XIII

UN VISITANTE DE LAS ESTRELLAS

Alar clavó una mirada de halcón en el subsecretario del espacio.

—¿Por qué están tan seguros de que no soy Kennicot Muir? —preguntó.

—Él era más corpulento. Además todo es diferente: huellas digitales, capilares del ojo, color del iris, grupo sanguíneo, edad, características de la dentadura y del esqueleto. Estudiamos cuidadosamente ese aspecto, en la esperanza de hallar puntos de contacto. No los hay. No sabemos quién eres, pero no tienes nada que ver con Kennicot Muir.

—Sin embargo —expresó Alar, con una mueca que era casi una sonrisa— no me parece que esas pruebas sean definitivas.

—¿Porqué? ¿Qué quieres decir?

Gaines estaba realmente desconcertado. Haven, que hasta entonces había permanecido con los ojos casi cerrados en profunda meditación, los abrió súbitamente.

—Se me ocurre que el viaje pudo haber provocado alteraciones muy peculiares. ¿No es posible que yo fuera Muir y que mi cuerpo se hubiera distorsionado, en un disfraz tan perfecto que ni siquiera yo podría reconocerme?

Gaines abrió la boca y volvió a cerrarla varias veces antes de responder.

—Me parece imposible.

—Imposible tal vez no —corrigió lentamente Haven—, pero sí improbable. Como teoría no tiene nada que la apoye, excepto que eso podría responder a muchas de nuestras incógnitas.

—Bien —prosiguió Alar, volviéndose de Gaines a Haven, para tornar después al primero ¿qué hay del Cerebro Microfilmico?

—¿El Cerebro? —repitió Gaines, frotándose la barbilla—. ¿Crees que Muir podría ser el Cerebro?

—Me parece posible.

Gaines rió, entre dientes.

—Resultaría fascinante que fuera cierto. Lamentablemente no lo es. La única semejanza entre Muir y el Cerebro es la corpulencia de los dos. Se han llevado a cabo varias investigaciones y esa posibilidad ha quedado descartada.

—Los investigadores suelen recibir sobornos —observó Alar.

Extendió los dedos sobre los brazos de la silla, los contempló por un instante y después volvió a mirar a los dos ancianos.

—Se pueden destruir datos, o fraguarlos. Se pueden ocultar ciertos hechos.

—Puede ser —reconoció Gaines—. Pero sé de primera mano que el Cerebro Microfílmico existía mucho antes de la desaparición de Muir; no en sus condiciones actuales, claro está, pero mostraba ya en potencia la habilidad que desarrolló después.

Haven se dio golpecitos en los dientes con el cabo de la pipa.

—Si es muy improbable que tú, Alar, seas Muir —dijo, pensativo—, más improbable todavía es que sea el Cerebro Microfílmico.

Mientras ellos discutían Keiris no había apartado los ojos del rostro de Alar. Éste suspiró.

—Bien, me doy por vencido. Pero veamos la fecha de la anotación. Veintiuno de julio de dos mil ciento setenta y siete. Faltan sólo unos días. Ustedes dicen que este libro data al menos de cinco años atrás; por lo tanto Muir debió equivocar la fecha.

—No tenemos ninguna explicación para eso —admitió Gaines—. Creíamos que tú la encontrarías.

El Ladrón sonrió con amargura, diciendo:

—¿Cómo pudo Muir regresar en la T-22 antes de que la construyeran?

El cuarto fue quedando en silencio: sólo se oía la respiración agitada de Keiris. Alar sintió que un nervio le palpitaba incómodamente en la parte inferior de la espalda. Haven siguió chupando plácidamente su pipa, pero sin perder detalle.

—Ni siquiera los no-aristotélicos, en sus proposiciones más descabelladas, sugirieron jamás que se pudiera recorrer el tiempo a la inversa, a menos que…

Alar se frotó una mejilla, sumido en profundas cavilaciones. Los otros aguardaron.

—¿Dijiste que el tablero del piloto indicaba la posibilidad de que la nave hubiera viajado a velocidades superiores a la de la luz? —preguntó a Gaines.

—Al parecer, sí. La propulsión resultó ser virtualmente idéntica a la que diseñamos para la T-22.

—Pero las velocidades transfóticas son imposibles, por una elemental mecánica einsteniana —refutó Alar—. Al menos teóricamente nadie puede sobrepasar la velocidad de la luz. El hecho de que yo haya llegado a bordo de una nave similar a la T-22 no me dice nada. En realidad, ni siquiera ese nombre, T-22, parece tener significado para mí. ¿Por qué la bautizaron así?

—Haze-Gaunt adoptó ese nombre por sugerencia del Instituto Toynbiano —replicó Gaines—. Es una simple abreviatura de «Civilización Toynbiana Número Veintidós». El gran historiador dio a cada civilización un número de índice. La egiptaica lleva el número 1; la andina, el 2; la sínica, el 3; la minoica, el 4. Y así sucesivamente. Nuestra civilización, la occidental, corresponde al Número Veintiuno de Toynbee. Los toynbianos piensan secretamente que una nave interestelar podría salvar a la Toynbee 21 al lanzarnos hacia una nueva cultura: la Toynbee 22, así como la vela inició la talasocracia minoica, y el caballo las culturas nómadas y las rutas de piedra el Imperio Romano. Así T-22 es algo más que un simple nombre para una nave: puede ser un puente entre dos vidas, el vínculo entre dos destinos.

—Es posible —asintió Alar—. La esperanza no hace mal a nadie.

Pero sus pensamientos estaban en otra parte. La Phobos, esa nave en la cual había venido Gaines, iba rumbo al sol. En los solarios podría encontrar a gente que había conocido íntimamente a Muir. Además estaba esa cuestión del tiempo negativo. ¿Cómo era posible que una nave aterrizara antes de despegar?

Keiris lo arrancó de sus cavilaciones.

—Puesto que hemos llegado a un punto muerto en cuanto a tu identidad —sugirió—, sería mejor que nos contaras el resto de lo que descubriste en la placa estelar. En el Galactarium dijiste que todavía faltaba algo.

—Muy bien —aceptó Alar, y retomó bruscamente el tema—. Desde que se completó la estación Lunar, hemos dado por seguro que, dado el tiempo necesario, acabaríamos por llegar con nuestra vista al otro lado del espacio y allí encontraríamos nuestra propia galaxia. Eso estaba predicho; mi descubrimiento no fue más que la realización de ese cálculo. Pero en esa parte del cielo hubo otros acontecimientos de no muy fácil predicción. Retrocedamos un poco.

»Hace cinco años, como cualquier estudiante de astronomía sabe muy bien, hubo un cuerpo de masa incalculable, al parecer originado en algún punto del espacio próximo a nuestro sistema solar, que salió a gran velocidad hacia el espacio exterior. Pasó cerca de la galaxia M 31, conmocionando el borde con varias novas y colisiones estelares y se alejó a una velocidad superior a la de la luz, para desaparecer a tres billones y medio de años-luz. Al decir que desapareció me refiero a que los astrónomos ya no pudieron detectar su influencia en las galaxias próximas a su hipotética línea de vuelo.

La razón por la cual no la detectaron es que no observaban en la dirección debida. El cuerpo había pasado el punto central del universo con respecto a su sitio de origen y había iniciado el retorno. Naturalmente se aproximaba en dirección opuesta, que es, por supuesto, la misma en que debemos colimar el reflector lunar para captar la galaxia.

»En las seis semanas que llevo estudiando este sector del cielo he observado el efecto de un cuerpo desconocido en galaxias próximas a la línea de retomo: he calculado su trayecto y su velocidad con bastante aproximación. Ya que estamos en eso, la velocidad disminuye rápidamente desde el máximo alcanzado en el espacio exterior, de dos billones de años-luz por año.

»Hace seis semanas, cuando comencé mis observaciones, había cerrado casi por completo su circuito del universo y regresaba a nuestra propia galaxia. Ayer pasó tan próxima a las Nubes Magallánicas que su atracción las impulsó una contra otra en lo que pudo ser un curso de colisión. En la Nube menor he contado ya veintiocho novas.

Y concluyó, tranquilamente:

—Ese cuerpo aterrizará sobre la Tierra el día 21 de julio.

Un pesado silencio cayó sobre el grupo. Durante varios minutos sólo se oyó el chirrido de la pipa vacía.

—Hay algo muy extraño —murmuró Gaines—, y es su masa variable. Como Alar ha dicho, la perturbación estelar de Andrómeda es historia vieja, pero el cúmulo de Andrómeda sufrió los efectos de un objeto que viajaba apenas por debajo de la velocidad fótica y cuya masa equivalía a unos veinte millones de galaxias concentradas en un mismo punto. Pero cuando ese cuerpo llegó a la galaxia M 31, más o menos tres semanas después, su velocidad era varias veces superior a la de la luz y su masa, incalculable; tal vez orillaba la del infinito, si se puede concebir algo así. Sin duda tú, Alar, has de haber encontrado las mismas condiciones en su retorno: una disminución gradual de la velocidad y de la masa; supongo que al llegar a la Tierra tendrá otra vez una masa y una velocidad reducidas, lo bastante como para no afectar el sistema. Alar ha suministrado la pieza final del rompecabezas que ha enloquecido a los astrónomos durante cinco años, pero el rompecabezas concluido es aun más incomprensible que sus partes.

—Dijiste que ese cuerpo «aterrizaría» en la Tierra —observó Have—. Eso significa que…

—Qué resultará ser otra nave intergaláctica.

—Pero aún el mayor de los cargueros solares o lunares no excede una masa de diez mil toneladas —objetó Gaines—. La nave que se estrelló hace cinco años era en verdad bastante pequeña. Ni siquiera el mayor navío interestelar podría causar un efecto gravitatorio detectable en un planeta, para no mencionar siquiera a toda una galaxia.

Alar le recordó:

—Un objeto que volara a velocidades transfóticas, aunque sea teóricamente imposible, tendría una masa casi infinita. Y no olvides que la masa de este objeto aumentó en forma proporcional a la velocidad. En descanso ha de ser relativamente pequeño, pero no tiene por qué ser grande si va a velocidad transfótica. Sospecho que basta un peso de un gramo, lanzado a una velocidad de varios millones de años luz, para provocar en la nebulosa M 31 un daño comparable al que causó nuestra hipotética nave intergaláctica.

Keiris dejó escapar un bostezo somnoliento y observó:

—Pero hace cinco años no había naves intergalácticas en el sistema solar. Dijiste que partió de nuestro sistema solar hace cinco años, para cruzar la M 31 a una velocidad varias veces superior a la de la luz. Eso significaría que hay dos naves intergalácticas: una, la que llegó hace cinco años, proveniente de un punto desconocido, y otra, la que partió de aquí hace cinco años, cuyo retorno predices para la semana próxima.

Alar soltó una risa áspera.

—Absurdo, ¿verdad? Sobre todo si consideramos que hace cinco años no había naves intergalácticas en este sistema, ni siquiera interestelares.

—Tal vez la haya construido la Federación Oriental —sugirió Haven—. Sospecho que Haze-Gaunt la subestima.

—No lo creo —replicó Gaines—; sabemos que cuentan con una gran producción de plutonio, pero éste es como talco si lo comparamos con el muirio. Para hacer un vuelo interestelar se necesita muirio, y ellos no lo tienen… todavía.

Alar dio en recorrer el cuarto a grandes pasos. Dos naves intergalácticas. Una, la accidentada cinco años antes, en la que aparentemente había llegado él mismo. La otra debía llegar el 21 de julio, una semana después, trayendo a ¿quién? Más aún, en la Tierra estaba la T-22, que debía despegar en la madrugada del 11 de julio. Nuevamente la pregunta: ¿quién iría a bordo?

Estuvo a punto de soltar la exclamación en voz alta: «¡Por el río que me trajo! Las naves son tres». La redujo a un gruñido y se mordió los labios. La respuesta parecía estar a su alcance, en la punta de la lengua. Si pudiera resolver ese acertijo sabría quién era.

Tenía conciencia de que Haven y Gaines lo observaban disimuladamente. Era extraño que él, el aprendiz, hubiese alcanzado tal estatura en las semanas pasadas. Sin embargo no tenía la sensación de haber progresado: antes bien, parecía que los otros se estaban tornando lentos y torpes. Naturalmente, los hombres de genio nunca se consideran particularmente dotados.

Detuvo su paseo para mirar a la mujer. Parecía estar dormida; había dejado caer la cabeza sobre el hombro derecho y el pelo le caía sobre un ojo. Su cara tenía la misma palidez cerúlea que Alar había notado en ella desde el encuentro frente al museo. El pecho subía y bajaba rítmicamente bajo la capa cerrada.

Al contemplar aquellos ojos cerrados y hundidos, el Ladrón tuvo la fuerte convicción de haberla visto de ese modo en otro momento… pero muerta. Parpadeó con fuerza. Esa alucinación debía ser el resultado del cansancio y el exceso de trabajo; tenía el sistema nervioso agotado; de seguir así pondría en peligro la vida de sus compañeros y la propia.

—Gaines —susurró—, tu guardia no relevará al oficial de la policía imperial en las pistas de alunizaje hasta dentro de dos horas. Propongo que echemos un sueño hasta entonces.

—Yo velaré —se ofreció Haven.

—Si quieren matarnos —respondió Alar, sonriendo— no servirá de nada descubrirlo de antemano. Yo me encargaré de despertarlos a todos con tiempo.

—Bueno —aceptó Have, ocultando un bostezo con la mano.

Alar se acostó sobre el frío mosaico, frente a la silla de Keiris; puso la mente en blanco y se durmió instantáneamente.

Un cuarto de hora después Keiris escuchó atentamente la respiración tranquila de sus tres compañeros; finalmente abrió los ojos y contempló al hombre dormido a sus pies. Acabó por fijar la mirada en su cara, vuelta hacia arriba. Era un rostro extraño, ultraterrestre, pero atractivo y dulce. Una inmensa paz se extendía en torno a sus ojos. En tanto lo contemplaba las líneas de sus propias mejillas se suavizaron un poco.

Keiris se inclinó lentamente hacia adelante, con los ojos semicerrados fijos en los de aquel hombre; al fin se levantó del asiento para erguirse ante él. Súbitamente se puso rígida, para relajarse nuevamente en seguida: en el otro extremo del cuarto Gaines había soltado un murmullo inquieto, agitándose en la silla.

La mujer volvió a inclinarse sobre el Ladrón dormido, hasta que su rostro estuvo a pocos centímetros de él. Tras una pausa cargada de sentimientos volvió a la silla, se quitó la sandalia del pie derecho con los dedos del otro y rozó con la planta la manga de Alar. Aproximó el pie descalzo a la mano del Ladrón, pero la retiró con celeridad.

Tomó aliento, apretando los dientes. Un momento después los largos dedos de su pie acariciaban la mano de Alar, rozando apenas la piel. Posó la planta sobre ella, cubriendo los dedos y los nudillos, como si el pie fuera en sí una extraña mano que sujetara la del hombre con extrema suavidad. Así permaneció por un rato. Al cabo retiró el pie y se arrodilló junto a él para contemplarlo de cerca. Segura ya de que él dormía, inclinó la cabeza hasta posar la mejilla contra la suya, rozando la barba que asomaba ya y el pómulo anguloso y firme. Sintió, con un cosquilleo en la espalda, que el cabello negro y despeinado del Ladrón le tocaba la frente y se apoyaba contra el suyo. Le subió al rostro un intenso rubor y tuvo la curiosa impresión de que el tiempo se había detenido.