FINAL DEL DUELO
Pocas horas más tarde lo despertó su corazón, lanzado en veloz carrera. Se levantó de la litera con el oído alerta, pero nada se oía aparte del omnipresente rugir de los gases frenéticos en el exterior de la estación.
Tras vestirse apresuradamente se dirigió a la puerta que daba al corredor y miró hacia la sala. Estaba vacía. Era extraño; por lo común se veían al menos dos o tres hombres ocupados en alguna tarea vital. Mientras tanto sus palpitaciones habían trepado a ciento ochenta por minuto.
Decidió dejarse guiar por su infalible olfato para el peligro. Salió bruscamente al corredor y se dirigió hacia el cuarto de Shey. En un momento estuvo ante su puerta. No se oía ruido alguno. Llamó con los nudillos, pero no hubo respuesta. Volvió a llamar. ¿Por qué no respondía el psicólogo?
Le pareció oír un sigiloso movimiento en el interior del cuarto. Su pulso llegaba ya a ciento ochenta y cinco y seguía trepando. Agitó inquieto la mano derecha. ¿No convendría volver a su cuarto para ceñir el sable? Contuvo el impulso de hacerlo: si había peligro en ese sitio, al menos se enteraría de algo. Por alguna razón le parecía que el sable no le serviría de nada. Echó una mirada a su alrededor: la sala seguía desierta.
En ese momento se le ocurrió la absurda idea de que era el único ser viviente a bordo. En seguida sonrió con amargura: su fértil imaginación se estaba desbocando. Tomó la falleba, la hizo girar con rapidez y entró a la habitación de un salto.
Allí, en la media luz, mientras el pulso rugía en su cuerpo a doscientos latidos por minuto, tomó conciencia de varias cosas.
La primera fue Shey; su rostro hinchado e insensato, enmarcado en rizos, lo miraba fijamente desde arriba, muy cerca de la lámpara que pendía en el medio de la habitación. La anormal protuberancia de los ojos se debía sin duda a la fina correa de cuero que se extendía desde entre los pliegues de su cuello hasta la saliente de la lámpara. A un lado de los pies se veía la mesa del proyector, tumbada en el suelo. El cuerpo se balanceaba suavemente frente a la pantalla cúbica.
Más allá estaba Thurmond, inmóvil en su asiento, fija en Alar su enigmática mirada. A cada lado del ministro había una Kades apuntada hacia el pecho del Ladrón. Los dos hombres parecían petrificados por la mirada del otro. Alar pensó en dos placas condensadoras con un cadáver por dieléctrico. Tenía la extraña sensación de formar parte de una proyección tridimensional, de que Thurmond lo miraría para siempre sin parpadear, de que estaba a salvo porque ninguna Kades puede disparar en las proyecciones tridimensionales.
El cuarto giró violentamente bajo los pies, sacudido por un potente torbellino de gases. Ambos sacudieron de aquella paralizada ensoñación. Thurmond fue el primero en hablar.
—Hasta ahora —dijo su voz seca y helada— las trampas que le hemos tendido estaban sujetas a la ecuación humana. En este caso ese factor no ha de operar en su favor. Si se mueve de esa posición las Kades se dispararán automáticamente.
Alar rió brevemente.
—Hasta ahora, cada vez que ustedes han tenido la seguridad de haber tomado todas las precauciones adecuadas para capturarme, han estado equivocados. Ya veo que el suicidio de su compañero ha sido un fuerte golpe para usted; de lo contrario no me habría puesto al tanto de mi posible destino. Al vanagloriarse de su trampa no hace más que buscar seguridad. Su confianza en mi muerte es más una esperanza que una certeza. Permítame sugerirle que las circunstancias involucran tanto peligro para usted como para mí.
Su voz expresaba una confianza que estaba lejos de sentir. Sin duda estaba circundado por artefactos detectores, tal vez condensadores o relés fotocelulares, que activarían las Kades. Si se lanzaba hacia su enemigo caería al suelo hecho cenizas.
Thurmond contrajo imperceptiblemente las cejas.
—Eso de que yo corro tanto peligro como usted es una fantochada evidente; usted morirá en cualquier circunstancia. Yo, en cambio, sólo tengo que preocuparme por los riesgos comunes de los solarios y por la interferencia de la tripulación. En este último aspecto he reducido la posibilidad al mínimo trasladando a Mercurio toda la tripulación, con excepción de quienes ocupan los puestos indispensables, es decir, el relevo de Miles. Han recibido órdenes de llamar a la Phobos y partir conmigo en cuanto yo regrese a la sala de reuniones, cosa que haré dentro de diez minutos.
Se levantó con un aire casi indiferente, esquivó la Kades más cercana y se deslizó lentamente a lo largo de la pared hacia la puerta que daba al corredor, sin pasar por el sector cubierto por las armas. Había demostrado una vez más por qué Haze-Gaunt lo había incluido en la manada de lobos. Cuando tenía dificultades para eliminar un obstáculo lanzaba sobre él fuerzas titánicas, sin preocuparse por el costo.
Era muy simple. No habría luchas ni combate personal, no se produciría ningún resultado inmediato. Sin embargo, en un período satisfactoriamente breve, Alar estaría muerto. No podía moverse sin poner en funcionamiento las dos Kades y no había nadie que pudiera liberarlo. El solario sería evacuado en pocos minutos. La estación, una vez abandonada por sus tripulantes, se deslizaría hacia el centro de la mancha solar mucho antes de que él sucumbiera a la fatiga.
La manada de lobos se mostraba dispuesta a perder una de sus seis valiosísimas fábricas de municiones a cambio de su vida. Empero… no era suficiente. El Ladrón apenas respiraba: acababa de recordar lo que Miles y Florez iban discutiendo por el corredor.
Thurmond había llegado ya a la puerta y hacía girar lentamente el pomo. Alar dijo:
—Su plan es totalmente seguro, salvo en un detalle bastante incomprensible, pero de suma importancia. Usted, indiferente a los principios toynbianos, no puede reparar en un factor tal como «autodeterminación en el seno de una sociedad».
El ministro de policía se detuvo por una breve fracción de segundo antes de atravesar el umbral. Alar prosiguió:
—¿Es usted capaz de entender un informe Fraunhofer? ¿Sabe operar un motor de eyector lateral? De lo contrario será mejor que desactive las Kades, porque le voy a hacer mucha falta, y muy pronto. No tendrá tiempo para llamar a la Phobos.
Thurmond, ya en el pasillo, vaciló por un instante. El Ladrón insistió:
—Si cree que la tripulación mínima a las órdenes de Miles está todavía ante los controles de la estación, será mejor que eche una mirada a su alrededor.
No hubo respuesta. Thurmond, al parecer, la creía innecesaria. Sus pasos se alejaron por la sala. Alar dirigió una mirada burlona a la cara amoratada y desorbitada de Shey y a las dos Kades.
—Volverá —dijo, cruzándose de brazos.
Sin embargo, al oír los pasos que regresaban con mucha más celeridad de la que llevaban al marcharse, la confirmación de sus sospechas con respecto a la tripulación de Andrews lo hundió en una profunda pesadumbre. De cualquier modo era inevitable. Nada podía salvarlos una vez echado el siete.
Thurmond entró rápidamente a la habitación.
—Usted estaba en lo cierto —dijo—. ¿Dónde se han ocultado?
—Están escondidos —replicó Alar, inexpresivo—, pero no como usted cree. Los diez estaban seguros de que morirían en este turno. Tenían una seguridad fatalista en el destino. Al regresar sanos y salvos con usted esa fe debía quedar abandonada, con la consiguiente desintegración mental y moral. Prefirieron la muerte. Probablemente hallará sus cadáveres en los depósitos de muirio.
Thurmond crispó los labios, acusándolo:
—Miente usted.
—Como carece de preparación en historia no puede llegar a otra conclusión. De cualquier modo tendrá que tomar una decisión con respecto a mí antes de que pasen uno o dos minutos. Hemos estado a la deriva en la zona de Evershed desde que entré a este cuarto. Le aconsejo que me suelte para que pueda probar los eyectores laterales. De lo contrario, déjeme aquí… y morirá conmigo.
La lucha interior era evidente en el ministro de policía. Su lealtad a Haze-Gaunt, o tal vez cierto inexorable sentido del deber, podían exigirle que Alar siguiera en la trampa, aun a costa de su propia vida. Al fin dijo, mientras jugueteaba pensativo con el pomo de su daga:
—De acuerdo.
Pasó por detrás de las Kades y apagó los contactos.
—Será mejor que se dé prisa —dijo—. Ahora no corre peligro.
—La espada y la vaina de Shey están sobre la mesa, junto a usted —indicó el Ladrón—. Alcáncemelas.
Thurmond se permitió una sonrisa mientras le alcanzaba el sable. Alar comprendió que planeaba matarlo en cuanto la estación estuviera nuevamente a salvo; importaba muy poco a la primera espada del Imperio que el Ladrón estuviera armado o no.
—Una pregunta —exclamó el Ladrón, mientras se sujetaba la vaina al cinturón—. ¿Vino usted en la Phobos junto con Shey?
—Vine en la Phobos, pero no con Shey. Dejé que él probara primero su plan.
—Y cuando fracasó…
—Me puse en acción.
—Una pregunta más —insistió Alar, imperturbable—. ¿Cómo hicieron usted y Shey para encontrarme?
—El Cerebro Microfílmico.
Era incomprensible. El Cerebro lo condenaba y lo entregaba alternativamente. ¿Porqué, porqué? ¿Podría saberlo algún día?
—Está bien —dijo lacónicamente—. Venga conmigo.
Juntos corrieron hacia los cuartos de control. Una hora después salían de allí sudando copiosamente. Alar se volvió para estudiar brevemente a su archienemigo, diciendo:
—Naturalmente no puedo permitir que usted llame a la Phobos mientras mi propia condición no esté en claro. No veo ninguna ventaja en demorar lo que desde nuestro primer encuentro era inevitable.
Y desenvainó su sable con fría deliberación, consciente de que su única esperanza consistía en impresionar a Thurmond con su mesurada confianza. El ministro de policía extrajo su propia espada con despectiva agilidad.
—Tiene usted razón. Debía morir de cualquier modo. Para salvar mi vida confié en su deseo de prolongar la propia. Ahora, ¡muera!
Como en las ocasiones anteriores en que se había visto frente a la muerte, el tiempo empezó a arrastrarse lentamente para el Ladrón. Estudió el fatídico grito de Thurmond y la simultánea estocada como si fueran parte de una filmación en cámara lenta. El movimiento de aquel hombre era el papel de un actor, algo que debía ser estudiado, analizado y sometido a una crítica constructiva, mediante palabras y gestos propios, bien organizados y armoniosamente tejidos.
No se preguntó qué clase de mente era la suya, que le permitía y le requería saber tales cosas: comprendía, simplemente, que el grito y la estocada de Thurmond no estaban encaminados a matarlo. La fleche de Thurmond era en apariencia línea alta a la derecha; si llegaba a destino debía atravesar el corazón y el pulmón derecho de Alar. Los expertos solían pararla con una tierce o una quinte, seguida por una estocada dirigida a la ingle del adversario.
Sin embargo el grito de Thurmond encerraba un elemento especulativo. Evidentemente esperaba que el Ladrón percibiera el engaño, comprendiendo que él había planeado un ataque mucho más intrincado, basado en la respuesta casi automática de Alar al golpe alto; puesto que éste era muy hábil con la espada, se esperaba que desbaratara la trampa mediante el simple recurso de entrechocar espadas para comenzar nuevamente.
Tal análisis del ataque era posible, con excepción de un detalle: Thurmond, nada afecto a correr peligros inevitables, no retiraría su espada, sino que extraería la daga del pecho para clavarla en la garganta, de su adversario. Y el Ladrón no podía apartar la daga y evitar la estocada al mismo tiempo.
Súbitamente todo estuvo terminado. Thurmond había saltado hacia atrás, con un malévolo resoplido, y la vaina del puñal giraba locamente en el aire a sus espaldas. Una línea roja se extendía rápidamente por el pecho del Ladrón. El ministro de policía soltó una risa despreocupada.
El corazón de Alar palpitaba a toda velocidad (imposible medirla), bombeando la sustancia vital por el tajo del pulmón, engañosamente pequeño. Nada de todo aquello se podía evitar. Su única salvación consistía en lisiar o desarmar a Thurmond sin pérdida de tiempo; así podría aún llamar a la Phobos y escapar bajo la protección del capitán Andrews, antes de sucumbir bajo la pérdida de sangre…
Naturalmente, su hábil adversario trataría de ganar tiempo. Lo observaría con atención, esperando reconocer la primera señal de vacilación, que tal vez fuera un leve resbalar del pulgar sobre la empuñadura, una estocada ligeramente violenta, una imperceptible tensión de la mano izquierda. Él lo adivinaría todo. Y tal vez ésa era la muerte reveladora que había predicho el Cerebro Microfílmico, aquella recóndita esfinge.
El ministro aguardaba, sonriente, alerta, soberanamente confiado. Esperaba que Alar reventara hasta la última fibra nerviosa para aprovechar al máximo los pocos minutos disponibles para una esgrima efectiva antes de perder el sentido. El Ladrón avanzó; su espada saltó como una flecha en una increíble finta, que fue parada con un movimiento despreocupado, casi filosófico. Su estudiada ambigüedad demostraba que Thurmond comprendía perfectamente la excelencia de su posición: con una buena defensa ganaría, sin correr riesgos.
Eso era cuanto Alar quería saber. En cuanto lo hubo averiguado dejó de improvisar el ataque para retroceder precipitadamente. Tosió y escupió un bocado de líquido salobre y caliente. Había dejado que el pulmón derecho se le llenara lentamente mientras aguardaba el momento preciso para lanzar la sangre. Y el momento era ése. Su adversario debía tomar la iniciativa y se vería obligado a exponerse.
Thurmond soltó una carcajada silenciosa y cerró con una traidora estocada hacia las piernas, seguida inmediatamente por un corte hacia el rostro, que el Ladrón paró a duras penas. Pero era evidente que el ministro no se esforzaba mucho. Podía lograr su propósito a tiempo sin hacer nada, o antes aún si lo prefería, con sólo obligar al Ladrón a un esfuerzo constante. Su único requisito era conservar la vida; Alar, en cambio, no podía limitarse a eso: además tenía que invalidar a su contrincante. Y su juramento como Ladrón le impedía intentar otra cosa.
No estaba desesperado, pero sentía todos los síntomas de la desesperación: la garganta cerrada, el leve estremecimiento de los nervios faciales, un invencible agotamiento.
—«Para evitar la captura o la muerte en una situación de factores conocidos» —citó Thurmond, burlonamente—, «el Ladrón introducirá una o más variantes nuevas, por lo general mediante la conversión de un factor de relativa seguridad en un factor de relativa incertidumbre».
En ese momento Alar penetró en las profundidades de aquella extraordinaria personalidad que comandaba las fuerzas de seguridad de un hemisferio entero. Era una inteligencia veloz y calculadora, que aplastaba toda oposición porque conocía a sus adversarios mejor de lo que ellos mismos se conocían; podía anticipar silenciosamente cada uno de sus movimientos y tenerles preparada una respuesta fatal.
Acababa de citarle textualmente el Manual de Combate de los Ladrones.
Alar bajó lentamente su espada.
—En ese caso —dijo— es inútil ofrecer mi espada en señal de rendición a fin de que usted extienda la mano izquierda para tomarla…
—… y usted pueda hacerme volar por sobre el hombro. No, gracias.
—O «resbalar» en mi propia sangre…
—… y atravesarme cuando yo me apresure a terminarlo.
—Sin embargo —retrucó el Ladrón— la filosofía de la conversión en seguridad no se limita a esos artificios obvios que acabamos de realizar. Se lo demostraré en breve.
Y torció la boca en un gesto sardónico. Pero sólo el esfuerzo más extremo y absurdo de su cuerpo ultraterrenal podía salvarlo. Más aún, para realizar su plan tendría que abandonar el sable y mantenerse fuera del alcance de Thurmond por un par de segundos. Su hoja se deslizó por sobre los mosaicos plásticos hacia Thurmond, que dio un paso atrás, evidentemente sorprendido. Al fin apretó la empuñadura de su arma y avanzó otra vez.
—El sacrificio de la seguridad es mi medio de defensa —prosiguió Alar, sin prisa (¡por la galaxia!, ¿no se detendría jamás ese hombre?)—. La he convertido en una variante desconocida, puesto que usted no está seguro sobre lo que haré a continuación. Empieza a actuar más lentamente. No halla razones para no matarme inmediatamente, pero siente ¿el nerviosismo de la expectativa, diríamos? Siente curiosidad por saber qué puedo hacer sin mi arma que no pueda hacer con ella. Se pregunta por qué flexiono repetidamente los brazos y las rodillas. Sabe que puede matarme, que le bastaría con acercarse y lanzar la espada. Sin embargo se ha detenido a contemplarme, consumido por la curiosidad. Y tiene un poco de miedo.
Sofocó una tos y se irguió, apretando los puños, Sus ropas sonaron con un crujido al avanzar él hacia Thurmond.
—¿No se da cuenta, Thurmond? Un hombre capaz de invertir el proceso visual mediante la carga energética de la retina puede, bajo tensión, usar el mismo proceso en sentido inverso. En vez de proporcionar diferencias de energía eléctrica a los nervios para una actividad muscular normal, puede invertir el proceso y hacer que los músculos acumulen el voltaje necesario para descargarlo por los nervios y por las puntas de los dedos.
»¿Sabía usted que ciertos brujos brasileños pueden descargar varios cientos de voltios, los suficientes como para electrocutar a peces y ranas? Con mis actuales poderes podría matar a un hombre con toda facilidad, pero sólo pienso aturdirlo. Puesto que las cargas electrostáticas escapan fácilmente por las puntas metálicas, comprenderá que debía deshacerme de mi sable, bajo el riesgo de que usted me atravesara antes de reunir la carga necesaria.
Thurmond alzó el arma hacia él.
—¡No se acerque! —gritó ásperamente.
El Ladrón se detuvo. Su pecho desnudo quedó apenas a veinte centímetros de aquella punta ondulante.
—El metal es un excelente conductor —dijo con una sonrisa.
Y volvió a avanzar.
El ministro de policía saltó hacia atrás, aferró el sable como si fuera una lanza, apuntó velozmente hacia el corazón de Alar y…
Cayó al suelo con un alarido, con el cuerpo retorcido envuelto en un resplandor azul celeste. Logró sacar la pistola de su funda y disparó dos veces contra Alar. Las balas rebotaron inofensivas contra la armadura del Ladrón. Hubo una breve pausa sofocante, en tanto el caído lanzaba una mirada demencial a su extraordinario vencedor.
El tercer disparo llevó por meta su propio cerebro.
Antes de que ese último eco se apagara, Alar estaba ya en el cuarto de controles. El duelo había durado casi cuarenta minutos. ¿Hasta dónde habría derivado la estación? El medido piromético denunciaba 4500 K. El descenso de temperatura desde los 5700 grados K. de la fotosfera indicaba sin lugar a dudas que el solario estaba en la parte más fría de la mancha solar: su mismo centro. Eso significaba que la estación había estado cayendo durante varios minutos hacia el corazón del sol.