XIX

MUERTE INMINENTE

—Hace una hora —dijo el Cerebro Microfílmico— sus excelencias los ministros imperiales presentaron un notable interrogatorio, con la inusitada exigencia de que yo proporcionara respuestas satisfactorias antes del alba. De lo contrario se me daría muerte.

Keiris, sentada entre el grupo con los tobillos atados, observó los rostros que la circundaban. Algunos estaban sombríos; otros, nerviosos, otros, impertérritos. Todo el consejo se había hecho presente, con excepción de Shey y Thurmond. Haze-Gaunt, con su gemebundo tarsioide en el hombro, observaba con ojos hundidos al hombre de la cúpula transparente. Hasta Juana-María estaba allí, contemplando los acontecimientos desde su silla de ruedas, con lánguida curiosidad.

—Esas preguntas son las siguientes —entonó el Cerebro Microfílmico—, primera: ¿lograron Shey y Thurmond matar a Alar, el Ladrón? En caso afirmativo, ¿por qué no se ha sabido de ellos? Segundo: ¿puede iniciarse la Operación Finis con razonables esperanzas de éxito, aun cuando la cuestión de Alar permanezca sin resolver? Estas dos preguntas fueron sometidas por todos los miembros del consejo, según creo. La tercera pregunta, «¿Está vivo Kennicot Muir?», proviene del Canciller, individualmente.

Un helado cosquilleo trepó por la espalda de Keiris. ¿Acaso el Cerebro sabía realmente cuál había sido el destino de Kim… y el de Alar?

El hombre de la cúpula hizo una breve pausa, bajó su cabeza desfigurada y volvió a mirar hacia el círculo de caras que lo rodeaba.

—Estoy en condiciones de responder a esas preguntas. En primer término les diré que Shey y Thurmond han muerto como consecuencia de sus respectivos intentos de eliminar a Alar. Segundo: el éxito o el fracaso de la Operación Finis ya no depende de la vida o muerte de Alar, sino de un factor ajeno que nos será revelado en pocos minutos. Por lo tanto las primeras dos preguntas tienen una respuesta categórica. Sin embargo, la que se refiere a la existencia o inexistencia de Alar o Muir sólo se puede responder en términos de probabilidades no aristotélicas.

»Con la excepción de Su Majestad Imperial, todos ustedes han llevado una vida aristotélica, convencidos de que x es a o no a. Esa educación convencional los ha limitado a una clasificación silogística, aristotélica, bidimensional y plana.

—No entiendo —dijo Eldridge, el ministro de Guerra, secamente—. ¿Qué es una definición planar y qué tiene eso que ver con la existencia de… de bueno, de Muir o de Alar?

—Abran sus cuadernos para hacer dibujos —dijo la voz burlona y seca de Juana-María, que acercaba ya su silla a motor al ministro.

Éste sacó del bolsillo un anotador encuadernado en cuero, con expresión vacilante.

—Dibuje un círculo en el medio de la página —indicó Juana-María.

El confundido militar obedeció, mientras los ministros más próximos estiraban el cuello para ver mejor.

—Ahora veamos la pregunta. ¿Está vivo Alar? Como aristotélico que usted es, tendrá en cuenta sólo dos posibilidades: o está vivo o no lo está. Por lo tanto, puede escribir «vivo» en el círculo y «muerto» en el espacio exterior a él.

«Vivo» más «muerto» dan el total de lo que los aristotélicos llaman «categoría universal». Adelante, escríbalo.

La voz prosiguió, irónica:

—Pero la parte «muerto» de la página, no lo olvide, tiene una definición puramente negativa. Sabemos qué no es, pero no qué es. Si hay otras condiciones de existencia distintas de las que conocemos estarán incluidas en esa parte de la página. Las dudas son infinitas. Además esa hoja de papel es considerable también como una mera sección transversal de una esfera circundada por el infinito. Por encima, por debajo y a través de ella hay otras secciones transversales de la misma esfera en número infinito. Eso significa que, al intentar reducir un problema a dos únicas alternativas, se lo dota de infinitas soluciones.

La cara de Eldridge había adoptado una expresión de tozudez:

—Sin intenciones de faltarle al respeto, señora, ¿me permite sugerirle que esas consideraciones son meras teorías académicas? Sostengo que esos dos enemigos del Imperio están vivos o muertos. Si están vivos deben ser capturados y eliminados. Con su permiso, Su Majestad, reduciré la pregunta sometida al Cerebro a una sola proposición:

Y se dirigió fríamente al hombre sentado bajo la cúpula:

—Alar, el Ladrón, ¿está vivo?

—Contéstale si puedes, Cerebro —dijo Juana-María, con gesto cansado de su mano marchita.

—En términos no aristotélicos —replicó la Mente—. Alar está vivo. Sin embargo carece de existencia en una hipótesis aristotélica planar, tal como la entiende Marshal Eldridge. Es decir, en este momento no hay en el sistema solar una persona que presente las huellas dactilares y el esquema capilar del ojo que figuran en los archivos policiales bajo el nombre de Alar.

—¿He de suponer que lo mismo puede aplicarse a Kennicot Muir? —preguntó Haze-Gaunt.

—No exactamente. La identidad de Muir es más difusa. Si la vemos con la clásica lógica de Eldridge, Muir debería ser considerado como más de un hombre. En términos no-aristotélicos, Muir parece haber desarrollado cierta movilidad a lo largo del eje cronológico.

—¿Podría existir bajo la forma de dos personas al mismo tiempo? —preguntó Juana-María con gran curiosidad.

—Es muy posible.

Keiris oyó que su propia voz, casi ahogada, inquiría:

—¿Es… está presente en esta habitación alguna de esas dos personas?

El Cerebro guardó silencio por largo rato. Al cabo volvió sus grandes ojos tristes hacia ella.

—La pregunta de la señora es sorprendente —dijo—, considerando que si su sospecha es correcta pondría en grave peligro a su esposo. Una encarnación de Muir, cuya existencia ha sido deducida por Su Majestad la emperatriz en el ejercicio de la lógica no-aristotélica, está presente aquí, aunque por el momento no quiera sernos visible.

Hizo una pausa y echó una mirada al radiocronómetro colgado a su izquierda, sobre la pared. Allá arriba, muy lejos de ellos, rompía el alba de un nuevo día: el 21 de julio de 2177.

—Sin embargo —continuó el Cerebro—, Muir también está presente en otra forma, completamente diferente, que sería satisfactoria incluso para Marshal Eldridge.

Los ministros intercambiaron una mirada sorprendida y cargada de sospechas. Al fin Eldridge se levantó de un salto, gritando:

—¡Señálalo!

—El ministro de Guerra —observó Haze-Gaunt— es muy ingenuo si cree que el Cerebro descubrirá a Kennicot Muir ante esta asamblea.

—¿Eh? ¿Cree usted que tendrá miedo de nombrarlo?

—Tal vez sí, tal vez no. Pero veamos qué se consigue con una pregunta bien directa y específica.

Se volvió hacia el Cerebro y preguntó con suavidad:

—¿Puedes negar que tú mismo eres Kennicot Muir?

Los ojos aturdidos de Alar observaban el pirómetro, cuya aguja iba trepando lentamente por la escala, registrando la caída de la estación hacia el centro mismo de la mancha solar: 4560, 4580, 4600… Cuanto más profundidad alcanzaba, mayor era la temperatura. Naturalmente, jamás alcanzaría el centro del sol. El ojo de la mancha se reduciría probablemente a la nada en unos mil quinientos kilómetros, cuando llegara a una región lo bastante profunda como para que su temperatura fuera de varios millones de grados. El sistema de refrigerador del solario podía soportar un límite máximo de 7000.

Cabían varias Posibilidades. El vórtice de la mancha podía prolongarse hasta muy cerca del centro solar, donde la temperatura subiría a unos veinte millones de grados. Pero aunque se mantuviera por debajo de los 7000 (cosa imposible) la estación acabaría por estrellarse contra la enorme densidad del centro y se tornaría incandescente.

Pero ¿si el vórtice no se extendía hasta ese núcleo increíblemente ardoroso, sino que, como era más probable, se originaba sólo a unos pocos miles de kilómetros de profundidad? Alar escupió una bocanada de sangre y calculó con rapidez. Si la mancha tenía 24 000 kilómetros de profundidad la temperatura del vértice del cono no llegaría a los 7000 grados. Si la estación pudiera descender suavemente hasta posarse allí le sería posible sobrevivir durante varias horas antes de que la pesada planta acabara por hundirse a mayor profundidad, hasta alcanzar una temperatura intolerable. Pero su descenso no sería suave; caía ya con una aceleración de veintisiete gravedades, y probablemente llegaría al fondo del cono a una velocidad de varios kilómetros por segundo, a pesar de la viscosidad que presentaban los gases de la mancha. Todo se desintegraría instantáneamente en torno a Alar.

Sintió que los almohadones de la silla empujaban contra su espalda y que los brazos metálicos estaban mucho más calientes. Tenía la boca seca y la cara mojada. En ese momento recordó la provisión del capitán Andrews. Puesto que no tenía nada que hacer por el momento obedeció al súbito capricho. Se levantó, estiró el cuerpo y se encaminó hacia el gabinete refrigerado. En cuanto abrió la puertecilla sintió contra la cara sudorosa una súbita oleada de aire fresco, inspirándole un pensamiento irracional ¿por qué no acurrucarse en aquella reducida caja y cerrar la puerta? Lo absurdo de la idea le hizo reír entre dientes.

Sacó una botella de espuma y se la exprimió en la boca. La sensación era muy agradable. Con los ojos cerrados pudo imaginar al capitán Andrews ante él, diciéndole: «Es fría, y eso ya es bastante en un sitio como éste».

Guardó la botella y cerró nuevamente: la puerta. «¡Qué gesto inútil!», se dijo. La situación parecía totalmente irreal. Keiris le había advertido…

Keiris.

¿Acaso sentía ella, en aquel preciso instante, lo que él estaba enfrentando?

Sus propios pensamientos le arrancaron un resoplido. Volvió a su silla, pensando en todo aquello. ¿A qué se enfrentaba, exactamente? Había varias posibilidades, por cierto, pero sus condiciones eran idénticas: una larga espera; tras la cual sobrevendría la desaparición instantánea e indolora. Ni siquiera podía contar con algún sufrimiento prolongado e insoportable que le lanzara por el eje del tiempo, tal como le había ocurrido en el cuarto de torturas de Shey.

En ese momento percibió un zumbido bajo y hueco; al fin comprendió que eran las pulsaciones de sus propias sienes. El corazón le palpitaba a tal velocidad que ya no había latidos separados; aquello indicaba que había alcanzado los doce mil por minuto, frecuencia inferior al espectro auditivo. Estuvo a punto de sonreír: en el umbral de la catástrofe que Haze-Gaunt estaba por lanzar sobre la Tierra, aquella frenética preocupación del subconsciente por su propia supervivencia parecía súbitamente divertida.

Fue entonces cuando notó que el cuarto estaba ligeramente inclinado. Eso no era posible a menos que el gigantesco giróscopo central estuviera aminorando la marcha. El giróscopo debía mantener la estación en posición correcta a pesar de las más violentas fáculas y de los tornados más notables. Sin embargo, una ligera mirada al panel de controles indicó que nada malo ocurría con el gran estabilizador. Pero el pequeño giróscopo de la brújula estaba girando lentamente, en una forma muy extraña, pero familiar, que reconoció inmediatamente: el eje de la estación se estaba inclinando hacia fuera de su dirección vertical y rotaba en torno a su antiguo centro siguiendo una dirección en cono. El solario había tomado un movimiento en precesión, y eso significaba que alguna fuerza titánica y desconocida estaba tratando de invertirlo contra la valiente resistencia del gran giróscopo central.

De cualquier modo, era una batalla perdida.

Por un instante imaginó la gran estación vuelta sobre sí, como una tortuga, en lenta y poderosa grandeza. El antigravitatorio a muirio instalado en la parte superior, que en ese momento contrarrestaba 26 de las 27 Gs del sol, pronto estaría por debajo, sumándose a esas 27 Gs. Aplastado por aquellas 53 Gs, Alar pesaría aproximadamente cuatro toneladas. La sangre manaría por todos los poros de su cuerpo exprimido y deshecho, para esparcirse en un delgada capa por sobre toda la cubierta.

Pero ¿cuál era esa fuerza que pugnaba por invertir el solario?

Los pirómetros indicaban temperaturas de convección casi idénticas a los lados, en la parte superior y en el fondo de la estación: alrededor de 5200 grados. El calor de radiación a los costados y en el fondo de la planta era de unos 6900 grados, como cabía esperar. Pero los pirómetros que median la radiación recibida por la parte superior de la estación (que no debía exceder los 2000 grados, puesto que la superficie sólo recibía la de la delgada fotosfera) alcanzaba la increíble cifra de 6800.

La estación debía estar totalmente sumergida en el sol; así lo probaba la radiación uniforme de los lados. Sin embargo aún estaba en el vórtice de la mancha solar, como lo indicaban las corrientes mucho más frescas que la bañaban.

Había sólo una explicación posible: el vórtice de la mancha debía estar regresando a la superficie solar a través de un gigantesco tubo en forma de U. Todo lo que bajara por un brazo del tubo ascendería lógicamente por el otro brazo en forma invertida. Y ese tubo en forma de U explicaba finalmente por qué todas las manchas se producían en parejas y eran de polaridad magnética opuesta. El vórtice ionizado rotaba en direcciones opuestas en cada uno de los brazos.

Si el giróscopo central vencía al torbellino, la estación podría, tal vez, emerger por el otro brazo hacia la mancha gemela. En ese caso tal vez Alar pudiera llevar el solario hasta un lugar seguro de la penumbra… siempre que el pulmón perforado le permitiera vivir hasta entonces. Después, las gigantescas cámaras de almacenamiento se llenarían de muirio y el sintetizador comenzaría a arrojar nuevamente al sol aquella mortal materia, causando una dantesca explosión.

De cualquier modo, aun cuando hallaran la estación durante ese intervalo, no habría rescate. El descubrimiento estaría a cargo de los vehículos imperiales y la policía se limitaría a mantener el solario bajo observación hasta el final.

Alar, caviloso, permaneció en la silla del operador durante largo rato, hasta que el suelo, cada vez más inclinado, amenazó con expulsarlo del asiento. Se levantó entonces, pesadamente; aferrándose a las barandillas recorrió toda la longitud del panel hasta llegar a donde estaban las enormes llaves de conexión. Allí abrió el mecanismo de seguridad del gran giróscopo central y lo arrancó en medio de una flamígera y siseante protesta. La cubierta comenzó inmediatamente a vibrar bajo sus pies; la inclinación del suelo, cada vez más pronunciada, le hizo difícil el permanecer erguido.

El cuarto giraba vertiginosamente en su torno. Alar enlazó con una soga la llave principal que manejaba las escotillas exteriores de los depósitos. Después se ató el otro extremo a la cintura. Cuando la estación quedara invertida él caería hacia la otra pared del cuarto y la soga atada a su cuerpo abriría las escotillas. Todo el muirio acumulado se disolvería en su materia original y la estación se convertiría bruscamente en un gigantesco cohete espacial; al menos teóricamente debía lanzarse por el brazo ascendente de la U a una velocidad inimaginable.

Cualquier ser humano moriría instantáneamente. Empero, si Alar no era humano podría sobrevivir a la fantástica aceleración inicial y acompañar a la estación hacia las negras profundidades del espacio.

La cubierta se había convertido casi en una pared vertical. El giróscopo debía haberse detenido y ya no había forma de regresar. Por un momento lamentó su decisión.

Siempre un poco más. Había vivido cinco años mediante ese método, pero ya no servía. Con la cara chorreante de sudor, resbalando, inclinándose, se aferró locamente a los lisos mosaicos de acero que formaban la cubierta. Ésta se lanzó en su dirección para convertirse en techo. Al fin Alar cayó erguido sobre lo que hasta hacía pocos minutos era el cielorraso; allí quedó, aplastado bajo las 53 gravedades, imposibilitado hasta de respirar; la conciencia se le escapaba velozmente.

Supo vagamente que la cuerda había abierto las bodegas de muirio antes de romperse bajo el enorme peso de su cuerpo. Los fragmentos astillados de las costillas, ya quebradas, le habían perforado el corazón. Estaba en agonía.

En aquel instante estalló el muirio. Cuatro mil toneladas de la sustancia más energética descubierta por el hombre sucumbieron en milésimas de segundo, convirtiéndose en una titánica lluvia de radiación.

Alar no tenía ya sensación alguna de dolor, de movimiento, tiempo o sensación física. Nada. Pero no importaba. A su modo estaba aún muy vivo. Alar había muerto.

Sin embargo sabía quién era y cuál sería su destino.