XIV

HUIDA DESDE LA LUNA

Poco antes de que se cumplieran las dos horas Alar empezó a respirar más de prisa. Keiris se retiró silenciosamente y volvió el pie a la sandalia un instante antes de que él abriera los ojos y los fijara en ella.

La observó atentamente; bajó la mirada ensombrecida por su cuerpo, cubierto desde la garganta a las rodillas por la capa, y finalmente volvió a mirarla a los ojos.

—No tienes brazos —dijo en voz baja.

Ella apartó el rostro.

—Debí haberlo adivinado. ¿Fue Shey?

—Fue Shey. Los cirujanos de la Sociedad me dijeron que ya no me servían, que debían amputármelos para salvarme la vida. Pero no es tan grave. Puedo lavarme la cara, enhebrar una aguja, manejar el cuchillo…

—Sabes que a los Ladrones no se nos permite matar ni siquiera en defensa propia, ¿verdad, Keiris?

—No quiero que mates a Shey. Ya no importa.

El Ladrón permaneció acostado en el suelo frío, con expresión dulce y pensativa. Al fin se irguió sobre las rodillas y la tomó suavemente por la cintura para atraerla hasta su almohada. Ella se sentó allí en silencio, ocultando los pies bajo la capa, mientras Alar permanecía en cuclillas, muy próximo.

—Keiris —dijo, sin soltarle la cintura—. Para mí importa, y mucho… Me importa lo que sientes, si aún puedes ser feliz, si crees que la vida es digna de ser vivida con alegría.

El rostro de Keiris estaba muy cerca. Alar volvió a captar la familiaridad exasperante de su perfume y se preguntó nuevamente si en algún momento de su oscuro pasado había conocido a esa mujer. A veces había creído notar en ella cierto indicio de que lo reconocía. Ella se limitaba a mirarlo fijamente, con calma, casi con ternura, como si también sintiera el lazo que los unía y lo aceptara sin oposición; su rostro se había suavizado; en los ojos tenía un brillo húmedo que acentuaba la inextricable emoción mutua. A pesar de su habitual palidez había en su rostro un tono cálido.

—Comprendo lo que sientes, querido mío —dijo, mientras la humedad de sus ojos se acrecentaba—. Tampoco yo puedo explicarlo. Siempre he amado a Kim y no dejaré de amarlo. Pero sé que amarte a ti no representa deslealtad para con él.

Apartó bruscamente el rostro; el pelo le rozó el cuello con suavidad.

—Quizá —observó el Ladrón, expectante— quizá yo formo parte de tu esposo. Aunque no sea Kennicot Muir puedo ser parte de él.

Ella levantó la cabeza. Aunque no lloraba sus ojos tenían el fulgor de las lágrimas.

—Tal vez —dijo—. Eres completamente distinto a él… y sin embargo la primera vez que te vi tuve la seguridad de que había visto antes tu rostro, con esos ojos oscuros tan voluntariosos.

Él le encerró las mejillas entre las manos.

—Keiris —murmuró, pronunciando el nombre como si fuera una caricia—, algún día no muy lejano sabremos quién soy.

Dejó caer las manos sobre el regazo y agregó:

—No abandonemos la esperanza mientras no llegue ese día.

—Esperaremos —prometió ella, con una sonrisa muy triste y muy dulce.

Alar posó la cabeza sobre las rodillas de Keiris, ocultándole la intensa concentración de su mirada. En esa incómoda posición permaneció durante varios minutos, incapaz de relajarse. Al fin ella dijo, mientras le rozaba la oreja con la mejilla:

El guardia de Gaines ya debe estar en su puesto.

—Sí, lo sé.

Alar se levantó pesadamente y despertó a los otros. Gaines se frotó los ojos y estiró el cuerpo.

—Ustedes tres quédense un momento aquí. Voy a arreglar las cosas con mi guardia —propuso.

Salió al corredor; el panel de madera se cerró silenciosamente tras él. Alar recibió con gratitud esos pocos segundos de demora. Le permitirían resolver las dudas que venía sopesando desde la llegada de la Phobos con destino al sol. Aun en ese momento, a pesar del trauma sufrido ante el descubrimiento de lo que Shey había hecho con Keiris, sus pensamientos lo encaminaban hacia allí. En el sol podría encontrarse con personas que habían servido a las órdenes de Muir. Si al menos uno pudiera informarle sobre, las andanzas del gran científico tal vez llegaría a comprenden de qué modo él, Alar, había aparecido con el libro de Bitácora del T-22, de puño y letra de Muir.

Por otra parte en la Tierra le aguardaba una cierta seguridad bajo la protección de los Ladrones; allí podría perseguir en relativa paz la solución a su misterio. Además podía estar con Keiris, que en sus condiciones actuales lo necesitaba mucho.

—Gaines ya debería estar aquí —dijo brevemente a Haven—. Algo falló en sus planes. Será mejor que salga a averiguarlo.

—No, hijo mío —replicó Haven, meneando la cabeza—. Iré yo.

Por lo visto Haven seguía considerándolo imprescindible. Sin embargo Alar sabía, a través de su experiencia anterior, que en caso de peligro tenía muchas más oportunidades de salir con vida que el anciano.

—Tú quédate con la muchacha —insistió el profesor, persuasivo.

Alar, contra su propia convicción, dejó que Haven saliera por el panel y lo contempló pensativo mientras se alejaba, por el corredor. Le vio girar hacia la izquierda en el primer recodo, hacia la dársena de los pasajeros. De pronto echó la cabeza hacia atrás y se recostó torpemente contra la pared, como si tratara de volverse. En seguida cayó.

Keiris vio que el cuerpo de Alar se ponía rígido.

—¿Qué pasa? —susurró, alarmada.

El Ladrón volvió hacia ella una cara cenicienta.

—Lo han matado con un dardo envenenado —dijo.

Sus ojos despavoridos miraban más allá de ella. Tomó aliento varias veces antes de recuperar la voz.

—Quédate —indicó—. Voy a salir.

Pero ella lo siguió a un paso de distancia. Alar comprendió que sería inútil insistir y la llevó consigo por el corredor. No podía apartar la vista de aquel hombre que se había encaminado hacia la muerte… por salvarlo. Se sentía incapaz de pensar. Y debía hacerlo sin pérdida de tiempo.

Se detuvo a pocos metros de la intersección para observar el rostro de su amigo muerto: un rostro noble y nudoso, casi bello en su paz definitiva. Mientras lo contemplaba se evaporó aquel estupor que le nublaba la mente y se encontró con un plan formado. Carraspeó, humedeciéndose los labios. Su treta requería que los asesinos surgieran a la vista, pero para lograrlo tendría que exponerse en el recodo, afrontando el riesgo de que dispararan primero y dejaran las preguntas para después. No cabía otro remedio.

—Estoy desarmado —gritó—. Quiero rendirme.

Sabía que el alma militar necesita ser honrada. La captura de un hombre que había escapado al mismo Thurmond podía significar un traslado a la Tierra y una rápida promoción. Era de esperar que la vigilancia estuviera a cargo de un oficial dotado de imaginación.

Avanzó hacia el recodo. No ocurrió nada.

En el pasillo lateral yacía el cuerpo de Gaines, sin vida. Un perverso proyectil metálico le asomaba por el cuello. Era evidente que el guardia sobornado había sido descubierto.

—Levante las manos, Alar… lentamente —dijo una voz nerviosa a sus espaldas—. Usted también, cuñada.

—Yo voy a obedecer, pero la señora no tiene brazos; no puede levantar las manos —dijo Alar, tratando de ocultar su creciente excitación.

Con los brazos en alto se volvió sin prisa, para encontrarse ante un joven oficial de la policía, que le apuntaba con un revólver de caño recortado; el arma debía funcionar por aire comprimido o por algún resorte mecánico, con lo cual el proyectil debía salir a una velocidad inferior a los cien metros por segundo… el límite máximo para traspasar la armadura de los Ladrones.

—Así es —observó el oficial, ceñudo, notando el rápido examen que Alar hacía de su arma—. No tiene ninguna utilidad a más de cincuenta metros, pero sus dardos envenenados matan con más rapidez que las balas. En este momento hay catorce de estos revólveres que les están apuntando desde otras tantas mirillas.

La expresión helada del Ladrón escondía un pensamiento en frenética carrera. Tenía los ojos fijos en el receptor de radio que el guardia llevaba sobre el hombro derecho, precisamente bajo la oreja, por medio del cual todo el personal de la guardia se mantenía en contacto con el cuarto central de la policía. Pero aunque las pupilas de Alar se dilataban en una especie de fiebre no lograban resultado. Se sabía capaz de emitir rayos fóticos infrarrojos en una longitud de onda de medio milímetro, cuanto menos; la banda de la antena para hiperfrecuencias no excedería un metro, seguramente. Sin embargo estaba lanzando por los ojos un espectro electromagnético que variaba entre unos pocos Angstroms a varios metros sin despertar siquiera un crujido en el botón receptor. Algo había salido mal. Notó que el cuerpo de Keiris temblaba a su lado.

En un momento más el policía imperial daría un paso al frente para colocarle las esposas y él perdería el precioso contacto visual con el receptor.

De pronto el botón emitió un silbido. El oficial se detuvo, inseguro. Una gota de sudor se deslizó por la mejilla de Alar y quedó colgando de su barbilla.

—FM —dijo Keiris en voz baja.

¡Por supuesto! Puesto que allí no había casi estática se podía emplear la frecuencia modulada, de la cual no se había vuelto a hablar en mucho tiempo.

—Instrucciones para Puerta Once —entonó el botón receptor—. Se ha decidido permitir que el grupo de Alar «escape» en su nave. Que no se realicen más intentos de capturar o matar a los miembros del grupo. Fuera.

Alar tuvo la impresión de que el policía no dejaría de reconocer su voz, aunque modificada por las imperfecciones del pequeño parlante y por la red neural que integraban su laringe, el globo ocular y la retina. Sin embargo el oficial dijo ásperamente:

—Ya han oído lo que ordena el Centro. ¡Andando! Llévense esto; yo haré que les lleven el otro.

Sus facciones se distorsionaban en una dura sonrisa; probablemente confiaba en que los grandes cañones lunares destrozarían la pequeña nave en cuanto hubiera despegado.

El Ladrón, sin decir palabra, se arrodilló para levantar suavemente el cadáver de Haven; parecía haberse reducido extrañamente. Sólo entonces comprendió Alar que el mero hecho de estar vivo es lo que da estatura a los huesos y a la carne.

Keiris pasó adelante y fue abriendo las puertas. El pequeño vehículo estaba frente a ellos. A un lado se erguía la Phobos, una enorme nave carguera. Alguien, de pie en la plataforma de aterrizaje, decía en voz alta hacia el interior del carguero:

—Todavía no se sabe nada. Lo esperaremos tres minutos.

El corazón de Alar cesó de latir por un segundo. Trepó lentamente la rampa hacia el vehículo de la Sociedad, agachando la cabeza para entrar y dejó su carga inerme en las literas posteriores. Un guardia sofocado entró tras él con el cadáver de Gaines al hombro; lo abandonó en el suelo de la cabina y se marchó sin haber pronunciado palabra.

Alar levantó la vista, pensativo; tardó algunos instantes en notar que tenía ante sí los ojos sombríos de Keiris.

—Mi hipótesis estaba errada —dijo.

—¿Te refieres a las dos naves intergalácticas? ¿O eran tres?

—Sí. Dije que partió de la tierra hace cinco años, cruzó el universo y ha de regresar dentro de pocos días, el 21 de julio.

Ella aguardó sin replicar.

—No puede regresar —continuó Alar, como si mirara a través de ella— porque aún no ha partido.

En la cabina había un gran silencio. El Ladrón siguió:

—Viajar a velocidades mayores que la de la luz parece oponerse a la ecuación de Einstein sobre la equivalencia de masa y energía. Pero el conflicto es sólo aparente. La masa de un cuerpo newtoniano podría reformularse como si fuera la de un cuerpo einsteniano, mediante un factor de corrección, así.

Y escribió la fórmula con lápiz sobre un mamparo:

—En este caso c es la velocidad de la luz, v la velocidad del cuerpo en movimiento, m la masa newtoniana y M la masa Einsteniana. Al aumentar v, naturalmente, también M aumenta. A medida que v se acerca a e, M se aproxima al infinito. Hasta ahora hemos considerado la fórmula bajo una velocidad limitada. Pero algo, mi hipotética nave intergaláctica, ha cruzado el universo en sólo cinco años, plazo menor al billón de años requerido por la luz. Por lo tanto v puede ser mayor que c.

»Pero cuando v es mayor que c, en apariencia, la masa einsteniana M debería ser imposible, puesto que equivaldría a la raíz cuadrada de un número negativo. Sin embargo esa conclusión se contradice con el efecto que produjo la nave en las galaxias durante su transcurso.

»Ahora bien, una alternativa consiste en reemplazar esa M imposible por v negativa, lo que nos daría v cuadrada positiva; entonces la ecuación seguiría los pasos de costumbre para la determinación de M. Pero v es simplemente la relación entre distancia y tiempo. La distancia es una cantidad escalar positiva, pero el tiempo puede ser positivo o negativo, según se extienda hacia el futuro o hacia el pasado.

Y completó, mirando a Keiris con aire de triunfo:

—Eso significa que para lograr una velocidad transfótica es necesario y suficiente que la nave retroceda en el tiempo.

—En ese caso —dijo ella, maravillada—, una nave que viajara a velocidades transfóticas aterrizaría antes de haber despegado. Eso significa que nunca hubo tres naves estelares ni siquiera dos, sino una sola. La nave que te trajo a la Tierra hace cinco años…

—Es en realidad la T-22, que no será lanzada hasta el 21 de julio.

La mujer se recostó contra el mamparo, aturdida. Alar prosiguió, amargamente divertido:

—No sé si me tocará subir a la T-22 la semana que viene, para hacer un viaje de cinco años hacia atrás. Tal vez el Alar original camina por la Tierra en este mismo instante pensando en hacer lo mismo. Quizá lleve consigo el original de ese pequeño simio que Haze-Gaunt tiene por mascota.

Y se echó a reír, inseguro de todo.

—¡Vaya! —exclamó—. ¡Es lo más absurdo que jamás…! —Se interrumpió en un brusco cambio de tema—. No voy a regresar contigo a la Tierra —dijo.

—Lo sé —replicó ella—. Lo siento.

Alar parpadeó, confundido.

—Lo sabes ahora que te lo he dicho.

—No. El Phobos va con destino al sol. Piensas que allí encontrarás a algunos amigos de mi esposo y podrás averiguar de ellos algo con respecto a ti mismo. El Cerebro Microfílmico dijo que tratarías de ir si se te presentaba la oportunidad.

—¿De veras?

—Además afirmó que allí conocerías tu identidad.

—¡Ah! —exclamó el Ladrón, con los ojos encendidos—. ¿Por qué no me lo dijiste antes?

La mujer bajó la vista, diciendo:

—La vida en los solarios es muy peligrosa.

Él soltó una risa suave y frágil.

—¿Desde cuándo nos preocupamos en el peligro al tomar una decisión? ¿Cuál ha sido la verdadera razón de que lo callaras?

Ella volvió los ojos serenos hacia los suyos.

—Porque cuando lo sepas la información te será inútil. El Cerebro dijo que en el momento de morir recordarías todo.

Escrutó el rostro del Ladrón con gesto ansioso; y un rubor le inundaba el rostro al agregar:

—Si deseas morir, ¿por qué no ingresas nuevamente a la Sociedad de los Ladrones para que eso sirva de algo? ¿Importa en realidad quién eras hace cinco años?

—Dije que no debemos abandonar la esperanza mientras no sepamos quién soy en realidad —respondió él, con serenidad.

La predicción del Cerebro le había causado una profunda impresión; se trataba de un factor que no entraba en sus cálculos.

—Pero ¿serías capaz de dar su vida por saberlo?

—No pienso darla. Tú lo sabes.

—Perdóname.

Keiris cerró los ojos con fuerza por un instante, como si intentara dominarse, y agregó:

—Discuto contigo por lo que me dijiste hace unos minutos, cuando estábamos sentados en el suelo. Pensé que tal vez mis palabras tuvieran alguna importancia para ti.

—Y así es, Keiris.

—Pero no la suficiente.

Alar suspiró. Se encontraba en una encrucijada y su decisión no afectaba exclusivamente a él, sino también a Keiris. No lamentaba una sola de las palabras pronunciadas en ese momento, al liberar sus sentimientos bajo la impresión de saberla mutilada. Pero al hacerlo le había dado derechos sobre él. Esos derechos le enorgullecían, pero también debía soportar las consecuencias.

—Keiris —dijo—, tus sentimientos no me son indiferentes. Preferiría permanecer a tu lado.

—Quédate, entonces.

—Sabes que no puedo. Me he enfrentado muchas veces a la muerte. Eso no puede detenerme. Si me quedara a tu lado perdería algo muy importante en mi interior.

—Pero esta vez estás advertido.

—Aunque las profecías del Cerebro se refirieran precisamente a este viaje, no podemos estar seguros de lo que va a ocurrir. El Cerebro no es infalible.

—¡Lo es, Alar! ¡Lo es!

Por primera vez en su vida, desde que tenía conciencia, Alar se encontraba ante una decisión imposible de tomar en unos segundos. Recobrar el pasado a costa del futuro no era un buen negocio. Tal vez sería mejor regresar con Keiris y vivir una existencia más útil y prolongada como Ladrón.

Al fin la tomó por los hombros.

—Adiós, Keiris.

Ella apartó el rostro.

—El capitán Andrews, de la Phobos —dijo—, aguarda al doctor Talbot, del Instituto Toynbiano. ¿Recuerdas al doctor Talbot? Lo conociste en el baile. Él también es Ladrón y ha recibido órdenes del Cerebro: debe cederte su lugar.

¡Libre albedrío!

Por un momento tuvo la impresión de que cada ser viviente del sistema solar era sólo un peón en el inmenso tablero.

—Supongo —dijo, blandamente— que me has traído una barba postiza como la de Talbot.

—La encontrarás en un sobre dentro de mi bolsillo derecho, junto con su pasaporte, la llave de su camarote y los pasajes. Y ahora será mejor que te des prisa —dijo Keiris.

La situación estaba allí y no había más, que aceptarla. Tomó rápidamente el sobre, se colocó la barba y permaneció inmóvil, vacilando.

—No te preocupes por mí —le tranquilizó Keiris—. Sé manejar esta nave; puedo volver a la Tierra sin problemas. Sepultaré a… a los dos… en el espacio. Después volveré a la Tierra para verificar algo en la morgue central.

Él la escuchaba sólo a medias.

—Keiris, si fueras la mujer de cualquiera y no la de Kennicot Muir… o si yo pudiera creerlo muerto.

—Vas a perder la Phobos.

Alar grabó su imagen en la mente con una última mirada; después se volvió en silencio y desapareció por la escotilla. Cuando se oyó el girar de la escotilla espacial, Keiris susurró:

—Adiós, querido mío.

Sabía que jamás volvería a verlo vivo.