DEMENCIA EN LAS MANCHAS SOLARES
—¿Alguna vez ha estado antes en el sol, doctor Talbot? —preguntó el capitán Andrews, mientras estudiaba apreciativamente a su nuevo pasajero, a solas con él en el cuarto de observación de la Phobos.
Aunque Alar no podía admitirlo, cuanto había visto durante la etapa Luna-Mercurio (de donde habían partido hacía apenas una hora) le parecía extrañamente familiar, como si hubiese efectuado ese viaje, no una, sino cien veces. Tampoco podía admitir que su profesión era la astrofísica. A un historiador se le podía perdonar cierta ignorancia en temas espaciales; hasta resultaba conveniente fingirla.
—No —respondió—. Este es mi primer viaje.
—Pensé que a lo mejor había viajado alguna vez conmigo. Su cara me parece vagamente conocida.
—¿Le parece, capitán? Viajo bastante sin salir de la Tierra. ¿No me habrá visto en alguna conferencia de los toynbianos?
—No. Nunca he ido a esas conferencias. Tiene que haber sido en un viaje solar.
—A lo mejor es pura imaginación.
Alar se agitó interiormente. ¿Hasta dónde podía interrogarlo sin despertar sus sospechas? Se acarició con impaciencia la barba falsa.
—Si es la primera vez que viene —continuó el capitán—, tal vez le interese saber cómo localizamos un solario.
Señaló una placa circular fluorescente entre los instrumentos del tablero de mandos.
—Eso —explicó— nos proporciona un cuadro vivo de la superficie solar con respecto a la línea H de calcio 2, es decir, calcio ionizado. Nos indica dónde están las prominencias y las fáculas, pues tienen mucho calcio. Aquí no se ve ninguna prominencia, pues sólo son visibles cuando están en el limbo del sol, recortadas contra el espacio negro. Pero tenemos muchas fáculas; son esas pequeñas nubes gaseosas que flotan por sobre la fotósfera; se las puede detectar casi hasta el centro del disco solar. Son calientes, pero inofensivas.
Y agregó, golpeando el vidrio con sus paralelas de cosmonáutica:
—Además aquello está lleno de gránulos, que también se podrían llamar «nubes de tormenta solar». En cinco minutos levantan varios cientos de kilómetros y en seguida desaparecen. Si uno de ellos atrapara a la Phobos…
Alar observó en tono indiferente:
—Un primo mío, Robert Talbot, se perdió con uno de los primeros cargueros solares. Siempre se dijo que la nave fue atrapada por una tormenta solar.
—Es muy posible. Perdimos unas cuantas naves antes de aprender el modo correcto de aproximarnos. Así que un primo, ¿eh? A lo mejor lo he visto a él y por eso usted me resulta conocido, aunque el nombre no me dice nada.
—Fue hace varios años —agregó Alar, observando a Andrews por el rabillo del ojo, cuando las estaciones estaban todavía bajo la dirección de Kennicot Muir.
—Hum, no lo recuerdo —dijo el capitán, volviendo su atención a la placa—. Usted ha de saber que las estaciones funcionan en los bordes de las manchas solares, es decir, en la zona que llamamos «penumbra». Ese sitio tiene varias ventajas. Es un poco más fresco que el resto de la cromosfera, lo que facilita el trabajo del sistema de refrigeración y no intranquiliza tanto a los hombres. Además proporciona un buen punto de referencia para los cargueros que llegan. Sería imposible localizar una estación si no estuviera en una mancha; ya es bastante dificultoso localizarlas en el contorno de temperatura.
—¿Contorno de temperatura?
—Sí, como la línea que marca las treinta brazas de profundidad en la costa marítima, con la diferencia de que aquí son los cinco mil grados de temperatura, Dentro de pocos minutos, cuando estemos por descender; pondré los eyectores en dirección espectográfica, automática y la Phobos se deslizará de punta a través del contorno Kelvin hasta llegar al Solario Nueve.
—Comprendo. Y si una estación perdiera sus eyectores laterales y no pudiera permanecer en la línea de los cinco mil grados, ¿cómo haría para localizarla?
—No podría —respondió lacónicamente el capitán—. Cuando una estación se pierde enviamos todos nuestros botes de búsqueda, que se cuentan por centenares, para que recorran la mancha durante meses enteros. Pero se sabe de antemano que no hallarán nada. Nunca han aparecido. Es inútil revisar la superficie solar en busca de una estación que se ha volatilizado en el torbellino de una mancha solar.
»Las estaciones tienen controles espectográficos automáticos, por supuesto; ese artefacto debe mantenerla en la línea de los cinco mil grados, pero a veces falla, u ocurre algún remolino gaseoso de Wilson, más caliente que los normales, surge por sobre el borde de la mancha y confunde al control, haciéndole registrar un alejamiento de la línea. Entonces el control automático hace retroceder la estación hacia el interior de la mancha, tal vez hacia la resbaladiza zona de Evershed, en la misma margen. Sé de una nave que logró salir de la zona de Evershed. Hubo que reemplazar a toda la tripulación. Pero ningún solario ha podido salir de la umbra. Como usted ve, no se puede confiar del todo en el control automático.
»Todas las estaciones tienen también tres meteorólogos solares que emiten un boletín cada cuatro horas, informando sobre la posición más probable de la estación y sobre cualquier perturbación que se dirija hacia ellos. A veces tienen que dar un salto a tiempo y en la dirección adecuada. Pero ni siquiera los veteranos expertos pueden preverlo todo. Hace cuatro años, los solarios Tres, Cuatro y Ocho estaban trabajando en un “jefe” muy grande; las manchas solares son como los polos de los imanes: vienen siempre en pareja; nosotros llamamos “jefe” a la mancha del este y “subordinado” a la del oeste. Bueno, estos solarios estaban trabajando en un “jefe” cuando el observatorio de Mercurio notó que éste se reducía rápidamente.
»Cuando los del Observatorio de Mercurio llegaron a comprender lo que ocurría la mancha se había reducido ya al tamaño de una ciudad pequeña. Enviaron una nave de patrulla para que retirara al personal de las estaciones, pero llegó demasiado tarde. La mancha había desaparecido. Supusieron que las estaciones tratarían de alcanzar al “subordinado” e instalarse en algún punto de su contorno de temperatura. Sólo la Ocho alcanzó a hacerlo, y a duras penas. Por suerte había estado trabajando en la región superior del “jefe”; cuando la mancha desapareció debajo de ella tuvo que bajar hacia el ecuador solar. Pero mientras bajaba se dirigió también hacia el “subordinado” con los eyectores laterales y logró alcanzarlo en su parte sur.
—¿Y qué pasó con las otras dos estaciones? —preguntó Alar.
—Desaparecieron sin dejar rastro.
El Ladrón se encogió mentalmente de hombros. Ocupar el camarote de un solario no era precisamente retirarse a los verdes parajes de La Paz, pero él no sé había hecho ninguna ilusión al respecto. Tal vez la muerte que le pronosticara el Cerebro se basaba en meras estadísticas.
El capitán se apartó de la placa fluorescente para dirigirse a un gabinete metálico atornillado a la pared opuesta.
—¿Un vaso de espuma, doctor? —le preguntó por sobre el hombro.
—Sí, gracias.
El capitán abrió la puerta y rebuscó en los estantes hasta encontrar una botella de plástico. Con la mano libre tomó dos tazas de aluminio.
—Lamento no poder ofrecerle vino —dijo, mientras dejaba la botella y las tazas en una pequeña mesa redonda—. Esta espuma no tiene nada de estimulante, pero es fría. En un lugar como éste no se puede pedir nada mejor.
La entonación de su voz era algo irónica. Oprimió la botella para servir el líquido, que brotó en forma de lenta cinta cremosa. Después volvió a guardar las botellas en el gabinete refrigerado y cerró la puerta de un manotazo.
Alar levantó su taza y probó la bebida. Tenía un fuerte sabor a limón, frío y delicioso.
—Nunca lo había probado —dijo—. Es exquisito.
Aunque no estaba seguro le parecía recordar haberlo probado anteriormente. Tal vez se pareciera un poco a algún refresco bebido en los últimos cinco años, pero también podía haber otra circunstancia…
El capitán chasqueó la lengua.
—Tengo grandes cantidades de este líquido. Lo bebo con frecuencia, pero nunca me cansa. En mi camarote hay cajas enteras. Son pequeñas píldoras deshidratadas. Cuando vacío una botella pongo una píldora dentro, echo un poco de agua potable y la dejo enfriar. Así…
Chasqueó los dedos y concluyó:
—¡… nueva provisión disponible!
Hablaba de su espuma con tanta seriedad como de los solarios. De pronto dijo:
—Supongo que usted se ha informado sobre la historia de nuestras estaciones.
—Así es, capitán.
Andrews indicó a Alar una silla tubular y acercó otra a la mesa con el pie.
—Bien —dijo.
El Ladrón reconoció en su voz algo más que una simple pregunta o un comentario. Los veteranos del sol no revivían el pasado; era demasiado mórbido. De los veintisiete costosos solarios que se habían transportado hasta el sol en los diez años anteriores quedaban sólo dieciséis. El promedio de duración de un solario era aproximadamente un año. El personal rotaba constantemente; a cada hombre, tras un largo y fatigoso entrenamiento, se le asignaba un puesto por sesenta días (tres veces el período sinódico de rotación del sol, con respecto a los ochenta y ocho días de Mercurio).
El capitán vació su taza y tomó la de Alar, diciendo:
—Las lavaré más tarde.
Las guardó nuevamente en el gabinete y volvió a su asiento, preguntando:
—¿Le han presentado a los hombres del relevo?
—Aún no —dijo Alar.
Cuando el observatorio de Mercurio se ponía en línea con determinada estación solar, cosa que ocurría cada veinte días, un carguero llevaba los relevos para la tercera parte de su personal y retiraba una invalorable carga de muirio. La Phobos llevaba once reemplazantes, pero éstos permanecían en su sector de la nave, sin que Alar hubiera podido conocerlos hasta entonces.
El capitán Andrews no había vuelto a mencionar el posible parecido de Alar con alguien, y el Ladrón no encontraba modo de retomar el tema. Por el momento seguiría representando su papel de doctor Talbot, historiador, ignorante en cuestiones solares.
—Si las estaciones están siempre en peligro —preguntó— ¿por qué no se las equipa con una propulsión completa en vez de ponerles sólo esos débiles eyectores laterales? De ese modo, si el solario se deslizara al interior de una mancha podría liberarse solo mediante un par de disparos.
Andrews meneó la cabeza.
—Por ese asunto se han elegido y defenestrado muchos miembros del parlamento —dijo—. Pero si usted piensa en lo que cuesta un solario comprenderá que no hay otro modo de hacerlos. En realidad es sólo un gran sintetizador para la fabricación de muirio, con una pequeña burbuja en el centro que se emplea como alojamiento y unos, pocos eyectores laterales en la periferia. Una nave espacial es un gran conversor, con otra pequeña burbuja en el medio para la tripulación. Para hacer una nave espacial de un solario habría que multiplicar su tamaño por doscientos, de modo tal que el solario en sí, ya enorme actualmente, seria apenas una pequeña burbuja en una gigantesca nave espacial. Siempre se habla mucho de construir estaciones más seguras, pero ésa es la única manera de hacerlo y resulta demasiado oneroso. Por eso es que los Ministros de Espacio suben o caen sin que las estaciones cambien. Y a propósito de costos, tengo entendido que la construcción de un solario demanda la cuarta parte del presupuesto anual del Imperio.
En ese momento sonó el intercomunicador y Andrews se excusó para atenderlo. Cuando se apartó del instrumento parecía extrañamente preocupado.
—Doctor.
—¿Sí, capitán?
Aunque el corazón de Alar no le advertía peligro alguno era imposible no comprender que se estaba preparando algo serio. Andrews vaciló un momento, como si estuviera pensando qué decir. Finalmente se encogió de hombros.
—Como usted sabe llevo una tripulación de relevo al Nueve, adonde va usted también. Si no ha visto a ninguno de los reemplazantes es porque forman un grupo bastante cerrado. Pero en este momento quieren verlo; en el comedor.
Alar notó que el hombre trataba de decir algo más; tal vez intentaba advertirle algo.
—¿Para qué me necesitan? —preguntó directamente.
Andrews fue igualmente breve:
—Ya se lo explicarán —repuso con un carraspeo, evitando la mirada inquisitiva del Ladrón—. ¿Usted es supersticioso?
—Creo que no. ¿Por qué?
—Preguntaba, simplemente. Es mejor no ser supersticioso. Descenderemos dentro de pocos minutos y me espera un gran trajín. Por el pasillo de la izquierda llegará al comedor.
El Ladrón frunció el ceño y se acarició la barba postiza. En seguida giró sobre sus talones para dirigirse hacia la salida.
—¡Ah, doctor! —lo llamó Andrews.
—¿Sí, capitán?
—Por si no volvemos a vernos: acabo de descubrir a quién me recordaba usted.
—¿A quién?
—Era más alto, más corpulento y tenía unos años más; además usted tiene pelo negro y el de este hombre era castaño rojizo. De cualquier modo ya murió así que no, tiene sentido hablar de…
—¿Kennicot Muir?
—Sí —reconoció Andrews, con expresión cavilosa.
¡Siempre Muir! Si ese hombre estuviera vivo y él pudiera encontrarlo, ¡qué interrogatorio le esperaría! Los pasos de Alar levantaron ecos de vacía frustración por el pasillo, que corría por encima de una bodega para muirio, vacía y desinfectada.
Era indudable que Muir estaba en la T-22 en el momento del naufragio, al término de su extraño viaje inverso en el tiempo; ahí estaba el libro de Bitácora como prueba de ello. Pero había sido él, Alar, quien llegara a la orilla con el libro. ¿Qué había sido de Muir? ¿Acaso se había hundido con la nave? Alar, exasperado, se mordió el labio inferior.
Pero debía enfrentarse a algo más inmediato: ¿para qué lo llamaba la tripulación de relevo? Aunque le agradaba tener la oportunidad de conocerlos, deseaba ser él quien hiciera las preguntas. Y todo eso lo desequilibraba. ¿Y si alguien, entre la tripulación, conocía al verdadero doctor Talbot? Además, cualquiera de ellos podía ser un policía disfrazado con el encargo de vigilarlo. O simplemente no lo querían, fuera quien fuese, por principios; después de todo era un extraño al que nadie había invitado y que podía perturbar el buen funcionamiento del equipo, con lo cual todos correrían peligro de muerte.
Tal vez sólo deseaban invitarlo a una pequeña fiesta, cosa que el psiquiatra de la estación solía propiciar a fin de relajar tensiones, siempre que se llevara a cabo antes de llegar a la estación.
Al tomar el corredor angosto oyó música y risas. Sonrió. Se trataba de una fiesta, después de todo. Recordó entonces que los reemplazantes solían festejar siempre la llegada con una fiesta cuya característica principal eran las baladas, casi siempre quejosas, interminables e irreproducibles, donde relataban por qué habían abandonado la Tierra para adoptar esa otra existencia; también disfrutaban de películas estereográficas, nuevas y sin censura, donde se mostraba a varias bailarinas vestidas sólo con luces multicolores (regalo personal del ministro de Espacio); había además salchichas y cerveza. Sólo cerveza, porque al entrar a la estación debían estar totalmente sobrios. Dos meses más tarde, si los acompañaba la suerte, repetirían la fiesta en la Phobos, cuyo personal se les uniría. Hasta el serio y hosco Andrews vaciaría un par de copas para brindar por el feliz regreso.
Pero ése no era el caso por el momento. Las fiestas de llegada solían ser estrictamente privadas, reservadas a los veteranos del sol. Nunca se invitaba a los extraños. Incluso se excluía al psiquiatra de relevo. ¿De qué se trataba, entonces? Algo andaba mal.
Al detenerse ante la puerta para llamar con los nudillos contó automáticamente sus pulsaciones. Llegaban a ciento cincuenta y seguían subiendo.