su esposo. Tenían más o menos el mismo físico, pero allí terminaba toda semejanza. ¡Caramba, ese hombre era… feo! Pero dirigió a Haze-Gaunt una mirada furtiva y perdió parte de su certidumbre.
Sólo el Canciller, en medio del grupo, parecía completamente sereno. Estaba tranquilamente recostado en su silla de terciopelo, con las largas piernas cruzadas en fácil elegancia. Su perfecta confianza parecía decir: «Estoy seguro de la respuesta y he tomado precauciones extraordinarias».
Para Eldridge la situación se iba tornando insoportable.
—¡Contesta, maldito! —gritó, sacando la pistola.
Haze-Gaunt le detuvo con un gesto irritado.
—Si es Muir tiene también armadura de Ladrón. Deje ese juguete y siéntese.
Y agregó, volviéndose hacia el Cerebro:
—El mero hecho de que te demores es bastante expresivo, pero ¿qué piensas ganar con eso?, ¿unos instantes de vida?
Torció los labios en una sutilísima burla y concluyó:
—¿O acaso el hombre mejor informado del sistema solar no conoce su propia identidad?
El tarsioide de Haze-Gaunt, temblorosamente aferrado al hombro de su amo, lanzó unos débiles quejidos en dirección al Cerebro, que no había cambiado de posición. Tenía los brazos apoyados en los soportes de la silla, como siempre; Keiriss creyó verle la calma de siempre. Pero Haze-Gaunt gozaba de un modo casi sensual su victoria sobre el hombre que más odiaba, con el cual había luchado durante casi una generación; para él había algo más en ese hombre.
—Ante nosotros, señores —observó, ceñudo—, a pesar de toda su aura de sabiduría, tenemos un animal asustado.
—Sí, estoy asustado —dijo el Cerebro con voz clara y fuerte—. Mientras nosotros jugamos a las escondidas con la identidad, la civilización Toynbee Veintiuno se tambalea bajo un golpe mortal. Si no se hubiera prohibido cualquier interrupción a esta conferencia, ustedes, señores ministros, sabrían que la Federación Oriental declaró la guerra a América Imperial hace ochenta segundos.
«¡Qué magnífica fantochada!», pensó Keiris, en desesperada admiración.
—Señores —dijo Haze-Gaunt, mirando a su alrededor—, confío en que todos ustedes aprecien esta última sutileza del Cerebro. El enigma de su identidad se pierde súbitamente en la excitación despertada por gigantescas, pero ficticias conjeturas. Creo que ahora podemos volver a mi pregunta.
—Pregunten a Phelps qué le ha dicho su receptor oculto —indicó fríamente el esclavo.
Phelps pareció sentirse incómodo. Al cabo murmuró:
—El Cerebro está en lo cierto, sea quien sea. Tengo un audífono que también incluye un aparato de radio. Lo que ha dicho es verdad: la Federación Oriental nos ha declarado la guerra.
Se hizo un extraño silencio. Finalmente Haze-Gaunt expresó:
—Obviamente eso lo cambia todo. El Cerebro será puesto bajo arresto para un interrogatorio más profundo. Mientras tanto es una pérdida de tiempo que el consejo permanezca aquí. Todos ustedes tienen órdenes fijas para esta contingencia. Ha llegado el momento de llevarlas a cabo. Nos mantendremos unidos.
Se levantó. Keiris, al relajarse, puso toda su voluntad en no perder el sentido. Los ministros salieron apresuradamente; sus pasos, sus nerviosos murmullos, se perdieron por el peristilo. Las grandes puertas de bronce de los ascensores se cerraron con estruendo, Haze-Gaunt se volvió bruscamente y tomó asiento. Sus ojos duros volvieron a fijarse en la cara desfigurada, pero serena, que seguía en el interior de la cúpula. Keiris aceleró el ritmo de su respiración: aquello no había terminado, sino que recién comenzaba.
El Cerebro parecía perdido en su meditación, indiferente por completo a la probabilidad de su muerte inminente. Haze-Gaunt extrajo una especie de pistola de un bolsillo, diciendo con suavidad:
—Esto es una pistola de dardos envenenados. Ese proyectil puede penetrar fácilmente en tu coraza plástica; bastará con que te haga un leve rasguño. Quiero que me hables de ti; tienes mucho que decirme. Puedes empezar ahora mismo.
Los dedos del Cerebro tamborilearon indecisos en el brazo de la silla. Cuando al fin levantó la vista no fue hacia su verdugo, sino hacia Keiris. A ella le habló.
—Cuando su esposo desapareció, hace diez años, le indicó que se mantendría en contacto con usted por mi intermedio. Por entonces yo era un mísero número de feria. Sólo en años recientes he tenido acceso a la vasta información que me ha conducido a esta situación de importancia.
—¿Puedo interrumpir? —murmuró Haze-Gaunt—. El Cerebro Microfílmico original, aquel pobre hombre de la feria, se parecía notablemente a ti. Pero ocurre que murió hace diez años en el incendio de un circo. Oh, admito que esas quemaduras tuyas son auténticas. En realidad te desfiguraste deliberadamente las facciones. Y ahora que he corregido el informe, te ruego que continúes.
Keiris observó, horrorizada, llena de fascinación, que el Cerebro se humedecía los labios resecos para proseguir:
—Esto significa que mi disfraz ha fracasado. Pero hasta ahora, según creo, nadie sospechó mi verdadera identidad. Lo extraño es que no me hayan descubierto hace tiempo. Pero continuemos. Por intermedio de Keiris proporcioné informaciones vitales a la Sociedad de Esclavos, de la cual esperaba que acabara por derribar esta administración corrupta para salvar a nuestra civilización. Pero sus gallardos esfuerzos no han servido de nada. Una minoría, por brillante que sea, no basta para reformar una sociedad desintegrada en una sola década.
—¿Admites, entonces, que te hemos derrotado, y también a tu tan mentada Sociedad? —preguntó fríamente Haze-Gaunt.
El Cerebro le clavó los ojos.
—Hace media hora di a entender que Alar había alcanzado una semidivinidad. El hecho de que ustedes me hayan derrotado o no, así como a mi «mentada Sociedad», depende de la identidad que corresponda a esa inteligencia que hemos estado llamando Alar.
—No te escondas detrás del palabrerío —le espetó Haze-Gaunt.
—Tal vez me entienda usted si lo expreso de otra manera. En el Dromo Central de los Laboratorios Espaciales está la T-22, recién terminada, lista para partir en su viaje de inauguración. Hace cinco años, como todo el mundo sabe, una nave espacial al rojo-blanco se estrelló en el río Ohío. La policía fluvial descubrió entonces algunas cosas llamativas: las partes metálicas de la nave eran de composición idéntica a las aleaciones que Gaines y yo habíamos preparado para la T-22.
»¿Acaso se trataba de una raza vecina que trataba de llegar a nuestro sol? Esperamos a que aparecieran nuevas pruebas; surgieron al día siguiente, cuando apareció un hombre vagabundo por la ribera, aturdido, casi desnudo, con un libro encuadernado en cuero. Ese libro tenía impresas en oro las palabras “T-22, Bitácora”. En la cabina del piloto de la T-22 hay uno exactamente igual.
—Tu historia es muy interesante —dijo Haze-Gaunt—, pero tendrás que abreviarla. Quiero información, auténtica información, no un cuento de hadas.
Levantó la pistola, mientras el tarsioide huía entre chillidos, bajando por su espalda.
—Ese hombre era Alar, el Ladrón —dijo el Cerebro—. ¿Quiere usted que prosiga o prefiere matarme ahora mismo?
Haze-Gaunt vaciló; finalmente bajó el arma y ordenó:
—Prosigue.
—Mantuvimos a Alar bajo observación en los alojamientos de dos Ladrones, que ya han muerto. No dejábamos de contemplar la posibilidad de que fuera un espía enviado por usted. Gradualmente fui comprendiendo cuál era su verdadera identidad, a medida que descartaba las explicaciones imposibles.
»Analicemos los hechos. Hace cinco años aterrizó aquí una nave idéntica a la T-22. Empero ésta partirá en su vuelo inaugural dentro de quince minutos. Dejando a un lado cualquier otro hecho y todas las teorías involucradas en esto, la verdad es que esa nave comenzará a avanzar hacia atrás en el tiempo en cuanto despegue y así seguirá su marcha hasta que se estrelle… ¿o debería decir “se estrelló”? cinco años atrás.
»El hombre que se tranformará en Alar por medio de una respuesta geotrópica o por cualquier otro medio, a quien llamaremos X; subirá a la T-22 en pocos minutos con un compañero desconocido; los dos serán transportados en la nave a una velocidad superior a la de la luz; eso requiere que se avance hacia atrás en el tiempo; por lo tanto, cuando X traiga a la T-22 de regreso a la Tierra, aterrizará cinco años previos al momento de la partida. Reaparecerá bajo la forma de Alar, por lo que será irreconocible como X.
Haze-Gaunt dirigió al Cerebro una mirada ceñuda.
—¿Quieres hacerme creer que alguien partirá esta noche en la T-22, viajará hacia atrás en el tiempo, se estrellará en el río Ohio hace cinco años y llegará a la costa bajo la forma de Alar?
El Cerebro asintió.
—Fantástico —murmuró el canciller—; sin embargo hay en todo eso cierta posibilidad. Supongamos por un momento que te creo. ¿Quién es la persona que subirá a la T-22 para convertirse en Alar?
—No estoy seguro —replicó el Cerebro—. Indudablemente es alguien que está en la zona metropolitana, puesto que la T-22 partirá en diez minutos. Podría ser… usted.
Haze-Gaunt le lanzó una mirada dura y calculadora. Keiris se sentía aturdida. ¿Haze-Gaunt, convertido en Alar? ¿Explicaba eso el hecho de que ella creyera reconocer al Ladrón? Pero su intuición rechazaba esa posibilidad.
—Sin embargo…
—Esa hipótesis se torna realmente fascinante si examinamos tus relaciones con Alar —observó el Canciller—. Hace sólo unas semanas tú mismo, con excesiva modestia, nos advertiste que Alar era el hombre más peligroso para el gobierno Imperial. Escapó varias veces, pero fuiste tú el que nos dijo siempre dónde hallarlo; en todas esas oportunidades estuvimos muy cerca de eliminarlo gracias a la información que tú nos diste. Podríamos deducir, con bueno motivos, que Alar es tu más acerbo enemigo personal, categoría en la que yo podría estar incluido (como Alar, por supuesto), de no ser por un grave obstáculo: no tengo intenciones de subir a la T-22. Por lo tanto no soy yo tu X, y tus motivos para perseguir a Alar permanecen sin explicación. Te recomiendo que seas explícito.
Y volvió a levantar el arma. El Cerebro repuso:
—Para enseñar a los niños a nadar, el método antiguo aconsejaba arrojarlos al agua.
Haze-Gaunt lo miró agudamente.
—Es decir, ¿deseabas hacer que Alar desarrollara sus facultades, poniéndolo ante la necesidad de descubrirlas o morir? ¡Sorprendente método pedagógico! Pero ¿qué te hizo suponer que poseía esas facultades en estado latente?
—Durante mucho tiempo lo pusimos en duda. Alar parecía un hombre común, con excepción de un detalle: el ritmo de su corazón. El doctor Rayen informó que los latidos se aceleraban hasta alcanzar un promedio de 150 pulsaciones por minuto, cosa nunca vista en los anales de la medicina, en momentos de peligro. Acabé por suponer que si Alar era homo superior esa superioridad estaba en latencia. Era como un niño adoptado por una manada de animales salvajes.
»A menos que se viera obligado a comprender su origen superior estaría condenado a andar en cuatro patas, metafóricamente hablando, por el resto de su vida. Sin embargo, si yo lograba erguirlo sobre los pies, tal vez entonces pudiera señalarnos el camino para salir de esta devastación en la que nos estamos hundiendo en este preciso instante.
»Por eso me vi forzado a actuar hace unas seis semanas, al ver que ustedes iban a fijar la fecha para la Operación Finis; tal vez era prematuro, pero lancé sobre él una violenta persecución que lo obligó a desarrollar una extraordinaria habilidad fótica: era capaz de proyectar una escena tal como nosotros proyectamos una diapositiva.
»Más tarde, bajo el estímulo del dolor estático, hábilmente administrado por Shey, trabó contacto con el eje cronológico de su cuerpo cuatridimensional. Lamentablemente no podía viajar en el tiempo sin ese estímulo, y no puedo culparlo por no someterse voluntariamente a la experiencia. Sin embargo era una habilidad que debía desarrollar por repetición, tal como nosotros aprendemos a hablar. Estoy seguro de que finalmente volvió a usarla en el momento de morir, allá en el Solario Nueve.
»A continuación encaminé a Alar hacia la luna, donde debía aprender algo sobre sí mismo y sobre el vuelo T-22. Después hice que viajara hasta la estación solar, con Shey y Thurmond pegados a sus talones. Tenía que surgir triunfante de esa situación; en completa conciencia de su superioridad y de la misión que le correspondía. La alternativa era la muerte. No le di otra salida.
Haze-Gaunt se levantó para caminar por el suelo de piedra, mientras su mascota parloteaba asustada, saltándole de un hombro al otro.
—Te creo —dijo al fin—. No me extraña que no pudiéramos matar a Alar. Por otra parte también tú debes admitir la derrota, pues tal parece que tu protegido te ha abandonado, a ti y a tu causa.
—Usted no me ha comprendido —dijo secamente el Cerebro—. Alar ha muerto.
Por un instante cayó sobre la habitación un asombrado silencio, quebrado inmediatamente por dos exclamaciones simultáneas:
—¡Bien! —estalló Haze-Gaunt…
Mientras tanto la señora Haze-Gaunt había gritado:
—¡No!
Keiris se hundía lentamente en la silla, terriblemente pálida, con dos profundos círculos oscuros bajo los ojos. El Cerebro había predicho el destino de Alar, pero ella no había logrado aceptarlo como cosa hecha. Ni por un instante se le ocurrió que el esclavo pudiera estar equivocado. No, era verdad. Y aunque esa horrible certidumbre la destrozaba por completo aún no podía captar el hecho desnudo e irrefutable de que él estuviera muerto. Alar no podía haber desaparecido para siempre de su vida. No, no podía haberse marchado, jamás lo haría. Eso debía ser verdad. El Cerebro había dicho… ¿cómo era?: «Alar ha alcanzado una semidivinidad». En ese caso no había conflicto. Alar había muerto y vivía. Aun perdiendo la vida había triunfado. Y aunque ella no lo comprendía del todo, a sus mejillas volvió a asomar un poco de color.
Haze-Gaunt no le prestaba la menor atención. Se había permitido una amplia sonrisa, golpeando el puño cerrado contra la palma de la otra mano. En seguida retomó su sobriedad y azuzó el Cerebro, que lo observaba desde su asiento, imperturbable.
—Eso significa que tu protegido no te ha abandonado —comentó, con cierta irritación—. Ha muerto, eso es todo. La situación no te permite mucha confianza con respecto a tu propio éxito.
Fuera se oyó el ruido de un ascensor al abrirse y cerrarse nuevamente. En seguida fue un ruido de pies que corrían en forma vacilante. Era Eldridge, el ministro de Guerra. Traía el uniforme en desorden, con manchas de transpiración en el cuello y en las sisas. Los ojos inyectados en sangre se destacaban notablemente en el rostro ceniciento.
Haze-Gaunt lo sujetó en el preciso momento en que caía.
—¡Hable, estúpido! —gritó, sujetándolo por los sobacos para sacudirlo.
Eldridge se limitó a poner los ojos en blanco y a abrir la boca un poco más. El Canciller lo dejó caer y le asestó un puntapié en el estómago, arrancándole un débil gemido.
—Lo que ese hombre trataba de decir —indicó el Cerebro— es que el radar de la costa ha detectado grandes flotillas de cohetes dirigidos hacia el oeste. Esta zona estará destruída por completo dentro de cinco minutos, hasta una profundidad de varios kilómetros.
En el largo silencio que siguió a esa revelación no se movió un músculo en el rostro del Canciller. Hasta el tarsioide parecía petrificado. Keiris pensó por un momento:
—Parecen gemelos…