EL ESQUIMAL Y LOS VETERANOS DEL SOL
Alar permaneció a la puerta, contando sus pulsaciones en rápido ascenso, mientras cavilaba sobre lo que podía esperarle del otro lado. Su puño cerrado cayó instintivamente hacia el pomo de un sable inexistente: en la Phobos estaban prohibidas las armas. Pero ¿qué peligro podía entrañar esa muestra de buen compañerismo? Sin embargo, si el juego se tornaba brusco y le tironeaban de la barba postiza… Mientras así pensaba cesaron la música y las risas.
De pronto la nave se inclinó pesadamente y Alar rodó contra la puerta. La Phobos había entrado en el Solario Nueve y se estaba ajustando herméticamente a la escotilla de entrada. El ruido de la puerta quedó ahogado por una salvaje gritería proveniente del comedor. Era imposible saber a ciencia cierta si festejaban la supervivencia de la estación o el ingreso propio, pero la ovación encerraba algo burlón y sardónico que le hizo sospechar lo último. ¡Que los relevados festejaran lo suyo!
—¡Pase! —bramó alguien.
Alar abrió la puerta y entró. Diez rostros expectantes se volvieron hacia él. Dos de los más jóvenes estaban sentados junto al estereógrafo, pero el cubo traslúcido que contenía la imagen tridimensional estaba oscuro; era evidente que acababan de apagarlo. Otros dos venían desde una mesa cargada con una jarra de cerveza, varios cuencos de salchichas, vasos, servilletas, ceniceros y otros objetos; ambos se dirigieron hacia la mesa más cercana al Ladrón. Allí había seis hombres más, que se levantaron de inmediato. Faltaba una persona para completar los once: el psiquiatra, sin duda, ausente por mutuo consentimiento y comprensión.
Comprendió con cierta intranquilidad que la fiesta había terminado. Se trataba de algo diferente.
—Doctor Talbot —dijo el hombre fornido de la voz potente—. Me llamo Miles; soy el nuevo jefe de la Nueve.
Alar asintió sin responder.
—El señor es mi meteorólogo, Williams; MacDougall, piloto de eyectores laterales; Florez, espectroscopista; Saint Claire, ingeniero de producción…
El Ladrón saludó a todos con gravedad, pero sin comprometerse, hasta llegar al joven Martínez, empleado. Sus ojos no perdían detalle. Todos esos hombres eran veteranos. Todos habían sudado frío en alguna estación solar anteriormente; quizás en varias estaciones y en diferentes oportunidades. Pero la experiencia común los unía estrechamente, apartándolos de sus prójimos terráqueos.
Aquellos veinte ojos no se apartaban de él. ¿Qué pretendían? Cruzó las manos sin llamar la atención y se contó las pulsaciones. Se habían estacionado en ciento sesenta.
—Doctor Talbot —prosiguió Miles—, tenemos entendido que pasará veinte días con nosotros.
Alar estuvo a punto de sonreír. Miles, como cualquier veterano del sol, hábil, adiestrado e inconscientemente orgulloso, expresaba un profundo desprecio por quien no se atreviera a permanecer en un solario durante todo el turno de sesenta días.
—He solicitado ese privilegio —replicó el Ladrón con gravedad—. Confío en no serles una molestia.
—En absoluto.
—El Instituto Toynbiano ansía desde hace mucho tiempo que un historiador profesional prepare una monografía sobre…
—¡Oh, no nos interesan los motivos que lo traen aquí, doctor Talbot! Y no se preocupe por molestarnos. Usted parece lo bastante inteligente como para mantenerse fuera del paso cuando estamos ocupados; además, pagaríamos su peso en oro si lograra mantener entretenido al psiquiatra para que no nos moleste. ¿Juega usted ajedrez? Nos ha tocado un psiquiatra esquimal.
Aunque Alar nunca había oído ese término, «esquimal», aplicado a los tripulantes de las estaciones solares, notó con sorpresa que adivinaba perfectamente su significado; parecía haber surgido libremente a la memoria, como de las cámaras mentales que encerraban los episodios de su vida anterior. No había estado errado al viajar en la Phobos. Pero momentáneamente debía fingir ignorancia.
—¿Ajedrez? ¿Esquimal? —murmuró, con desconcertada cortesía.
Varios hombres sonrieron.
—Esquimal, claro está —tronó Miles, impaciente—. Una persona que nunca ha estado previamente en un solario. No ha sudado en su vida. Probablemente acaba de salir de la universidad y viene lleno de buenas intenciones y de juegos de ajedrez para mantenernos entretenidos a fin de que no pensemos cosas tristes… ¡Ja! ¡Por las fáculas llameantes! ¿Qué pensarán que nos trae una y otra vez?
Alar sintió de pronto que se le erizaban los cabellos de la nuca; tenía los sobacos mojados. Acababa de comprender cuál era el lazo que unía a esas almas perdidas en una hermandad de descastados. Tal como el verdadero Talbot lo había resumido aquella noche, en el baile, ¡cada uno de esos hombres estaba perfectamente loco!
—Trataré de mantenerlo ocupado —aceptó, con la debida vacilación—. En realidad a mí también me gusta el ajedrez.
—¡Ajedrez! —murmuró Florez, el espectroscopista, con absoluto desprecio.
Dio la espalda a Alar para contemplar distraídamente la mesa. Su completa falta de malignidad no hacía menos rotundo el significado de la frase. Miles volvió a reír y fijó en Alar sus ojos sanguinolentos.
—Pero no es para eso que lo hicimos llamar. Lo que ocurre es que los diez aquí presentes somos todos indios, es decir, veteranos del sol. Y eso no es habitual. Por lo común hay cuanto menos un esquimal en el grupo.
La manaza del hombre fue al bolsillo y regresó con dos dados, que arrojó sobre la mesa en dirección al Ladrón. Alguien aspiró con fuerza; Tal vez era Martínez, el empleado joven. Todos se apretaron contra los lados de la mesa para acercarse al invitado y a los cubos blancos que aguardaban ante él.
—¿Tendría a bien cogerlos, doctor Talbot? —pidió Miles.
Alar vaciló. ¿A qué lo obligaría aquella acción?
—Vamos —le urgió Martínez, impaciente—, vamos, señor.
El Ladrón estudió aquellos dados. Estaban algo gastados, tal vez, pero no tenían nada extraordinario. Alargó lentamente la mano y los recogió en la palma derecha, mostrándolos allí casi bajo la nariz de Miles.
—¿Y bien?
—¡Ah! —dijo Miles—. Usted querrá saber qué vamos a pedirle.
—Tengo mucha curiosidad —confesó Alar.
Por entonces estaba ya seguro de que se trataba de un rito, un rito de tremenda importancia para esos hombres. ¿En que consistiría?
—Cuando hay entre nosotros un verdadero esquimal.
—Doctor Talbot, siempre le pedirnos que arroje los dados.
—En ese caso han tenido para elegir. Supongo que el psiquiatra también servía, ¿verdad?
—¡Uf! —gruñó el jefe—. Sí, el psiquiatra es esquimal, pero los psiquiatras dan mala suerte.
—Comprendo —dijo Alar, cerrando los dedos sobre los cubos.
—Martínez también podía servir, llegado el caso. Ha cumplido sólo dos turnos, así que no ha abusado mucho de su suerte. Pero si lo podemos evitar…
—De modo que la elección recae en mí.
—Así es. El resto de nosotros no sirve. El siguiente es Florez, con cinco turnos; éste será el sexto; imposible. Y yo soy el Jonás del grupo: diez años de servicio. Tendrá que ser usted; en realidad no es un esquimal hecho y derecho, ya que sólo estará veinte días con nosotros, pero los más antiguos hemos decidido que vale igual, porque nos recuerda a un viejo amigo.
Se referían a Muir, por supuesto. Era fantástico. El Ladrón pareció despertar de un sueño pesado; sentía el ligero frío de los dados en la palma entumecida. Y sus latidos estaban volviendo a acelerarse. Se aclaró la garganta para preguntar:
—¿Puedo preguntar qué pasará cuando yo arroje los dados?
—Nada… por el momento —respondió Miles—. Salimos en fila, cogemos nuestros equipos y subimos la rampa hacia la estación.
No podía ser tan simple. Martínez tenía la boca abierta, como si su vida dependiera de ese golpe de azar. Florez apenas respiraba. Y así estaban todos en torno a la mesa. Hasta Miles parecía más arrebatado que en el momento de su entrada.
Sus pensamientos se lanzaron en frenética carrera. ¿Acaso se trataba de una apuesta por una suma exorbitante? Los tripulantes de las estaciones solares recibían sueldos muy generosos. Tal vez habían apostado la paga entera y a él le tocaba indicar el ganador.
—¿Quiere darse prisa, por favor[8], doctor Talbot? —dijo Martínez con voz débil.
Lo que estaba en juego era más importante que el dinero. Alar agitó los dados en la mano semicerrada y los soltó. En ese momento una especie de advertencia surgió, tardíamente, de su vida olvidada. Lanzó un inútil manotazo a los cubos, pero ya era tarde: un tres y un cuatro. Acababa de condenar a muerte a toda la tripulación del solario… y a sí mismo.
Intercambió una mirada con Martínez, que había palidecido intensamente. Los solarios no duran más de doce meses; por lo tanto el tripulante que cumple un turno de dos meses tiene una posibilidad sobre seis de perecer con él. Florez no podía arrojar los dados porque ése iba a ser su sexto turno y las leyes de la posibilidad estaban contra él.
Una en seis. Esos dementes no ponían en duda que un golpe de dados podía predecir el fatigado retorno a la Tierra… o una tumba gaseosa en el sol.
Una oportunidad en seis. Él había tenido una oportunidad sobre seis de arrojar un siete, pero con él mataba a esos increíbles fanáticos con tanta seguridad como si los barriera con una cades. Esos diez hombres entrarían al solario seguros de que iban a la muerte; tarde o temprano alguno de ellos cometería el error fatal que lanzaría la estación hacia el torbellino de la mancha solar o en la insondable fotosfera. Y él estaría con ellos.
Era como si todos, por un hiato sobrenatural, hubieran dejado de respirar. Martínez movía los labios pálidos, pero no decía palabra. En realidad nadie hablaba. No había nada que decir. Miles se llevó un enorme cigarro a la boca, apartó la silla de la mesa y se alejó lentamente sin echar una mirada hacia atrás. Los otros le siguieron uno a uno. Los pasos murieron por la rampa.
Alar aguardó cinco minutos, tan maravillado por su estupidez como por los dos asombrosos relámpagos de su vida pasada. Si los seguía al solario su muerte era segura. Pero ya no podía echarse atrás. Recordó entonces la predicción del Cerebro: había sido un riesgo calculado. Lo que más lamentaba era el haberse convertido en persona non grata para los miembros de la tripulación. Pasaría mucho tiempo antes de que pudiera averiguar algo interrogando a esos fanáticos; tal vez no lograra hacerlo antes de que alguno de ellos destruyera la estación. Pero ya no había remedio.
Salió al corredor, miró hacia la rampa, que estaba a unos diez metros de allí, y ahogó una exclamación de asombro. Cuatro policías imperiales le clavaron una pétrea mirada; en seguida desenvainaron los sables al mismo tiempo.
Y entonces Alar oyó una horrible, inolvidable risilla junto al oído izquierdo.
—¡Qué pequeño es el sistema solar! ¿Verdad, Ladrón?